Read El bastión del espino Online
Authors: Elaine Cunningham
Aquella noche, tres jóvenes paladines iban a ser iniciados como miembros de la Orden. Se convertirían en Caballeros de Samular tras superar una prueba de fe y de armas, y por la gracia de Tyr, dios de la justicia y del poder. La perspectiva de presenciar aquel ritual llenaba a Algorind de gran regocijo.
Durante toda su vida había deseado ser un caballero. Por circunstancias de la vida, su padre, un noble de orgulloso linaje pero pocos recursos había entregado a su tercer hijo a Summit Hall antes de que cumpliera diez años para que fuera criado y entrenado por la Orden. Algorind no había visto a su familia desde entonces, pero tampoco la echaba de menos. Estaba rodeado de jóvenes con una ambición semejante a la suya, futuros sacerdotes y paladines dedicados al servicio de Tyr. ¿Acaso no eran sus hermanos los jóvenes acólitos? ¿Y qué mejor padre podía tener que los maestros de la residencia?
Aquellos pensamientos lo llenaron de satisfacción mientras cumplía con su última hora de vigilancia. Salvo aquella pila de piedras caídas, la patrulla había transcurrido sin incidentes. Algorind se sentía casi decepcionado; había confiado en poder contribuir a la última aventura de la Orden. Durante sus sesiones de entrenamiento en los parajes de alrededor, los caballeros habían descubierto y perseguido clanes de orcos, y las bestias que habían sobrevivido poblaban aquellos campos y aterrorizaban a viajeros y granjeros. «Ojalá Tyr pudiese hacer que la última de aquellas fieras se encuentre pronto —pensó Algorind con fervor—, y que la maldad que representan se desvanezca.» Su oído captó un grito ahogado, seguido del escalofriante sonido de una risa gutural que no podía proceder de ninguna garganta humana. Algorind desenvainó la espada y la sostuvo en alto mientras espoleaba su caballo.
El caballo blanco viró por un recodo del camino, descendió por una ladera de resbaladizas piedras y desembocó en un escenario que desató la ira de Algorind. Cuatro orcos, criaturas enormes y monstruosas de músculos fibrosos cubiertos por un inmundo pellejo verdoso, estaban atormentando a un solitario emisario. El hombre estaba encogido en el suelo, apretándose con fuerza la multitud de heridas como si pudiera preservar la vida por la simple fuerza de voluntad. Los orcos lo tenían rodeado y lo pinchaban con sus toscas lanzas; parecían un hatajo de gatos sádicos disfrutando con un único ratón.
Los orcos desviaron la vista de su presa al oír la repentina llegada de Algorind y sus expresiones de burla se tornaron súbitas muecas de terror. Mientras se acercaba, Algorind alzó cuanto pudo la espada y, girándola hacia la izquierda, arremetió con un golpe horizontal bajo. El preciso filo pilló a uno de los monstruos por la garganta y, de un solo tajo, separó la cabeza del cuerpo.
Algorind hizo virar a su montura para enfrentarse al resto de los contrincantes.
Los tres habían abandonado su sangrienta diversión y sostenían la lanza en posición a la altura del pecho del caballo. El joven paladín envainó la espada y desprendió la lanza de su soporte. Levantó el arma cuanto pudo en un gesto de saludo caballeresco muy poco apropiado para semejantes contrincantes y luego afianzó el mango bajo el hombro derecho. Acto seguido, apuntó con ella al orco que tenía más cerca y lanzó su montura al galope.
El caballo salió disparado contra las lanzas tras soltar un relincho salvaje que parecía reconocer el peligro y responder al desafío. Pero Algorind no tenía intenciones de poner en peligro a su corcel. Aquella táctica la había puesto en práctica multitud de veces en la arena de entrenamiento de Summit Hall. Calculó de un vistazo que su lanza era el doble de larga que la de los orcos y en silencio inició la rítmica oración a Tyr que iba a constituir la medida de su ataque.
En el momento oportuno, se levantó sobre los estribos y tiró de las riendas.
Siguiendo sus órdenes, el poderoso caballo dio un salto. La lanza de Algorind cogió a uno de los sorprendidos orcos justo por debajo de las costillas y lo levantó por encima de sus compañeros.
Reuniendo todas sus fuerzas, Algorind lanzó la lanza como si fuese una enorme jabalina. El impulso no proyectó el arma hacia adelante, pero contrarrestó la fuerza del orco empalado e impidió que brazo del paladín se torciera dolorosamente hacia atrás.
Antes de que los cascos del caballo tocaran de nuevo el suelo, Algorind empujó con todas sus fuerzas hacia un costado y apartó la lanza y al orco moribundo.
El corcel aterrizó en el suelo, trotó unos pasos y dio media vuelta. Quedaban dos orcos y Algorind no podía sorprenderlos de nuevo, así que descendió de la silla y desenvainó la espada.
Los orcos se abalanzaron sobre él, con las lanzas en posición. Algorind afianzó ambos pies en el suelo y, cuando el primero de ellos estaba casi sobre él, alzó la espada, trabó la lanza y la levantó hacia el cielo. Giró sobre sí mismo y, mientras lo hacía, separó la espada de la lanza y arremetió hacia adelante hasta hundirla en el vientre del orco y esparcir sus tripas. La criatura se tambaleó un instante antes de caer de bruces sobre sus propias entrañas y no volvió a levantarse.
Algorind se dio la vuelta para enfrentarse a su último oponente. El orco lo rodeó con cautela, utilizando su larga lanza para mantener al paladín y su espada a una distancia prudencial.
—Te desafío a luchar cara a cara con la misma arma.
El joven paladín retrocedió, sorprendido. ¿Cómo era posible que una criatura tan básica como aquel orco conociese el credo de los paladines? Según las normas de la Orden, no podía rehusar un desafío a menos que el que lo formulase estuviese en una situación de clara desventaja. Por otro lado, el emisario estaba gravemente herido y era posible que se estuviese muriendo. Algorind echó un vistazo al hombre: tenía la túnica empapada de sangre y respiraba con dificultad. Para empeorar las cosas, el sol estaba a punto de ponerse y el viento soplaba con fuerza sobre aquellas colinas desiertas. El hombre necesitaría pronto un poco de calor y el deber de un paladín era ayudar a los débiles. ¿Cómo podía elegir entre semejantes deberes?
Algorind desvió la vista a su oponente. El orco era de una talla mayor de lo que había visto nunca; tenía una estatura de más de metro ochenta y, aunque el pellejo verdoso se veía un poco enjuto, conservaba todavía la corpulencia y la ferocidad de un oso. Un medallón en el que se veía esculpida una garra sangrienta, símbolo del malvado dios Malar, pendía de su cuello. El disco de madera tenía casi el tamaño de un plato, pero no parecía desproporcionado con la criatura que lo ostentaba.
No obstante, era un contrincante contra el que valía la pena enfrentarse y Algorind no veía motivos para rehusar el combate.
El paladín colocó la bota por debajo de una de las lanzas que los orcos muertos habían soltado y, de un puntapié, la levantó. Con una mano se apresuró a envainar la espada mientras con la otra sujetaba la lanza. El orco esbozó una sonrisa horrible e hizo girar su lanza en un gesto desafiador, sosteniéndola en posición frente a él como si fuera una barra. Algorind imitó su mismo gesto para responder al desafío.
Orco y paladín empezaron a girar en círculos, con los ojos alerta y las manos firmemente sujetas a las largas y robustas estacas de madera que sostenían cruzadas ante ellos. De vez en cuando, una de las lanzas salía disparada hacia adelante, pero se encontraba con la otra que le barraba el paso, mientras resonaba el ritmo irregular de madera contra madera, primero con lentitud y luego a un compás más rápido a medida que arreciaba el combate.
Mientras se prolongaba la lucha, la sonrisa confiada del orco se fue convirtiendo en una mueca. Con los colmillos al descubierto, la bestia se abalanzaba sobre el joven paladín y descargaba golpes y más golpes sobre su diestro oponente, pero Algorind los devolvía todos y no sólo mantenía el ritmo frenético de la lid sino que añadía sus propias acometidas y fintas al fragor del duelo.
El joven paladín respiraba ahora agitadamente y tenía que admitir que la inesperada pericia del orco lo estaba poniendo a prueba, pero mantenía su empeño y su valentía, y se concentraba en intentar mantener alto el bastón de su oponente, una arriesgada estrategia dadas las diferencias en la fortaleza y la estatura de ambos oponentes. Sin embargo, Algorind no veía alternativa; en vez de sentirse intimidado por el gran tamaño de su contrincante, pensaba utilizarlo en beneficio propio.
De repente, Algorind hizo girar hacia abajo la parte roma de la lanza, aceptó el golpe que le asestó por tener la guardia baja y permitió que el mango de madera rebotara dolorosamente en su pecho mientras pasaba su propia lanza a modo de gancho por debajo de la bota del orco. Un rápido estirón levantó del suelo los pies del orco y la criatura cayó pesadamente de espaldas.
Algorind giró con rapidez la lanza y apoyó la punta afilada en la garganta de la bestia.
—Ríndete —musitó, sin pensar con quién estaba hablando. Aquel acto de gracia habría sido apropiado en una lucha entre contrincantes honorables, pero se encontraba ante una criatura malvada, no ante un hombre de honor. ¿Cómo podía permitir que siguiera con vida? ¿Y cómo podía no hacerlo, ahora que le había hecho la oferta?
Por fortuna, el orco resolvió el dilema. Soltó un escupitajo y echó la cabeza hacia atrás en modo desafiador para dejar al descubierto la garganta y elegir la muerte antes que la rendición.
El paladín dio el golpe de gracia apoyándose con fuerza en la lanza y acabó con la criatura con rapidez. Una vez hecho eso, se volvió hacia el emisario.
Con cuidado, lo puso de espaldas y, de inmediato, se dio cuenta de dos cosas: primero, el hombre no sobreviviría a las heridas y, segundo, llevaba la túnica azul y blanca que lo destacaba como miembro de los Caballeros de Samular. Al observarlo más de cerca, descubrió que todavía llevaba el zurrón con las cartas atado en el hombro.
—Descansad, hermano —murmuró con suavidad el joven paladín—. Vuestro deber ha llegado a su fin. Aquí tenéis a quien lo cumplirá en vuestro nombre. Las criaturas han sido reducidas y la residencia está a una hora de camino. Llevaré el mensaje en vuestro nombre.
El hombre asintió dolorosamente y respiró con extrema dificultad.
—Otro —musitó—. Hay un heredero.
Algorind frunció el entrecejo, confuso. Con un último esfuerzo, el mensajero abrió la cinta que sujetaba el zurrón y de él extrajo una única hoja de pergamino. Las palabras que en él había escritas conmovieron profundamente a Algorind y provocaron que murmurara una plegaria de agradecimiento a Tyr.
Había otro. El gran Hronulf, dirigente de El Bastión del Espino, no sería después de todo el último. Se había encontrado un heredero a la descendencia directa de Samular.
—Casi estamos en casa —jadeó Ebenezer Lanzadepiedra mientras caminaba por el túnel profundamente enterrado.
«Casa» era un laberinto de túneles enanos debajo de los montes de la Espada, no demasiado lejos del mar y demasiado cerca del camino del Comercio que transcurría más hacia el este y la fortaleza humana de encima.
En esta ocasión había estado fuera una buena temporada, pero todo le parecía familiar: el aroma húmedo de los túneles, el débil resplandor que emergía del musgo luminiscente y de los líquenes que cubrían los muros de piedra, y los viejos caminos marcados con runas tan sutiles que sólo los enanos eran capaces de leer. No obstante, había habido algunos cambios, algunos añadidos: repisas talladas en las paredes, pasos y cosas así, pero en aquel momento Ebenezer no tenía tiempo para examinar aquellas innovaciones con más detenimiento.
A la carrera, el enano giró por la curva cerrada que trazaba el túnel, estirando al máximo sus cortas piernas. El golpeteo de sus botas con puntera de acero resonaba contra el suelo de piedra, pero se perdía en el retumbo y el griterío que se oía a su espalda.
En su misma espalda.
En sus oídos resonaba una algarabía de siseos que recordaba el crepitar de una hoguera dejada bajo la lluvia, y chirridos que habrían hecho ladear la cabeza a un águila para descubrir a posibles presas. ¿Cómo era posible que un puñado de ratas gordas armara semejante jaleo?
La verdad era que llevaba detrás un buen puñado de osquip. Docenas de garras restregaban el suelo de piedra mientras dos decenas de roedores gigantes iban tras Ebenezer en ardua y enojada persecución. ¿Por qué? Había cogido un cincel de mithral de una pila de baratijas brillantes, sólo uno, y porque tenía derecho a hacerlo. Pertenecía a su primo Hoshal, un herrero enano austero y solitario que habría tirado a Ebenezer de la rizada barba rojiza si se hubiese enterado de que cualquiera de los suyos era lo suficientemente vago para dejar una herramienta buena como aquella por allí perdida.
Ebenezer estuvo a punto de detenerse. Puestos a pensar, ¿cómo habría ido a parar aquel cincel a una guarida de osquip? La familia se burlaba a menudo de que Hoshal podía poner las manos en una de sus muchas herramientas o armas con más rapidez de lo que podía coger su propia...
—¡Eh!
Un agudo pellizco apartó el chiste de la mente de Ebenezer, arrancó un pedazo de cuero de la bota, y un buen pedazo de carne de debajo, del tobillo del enano. Por fortuna para Ebenezer, el osquip sólo llegó a rozarlo. Si la criatura lo hubiese pillado bien, Ebenezer habría avanzado a la pata coja el resto del camino de regreso a su hogar. La dentadura de los osquip estaba formada por molares grandes y saltones que podían masticar piedra..., y que podían rebanar un pie de enano de un solo mordisco.
Ebenezer se volvió con la maza a punto y descargó un golpe fuerte en la cabeza del ofensivo roedor. El grueso cráneo con forma de cuña se partió en dos con un satisfactorio crujido. El súbito ataque hizo detenerse de pronto a los demás, que era cuanto Ebenezer necesitaba. Al instante, huía de nuevo a la carrera, y pudo sacarles varias zancadas de ventaja antes de que ninguna de aquellas criaturas lograse poner sus seis, ocho o incluso diez patas de nuevo en movimiento. Sin embargo, en cuanto reemprendiesen la persecución, podían avanzar con mucha rapidez y, a ese paso, calculó Ebenezer que irrumpirían en los dominios del clan Lanzadepiedra antes de que el sacerdote hubiese acabado la ceremonia de boda.
Un destello de humor sombrío iluminó los ojos azul pizarra del enano cuando intentó imaginarse la recepción que los suyos brindarían a aquellos visitantes inesperados. Habían transcurrido muchos años desde que el clan Lanzadepiedra se había visto importunado por osquip, roedores gigantescos, lampiños y con multitud de patas que eran casi tan horrorosos como los duergars, pero siempre mataban a aquellas criaturas nada más verlas, no sólo por principios sino para mantener reducida su población. Si no lo hacían, los roedores podían criar una colonia entera en los túneles laterales con más rapidez que los humanos llenaban sus ciudades de la superficie. Su feo pellejo desprovisto de pelo y amarillento —de los osquip, no de los humanos— servía también para hacer buenas pieles y como había mucho trabajo de minería para hacer y demasiada gente perezosa para hacerlo sin ayuda de la magia, había hechiceros que compraban dentaduras de osquip como ingredientes de sus hechizos. Por todas estas razones, la caza del osquip se había convertido en uno de los deportes favoritos de los enanos. Y ahí estaba él, llevando una partida de esas malditas cosas a los dominios del clan. Los enanos pasarían un buen rato entretenidos.