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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Bastón Rúnico (20 page)

BOOK: El Bastón Rúnico
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—Y ahora aquí estoy —concluyó diciendo—, comiéndome la misma ave que probablemente habría sido mi salvación.

—Es una historia irónica, milord —dijo Oladahn con un suspiro, limpiándose la grasa de la comisura de los labios—, y se me ensombrece el corazón al darme cuenta de que ha sido mi ávido estómago el causante de esta última desgracia vuestra. Mañana mismo haré todo lo que pueda por rectificar mi error y encontraros algún tipo de montura que os pueda llevar hacia el este. —¿Algo capaz de volar?

—Desgraciadamente, no. Lo mejor en lo que se me ocurre pensar es en una cabra. —Antes de que Hawkmoon pudiera decir nada, Oladahn siguió diciendo—: Poseo cierta influencia en estas montañas, donde soy considerado como una especie de curiosidad.

Soy el fruto de un cruce, como podéis ver; el resultado de la unión entre un joven aventurero de gustos bien peculiares, de naturaleza hechicera, y Alas, una giganta de las montañas. Ahora soy huérfano, pues mi madre se comió a mi padre durante un crudo invierno, y mi madre fue devorada a su vez por mi tío Barkyos, el terror de estos territorios, el más grande y feroz de los gigantes de las montañas. Desde entonces he vivido solo, teniendo por única compañía los libros de mi padre. Soy un marginado, demasiado extraño para ser aceptado por los de la raza de mi padre como por los de la raza de mi madre. Ahora vivo a mi aire. Si no fuera tan pequeño no cabe la menor duda de que a estas alturas ya habría sido devorado por mi tío Barkyos…

El semblante de Oladahn parecía tan cómico en su melancolía que Hawkmoon ya no pudo sentir por él ningún rencor. Además, empezaba a sentirse cansado debido al calor del fuego y a la cena abundante que había tomado.

—Ya es suficiente, amigo Oladahn. Olvidemos lo que no se puede rectificar y durmamos ahora. Por la mañana debemos encontrar una nueva montura que me lleve hasta Persia.

Durmieron y, al despertarse al amanecer, vieron el fuego, cuyos rescoldos todavía refulgían bajo la carcasa del ave, y a un grupo de hombres envueltos en pieles y hierro comiendo su carne con regocijo. —¡Bandidos! —gritó Oladahn levantándose alarmado —. ¡No tendría que haber dejado el fuego encendido! —¿Dónde habéis escondido mi espada? —le preguntó Hawkmoon.

Pero dos de los hombres, que olían fuertemente a grasa animal rancia, ya se contoneaban hacia ellos con las espadas desenvainadas. Hawkmoon se levantó lentamente, preparado para defenderse lo mejor que pudiera, pero Oladahn ya había empezado a hablar.

—Te conozco, Rekner —dijo, señalando al más alto de los bandoleros—. Y debes saber que yo soy Oladahn de los gigantes de las montañas. Ahora que ya habéis comido, marcharos o los de mi familia vendrán para mataros.

Rekner sonrió burlonamente, imperturbable, limpiándose los dientes con una uña sucia.

—Ya he oído hablar de ti, el más pequeño de los gigantes, y no veo nada de lo que tener miedo, aunque me han dicho que los aldeanos de la zona evitan encontrarse contigo. Pero los aldeanos no son bandidos valientes, ¿verdad? Y ahora guarda silencio, o te mataremos lentamente en lugar de hacerlo con rapidez. —Oladahn pareció perder el ánimo, pero siguió mirando con dureza al jefe de los bandidos. Rekner se echó a reír—. Y ahora veamos qué tesoros ocultas en el interior de tu cueva.

Oladahn se movió de un lado a otro, como lleno de terror, canturreando algo en voz baja. Hawkmoon lo miró, y después ai bandido, preguntándose si le daría tiempo a meterse rápidamente en la cueva en busca de su espada. Entonces, el canturreo de Oladahn se hizo más fuerte y Rekner se detuvo, con la sonrisa helada en su rostro y una mirada vidriosa en los ojos, mientras Oladahn no dejaba de mirarlo intensamente. De pronto, el pequeño hombre levantó una mano, señalándole y diciendo con una voz fría: —¡Duerme, Rekner!

Rekner se desmoronó sobre el suelo y sus hombres lanzaron maldiciones y empezaron a avanzar hacia ellos, pero Oladahn les detuvo manteniendo la mano en alto.

—Cuidado con mis poderes, sabandijas, pues Oladahn es hijo de un hechicero.

Los bandidos dudaron, observando a su jefe dormido. Hawkmoon miró asombrado a la criatura peluda, que mantenía a raya a todos aquellos bribones. Después, se metió en el interior de la cueva y encontró su espada. Se puso el cinturón con la funda y el tahalí donde estaba su daga y se lo ató, desenvainando la hoja y regresando al lado de Oladahn. El pequeño hombre murmuró desde la comisura de los labios:

—Traed vuestras provisiones. Sus monturas están en el fondo de la pendiente. Los utilizaremos para escapar, pues Rekner no tardará en despertarse y después de eso ya no podré contenerle.

Hawkmoon cogió las alforjas, y él y Oladahn retrocedieron poco a poco hacia la pendiente, con los píes resbalando sobre las rocas y los guijarros sueltos. Rekner ya se estaba despertando. Lanzó un gemido y se sentó en el suelo. Sus hombres se inclinaron sobre él para ayudarle a levantarse.

—Ahora —dijo Oladahn.

Se volvió y echó a correr, seguido por Hawkmoon. Y allí abajo, para su sorpresa, había media docena de cabras del tamaño de ponies. Cada uno de los animales tenía sobre el lomo una silla de piel de oveja. Oladahn se subió sobre la del animal más cercano y cogió las bridas de otro para entregárselas a Hawkmoon. El duque de Colonia vaciló por un momento, después sonrió secamente y montó sobre la silla. Rekner y sus hombres bajaban corriendo la pendiente en dirección a ellos. Con la parte plana de la espada, Hawkmoon dio un golpe sobre las grupas de los restantes animales y éstos empezaron a dar saltos, alejándose. —¡Seguidme! —gritó Oladahn espoleando a su cabra para que bajara la montaña en dirección a un estrecho camino. Pero los hombres de Rekner ya habían llegado a donde estaba Hawkmoon, cuya brillante espada tuvo que cruzarse con las toscas armas de los bandoleros, que se arremolinaban a su alrededor. Le traspasó el corazón a uno de los hombres, golpeó a otro en un costado, consiguió descargar la parte plana de la espada sobre la mollera de Rekner, y después se encontró cabalgando sobre la cabra, que avanzaba a saltos, en pos del extraño enano, dejando tras de sí a los bandoleros, que lanzaban juramentos y maldiciones.

La cabra se movía con una serie de saltos, con lo que él corría el peligro de que se le descoyuntaran todos los huesos del cuerpo, pero no tardaron en llegar al estrecho camino y poco más tarde bajaban por otro camino algo más ancho, aunque tortuoso, que iba rodeando la montaña, mientras los gritos de los bandoleros iban quedando más y más atrás. Oladahn se volvió hacia él con una sonrisa de triunfo.

—Ya tenemos nuestras monturas, lord Hawkmoon. Ha sido mucho más fácil de lo que yo mismo había esperado. ¡Eso es un buen presagio! Seguidme. Os conduciré hacia el camino que debéis seguir.

Hawkmoon sonrió a pesar de sí mismo. La compañía de Oladahn le parecía muy estimulante, y la curiosidad que sentía por aquel hombre pequeño, junto con el creciente respeto y gratitud por la forma en que había salvado sus vidas, hicieron que Hawkmoon casi se olvidara por completo del hecho de que aquel hombrecillo peludo de los gigantes de las montañas había sido, en realidad, el causante de todos sus nuevos problemas.

Oladahn insistió en cabalgar con él durante varios días más hasta atravesar las montañas. Cuando llegaron a una vasta llanura amarillenta, Oladahn señaló hacia el horizonte y dijo:

—Ése es el camino que debéis seguir.

—Os lo agradezco —dijo Hawkmoon, mirando ahora hacia Asia—. Es una verdadera pena que tengamos que separarnos. —¡Aja! —exclamó Oladahn, sonriente, frotándose el pelo rojizo de la cara—. Estoy de acuerdo con ese sentimiento. Vamos, os acompañaré por la llanura durante un trecho.

Y, diciendo esto, espoleó a su montura hacia adelante.

Hawkmoon se echó a reír, se encogió de hombros y le siguió.

2. La caravana de Agonosvos

Empezó a llover casi en cuanto llegaron a la llanura, y las cabras que tan bien les habían transportado sobre terreno montañoso, empezaron a moverse con lentitud al no estar habituadas a terrenos blandos Viajaron durante un mes, envueltos en sus capas, estremecidos por la humedad que les enfriaba hasta los huesos. Durante todo ese tiempo a Hawkmoon le palpitaba la cabeza con frecuencia. En cuanto empeza ban las palpitaciones era incapaz de hablar con el solícito Oladahn, y se limitaba a ocultar la cabeza entre los brazos, con el rostro pálido, los dientes muy apretados y una mirada atormentada en los ojos que no miraban hacia ningún lugar. Sabía que allá lejos, en el castillo de Brass, el poder de la joya empezaba a romper las cadenas con que lo había aprisionado el hechizo del conde, y a veces se desesperaba pensando que jamás volvería a ver a Yisselda.

La lluvia caía con fuerza y soplaba un viento frío. A través de la densa cortina de agua, Hawkmoon vio amplios terrenos pantanosos ante ellos, interrumpidos por aulagas y árboles negros y caídos. Había perdido el sentido de la orientación, ya que las nubes oscurecían el cielo durante la mayor parte del tiempo. El único indicio de dirección estribaba en observar la forma en que crecían los matorrales en esta parte del mundo, todos ellos inclinados casi invariablemente hacia el sur. No había esperado encontrarse con aquel paisaje tan al este, y supuso que aquello no era más que el resultado de algún cataclismo ocurrido en aquella zona durante el Milenio Trágico.

Hawkmoon se frotó la cara, apartándose el pelo humedecido por el agua, sintiendo el duro tacto de la Joya Negra incrustada en su frente. Se estremeció y miró el rostro abatido de Oladahn, para volver a mirar después a través de la lluvia. Allá lejos, en la distancia, distinguió una línea oscura que podía indicar la existencia de un bosque, donde al menos podrían hallar cierta protección de la fuerte lluvia. Los cascos puntiagudos de las cabras avanzaban dando traspiés por entre la hierba encharcada. A Hawkmoon empezó a hormiguearle la cabeza, y volvió a tener la sensación de que algo le roía el cerebro y de una náusea en el estómago. Aspiró aire profundamente, apretándose un antebrazo contra la frente, mientras Oladahn le observaba con silenciosa simpatía.

Finalmente, llegaron al bosque de árboles bajos. La marcha se había hecho aún más lenta y evitaron los charcos de agua negra que aparecían por todas partes. Los troncos y las ramas de los árboles parecían malformados, retorciéndose hacia el suelo, en lugar de alejarse de él. La corteza era negra, o de un color marrón oscuro y en esta época del año no tenían follaje. A pesar de todo, el bosque les pareció espeso y difícil de penetrar. El agua brillaba en la zona donde ellos se encontraban y daba la impresión de que un foso húmedo protegía los árboles.

Los cascos de sus monturas chapotearon entre el agua llena de barro cuando penetraron en el bosque, inclinando las cabezas para evitar las retorcidas ramas bajas. El terreno era pantanoso, incluso aquí, y se habían formado charcos alrededor de las bases de los troncos, pero, después de todo, los árboles desnudos no les protegían mucho de la lluvia, que seguía cayendo con fuerza.

Aquella noche acamparon en un terreno relativamente seco, y aunque Hawkmoon trató de ayudar a Oladahn a encender un buen fuego, no tardó en verse obligado a sentarse, apoyando la espalda contra el tronco de un árbol, apretándose la cabeza con las manos, mientras que el pequeño hombre terminaba la difícil tarea.

Al día siguiente avanzaron por entre el bosque. Oladahn conducía la montura de Hawkmoon, pues el duque de Colonia se había dejado caer pesadamente sobre el cuello del animal. Hacia el mediodía, escucharon voces humanas y dirigieron sus bestias hacia el lugar de donde procedía el sonido.

Se trataba de una caravana de mercaderes, que se abría paso a través del barro y del agua existente entre los árboles. Había unos quince carros, con toldos empapados por el agua, de colores escarlata, amarillo, azul y verde. Las mulas y los bueyes se esforzaban por tirar de ellos, con las patas resbalando en el barro y los músculos abultados y tensos, al tiempo que eran azuzados por sus conductores, que avanzaban junto a ellas con látigos y bastones. Otros hombres se esforzaban junto a las ruedas de los carros, tratando de ayudarlos a avanzar, y en la parte posterior también había otros hombres empujando, consiguiendo moverlos a duras penas.

Pero los dos viajeros no se asombraron tanto por esta escena como por la naturaleza de las gentes que componían la caravana. Hawkmoon los vio con ojos nublados y no pudo dejar de extrañarse.

Todos ellos eran grotescos, sin excepción. Se trataba de enanos, gigantes y gordos, todos cubiertos de pelo (bastante parecidos en ese aspecto a Oladahn, aunque en este caso resultaba desagradable mirarlos); otros, en cambio, eran calvos y no mostraban pelo alguno. Había un hombre con tres brazos, otro con uno solo, dos personas unidas con sólo dos piernas para ambos —un hombre y una mujer—, niños con barba, hermafroditas con los órganos correspondientes a ambos sexos, otros con pieles moteadas como serpientes, y otros con rabos, extremidades y cuerpos malformados, rostros con rasgos retorcidos o anormalmente desproporcionados; algunos tenían gibas enormes, otros no tenían cuello, o mostraban brazos y piernas raramente acortados, y a uno de ellos que tenía el pelo de color púrpura le sobresalía un cuerno de la frente. Sólo en los ojos había una cierta similitud entre todos ellos, pues en sus expresiones se reflejaba una sombría desesperación, mientras aquel extraño grupo de seres se esforzaba por hacer avanzar la caravana unos pocos metros más a través del pantanoso bosque.

Parecía como si estuvieran en el infierno y pertenecieran a los seres condenados.

El bosque olía a corteza húmeda y a musgo, a lo que ahora se mezclaban otros olores difíciles de identificar. Se percibía el olor propio de los hombres y las bestias, un pesado perfume y ricas especias, pero además de eso había algo más que parecía flotar sobre todos ellos; algo que a Oladahn le produjo un estremecimiento. Hawkmoon se había incorporado sobre el cuello de su montura y ahora olisqueaba el aire como un lobo agotado. Miró a Oladahn, frunciendo el ceño. Las deformadas criaturas no prestaron la menor atención a los recién llegados y continuaron realizando su trabajo en silencio. Sólo se escuchaba el ruido de las carretas al avanzar, el bufido de los animales y el restallar de los látigos.

Oladahn espoleó a su montura, decidido a adelantar a la caravana, pero Hawkmoon no siguió su ejemplo. Continuó contemplando pensativamente la extraña procesión.

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