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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

El caballero de Alcántara (29 page)

BOOK: El caballero de Alcántara
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Avanzó la noche y la fiesta fue languideciendo. Muchos ricos invitados llevaban ya los atavíos sin compostura y daban traspiés entre los arriates.

—No aguanto más —dijo Isaac Onkeneira con el rostro transido por el sueño y el agotamiento—. Ha pasado la medianoche y yo soy un viejo. Ya hace mucho que dejé de beber vino y las horas se me hacen eternas en estos trances…

—Lo comprendo —le dije—. Te acompañaremos a casa.

—Nada de eso —replicó—. Iré a despedirme de don José, pero tú debes quedarte hasta que él decida venir a conversar contigo. Te ruego que no le contraríes. Y Levana vendrá conmigo. No me parece bien que se quede aquí sin estar yo presente. Pero el resto de mis hijos permanecerán hasta el final. Lo más oportuno es que tú, querido Cheremet Alí, te hospedes esta noche en nuestra casa. Será tarde y tu barrio está lejos.

—Gracias, amigo.

—¡Sabes cómo te queremos! —exclamó—. Me siento culpable por lo que sucedió hace un rato con mi amo. Una vez más te ruego que no lo tengas en consideración. Él es un hombre muy especial, ya te lo advertí. Pero tiene un gran corazón…

Se marcharon y me quedé con los hermanos de Levana. Ellos no eran demasiado entretenidos. Hablaban de sus cosas y me dediqué a seguir bebiendo. Encima, la bóveda del cielo estaba sembrada de estrellas y los altos muros del palacio parecían gigantes en mitad de la colina.

Pensé que el duque de Naxos ya se habría olvidado completamente de mí, porque le veía desde lejos conversar, reír y divertirse entre sus amigos. Yo le observaba con disimulo para tratar de reconocer qué tipo de hombre era. Seguía causándome sorpresa su porte y el modo en que se desenvolvía. Nada en él se parecía a alguien del Levante. Por el contrario, tanto por su aspecto como por su trato y su conversación, se asemejaba plenamente a un noble caballero cristiano.

Debía de ser tardísimo cuando, como si todo discurriera siguiendo un orden previamente determinado, Nasi se aproximó a donde me hallaba. Enseguida me di cuenta de que había bebido bastante y temí que me tratara peor que por la tarde. Pero parecía mucho más simpático.

—Mi amigo el mercader de tejidos, lanas y sedas —preguntó burlonamente—, ¿cantarás ahora para nosotros?

Mi contestación fue coger el laúd y empezar a hacerlo sonar enseguida. Yo sabía muy bien cómo doblegar un corazón orgulloso empapado en vino. Así que, con la mayor dulzura, canté una vieja canción marinera portuguesa que recordaba desde hacía años y que arrancaba lágrimas a los más rudos hombres.

Perdi a esperança

El duque la escuchó atentamente al principio y después le vi mover los labios en una especie de tarareo. Conocía la copla y se emocionó, porque seguramente le trajo recuerdos de Portugal.

Cuando concluí se aproximó y me dijo conmovido:

—Me has tocado el alma. ¡Era cierto que cantas como un ángel…! Hoy no puedo dedicarte más tiempo. Pero quiero que vuelvas aquí mañana. Me gustaría platicar contigo.

Era muy tarde cuando regresamos a casa de Isaac Onkeneira. Sus hijos me condujeron a la alcoba de invitados, fresca y confortable. Pero la confusión se había apoderado de mí de tal manera que me impidió conciliar el sueño.

Subí a la terraza y me puse a contemplar la noche. Busqué serenarme en el silencio, intentando descubrir si era temor lo que sentía, o tal vez duda. Y entonces empecé a comprender que una parte de mí pujaba por librarse de las responsabilidades; que me nacía una especie de egoísmo dentro que me impulsaba a disfrutar de todo aquello, sin poner demasiado empeño en el cometido principal que me llevó allí.

Reinaba la oscuridad y las estrellas parecían ser lo único visible. Pero noté la presencia de alguien cerca. Me sobresalté.

—Chis… Soy yo —me susurró una voz próxima y conocida. Era Levana. Percibí su perfume y me sentí enteramente reconfortado.

—¡Querida mía! —suspiré.

—Aguardaba deseando que esta noche subieras a la terraza —confesó.

Me enternecí y me brotaron las lágrimas. La abracé para tener ese cuerpo frágil y a la vez ardiente pegado al mío. Noté que el corazón le palpitaba fuertemente. Ella me amaba de verdad —me daba cuenta de ello—. Y era como un sueño poder aplacar con un poco de felicidad el fuerte rumor de mis desasosegados pensamientos.

Capítulo 37

Poco antes del mediodía, ascendí a la colina y un mayordomo me hizo cruzar el amplio vestíbulo del palacio del duque de Naxos sin preguntarme nada, como si esperara mi visita.

—Mi señor está en sus dependencias íntimas —me explicó de camino.

Los corredores eran frescos y austeros. Pero pasamos por un par de salones donde resplandecía la plata y las paredes apenas se veían por la cantidad de cuadros y adornos que había colgados. Las ventanas permanecían cerradas, a pesar de ser mediodía, para preservar las estancias del bochorno exterior. La escasa luz penetraba por las celosías y creaba un ambiente acogedor y placentero.

Después de atravesar un patio porticado, el sirviente abrió una puerta y me hizo aguardar en un minúsculo vestíbulo. No tardó en aparecer don José Nasi frente a mí, vestido con sencilla camisa de lino, zaragüelles acuchillados y borceguíes de cordobán; su presencia me impresionó más que en la fiesta de la noche anterior.

—Amigo, vamos a los jardines —me invitó cordialmente.

Le seguí. La servidumbre se inclinaba a nuestro paso. Caminaba él erguido, con aire poderoso, y el piso de madera crujía bajo sus suelas de cuero con herrajes. Descendimos por una escueta escalera y la luz nos deslumbró al salir al exterior.

Me di cuenta entonces de que el palacio de Belvedere resultaba ser mucho más grande de lo que en principio pensé. Los jardines que daban hacia poniente eran inmensos, con altísimos cipreses, moreras y algarrobos muy verdes. Un estanque de agua clara lanzaba destellos y una fuente rumoreaba a un lado soltando su chorro cristalino.

—Después de una noche de diversión es conveniente sudar un poco —indicó Nasi—. Suelo venir aquí a hacer ejercicio cada día.

Asentí con una sonrisa. Me hallaba algo aturdido y con la mente espesa. La luz cegadora del sol en su mayor altura se reflejaba en el Bósforo y un denso vaho ascendía desde los ribazos regados de las laderas.

El duque recogió un par de espadas roperas que descansaban sobre un poyete junto al estanque y me alargó una. Era un arma de las que se usan para practicar, con la punta y los filos romos. También me entregó el paño con el que se cubre el brazo izquierdo durante el ejercicio del arte de la esgrima y el peto acolchado que protege el pecho.

—¡Vamos! —me apremió—. ¡Sácate esa túnica del turco!

Así lo hice. Mientras me envolvía el antebrazo con la tela, él empezó a moverse con mucha agilidad y me di cuenta enseguida de que conocía muy bien el oficio. Así que me apresté a no hacer el ridículo delante de él.

—¿Listo? —me preguntó.

—¡Listo!

Lanzó una embestida simple y cautelosa que yo paré a la primera sin ninguna dificultad. Entonces volvimos a la posición de guardia y ahora ataqué yo con mucho tino, a pesar de lo cual se defendió él con destreza. Descubrí el brillo en sus ojos y supe que se sentía feliz por tener a un adversario de su altura.

Cuando le toqué por primera vez, hizo una mueca de perplejidad y después se agazapó con mayor prudencia. Me tiró una estocada doble, baja primero y después a la altura del hombro. La paré como mejor sabía, merced a la buena enseñanza que recibí de ese arte que nunca se olvida, pero que siempre sigue reclamando adiestramiento.

Jadeaba el duque, sudaba y fallaba una y otra vez en sus atacadas. A pesar de lo cual, sonreía con mirada felina y, de vez en cuando, exclamaba:

—¡Ay, español! ¡Eso es! ¡Así se hace!…

Notaba yo que se cansaba y perdía agilidad. Mientras que yo me sentía eufórico, cada vez más seguro. Era para mí inesperado y gozoso tenerle allí, a mi antojo, humillándole una y otra vez: ora le tocaba el pecho, ora el vientre, ora en el hombro…

—¡Basta! —gritó al fin, exhausto.

Me detuve e hinché el pecho orgulloso. Pero, para no resultar descortés en su propia casa, le dije:

—¡Qué bien manejas la espada! ¿Dónde aprendiste?

Recobraba él el resuello y me miraba con enigmática expresión sin decir nada. Un criado se aproximó entonces y nos entregó una jarra llena de agua fresca a cada uno. Bebimos con avidez.

—¡Dejadnos solos! —le ordenó el duque a su servidumbre.

Cuando los criados desaparecieron, propuso despojándose de las ropas:

—Ahora vamos a refrescarnos.

Nos arrojamos al estanque. El agua fría reconfortó mi cuerpo y noté cómo cada músculo y cada nervio volvían agradablemente a su sitio después del intenso ejercicio. La respiración acelerada se calmó y disfruté sumergiéndome y nadando feliz como un niño.

—¡Ah, qué bien! —exclamé chapoteando—. ¡Es maravilloso!

—¿Ves? —dijo—. Es muy bueno obligar al cuerpo en la pereza de la resaca.

—¡Claro! ¡Claro que sí! Tienes mucha razón.

Después de un largo baño, salimos del agua, nos secamos y nos enfundamos en unas cómodas túnicas que habían dejado preparadas los criados.

—¿Dónde aprendiste el arte de la esgrima? —le pregunté de nuevo.

—Quédate a comer conmigo —fue su respuesta.

Tenía el duque ese don de autoridad natural que concede Dios a algunas personas, además de su estampa de poderosa.

Le seguí hasta una pequeña habitación cuadrada, con esterillas por el suelo y voluminosos cojines a los lados, en cuyo centro se hallaba dispuesta una mesa baja con manjares servidos: brochetas de carne asada, pepinillos, berenjenas fritas… Me encontré de repente inmerso en el aroma delicioso que me pareció un efluvio celestial. Los postigos entrecerrados dejaban pasar una débil luz que me permitió distinguir la decoración de las paredes con pájaros pintados y delfines que nadaban en olas de azulísima agua.

El duque se sentó a la turca y yo me acomodé frente a él. Me ofreció:

—¿Un poco de vino de Chipre?

—Claro que sí.

Comimos y bebimos sin decir nada. No porque no tuviésemos nada de qué hablar, sino porque me pareció que Nasi prefería simplemente estar acompañado y disfrutar de aquel momento. Pensé que sería más oportuno esperar a que él decidiese el asunto de nuestra conversación, ya que le había preguntado anteriormente dos veces por su maestría con la espada sin que me diera contestación.

Nos sirvieron dulces de miel semejantes a los de la fiesta. Probé uno y comenté:

—Humm… ¡Me saben mejor que anoche!

Ocupado con ensimismamiento en que no se le deshicieran las hojuelas entres los dedos, observó el duque:

—Hoy estás más tranquilo que ayer. ¿Te causaba acaso susto estar delante del Gran Judío? En España debe de hablarse mucho de mí…

No respondí, pero mis ojos tropezaron en ese momento con una súbita y directa mirada suya.

—¿Quién te envía? —inquirió de repente sin titubear.

—¿Qué…? —balbucí confuso.

—¿Quién te envía? —repitió con tono firme e interpelante.

—No te entiendo…

—¡No perdamos más tiempo! —alzó la voz irritado—. Puedes haber engañado a Isaac Onkeneira y a otros, pero… ¡No a mí! Tú no eres un mercader, ni un renegado, no tienes nada que ver con este mundo de turcos… ¿Crees que estás delante de un estúpido? ¿Sabes acaso dónde me he criado yo? ¡Sólo un caballero cristiano maneja de esa manera la espada! ¿Quién te envía?

Me puse de pie. Él también. Nuestros ojos se enfrentaban en una gran tensión. Yo quería parecer tranquilo, pero aquella mirada dura y penetrante me ponía el alma en vilo.

—Fui cristiano, ya lo sabes… —dije intentando que mis palabras sonasen serenas y llenas de convencimiento—. No he tenido una vida fácil. Cuando apenas había cumplido diecisiete años, me hicieron cautivo en los Gelves y ya no regresé a mi tierra, a España…

—¡No me hagas reír! —me espetó tras soltar una potente carcajada—. ¡Tú vienes de España!

—Hace un momento me has visto desnudo —objeté—. ¿No has reparado en que estoy circuncidado?

Me pareció que vacilaba durante un brevísimo instante. Pero, recobrando su temple, repuso:

—Sí. ¿Y qué? Ciertamente hice bañarte para cerciorarme de ese pormenor… ¡Y ni siquiera eso me convence! Hablas el turco y comprendes el árabe; es evidente que fuiste cautivo y, aun así, todo en ti delata lo que de verdad sientes por dentro. ¡Tú no eres musulmán! Mientras estábamos en el jardín, convocó a la oración de mediodía el minarete y no vacilaste lo más mínimo. Igual que te entró la llamada del muecín por un oído te salió por el otro. ¡No, tú a mí no me engañas! Eres sin duda cristiano… ¿Quién te envía? ¿A qué has venido a Constantinopla?

Me dejé caer sobre los cojines, vencido por una gran confusión. Necesitaba pensar, pero sus interpelantes ojos y su frío gesto me lo impedían. Llené la copa hasta el borde y la apuré de un trago. ¿Qué podía hacer en ese momento?

—Es mejor que digas la verdad —añadió él—. Sólo así me darás una oportunidad para que tenga compasión de ti. Si no lo haces, esta misma tarde estarás frente a los jueces. Te aplicarán los más crueles tormentos y acabarás hablando o morirás… ¡De todas formas morirás!

Hice un movimiento brusco y miré hacia la puerta.

—¡No lo intentes! —me gritó secamente—. Tengo a mi gente vigilando. ¿Crees que he improvisado esto? No puedes salir vivo de aquí. ¡Dime de una vez quién eres y quién te envía!

—Ya te lo he dicho y no me crees…

—¿Quién te envía? ¡Suéltalo de una vez!

—Mi nombre es Cheremet Alí… Soy creyente en Alá y seguidor de su Profeta…

—No insistas. No me engañarás. ¿A quién se le ocurre traerse a Constantinopla a un sastre borracho y hablador que le va contando a todo el mundo por los bazares cómo es el monasterio de Guadalupe?

—¡Hipacio…! —murmuré, comprendiendo que se habría estado yendo de la lengua.

—Has preguntado por mí en todas partes; has indagado sobre la vida de mi familia. ¿No comprendes que no eres el primero que viene a espiarme? Hay mucha gente en los mercados dispuesta a congraciarse conmigo mediante cualquier información que pueda interesarme. Todo el mundo en Constantinopla sabe que en la cristiandad pagarían una fortuna por mi cabeza. ¿Eres tú acaso un asesino enviado desde allí? ¡Habla de una vez!

El corazón parecía querer salírseme del pecho. Y tenía decidido que no diría nada en esas circunstancias tan violentas. No hablaría presionado por él. Aunque el duque sabía sacudir mi alma de tal manera que no podía obrar con la precisa serenidad.

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