Read El bastión del espino Online
Authors: Elaine Cunningham
—Un paladín puede ser el más puro ejemplo de lo que un hombre puede llegar a ser..., la personificación de todo lo que es noble. Y un paladín dispuesto para la batalla en su corcel de guerra, henchido de sagrado entusiasmo y coraje, puede ser la visión más inspiradora que puedan tener en toda su vida muchos mortales. Pueden hacer mucho bien, y de hecho así lo hacen, pero ¿un centenar de paladines?, ¿un millar?, ¿unidos con un solo propósito y arrastrados por su sentido del deber? Te lo digo sinceramente, no puedo pensar en una mejor definición del terror.
—Estas palabras no deberías repetirlas delante de la mayoría de los hombres —le advirtió Khelben—, y sólo a ti te confesaré que, una vez más, estamos en completo acuerdo. Por ese motivo, siempre he sentido cautela ante las órdenes de paladines. Esos hombres buenos tienen una inquietante tendencia a pasar con sus caballos de guerra sobre todo aquello que perciben como obstáculo en su camino.
—O estás a favor de un paladín o estás en contra —corroboró Danilo—. No hay medias tintas y en su moralidad no existen más que el negro y el blanco. Por desgracia, rompí mi amistad con mi viejo amigo Rhys Brossfeather poco después de que entrara al servicio de Torm. Mis costumbres no se parecían a las de él, y aquello parecía ser un obstáculo insalvable para él. De hecho, a los ojos de muchos paladines, me atrevería a decir que un Arpista es para ellos tan enemigo como un sacerdote de Myrkul.
El archimago asintió con lentitud.
—Cierto, y ahí radica nuestro problema. Es imposible para los Arpistas enfrentarse a una de las Ordenes Sagradas sin desatar no sólo la cólera de los paladines sino las sospechas de muchos de los individuos normales. En este asunto, tengo la mente dividida. ¿Qué sugieres que hagamos?
Aquella pregunta era la primera de aquel tipo que le hacía Khelben, y Danilo se apresuró a disimular su sorpresa.
—Lo que mejor sabemos hacer: vigilar, informar e influir en los acontecimientos a pequeña escala. En los viejos tiempos, los Arpistas más eficaces eran los más invisibles. Ya he hecho gestiones para averiguar el interés de los caballeros en Bronwyn y sus intenciones.
—¡Oh!
—Sin duda, enviar hombres infiltrados al Tribunal de Justicia sería una pérdida de tiempo y de esfuerzos, teniendo en cuenta la habilidad que tienen los paladines para sopesar y medir las intenciones de aquellos que los rodean. Así que he apostado a unos hombres para que vigilen la tienda de Bronwyn, sus contactos habituales e incluso los lugares y tabernas que suele frecuentar. Si los paladines la buscan, nos enteraremos.
El archimago asintió, satisfecho.
—Bien. ¿Has hecho algún progreso en tus estudios?
Danilo parpadeó. Por un instante, pensó que el astuto archimago se refería al hechizo que se había aprendido a medias y que había ocultado en el cajón, pero luego recordó otro tema de controversia que había entre ellos: Bronwyn y los secretos de su pasado.
—Por supuesto que sí. —Se levantó y cruzó la estancia para acercarse a una pared forrada de estantes con libros. Eligió un ejemplar de cuero rojizo y regresó al lado del archimago—. He leído todo lo que he podido encontrar sobre los Caballeros de Samular. Es un grupo impresionante, con una larga historia. No obstante, hay una serie de cosas que parecen no ser ciertas, ni siquiera cuando intenté extraer las exageraciones propias de los bardos y el modo habitual que las leyendas tienen de hincharse a medida que se relatan. La captura de El Bastión del Espino fue uno de esos incidentes.
Khelben se lo quedó mirando fijamente.
—¿No te estarás refiriendo a la batalla reciente, a la captura en manos de los zhents?
—No, por supuesto. La batalla original, en la que los caballeros arrebataron la fortaleza a un señor de la guerra de poca envergadura. El propio Samular estuvo implicado y según parece se quedó con la fortaleza a título personal. Al parecer, en aquellos tiempos se tenían menos miramientos con las posesiones personales, y como Samular procedía de una familia sumamente acomodada, sospecho que estaba tan acostumbrado a tener propiedades que consideró su derecho quedarse con aquélla, y no pensó que fuera una violación de sus votos.
—Deja esos asuntos a los Heraldos —intervino el archimago, impaciente—.
Prosigue.
—Bien, según la mejor información que pude encontrar, los paladines que servían a las órdenes de Samular conquistaron la fortaleza en un solo día, con una fuerza inferior a cincuenta hombres. Brunyundar, el señor de la guerra, tenía el triple de efectivos. Aun teniendo en cuenta el fervor y la destreza que da fama a los paladines, parece una hazaña imposible.
Khelben asintió, siguiendo el razonamiento de Dan.
—Crees que invocaron el poder que otorgan los tres anillos de Samular.
—Sería razonable. Qué pueda ser ese poder, no lo sé, pero creo que sé cómo llegó a perderse el tercer anillo.
Dejó en la mesa, ante el archimago, el libro abierto.
—Ésta es una copia muy reciente, de menos de cinco años de antigüedad, de un viejo libro de tradiciones. El original se copió varias veces con el paso de los años, pero los escribas y los artistas que se encargaron de ello se contaban entre los de mayor categoría de sus respectivas épocas, y creo que la reproducción es fidedigna. Mira atentamente el grabado.
El archimago se inclinó sobre el escritorio y estudió la página. Danilo asomó la cabeza por encima de su hombro y echó un vistazo al grabado que había llegado a aprenderse casi de memoria. Era una reproducción excepcional de la conclusión de una batalla, pintada con tanta precisión que parecía que el artista no sólo había estado presente sino que poseía algún tipo de don o de encantamiento que le permitía captar el momento con una precisión casi mágica. En el fondo se veía una fortaleza de piedra compuesta por dos torres rodeadas de un muro curvo y robusto. Las puertas estaban abiertas, cosa que indicaba que la fortaleza ya había sido tomada. Los muros tenían los extremos acabados en punta y se veían gastados por el tiempo. El terreno era escarpado y montañoso, y pájaros marinos sobrevolaban la zona. Por doquier se veían hombres derribados, con puntas de flecha que les sobresalían del pecho o de la garganta.
Aquellos desafortunados portaban cotas de malla de eslabones anchos que no se habían usado durante siglos, y también cascos rudimentarios de un tipo que no se había visto en muchos años. En primer plano había un hombre joven, con la capa blanca y la vestimenta teñidas de su propia sangre. Yacía en manos de un fornido caballero arrodillado junto a él que lo contemplaba con profundo pesar. Parecía evidente que los dos hombres eran hermanos o parientes próximos, aunque en verdad eran muy distintos.
El herido era un joven delgado y de baja estatura. Tenía el rostro enjuto, el cabello, prematuramente blanco, se le combaba en la frente a modo de visera, y las manos, que mantenía en movimiento, tenían los dedos flexibles. Llevaba un único anillo en el dedo índice de la mano izquierda.
Danilo percibió el súbito destello de reconocimiento, rápidamente disimulado, que cruzó por los ojos del archimago.
—¿Lo conocías? —preguntó el bardo.
—Sí, o creo que sí. Fue hace muchos años —respondió Khelben con brevedad—.
No es una historia que me apetezca contar, así que no te molestes en preguntar.
Era extraño que el archimago hablase con tanta claridad. Sin duda, aquella vieja herida no había cicatrizado bien.
—Mira esas manos —apuntó mientras señalaba al hechicero moribundo, pues no cabía duda de que era un hechicero. Aquel gesto característico, congelado en el tiempo por un artista que con toda seguridad no comprendía lo que estaba plasmando, formaba parte de un hechizo largo, difícil y espantoso. Un hechizo que había nacido de un orgullo y una ambición incombustibles, y el último recurso de un brujo moribundo que no quería someterse a la muerte.
Los ojos de Khelben se abrieron de par en par cuando las implicaciones de aquel gesto le revelaron la verdad. Lanzó una mirada de inquietud por encima del hombro hacia su sobrino.
—¿Cómo sabes lo que eso significa? Por los nueve infiernos, ¿qué te hizo aprenderte ese hechizo en particular?
—La curiosidad —le aseguró Danilo—. No fue intencionado. Deseaba saber cómo podía hacerse una cosa así, pero no tengo el más mínimo deseo de experimentarlo en carne propia.
—Bueno —Khelben soltó un largo y tembloroso suspiro—. Ya causas bastantes problemas tal como eres ahora.
—Pero has entendido el asunto.
—Por supuesto, y creo que sé dónde puede encontrarse ese tercer anillo.
Desgraciadamente, Bronwyn es la única persona viva que tiene posibilidad de recuperarlo.
En la mañana del tercer día que llevaban a bordo, Bronwyn se despertó al oír unas voces alteradas en cubierta. Soltó un bufido mientras bajaba de la hamaca y se desperezaba. Tal como esperaba, la hamaca de Ebenezer estaba ya vacía.
Bronwyn apenas podía mantenerse erguida sin topar con la cabeza en las vigas del techo. Con cuatro zancadas, podía recorrer de punta a punta la cabina que compartía con su «compañero» enano, pero aun así podían decir que viajaban con relativo lujo si la comparaba con una cabina idéntica que había al otro lado del estrecho pasillo que servía de vestíbulo y en la que dormían seis ocupantes: cuatro hombres y dos ogros.
Uno de los ogros balbució algo en sueños, medio desvelado por los movimientos de la mujer. Bronwyn hizo una mueca y se acercó a la puerta de la cabina con pasos cortos y sigilosos. El ojo de buey del camarote mostraba un cielo con tintes más de color zafiro que de color plata, y sus compañeros de viaje no le iban a agradecer que los despertara tan temprano. Los seis se habían acostado tarde, pues se habían pasado un buen rato sentados en el suelo de la cabina, contándose relatos y jugando a dados, mientras daban sorbos a un licor dulce y espaciado. Aunque eran muy rudos, aquellos tripulantes compartían una curiosa camaradería nacida de los años pasados en común y de las batallas compartidas. Bronwyn casi los envidiaba. Ella, como recién llegada y como la persona que los había contratado, había sido excluida de su camaradería, pero por lo que había visto no se habría atrevido a despertar su ira colectiva.
Bronwyn se detuvo en la puerta para recoger sus botas y las llevó consigo mientras salía. Recorrió el breve pasillo hasta la escala que subía a cubierta y trepó por ella con una sola mano. Allí, encontró lo que esperaba.
Cerca de la proa, de pie uno frente al otro, con los brazos en jarras y los ojos relampagueantes, estaban el capitán Orwig y Ebenezer Lanzadepiedra. La parte superior de los cabellos ensortijados y rojizos del enano apenas llegaba a alcanzar el cinturón del ogro, lo cual lo obligaba a echar la cabeza hacia atrás para contemplar a su adversario, pero la expresión enojada del rostro de Ebenezer no le concedía ninguna desventaja. Los dos estaban de nuevo enzarzados en una discusión, intercambiándose fuertes y coléricos insultos. Bronwyn, que no era tampoco una delicada flor de primavera, contuvo el aliento sorprendida ante el hiriente repaso que el enano estaba dando de la parentela del capitán Orwig.
El fugaz ruido sobresaltó a los combatientes. Ambos se dieron la vuelta y una expresión de idéntica consternación asomó en sus rostros tan dispares. El capitán Orwig fue el primero en recuperar la compostura y, tras saludar a Bronwyn con una ligera reverencia, caminó hacia la popa para hacer sonar la campana que levantaría a la tripulación.
Bronwyn lo siguió con la mirada. Junto a la proa habían instalado una vieja rueda de carro que había sido adaptada como artilugio de navegación en consonancia con la fortaleza y el tamaño del capitán. Dos pasos más hacia estribor había un enorme triángulo de latón colgado de lo que parecía ser una horca en miniatura, sobre la que colgaba de un gancho una larga varilla de latón que se usaba para hacer sonar la alarma.
Pero Orwig no hizo caso de la vara de latón, sino que extrajo su machete, lo introdujo en el triángulo y lo hizo girar con impaciencia trazando un círculo.
Un apremiante repiqueteo resonó en la quietud del alba e hizo que los marineros fueran acudiendo a cubierta, con las armas en la mano, los pies todavía descalzos pero olvidado ya el sueño ante la promesa de un combate inminente. Durante unos instantes, la tripulación escudriñó las aguas en busca de la amenaza y, luego, cuando se hizo evidente que no había nada que ver, lanzaron miradas de incredulidad a su capitán.
—¿Un simulacro de entrenamiento? —aventuró uno de ellos.
—¡Es de día! —gruñó Orwig como respuesta—. ¡Sois unos holgazanes! A vuestras tareas, y rápido.
Dio media vuelta y empezó a moverse de un lado a otro, ágil como una ardilla a pesar de su gran tamaño.
Bronwyn suspiró y se sentó en un barril para ponerse las botas. El capitán Orwig parecía un marino bastante diestro, pero no dejaba de ser un ogro y sentía tan poco aprecio por Ebenezer como asco sentía el enano por él. El intercambio de insultos y desafíos se hacía cada vez más intenso y Bronwyn sospechaba que era cuestión de horas que ambos acabaran enzarzados en una pelea.
La tripulación también se mostraba cada vez más intranquila. Había oído quejas sobre la brevedad de su descanso en tierra y había tomado nota de sus tácitas expectativas de que aquel viaje inesperado fuera remunerado pronto, y bien, para que valiese la pena.
Se levantó y echó una ojeada en busca de Ebenezer. El enano permanecía sentado con las piernas cruzadas recostado contra el mástil principal y su ocupación consistía en contemplar el mar mientras iba dando bocanadas a una diminuta pipa de barro.
—Me ha parecido interesante eso que le decías a Orwig —comentó, indiferente, Bronwyn—. Ese uso en concreto de los huevos de hombres lagarto nunca se me había ocurrido.
El enano dio un brinco y acto seguido enrojeció.
—No pretendía que lo oyeras —musitó.
Bronwyn le cogió la pipa y, tras dar una bocanada del humo fragante, se la devolvió.
—Orwig tiene un buen historial como capitán, y buena reputación como contrabandista, por extraño que parezca. Todas las personas con las que he hablado dicen que cumple lo que promete, sin trucos ni excusas. Nos llevará a donde tenemos que ir, pero, créeme, Ebenezer, no puedes provocar a un ogro hasta ese extremo.
—Tiene ganas de pelea, ¿verdad? —repuso Ebenezer con inmensa satisfacción.