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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

El caballero de Alcántara (33 page)

BOOK: El caballero de Alcántara
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—No discutiré más acerca de esas cuestiones —manifesté con disgusto.

—¡Oh, no te inquietes! —sonrió socarronamente—. No volveré a encerrarte en el torreón. Y has de saber que no me arrepiento de haberte conservado la vida. Me hace feliz saber que mi señora tía y mi hermano Samuel han muerto con la satisfacción de ver cómo el Rey Católico se humillaba reclamándonos. Por fin se ha hecho justicia.

—Entonces… —le pregunté con suma cautela—, ¿no regresarás a la cristiandad?

—No. Jamás lo haría. Mi lugar está aquí, donde el Eterno ha querido traerme para beneficiar a su pueblo. La Inquisición jamás consentiría que todos éstos vinieran conmigo. —Se refería a la gente que nos rodeaba ajena a nuestra conversación.

—Yo he cumplido con mi obligación de manifestarte lo que Su Majestad quería decirte. Ahora debo comunicar tu respuesta.

—Regresarás pronto a España y, además de ir sano y salvo, te llevas a una hermosa mujer —dijo mirando a Levana—. Eres un hombre ciertamente afortunado. No olvides nunca que no tendrías hoy la cabeza sobre los hombros si no es por mí. No traiciones delante de tu rey mis verdaderos sentimientos. Cuéntale la verdad y nada más.

—Ya sabes que me siento agradecido. Toda esta generosidad me abruma.

Entonces él, con enigmática expresión en la mirada que dejó perderse en el vacío, me dijo:

—No he obrado así sólo por caprichosa benevolencia. Quiero que seas testigo de los grandes acontecimientos que se avecinan. Pronto cambiarán las cosas en el dominio del Mediterráneo.

—No sé a qué te refieres… —susurré lleno de confusión.

—Espera y verás. Dentro de un momento recibiré a un invitado muy especial y serás testigo de todo lo que se hablará aquí. Si ese ínclito personaje que hoy va a honrar mi casa llegase a saber que eres un enviado secreto del Rey Católico, empezarías de nuevo a tener serios problemas. Pero aquí, excepto mi trujamán y tu amada, todo el mundo cree que eres un simple mercader de sedas. Por lo tanto, será mejor que sigas aparentando serlo y no pierdas ripio, porque me interesa mucho que en la cristiandad se tenga noticia de lo que va a ocurrir en los días venideros.

Dicho esto, se separó de mi lado y regresó junto al resto de sus invitados. Una vez más, el duque me desconcertaba con sus misteriosas reflexiones.

Declinaba el sol en el horizonte cuando se armó un gran alboroto entre la concurrencia.

—¡Ya viene! —gritaban los que estaban en el extremo del jardín, mirando hacia el Bósforo—. ¡Ya está ahí!

Corrimos todos hacia la barandilla que se asomaba al borde del acantilado para ver qué pasaba.

—¡Allí, allí…! —señalaban con el dedo.

Al mirar en aquella dirección, descubrí una enorme procesión de barcos que venían hacia Otakoy desde la punta del Serrallo. Los remos batían el agua en perfecta armonía y un colorido espectáculo compuesto por estandartes y banderolas ondeando al viento anunciaban que alguien muy importante navegaba acompañado por un gran séquito.

—¡Es el Gran Señor en persona! ¡Miradlo, allí está! —le anunciaron.

Me dio un vuelco el corazón. El sultán venía a visitar al duque de Naxos. Las enigmáticas palabras que él me había dicho esa tarde cobraban sentido.

—¡Preparad todo para el recibimiento! —le ordenó don José a su servidumbre.

Los presentes empezaron a ser presa de una gran impaciencia y se movían en todas direcciones sin saber bien qué hacer.

—¡Tengamos calma, amigos! —gritó el duque—. ¡No hay por qué ponerse nerviosos! El Gran Señor viene a divertirse. Hace tiempo que le invité a la fiesta y esta misma mañana me anunció que se haría presente. Si no os lo he dicho antes es porque no quise desvirtuar el espíritu del Sukot y porque quería obsequiaros con una gran sorpresa.

Arribó la comitiva al atracadero, al pie de la colina, y al momento se organizó una nutrida procesión muy colorida que ascendía por el sendero animada por una fanfarria estruendosa de atabales, sistros y chirimías.

Causaba impresión todo aquel gentío que acompañaba al sultán ordenadamente, en medio de una gran magnificencia. Cuatrocientos hombres o más componían el séquito: doscientos eran los pajes más jóvenes, adolescentes de muy buena presencia, ataviados con riquísimas telas bordadas con oro y tocados con pequeños gorros amarillos; las túnicas hasta media pierna y las cabezas afeitadas, salvo detrás de las orejas, donde les prendían largos rizos de pelo como colas de ardilla.

—Ésos son los pajes principales —me explicó Isaac Onkeneira—, todos nacidos cristianos, escogidos en Grecia, en La Morea, en Hungría y en las montañas de Macedonia. Son la flor y nata del palacio de Topkapi. De entre ellos saldrán los magnates que dominarán el imperio en nombre del Gran Señor.

Me estremeció escuchar tal explicación. Aunque bien sabía yo que aquellos pobres muchachos esclavos, arrancados de sus familias, formaban la simiente de la élite del imperio del Gran Turco; y que, aleccionados con mucha disciplina, llegarían a ser los fieros capitanes, arráeces, generales y almirantes de las flotas más temidas del mundo. Hombres adiestrados para no tener miramientos ni compasión alguna en aquel vastísimo reino de esclavos.

Detrás de ellos, avanzaba un tercer centenar de pajes, todos ellos mudos y sordos; las lenguas cercenadas desde niños y los oídos trepanados por un punzón incandescente, para que no pudiesen hablar ni oír. Todo por capricho de los soberanos del Oriente, que gozaban desde antiguo rodeándose de inocentes criaturas mutiladas. Muchos pobres críos morían en estas crudelísimas operaciones; como en la que era la más frecuente: la creación de eunucos.

El cuarto centenar de acólitos del sultán eran todos enanos, hombres corpulentos pero de apenas vara y media de estatura los más altos. Llevaban éstos grandes cimitarras al cinto y vestían también con riquísimos paños color verde oliva, azafrán o naranja y se tocaban con graciosos bonetes de terciopelo violeta.

Cuando hubo penetrado todo ese personal en la propiedad del duque, los jardines adquirieron una vistosa apariencia multicolor, a la que se añadían las banderolas tornasoladas y los estandartes blasonados con estrellas, medias lunas y soles.

Fue entonces cuando se abrió un pasillo por en medio del gentío e irrumpieron con ceremonioso paso los visires, destacándose los altísimos gorros de pulcra gasa blanca. El último en entrar fue el temido gran visir, Mehemet Sokollu, hombre seco y de hierática estampa, recto como una tabla, enfundado en su dolmán azul noche. Con esta presencia, cesó la música y enmudeció la concurrencia.

Permanecía todo el mundo casi sin aliento, aguardando a ver qué pasaba, cuando hizo su aparición el sultán flanqueado por sus cuatro favoritos. Nos arrojamos al suelo de hinojos. Algunos invitados temblaban a mis costados.

Por encima, se oyó saludar a don José Nasi:

—¡Oh, grandísimo señor, el más honorable, magnífico y egregio de los emperadores, bienvenido seáis a nuestra casa! ¡Oh, comendador de los creyentes, tomad posesión de vuestros dominios!

Iniciose en ese momento una cantinela de voces agudas de los eunucos que correspondía al saludo del duque en nombre del sultán. Después de lo cual se nos permitió alzarnos de la postración. Y busqué con la mirada llevado por la enorme curiosidad de ver a tan poderoso hombre.

El sultán Selim II no resultaba ser demasiado alto, a pesar de su abultadísimo turbante. Tenía el rostro gordezuelo y blancuzco, los mofletes rosáceos y la barba rubicunda. Sonreía bobaliconamente y caminaba con pasitos muy cortos. Poco podía apreciarse su figura, pues vestía un amplísimo ropaje, largo hasta los tobillos, de brillante seda plateada con floripondios bordados. Más me parecían sus atavíos propios de damisela que de tan temible personaje, máxime cuando sus movimientos tampoco resultaron ser muy viriles que digamos.

Le observaba en la distancia de unos veinte pasos y no salía de mi pasmo. ¡Qué curiosa contraposición de mundos! Allí estaba, próximo a mí, el mayor enemigo de la cristiandad, el temido adversario de nuestro Rey Católico. Y contemplando el boato y la ostentación que le rodeaban, no pude dejar de pensar en el austero don Felipe II, al que recordaba vestido con negro género de estambre y sin más compaña que sus dos sumisos mastines.

Arreciaba en los jardines la música de atabales y trompas mientras don José Nasi cumplimentaba a su más insigne invitado, sin que pudiera escucharse nada de lo que hablaban entre ellos. Aunque era apreciable la mucha cordialidad del encuentro.

Isaac Onkeneira, de cuyo lado no me aparté, me susurró al oído discretamente:

—El Gran Señor aprecia mucho a mi amo. No creas que se rebaja él encumbrando con su presencia cualquier casa; pero aquí suele venir a menudo.

—¿Y todo este gentío que le acompaña? —pregunté muy extrañado—. ¿A todos ha de atender el anfitrión cada vez que el sultán va de visita?

—¡Oh, no! El séquito se marchará ahora.

Tal y como predijo mi suegro, la nutrida comitiva que llegó custodiando al sultán comenzó a marcharse muy ordenadamente y se dispersó por las vecindades del puerto de Ortaköy sin alejarse demasiado. De manera que permanecieron únicamente los visires y los favoritos acompañando a su señor.

Fue entonces cuando don José Nasi dispuso que se colocara un rico sillón en un lugar preeminente para que se acomodase el magno invitado.

—¡Amigos, aproximaos ahora! —nos pidió a los demás el duque—. Hoy es un día grande en esta casa, pues gozamos de la enormísima gracia de tener al Gran Señor en medio de nosotros. ¡Brindemos por él!

Acudieron los criados y escanciaron vino por doquier. Puso don José una copa de oro en la mano del sultán. Éste la tomó con un rápido movimiento, y eso que tenía en los dedos anillos con piedras preciosas que medirían algunas más dé una pulgada.

—¡Vida larga y salud al Señor que ha de gobernar la tierra! —gritó el duque.

Complacido, sonrió el sultán y paseó su mirada de ojos grisáceos por la concurrencia. Todos nos inclinamos con gran reverencia. Dijo él con voz delicada y gran afectación en el tono:

—Muteferik, querido siervo mío, esta misma mañana mandé a un visir a que te anunciase que esta noche honraría tu casa y a tu tribu con mi presencia. Alá te guarde a ti y a todos ellos.

—Gracias, muchas gracias, Gran Señor —le dijo Nasi, aproximándose para besarle la mano.

Alzó la barba rozagante el sultán y luego anunció:

—Es hora de que recibas mi dádiva, siervo mío.

—Señor, vuestra presencia es el mayor obsequio —contestó el duque.

Se adelantó el gran visir Mehemet Sokollu llevando un rollo de pergamino en la mano, lo desplegó delante del duque y proclamó con gran solemnidad:

—Anoche se supo en el palacio del más grande de los señores, nuestro glorioso sultán Selim, ¡Alá le guarde siempre!, que el arsenal de la ciudad de Venecia ha sido consumido por el fuego. Es una gran noticia que nos anuncia que el Todopoderoso está de nuestro lado. Ya hace tiempo que se venía considerando aquí la necesidad de romper toda relación con aquella república. El momento no puede ser más propicio, y el grandísimo señor ha decidido en su loable prudencia contar entre sus enemigos a la república de Venecia, por su mucha arrogancia y por desoír nuestros requerimientos en las cosas de la mar. Desde hoy, el imperio del Gran Señor está en guerra contra esa ciudad infiel cuyo único dios es el oro. ¡He aquí el decreto que contiene la declaración con los sellos imperiales!

Se alzó un denso murmullo de sorpresa entre la concurrencia. Y a mí me sacudió un escalofrío.

Don José Nasi, puesto en pie frente al sultán, alzó la copa y exclamó con arrogancia:

—¡Gran Señor, hoy es un día grande! ¡Bebamos!

Levana estaba a mi lado y me tomó la mano. Su padre, visiblemente inquieto, me miró con cara de espanto y murmuró:

—Me da miedo todo esto…

El resto de la gente, en cambio, brindaba a nuestro alrededor y parecía no darle demasiada importancia al anuncio que había hecho el gran visir. Más bien se tenía la impresión de que asumían aquello como parte de la fiesta.

El duque solicitó entonces la venia del sultán y se dirigió a los presentes con estas palabras:

—Pueblo de Israel, nuestras vidas todas se hallan en manos de Elokim, el Eterno. Él nos ha puesto bajo la autoridad del elevado y glorioso sultán Selim. Todos los destinos le pertenecen. Hora es ya de que las ofensas sufridas por nuestro linaje sean debidamente vengadas.

Hace veinte años muchos de nosotros tuvimos que abandonar Venecia. Fuimos expulsados injustamente de nuestros hogares y nos fueron confiscados nuestros bienes y derechos, el fruto de nuestros sudores. Hoy todo eso ha cambiado. Al fin un soberano prudente nos acoge y nos hace justicia. ¡Viva el Gran Señor!

—¡Viva! —gritaban al unísono los hebreos.

Don José, muy excitado, prosiguió:

—Ayer se supo en Estambul que el gran arsenal de Venecia ha ardido, saltando por los aires la pólvora y quedando destruidas las atarazanas y casi todos los barcos convertidos en cenizas. El poder de la serenísima cae bajo nuestros pies sin que movamos un solo dedo. ¡El Eterno doblega a los soberbios y exalta a su pueblo humillado!

Sonriendo, encantado por el espectáculo que ofrecía el duque enzarzado en su encendido discurso, el sultán no paraba de apurar copa tras copa. De manera que no tardó su regordete rostro en tornarse más encarnado todavía. El gran visir, sin embargo, permanecía rígido, distante y completamente sobrio.

Entonces comprendí por qué el duque quiso que yo estuviese presente en aquella ceremonia extraña: era la gran demostración de su poder. Lejos de plantearse siquiera regresar a la cristiandad, Nasi manifestaba un desprecio infinito hacia el Occidente, al que consideraba la causa de todos los agravios sufridos por los hebreos. Exhibiendo su eficaz influencia sobre el Gran Turco delante de su gente y de mí, hacía ver que había llegado la hora de resarcirse. Y era evidente que deseaba que Su Majestad tuviese pronto noticia de ello.

Tomó la palabra el sultán y dijo a sus visires:

—Es el momento de hacer entrega del regalo que he traído para mi amadísimo siervo el Gran Judío.

Declinaba la luz de la tarde cuando, en medio de una enorme expectación y un silencio contenido, se adelantaron dos de los visires miembros del diván y presentaron ante el duque de Naxos una corona de oro y un vistoso estandarte.

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