El bastión del espino (2 page)

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Authors: Elaine Cunningham

BOOK: El bastión del espino
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Eran duergar, una raza de enanos que moraban en las profundidades y que tenían gris la barba, la piel y el alma entera. La enemistad que existía entre los enanos habitantes de las montañas y los duergars era tan acérrima como la existente entre los elfos y sus homólogos subterráneos, los elfos drow. Bronwyn hacía negocios con todo tipo de elfos, pero siempre actuaba con suma cautela.

Cada uno de los miembros de aquel inmundo trío se llevó la mano a la frente a modo de visera para protegerse la vista de la brillante luz de la antorcha.

—¿Has venido sola? —preguntó uno de ellos.

—Ése era el pacto —convino, haciendo un gesto de asentimiento al tercer duergar, que era el de talla más reducida—. Y hablando de pactos, se suponía que ibais a ser dos. ¿Qué es esto?

—¡Oh, él! —respondió el duergar que había hablado en primer lugar, haciendo un gesto despectivo con la mano—. Un hijo que podría ser mío. Ha venido a mirar y a aprender.

Bronwyn consideró a aquel tercer miembro de la partida, el único con el cual no había tratado con anterioridad. Los duergars eran, por lo general, delgados y sarmentosos, pero aquél era el duergar más escuálido que Bronwyn había visto jamás.

Alzó la antorcha y lo miró de soslayo. Apenas era un muchacho. Los otros dos duergar lucían barbas grises y fibrosas, pero la barbilla huidiza de aquel enano era tan calva como la de un águila ratonera, y conservaba toda la dentadura, pues en aquel momento se concentraba en hurgarse entre los dientes con unas uñas ribeteadas de negro.

El muchacho duergar se apartó los dedos de la boca y se lamió la dentadura con la lengua para recoger los restos de comida. Al hacerlo, captó la mirada inquisitiva de Bronwyn. La mujer hizo un gesto a modo de saludo. Mientras la contemplaba, una lenta sonrisa maliciosa se dibujó en sus labios. La maldad parecía emerger de aquel joven duergar de forma tan tangible como el vapor que desprende una marmita en pleno invierno. Bronwyn se estremeció, aterrada al percibir semejante maldad en una persona tan joven.

El cabecilla, al notar su respuesta, soltó un gruñido y endilgó una bofetada al más joven, que gritó como un perro callejero que hubiese recibido un puntapié antes de lanzar una mirada de odio a la humana, como si el golpe hubiese sido en parte por su culpa.

Bronwyn fingió no darse cuenta de nada y, cogiendo un cuchillo de piedra que había sobre la mesa, se sirvió un pedazo de queso maloliente. Entre duergars, aquello significaba que se estaba tomando libertades, incluso denotaba cierta arrogancia, pero aunque el segundo adulto también le lanzó una mirada aviesa, no abrió la boca. Nunca hablaba en presencia de Bronwyn, aunque la porra con punta de hierro de casi un metro de longitud que portaba confería cierta elocuencia a su silencio.

Ella le sostuvo la mirada mientras se introducía el pedazo de queso en la boca.

Mantuvo la mirada tranquila, casi de suficiencia, para mostrar de forma tácita que ella controlaba la situación y que no veía motivos para inquietarse. Hacía falta cierta osadía para tratar con aquel tipo de duergars, aunque en ese momento Bronwyn se encontraba en un apuro: el estómago se le encogió en una mezcla de aprensión y repulsa, pero tuvo suerte, porque la porra del duergar se mantuvo en su sitio, y el pedazo de queso robado también se quedó quieto en su aparato digestivo.

Para mantener las buenas costumbres, Bronwyn sonrió al duergar silencioso y volvió a centrar su atención en el cabecilla.

—¿Dónde están las gemas?

Él soltó un gruñido como gesto de aprobación por el modo en que la mujer estaba manejando el asunto y, tras desatarse una bolsa de cuero inmunda del cinturón, esparció el contenido en la palma de su mano.

Mientras las piedras preciosas de oro se escurrían entre sus dedos, Bronwyn intentó mantener la expresión inalterable aun después de darse cuenta de que la calidad del collar era extraordinaria. Las gemas eran de un tono ambarino, y decían que en ellas se reunía el espíritu vital de los árboles que en su momento habían crecido en el desaparecido bosque de los Micónidos. La delicada filigrana de plata, aunque antigua y deslustrada, era una obra de arte exquisita, sin duda de procedencia elfa. Se encontraba entre las piezas de joyería más magníficas que Bronwyn había contemplado nunca. Y aun así, sintió un hormigueo en los dedos cuando tocó el ámbar, quizá porque sus sentidos se habían aguzado tras una vida entera comerciando con antigüedades repletas de magia, o quizá fuese sólo su imaginación, aunque habría jurado que sentía el eco débil y remoto de la magia.

Se obligó a sí misma a coger de nuevo el collar y estudiarlo como si se limitara a valorar su peso y su color.

—Bonito —admitió en tono de indiferencia—, pero el precio es demasiado elevado.

El cabecilla duergar conocía el juego del regateo tan bien como cualquier otra persona.

—Quinientas monedas de oro, ni un cobre menos —repuso, tozudo—. Y armas.

Dos de ellas.

Bronwyn esbozó una sonrisa.

—En el lugar de donde procedo, los mercaderes conocen el valor de sus mercancías, pero como supongo que el ámbar no es un elemento del que dispongáis de existencias normalmente, es posible que pueda estirar un poco la cuerda.

—¿Sí? ¿Cuánto?

La mujer se acarició, pensativa, uno de sus enormes pendientes.

—Puedo alcanzar el precio de cincuenta monedas de oro y un hacha de guerra.

Encontré una buena: dos extremos, bien equilibrada, tanto para ser lanzada como para empuñarla. Por supuesto, es de fabricación enana..., una pieza de gran calidad procedente de un herrero enano dorado. La cabeza del hacha es de mithral y el mango es de caoba pulido con incrustaciones de granate y turmalina. ¿Os interesa?

—Mmmm... —El duergar ladeó la cabeza y escupió—. No nos son útiles las baratijas, y menos si proceden de enanos dorados.

Pero Bronwyn captó el brillo de avaricia de sus ojos. Los duergars eran mejores barrenderos que herreros y no conocía a ninguno que no deseara atesorar armas enanas de categoría. Sacudió con indiferencia el collar de valor incalculable.

—Este ámbar de calidad engastado en una pieza más moderna se vendería por unas doscientas monedas de oro en los bazares. Os daré la mitad de ese precio.

El duergar empezó a preparar otro escupitajo, pero al final pareció decidirse por un gesto más dramático. Representó con mímica el gesto de sacar un cuchillo y hundírselo en el corazón.

—Antes lo haría que aceptar cien monedas —prometió—. Cuatrocientas, y el hacha.

—El arma sola vale ya quinientas.

—¡No creas! Pero como hace tiempo que nos conocemos..., las piedras por el hacha.

Bronwyn hizo un mohín con la nariz.

—Te daré doscientas monedas de oro, pero olvídate del hacha.

El duergar golpeó la mesa con el puño cerrado, enfurecido al pensar que podía perder el premio.

—Dame el hacha, y las doscientas monedas, y trato hecho. ¡Aunque es un robo!

Bronwyn se tomó bien las quejas; de hecho, había esperado protestas, y le daba la impresión de que los duergars habían aceptado con demasiada facilidad. Todavía tendría que pasar más apuros, de eso estaba convencida, y se sentía confusa por la presencia del muchacho duergar.

—Trato hecho. —Puso una bolsa encima de la mesa—. Doscientas monedas de oro, pagadas en monedas de platino de cinco veces su peso. Contadlas.

Un atisbo de rubor cubrió las mejillas grises del duergar. Bronwyn suponía que no sólo no sabía contar semejante cantidad sino que probablemente no podría calcular el cambio de moneda.

—No será necesario —musitó—. Eres de confianza.

Bronwyn notó, no sin cierta satisfacción, que el duergar estaba diciendo lisa y llanamente la verdad probablemente por primera vez en su vida. Se enorgullecía de la reputación que tanto le había costado ganar y, si hacía una promesa, la cumplía.

En pocas palabras, les contó dónde podían encontrar la segunda parte del pago.

—El hacha os pertenece, tenéis mi palabra, pero os costará llegar hasta ella el tiempo necesario para que yo ponga tierra de por medio entre nosotros. No he olvidado lo sucedido después de nuestro último trato.

—Yo, tampoco. Sentí perder a Brimgrumph. Era mi mano derecha en la batalla, pero se pasó de la raya. No supo cuándo retirarse —explicó el duergar en tono compungido.

Era el discurso más largo que Bronwyn le había oído pronunciar jamás y el más autocomplaciente. Si la emboscada que había puesto punto final a su última transacción hubiese tenido éxito, ese mismo duergar se habría apresurado a reclamar su parte del botín; sin embargo, había fracasado y su guardaespaldas había muerto. La mirada acerada de Bronwyn dejó bien claro que rechazaba su intento de rehuir responsabilidades.

—Si me traicionas una vez, te mantendré vigilado. Pero si me traicionas dos veces, ándate con cuidado —le advirtió.

El duergar se encogió de hombros.

—Me parece justo —accedió.

Bronwyn volvió a tener la sensación de que era demasiado fácil. Mientras el duergar silencioso se embolsaba el dinero, Bronwyn recogió el collar y aflojó las cintas de su bolsa. No se trataba de una bolsa corriente, sino de una que había comprado a un hechicero de Halruaa a un precio que se equiparaba a casi la mitad del salario de un año.

El artilugio se merecía ese precio porque se trataba de un túnel mágico que trasladaba todo lo que ella metía en su interior a un lugar seguro en El Pasado Curioso, su tienda situada en un barrio elegante de Aguas Profundas. Bronwyn había aprendido hacía ya tiempo una verdad básica para dedicarse al negocio de adquirir antigüedades raras: encontrarlas era una cosa; conservarlas era algo totalmente distinto.

Un ligero movimiento captado por el rabillo del ojo le hizo detener la mano. El cuchillo de piedra que había tomado prestado se movió espontáneamente, no demasiado, sólo un poco, lo justo para que el extremo apuntara al ámbar que tenía en la mano.

Se trataba de una piedra imán. El cuchillo había sido forjado con un tipo de piedra que percibía y seguía las energías del metal o, en este caso, del ámbar. El duergar pretendía seguir sus pasos y reclamarle el collar en cuanto creyeran que habían superado todas las trampas que ella dejaba siempre para cubrir su retirada.

«Traicióname dos veces», pensó con pesar.

Mantuvo una expresión cuidadosamente neutra mientras se levantaba del asiento de piedra. Incluso se dio la vuelta para alejarse, permitiendo que el portavoz duergar tuviera tiempo de recoger el cuchillo delator. Cuando alcanzó la boca de la cueva, se dio la vuelta y contempló con frialdad los taimados ojos de aquellas criaturas traicioneras, antes de dejar caer el collar de ámbar en la bolsa. Desapareció en un vórtice mágico. El cuchillo de piedra giró por simpatía en un torbellino y, al hacerlo, laceró profundamente la palma del duergar.

El grito de dolor y de rabia le borró la sonrisa del rostro. Bronwyn dio media vuelta y salió huyendo a la velocidad de un ciervo por el túnel que usaba como vía de escape.

Tras doblar un brusco recodo, se detuvo y dejó caer la antorcha para recoger un robusto báculo que había dejado escondido entre escombros a un lado del camino. El retumbo de las suelas de acero de los tres duergars que la perseguían resonaba a un ritmo cada vez más rápido. Cuando juzgó que era el momento oportuno, se plantó en mitad del camino, frente a los tres enanos que se acercaban a la carrera, con el báculo paralelo al suelo y sujeto con firmeza a la altura de la cintura.

Los duergars no tuvieron tiempo de detenerse. Se precipitaron sobre el báculo, cada uno a un lado de Bronwyn, y toparon contra la madera por debajo de la garganta.

Las cabezas se inclinaron hacia atrás mientras los pies seguían avanzando y resonó un estrépito sordo cuando las dos criaturas cayeron a plomo de espaldas, con los brazos extendidos. Bronwyn dio un salto atrás.

El joven duergar apareció por detrás y no tuvo reparos en pisotear a sus compañeros caídos en su afán por alcanzar a Bronwyn. El brillo de sus ojos, junto con el hacha mellada que sostenía por encima de la cabeza, anunciaba sus mortíferas intenciones.

Bronwyn pivotó con rapidez hacia su derecha y, tras agarrar con ambas manos el báculo por un extremo, lo echó hacia atrás. Se sentía como una niña que se preparase para una jugada decisiva de béisbol; asestó un golpe alto y fuerte. El báculo siseó en el aire y topó contra el brazo con que el duergar sostenía el arma. Algo se resquebrajó con un crujido, pero Bronwyn no fue capaz de distinguir si había sido el brazo o el mango del hacha. El joven soltó el arma sobre uno de sus aturdidos congéneres y siguió acercándose.

Bronwyn se detuvo y alargó el brazo para coger la porra que uno de los duergars adultos había dejado caer, pero demasiado tarde se dio cuenta de que tenía que haber elegido otra cosa porque el palo de acero era demasiado pesado para que ella lo blandiera.

Pero no le quedaba tiempo para ir en busca de otra arma. Bronwyn embistió hacia arriba con la mandíbula bien cerrada y se precipitó con fuerza sobre el estómago del joven duergar para detener su avance. El enano soltó un gruñido agudo de dolor y ambos cayeron al suelo envueltos en un amasijo de brazos y piernas.

Bronwyn forcejeó con los brazos y empezó a repartir puntapiés pero estaba demasiado cerca para causar daño. El joven duergar corría la misma suerte. Hecho un ovillo para protegerse el brazo obviamente roto, propinó varios golpes, aunque sin demasiada fuerza. De repente, ideó una estrategia mejor: agarró uno de los aros de metal que colgaban de las orejas de Bronwyn y tiró con fuerza. El dolor, súbito y lacerante, le hizo soltar un grito a la mujer y, al instante, vio que una ancha sonrisa aparecía en el imberbe rostro de la criatura.

Muy encolerizada ahora, palpó el suelo en busca de la antorcha caída. Sus dedos se ciñeron alrededor de la empuñadura, lo suficientemente cerca del pedazo de madera cubierta de tea para percibir el calor persistente que despedía, y sin pensárselo dos veces lo lanzó sobre el rostro del duergar.

El enano profirió un alarido y la soltó para poder taparse el ojo con la mano buena. Bronwyn rodó hacia un costado y se puso en pie de un brinco, esquivando por los pelos el abrazo de las manos del cabecilla duergar. Los dos adultos habían superado el ataque sorpresa y estaban empezando a recoger sus cosas y a recuperar sus armas.

Bronwyn dio media vuelta y salió huyendo por el túnel hacia la salida.

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