Read El caballero de Alcántara Online

Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

El caballero de Alcántara (31 page)

BOOK: El caballero de Alcántara
13.13Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Entró el hermano del duque en la estancia. Era Samuel Nasi un hombretón maduro, de cabellos rizados y barba plateada, que se movía lenta y ceremoniosamente. Como don José, podría pasar por ser caballero cristiano, salvo por el jubón de terciopelo carmesí de tono genuinamente oriental.

Se puso delante de mí y, con voz grave, inquirió:

—¿Te envía el rey Felipe de las Españas?

Asentí con un movimiento de cabeza.

—¿Cómo te llamas?

—Luis María Monroy de Villalobos.

—¿Qué título ostentas?

—Soy hidalgo, segundón de una familia de la Extremadura.

—¿De dónde?

—De Jerez de los Caballeros.

Me miró durante un rato con interés y después se dirigió a su hermano:

—No miente. He oído hablar de esa ciudad que gobiernan los caballeros de Santiago.

—Más le vale decir la verdad —dijo el duque.

Comprendí que no había escapatoria y que era llegado el momento de manifestar las intenciones de Su Majestad, aun en circunstancias tan poco halagüeñas.

—Todo lo que voy a hablar —manifesté—, si estáis dispuestos a prestarme atención, es por mandato del rey de las Españas. He venido a Constantinopla jugándome la vida para cumplir con el juramento que hice a su augusta persona de buscar la manera de tener conversaciones con vuestra familia. Su Majestad Católica jamás mentiría y no os traigo otra cosa que sus leales y bondadosas intenciones para manifestarlas ante vuestra presencia.

Los Nasi intercambiaron una larga mirada buscando la mutua conformidad. Sin que mediara comentario alguno entre ellos, el duque me dijo:

—Puedes hablar cuando lo desees.

—Gracias —respondí—. Es necesario que insista en que cumplo órdenes estrictas. Si he mentido en asuntos menores y he ocultado mi verdadera identidad, ha sido sólo para preservar el mensaje del cual soy portador. Sabéis igual que yo que estos tiempos son muy confusos y que resulta sumamente peligroso trasladar avisos a estos puertos de Levante sin que los siervos del Gran Señor de los turcos lleguen a enterarse…

—Ahórrate las explicaciones —me apremió don José—. Ya mi fiel trujamán me dio cumplida cuenta de tus razones. Si no hubiera sido por eso, ahora estarías frente a los jueces del Gran Señor y no delante de nosotros. Vayamos al meollo del asunto y dejémonos de prolegómenos.

Me alegré porque dijera eso y por saber que contaba con toda su atención. Les expliqué:

—Su Majestad el Rey Católico, Dios le honre, lamenta que un triste día vuestra digna familia tuviera que abandonar los reinos cristianos en vida de su augusto padre el Emperador.

—¿Lo lamenta? —me interrumpió el duque—. ¡Cómo que lo lamenta!

—Déjale terminar, hermano —le rogó Samuel—. Hemos esperado ansiosos este momento y hoy por fin el Eterno escucha nuestros ruegos.

—Por favor —le dije—, no juzguéis a Su Majestad. Creo que las cosas se han complicado por obra del demonio. Ahora las intenciones del rey no pueden ser más justas y nobles. Él desea que regreséis a la cristiandad. Todas vuestras posesiones os serán devueltas y cuantas pertenencias llevéis con vosotros serán respetadas. Su Majestad en persona está dispuesto a recibiros en la Corte y ansia que llegue el momento de encontrarse con vuestra noble tía, doña Gracia de Luna, para honrarla como se merece y resarcirla en lo que haya podido quedar perjudicada. Ésa es su voluntad. No traigo conmigo carta o documento alguno con la firma y el sello del Rey Católico, por los motivos que ya sabéis. Supondría ello un gran peligro para esta misión e incluso para vuestras personas, por las sospechas que pudiera suscitar en el caso de caer en manos inoportunas. Pero tengo en mi casa unos ricos presentes de parte de Su Majestad para acreditar sus buenas intenciones.

Se me quedaron mirando atónitos. Noté que a Samuel le brillaban los ojos y quise entender por esa señal que estaba emocionado. En cambio, su hermano José empezó a menear la cabeza denotando desconfianza y desprecio.

—¿Y la Inquisición? —me preguntó de repente—. ¿Qué te ha dicho de la Inquisición?

Sabía que tendría que aclararles eso, porque Su Majestad ya me previno y me dio su respuesta:

—Seréis reconciliados. Bastará con que abjuréis de
Levi
o de
vehementi
, según lo estimen oportuno los señores inquisidores. Volveréis a recibir vuestros nombres y apellidos cristianos y en paz.

Las caras de los Nasi permanecieron rígidas durante un rato; después palidecieron de rabia.

—¿Hacernos cristianos? —rugió don José.

—¿El rey quiere que regresemos a la Iglesia? —gritó Samuel.

—Eso es —asentí.

El duque soltó una sonora carcajada y comenzó a deambular por el salón dejando tras de sí una tempestad de risas.

Su hermano, con el rostro transido de pasmo, clavó en mí sus negros ojos y me dijo:

—¿Crees que hemos perdido nuestro precioso tiempo, que hemos malgastado el tesoro de nuestras vidas haciéndonos judíos de convencimiento para retornar otra vez a la idolatría?

—¿Llamas idolatría a Jesucristo? —repliqué apesadumbrado—. ¡Es el Redentor!

—¡No hay redentor que valga! —gritó el duque desde el extremo del salón—. ¡Esa fe tuya es corrupción e infidelidad que entroniza a un falso Dios y falso Mesías!

Como viera yo que la discusión se iba por derroteros vagos en los que no llegaríamos a ningún acuerdo, dije:

—No discutiré con vosotros acerca de eso. No me han mandado aquí para convenceros de nada, sino para manifestaros la voluntad de Su Majestad Católica. Es absurdo intentar ahora poner en claro algo que nos divide desde hace más de quince siglos.

Samuel Nasi fue hacia su hermano y le dijo:

—Tiene razón. ¡No actuemos como fanáticos! Nosotros no somos así. Lo importante ahora es que el rey manejado por los clérigos vuelve su mirada hacia nosotros y nos reclama. Nuestra tía ha de saberlo y gozará con ello.

Empecé a tener sensación de seguridad. Apuré la copa y una lámpara de esperanza se encendió dentro de mí. La muerte ya no me amenazaba y cumplía fielmente con el mandato que me había llevado a Constantinopla. Lo demás estaba en las manos de Dios.

Los Nasi no quisieron deliberar en presencia mía y se retiraron dejándome solo en el salón. Entonces pensé: «Ayer me aborrecían, pero ahora parecen llenarse de orgullo por mi propuesta». Y me impacienté deseando saber cuanto antes en qué iba a quedar todo aquello. Además, llevaba cinco días fuera de mi casa, con la misma ropa sucia, sin apenas dormir y con la preocupación de que mis amigos se inquietaran y empezaran a buscarme poniendo el plan en peligro.

Por eso, cuando don José y su hermano regresaron para comunicarme el fruto de sus reflexiones, sentí un alivio inmenso.

—Vuelve a tu casa —me dijo el duque—. Recogerás los presentes del rey de las Españas. Queremos que nuestra anciana tía escuche por tu boca todo lo que hoy nos has dicho y que tú mismo le entregues el obsequio. Ella está muy enferma y creemos que el Eterno le envía una señal con esta proposición. Han transcurrido muchos años desde que tuvo que ausentarse de Lisboa, su añorada ciudad, y siempre albergó su corazón la esperanza de que los reyes cristianos, sus amigos de entonces, se arrepintieran de no haberla auxiliado cuando sufrió persecuciones y desprecios. No le negaremos el regocijo que se merece después de tantas cuitas ahora que se avecina su final.

—Con respecto a lo demás —añadió Samuel—, ya hablaremos en su momento. Y no temas; no contaremos esto a nadie.

Capítulo 40

Doña Gracia Mendes, a quien todos se referían como La Señora, vivía en un palacio muy próximo al de su sobrino José Nasi. Era un edificio de menor tamaño, antiguo y descuidado, pero dotado de mayor encanto; quizá por las maderas que recubrían las paredes, añejas, teñidas en tono grana, por lo que el lugar era conocido como la Casa Roja.

Acudí allí a la hora que me indicaron los Nasi, los cuales me esperaron al pie de la colina, acompañados por un suntuoso séquito y envueltos en el gran boato que consideraron oportuno para contentar a su anciana tía.

—No se te olvide que, en todo momento, ella debe pensar que vienes como embajador del rey de las Españas —me recordaron nada más producirse el encuentro.

—Haré todo como tenéis previsto —afirmé.

Ya el día antes habían puesto ellos sus condiciones: mi comparecencia ante La Señora debía desenvolverse siguiendo el rito de las antiguas recepciones de la más alta nobleza cortesana. Ella habría de sentirse honrada y halagada por la presencia en su casa de un enviado de Su Majestad Católica. Me pareció que no haría mal a nadie participando en esa representación, y los Nasi estaban encantados con llevarla a efecto. Aunque todos debíamos ser cautelosos para que los sicarios del Gran Turco no llegaran a tener la menor noticia de que un mensajero de su mayor adversario iba a alcanzar su destino en el corazón mismo de sus vastos dominios.

Sólo un escogido grupo de siervos de los Mendes estuvo presente en la sala de recepciones de la Casa Roja. Los que se quedaron fuera jamás sabrían qué misteriosa ceremonia iba a celebrarse adentro.

Atravesamos un largo corredor cubierto por tapices que nos condujo a una inmensa estancia profusamente decorada a la manera occidental: cuadros con retratos de nobles caballeros y damas en las paredes, lámparas de cristal, jarrones de porcelana portuguesa y mobiliario a base de ricas maderas talladas. Al fondo, sobre una tarima, doña Gracia permanecía sentada en un ostentoso sillón a modo de trono, rodeada por sus damas de compañía y por un enjambre de pajes engalanados con vistosas libreas. Una larga alfombra de color purpúreo se extendía desde la entrada hasta los pies de La Señora, los cuales descansaban sobre un escabel dorado.

Me detuve a distancia y el duque me indicó:

—Avanza hacia ella. Es corta de vista, pero conserva un fino oído.

Samuel Nasi se adelantó por el lateral y anunció con solemnidad:

—Señora, es el enviado de Su Majestad Católica el rey de las Españas.

Cuando estuve a cinco pasos de ella, me di cuenta de que, a pesar de su edad, era doña Gracia una dama de presencia muy primorosa. Se erguía en su asiento, con la cabeza alzada con dignidad y las manos entrelazadas. Debió de haber sido muy hermosa en su juventud, pues conservaba unos rasgos armoniosos y una figura esbelta y galana. Vestía saya de escote cuadrado, a la flamenca, con cuello de lechuguilla, y se tapaba con mantillo y velo de encaje que le cubría la frente, las orejas y el cuello. Entre las mujeres que le rodeaban, distinguí a las que debían de ser sus hijas y nietas, por sus alhajas y atavíos de mayor valía que los del resto.

Me incliné con mucha reverencia y observé sus calzas y chapines, muy ricos, de sedas y pedrería.

—Álcese vuestra merced y tome asiento —me pidió la anciana con voz quebrada y fatigosa, pero con cortesía.

Un chambelán me puso un sitial y me acomodé frente a ella.

—Su Majestad Católica os envía sus mejores deseos —le dije—. En los reinos de España no se han olvidado los servicios que vuestra honorable familia prestó a nuestro señor el Emperador.

Asintió ella con un digno movimiento de cabeza y después buscó con la mirada a su parentela. Todos sonrieron manifestando su complacencia.

—Tampoco yo me he olvidado nunca de mi tierra —reveló La Señora con temblor en los labios—. A Su Majestad deben haberle contado que no abandoné la cristiandad por mi voluntad, sino porque los inquisidores empezaban a perseguirnos como sabuesos a sus presas. Nunca hicimos nada malo… ¿Por qué nos impidieron vivir en paz, obligándonos a exiliarnos?

—Su Majestad no tuvo parte en eso —repuse—. Y ahora estaría resuelto a disponer lo necesario para reponer vuestra honra.

Se me quedó mirando con aire triste y se lamentó:

—La vida ha pasado para mí. ¿De qué me sirve ya eso?

—¿No quisierais volver a la cristiandad?

—¡Qué hermosa es Lisboa! —suspiró—. ¿El rey de Portugal estaría dispuesto a devolverme mi casa? ¡Ay, de quién serán ahora aquellas propiedades! O tal vez ni siquiera estén en pie…

Gimió durante un rato, conmoviendo a los presentes. Una de las damas se acercó para darle un pañuelo y, cuando se hubo aproximado a ella, La Señora aprovechó para decirle algo al oído. La mujer fue entonces hacia una alacena que estaba en el extremo del salón y retornó con un cofre.

—Aquí tengo las llaves de mis casas —explicó doña Gracia mostrándome un puñado de ellas que sacó del cofre—. Ésta es la del palacio de mis antepasados, en Lisboa; ésta la de nuestra casa de Olivenza… ¡Ah, aquella Olivenza con sus encinas y sus azules cielos!… Y éstas son las llaves del palacio de Amberes, las del caserón de Venecia y de los almacenes… Toda la vida me la he pasado de un lado a otro, cerrando puertas detrás de mí… ¡Qué pena, oh, Elokim, mi Señor! ¿Hay derecho a eso?

—Por supuesto que no, señora —le contesté—. El demonio no os ha dado tregua ni a ti ni a los tuyos. Su Majestad sabe eso…

—¿El demonio? —replicó ella frunciendo el ceño, alterada—. ¿Y quién es allí el demonio?

Todas las miradas se clavaban en mí, como esperando una respuesta convincente. Así que contesté:

—Su Majestad reconoce que está en deuda con vuestra merced, Señora. Él no puede restituiros vuestras posesiones en Lisboa o en Venecia, pero está dispuesto a devolveros la honra que os corresponde en la cristiandad.

—La cristiandad… —murmuró—. ¿Y qué es la cristiandad? Creíamos que pertenecíamos a ese mundo… Todavía sueño con que voy a despertar entre mis amistades de entonces, y no en estos dominios bárbaros… Pero… ¿Qué es hoy la cristiandad? Los reyes de aquella parte del orbe creen que el Eterno está con ellos y se equivocan. Podrían haber conseguido que el mundo fuera más justo y fraterno, mas se enredaron en guerras sin cuento entre ellos: Francisco de Francia contra el Emperador, Enrique de Inglaterra contra Francia… ¡Qué locura! Cristianos contra cristianos; católicos contra protestantes… ¡Muerte por todas partes!

—Señora, no te fatigues —le dijo el duque.

Todos nos dábamos cuenta de que ella iba perdiendo fuerzas. Desde su lugar, Samuel Nasi me hizo una seña apremiándome y comprendí que debía poner fin a mi visita.

—De parte de Su Majestad Católica he traído a vuestra merced un presente en prueba de amistad sincera.

Ella sonrió y recogió gozosa la bolsa de cuero que le entregué. Hurgó dentro y sacó las esmeraldas. Una exclamación de admiración brotó de las mujeres cuando vieron las verdes y brillantes piedras, grandes como huevos de palomas.

BOOK: El caballero de Alcántara
13.13Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Marine's Queen by Susan Kelley
Cody's Varsity Rush by Todd Hafer
Reap the Wild Wind by Czerneda, Julie E
Miss Marple and Mystery by Agatha Christie
An Arrangement of Love by Wright, Kenya
The Book of Forbidden Wisdom by Gillian Murray Kendall