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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

El caballero de Alcántara (37 page)

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Nota histórica

La España de Felipe II

Cuando subió al trono Felipe II tuvo que asumir la enorme responsabilidad de administrar el mayor imperio conocido. Aunque es cierto que heredó algunas de las maneras de su padre el emperador Carlos V, fue un monarca bien diferente a su antecesor y debió adaptarse a los nuevos tiempos luchando contra numerosos residuos que persistían de la etapa anterior.

España, y sobre todo Castilla, habían sufrido durante años el ser fuente de recursos militares y económicos para unas guerras lejanas y difíciles de justificar localmente. Incluso las riquezas americanas iban directamente desde América a los banqueros holandeses, alemanes y genoveses sin pasar por las arcas castellanas.

Tal vez por esos motivos el más firme y leal baluarte de la ambiciosa política de Felipe II, que era España, es en esta época el más despoblado y pobre de sus señoríos. Había muy pocas ciudades grandes y realmente importantes. Madrid había pasado en poco tiempo de ser una villa de apenas 5000 habitantes a una población tumultuosa que crecía sensiblemente cada año. A pesar de no tener aún las características de una gran ciudad destacable en el conjunto de Castilla, la villa fue elegida en 1561 como sede de la corte por Felipe II, siendo la primera capital permanente de la monarquía hispánica. Desde ese momento, campesinos, mercaderes, artesanos, servidores, soldados y mutilados de guerra llegan a la nueva corte en busca de trabajo o subsidios, lo que supuso pasar de los 10 000 o 20 000 habitantes de la ciudad en 1561, a 35 000 o 45 000 en 1575. A finales de siglo, fallecido ya Felipe II, la cifra se situó en 100 000.

Entre todas las ciudades descollaba la opulenta Sevilla con 108 000 habitantes. Fuera de las vegas riquísimas de Valencia, Murcia, Granada y el Guadalquivir, la zona cultivada en la ancha España debía de ser muy escasa. Destacaban los viejos núcleos urbanos de ilustre historia, forjados en la Reconquista, en estrechas zonas de huertas, en las márgenes de las corrientes fluviales o rodeados por campos de cereales, olivares y viñedos. Pero podemos deducir en general de las descripciones de los viajeros y de los viejos censos, como el de don Tomás González, archivero de Simancas, del que deducimos que España sería en este siglo
XVI
un desierto silencioso y grande, con bellos núcleos de población no muy numerosa donde brillaban el arte y la tradición.

Esta peculiaridad configura una estructura social que habrá de prevalecer durante casi dos siglos. Los grandes señores ya no tienen poder por sí mismos, sino que lo reciben del rey. En esta época, el poder de la Corona ya no es discutido. Los nobles siguen ahora a la corte, buscando situarse cerca del monarca, que es donde reside la preeminencia social. Los castillos, que antes eran el lugar donde ejercían un dominio las grandes casas, quedan ahora abandonados como inútiles armatostes y las villas muradas empiezan a quedar olvidadas residiendo en ellas sólo los hidalgos y el pueblo llano.

Los grandes señores reúnen inmensas posesiones y riquezas, muy mal administradas, y habitan en enormes residencias donde mantienen un verdadero pueblo ocioso de parientes, damas, dueñas, gentileshombres, escuderos y pajes. A pesar de las ceremonias externas y el aparato de súbditos y sirvientes que acompaña a la alta nobleza, sufrían la misma penuria económica que es característica de esta España del siglo
XVI
y que alcanza desde el rey al último hidalgo. Es la clase de los caballeros la que aporta las más altas dignidades de la iglesia y la milicia, y los hidalgos son la gran cantera que nutre conventos, monasterios, órdenes militares, clerecías, catedrales, y el grueso de los soldados principales del tercio. Tener un apellido de cristiano desde algunas generaciones atrás daba ya el derecho de cierta distinción. Este tinte aristocrático de la sociedad alcanza incluso a los últimos estamentos populares: labradores y pastores de los campos, villanos y tenderos de las ciudades buscan tener apariencia hidalga. Son el clero, los hidalgos y el pueblo de las Españas de uno y otro lado del océano los que dan la sangre abnegada y el oro necesario para que los altos ideales del Rey Católico puedan llevarse adelante.

El número de hidalgos (baja nobleza) es muy elevado en estos tiempos. La Corona acrecienta la venta de títulos de hidalguía, lo cual se refleja en la novela picaresca del
XVI
: desprecio al trabajo, sentido de honor, etc. Muchos hidalgos están arruinados y se dedican a las armas, la emigración a América o las órdenes religiosas.

Es notable la adhesión popular a la política imperial que caía sobre las gentes de España de forma abrumadora gravando sus vidas con un continuo gasto del cual apenas se obtenía beneficio alguno. El pueblo español se creía instrumento de la Providencia para contener al protestantismo y al islam, así como el gran misionero llamado a llevar la fe a las Indias Occidentales. El rey es el jefe designado por Dios para esta alta misión. De manera que servir al Rey Católico en cualquier empresa es un gran orgullo y motivo suficiente para sobrellevar cualquier sacrificio por grande que sea: viajes, guerras, cautiverios y la misma muerte. Y este sentir hispano se amplifica enormemente por el inmenso orgullo que suponía para un español tener posibilidades reales de actuar en Nápoles, Milán, Sicilia, Cerdeña, en los Países Bajos o en el Rin, en los territorios del norte de África, en las islas de los mares de Oriente, en las Indias Occidentales y en el Levante turco.

El linaje de los Monroy

La poderosa familia de los Monroy fue muy significada en Extremadura desde el siglo
XV
. Se sabe muy poco sobre el origen de este linaje, pero los hechos más destacados la vinculan a Alfonso de Monroy, conocido como el Clavero, su hermano Hernán de Monroy, apodado en las crónicas como el Gigante, y un primo de ambos nombrado como el Bezudo. Su afán guerrero llevó a los Monroy a mantener continuas contiendas por los señoríos familiares. Estas guerras se sucedieron paralelas a las que tuvieron lugar con los Álvarez de Toledo de Oropesa, con Portugal en tiempos de los Reyes Católicos, y con los Gómez de Cáceres y Solís, por la sucesión del maestrazgo de la Orden de Alcántara.

El linaje, dejando aparte estas luchas encarnizadas y banderías, fue extenso e influyente. Muchos Monroy ocuparon importantes cargos en el ejército, en la política y el clero a lo largo de todo el siglo
XVI
. El padre del conquistador Hernán Cortés era, por ejemplo, Monroy y gran militar. Aparecen numerosos miembros del linaje en las listas de la milicia de la época y los segundones se fueron situando por toda Extremadura, merced a matrimonios con damas nobles, el ingreso en el clero o la recepción de prebendas por servicios militares.

Jerez de los Caballeros

En el extremo sudoccidental de la baja Extremadura, sobre un terreno accidentado y agreste que mira a Andalucía, se alza una ciudad verdaderamente singular: Jerez de los Caballeros. En un medio natural cubierto de tupidos encinares, dehesas, monte bajo y otras especies propias del bosque mediterráneo, la visión de este núcleo urbano, asentado sobre dos colinas, como un conglomerado de murallas, fortificaciones, iglesias y torres, no puede resultar más sugerente. Fue cabeza del poderoso Bayliato de los Caballeros templarios hasta la disolución de la Orden del Temple en 1312. Pasó luego a integrarse en la Orden de Santiago y, convertida en cabeza de partido, recibió de Carlos V el título de «muy noble y muy leal ciudad» en 1525. Con ello se inicia una época de pujanza económica y social que la convertirán en uno de los centros más sobresalientes de toda la región.

Durante todo el siglo
XVI
se configurará un peculiar núcleo urbano que perdura hasta hoy, con destacadas construcciones de iglesias renacentistas y barrocas, ermitas, conventos, dos hospitales y una arquitectura señorial repleta de palacios y casas solariegas de nobles fachadas, que exhibían los blasones de los ilustres apellidos que proporcionaban constantemente hombres de armas a las empresas guerreras del Emperador.

La educación de un futuro caballero en el siglo
XVI

Durante el siglo
XVI
perviven muchos de los ideales que constituían la base de la sociedad medieval. El espíritu caballeresco y militar es un pilar fundamental en la vida de gran parte de la nobleza, tanto urbana como rural. Los futuros caballeros, soldados principales del ejército imperial, nacían en el seno de familias con tradición caballeresca. Muchos de ellos solían ser nobles rurales que pasaban la mayor parte del tiempo en sus posesiones, en la residencia de su padre dentro de la hacienda familiar. En ocasiones, estas familias vivían en diferentes casas según la época del año, para asegurarse de que su condición de señores fuera reconocida y respetada en todas sus posesiones. Aunque ya en decadencia, algunas familias conservaban la costumbre de habitar en los castillos de sus antepasados. Pero es ésta la época en que esta forma de vida tan genuinamente feudal empieza a caer en desuso.

Durante los primeros años de su vida, los futuros caballeros o militares estaban al cargo de las mujeres de la casa. Cuando tenían siete u ocho años, eran confiados a un señor y se criaban junto a otros hijos de caballeros. Allí se les comenzaba a instruir en el arte de las armas, la equitación y la esgrima. Primero hacían de pajes, aprendían a servir la mesa y realizaban algunas tareas domésticas. Era frecuente también que aprendieran a tocar algún instrumento musical, el canto y la danza. Herencia de los siglos precedentes era el gusto por los poemas de trovadores, los romances y los cantares de gesta.

Cuando llegaban a la adolescencia, los muchachos ascendían en la jerarquía del castillo o casa señorial y se convertían en escuderos. Durante este periodo perfeccionaban el arte de la montura y se les adiestraba en el manejo de todas las armas. Debían aprender buenos modales y se iniciaban en otros aspectos más sutiles de la vida cortesana, como trinchar la carne, servir a su señor en la mesa, practicar la caza, participar en banquetes, cantar, bailar… En ocasiones aprendían a leer y adquirían afición por la música y la literatura; esta última incluía, además de los libros de instrucción militar, tratados de caza, crónicas de los reinos y de la nobleza y libros de caballería. La vida palaciega permitía a muchos de estos jóvenes llegar a ser entendidos en los ceremoniales de la corte y en ropajes lujosos, armas y armaduras.

Al llegar a la edad apropiada, los jóvenes eran incorporados a la hueste de su señor, a una orden militar o a los tercios como soldados principales. De entre ellos se nutría luego la alta oficialía del ejército.

Las órdenes militares en tiempos de Felipe II

Las órdenes militares surgieron en la Edad Media como agrupaciones con fines hospitalarios, en una época de grandes inseguridades y desprotección de las personas, coincidiendo con la gran pugna entre el cristianismo y el islam. En un principio, el ideal básico consistía en defender los santos lugares frente al infiel, pero el auxilio no tardó en extenderse a otros ámbitos más amplios. Por lo tanto, distinguir entre órdenes militares y hospitalarias resulta muy artificial.

Se trataba de conjugar la religiosidad de la vida monástica con el ideal del caballero de la Edad Media, con el gran fin de recuperar Tierra Santa como centro del mundo y eje de peregrinaciones, manteniendo la virtud cristiana de la caridad manifestada hacia personas necesitadas. Reunidos en conventos que eran al mismo tiempo cuarteles, combinando la disciplina y el orden de los soldados con la sumisión y humildad del religioso, conviviendo hermanados superiores y subordinados, estas órdenes superaron, en efectividad y cohesión, a los cuerpos más famosos de soldados escogidos que se hayan conocido, desde las falanges macedonias a los jenízaros otomanos.

A pesar de lo cual, primaba lo religioso sobre lo militar. De manera que los caballeros de las grandes órdenes militares fueron considerados en la Iglesia análogamente a los monjes, cuyos tres votos profesaban y de cuyas inmunidades gozaban. Los superiores sólo eran responsables ante el Papa; tenían templos propios, clérigos, cementerios particulares y se desenvolvían aparte de la jurisdicción del clero secular. Sus tierras gozaban de la exención del pago de diezmos y no se sujetaban a los interdictos tan frecuentes de los obispos.

Sin embargo, no todas las órdenes militares seguían la misma regla monástica: la del Temple y las que de ella se generaron seguían la reforma cisterciense; mientras que los Hospitalarios escogieron la regla de san Agustín. En el caso de las órdenes españolas, llamadas «castellanas», Montesa, Alcántara y Calatrava quedaban integradas en
la familia
cisterciense, en cambio la de Santiago siguió la regla agustina. De hecho, el Císter no perdía ocasión de resaltar que las tres órdenes eran
hijas
de la misma
madre
y por ello, obviamente,
hermanas
. Realmente la proximidad jurídico-religiosa que se daba entre ellas no existió nunca entre Calatrava y Alcántara respecto a Santiago.

En cambio, la organización militar de las órdenes fue uniforme, desde sus orígenes, debido a las leyes de la guerra que obligaban a mantener un aparato militar adecuado a los tiempos. La fuerza de un ejército radicaba en su caballería, conformándose a ella el armamento y las tácticas de las órdenes militares. Los caballeros nunca fueron muy numerosos; formaban un cuerpo de élite que estaba al frente de la gran masa de los cruzados.

Andando el tiempo las reglas se fueron relajando. Y la Santa Sede introdujo mitigaciones a favor de los hermanos legos, especialmente en lo referente a la norma del celibato que ya no se impuso en todo su rigor; sino que se les permitía a los caballeros, en algunas órdenes, casarse una vez y sólo con solteras.

La importancia adquirida por las órdenes militares en el curso de la Edad Media puede medirse por la extensión de sus posesiones territoriales, diseminadas a través de Europa. En el siglo
XIII
, nueve mil fincas pertenecían a los Templarios; trece mil a los Hospitalarios. Su perfecta fiabilidad les reportó la confianza consiguiente de la Iglesia y de los monarcas, que veían en ellas a fieles, abnegados y píos servidores, dispuestos siempre para las misiones más arriesgadas. La perfección cristiana les dirigía hacia el sacrificio hasta la muerte, apostando por el amor y practicando la tolerancia. El papado las empleó en el recaudo de subsidios para las cruzadas; los príncipes no dudaban en confiarles sus propiedades personales. También en este aspecto las órdenes militares fueron instituciones modélicas.

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