Ahora Stephen tenía algo concreto que hacer. Ahora tenía un rectángulo de la noche justamente debajo de él, y, con un intenso brillo en los ojos, se agachó en el borde de éste, junto al cortafrío y un montón de cuñas a mano. La gran fuerza fue pasando al bloque mientras Jack y Jagiello gruñían al tirar de la cuerda, y de repente a Stephen se le ocurrió que si usaba su propia fuerza reduciría la pesada carga de los pernos. Se puso a horcajadas sobre el bloque, metió las manos por debajo de las esquinas y tiró de él hacia arriba hasta que los bordes le cortaron la piel de los brazos y su corazón llegó a latir con tanta fuerza que se le nubló la vista, hasta que el bloque, tras un ligero estremecimiento, empezó a elevarse.
—¡Se ha elevado! —dijo jadeante y fue a coger las cuñas y las colocó con rapidez pero con torpeza.
Jack le vio y sonrió. También vio que la puerta desconocida, la puerta por donde entraba el ratón, se abrió de par en par. Entonces aparecieron cuatro hombres con un farol.
—Buenas noches, caballeros —dijo el primero del grupo.
—No te muevas, Jack —gritó Stephen, porque Jack y Jagiello tenían acumulada tanta energía potencial que eran peligrosos como tigres—. Buenas noches, caballeros. Pasen, por favor.
Dio un paso hacia delante y se cayó y quedó colgando de cintura para abajo en medio de la noche. Jack y Jagiello saltaron por encima del bloque y le subieron cogiéndole cada uno por una mano y le preguntaron si se había hecho daño.
—No, ninguno, gracias —respondió Stephen, limpiándose la pierna en la que tenía un dolor fuerte pero superficial, y después, secamente, dijo—: Caballeros, dígannos a qué han venido.
—Tal vez no me recuerde, doctor Maturin —dijo el primero del grupo, adelantándose—. Soy D'Anglars. Tuve el honor de conocerle cuando formaba parte del séquito de monsieur de Talleyrand-Périgord cuando era embajador en Londres y me parece que tenemos amigos comunes.
—Le recuerdo perfectamente, señor —dijo Stephen—, y, por supuesto, recuerdo con agrado a Su Excelencia. Tuve el placer de verle hace poco. Ninguno de los dos ha cambiado.
Eso no era cierto por lo que se refería a D'Anglars, pues había envejecido, y aunque conservaba una mirada viva e inteligente, podía verse a la luz del farol que su rostro estaba desfigurado y muy pálido. Por otro lado, Stephen sentía una gran admiración por el obispo de Autun, o el príncipe de Bénévent, como le llamaban ahora, que era un maestro del engaño, el fénix de la falsedad, pero tenía una inteligencia brillante y era una compañía agradable.
—Es usted demasiado amable, demasiado amable —dijo D'Anglars haciendo un gesto que a Stephen le recordó a Adhémar de la Mothe, que era uno de sus amigos comunes—. Veo que está ocupado, pero tal vez podríamos hablar un momento. Discúlpennos —dijo, haciendo una inclinación de cabeza al capitán Aubrey y a Jagiello.
—¡No faltaba más! —exclamó Jack, en respuesta a su gesto cortés.
Stephen miró hacia los acompañantes de D'Anglars y vio que entre ellos estaba Duhamel, por supuesto, un oficial con una capa que ocultaba parcialmente su espléndido uniforme y un hombre vestido de negro que pudo reconocer a pesar de su visera, un hombre que pertenecía al ministerio de Asuntos Exteriores, un alto cargo del ministerio de Asuntos Exteriores.
Se fueron a la habitación de Jagiello con la vela, cuya llama tenía ahora muy poca intensidad, y se sentaron en el asiento que estaba junto a la ventana.
—Duhamel nos ha dicho cuáles son sus condiciones —dijo D'Anglars—. Estamos de acuerdo con todas excepto con una. Usted exige que la piedra preciosa, el diamante azul, sea restituido a su dueña, pero, por desgracia, no podemos entregárselo inmediatamente, aunque le doy esto como garantía de que le será restituido.
Entonces le dio un anillo de obispo con una enorme amatista. Stephen lo miró con curiosidad y, aunque parecía que no le gustaba mucho, no dijo nada.
—Por otro lado —prosiguió D'Anglars—, la dueña de la piedra preciosa se encuentra bajo nuestra protección y está deseosa de viajar, como usted suponía, y lista para partir.
Había hablado a veces con zalamería y otras con vacilación, pero siempre en tono apremiante; sin embargo, Stephen no contestó sino que se limitó a dar vueltas y vueltas al anillo con la amatista a la luz de la vela.
—Y como compensación —añadió D'Anglars con más seguridad—, he traído documentos de Drummond…
—No, no —dijo Stephen—. Eso complicaría el asunto, y yo siempre he evitado las complicaciones. Dígame, ¿qué garantías me ofrece?
—Nosotros tres le acompañaremos hasta uno de los barcos con bandera blanca que zarpan de Calais y, si usted lo desea, iremos hasta Inglaterra. Tendrá en sus manos nuestra vida, o, al menos, nuestra libertad. Podrá llevar armas, si quiere.
—Muy bien —dijo Stephen—. Mis compañeros vendrán conmigo, desde luego.
—¿El capitán Aubrey y el joven Apolo?
—Sí.
—Ciertamente.
—Entonces vámonos.
Stephen volvió cojeando a la otra habitación con D'Anglars, y éste señaló el retrete con la cabeza y dijo:
—Me disgusta que hayan trabajado tan duramente, pero nada podría ser más conveniente para nosotros, más
à propos
. Ésta es la coartada perfecta. Por esta puerta, por favor.
—Capitán Aubrey, señor Jagiello, nos iremos con estos señores —dijo Stephen.
En la puerta adoptaron una actitud cortés ante la cuestión de la precedencia y al salir la cerraron con pestillo. Luego bajaron por la escalera de caracol, atravesaron un largo corredor, llegaron a un patio que nunca habían visto, avanzaron hasta una pequeña puerta frente a la cual había dos oscuras figuras que se apartaron para dejarles pasar, y por fin salieron a la calle, un ordinario espacio abierto que les pareció maravilloso. Y allí había dos coches y dos caballos amarrados. El hombre vestido de negro y el oficial de la capa montaron en los caballos; Jack, Duhamel y Jagiello subieron al primer coche; Stephen y D'Anglars subieron al segundo. Entonces se pusieron en marcha y luego atravesaron al trote las calles oscuras y silenciosas en dirección al río, rodeados por la cálida noche.
—¿Dónde vamos a recoger a la dama? —inquirió Stephen.
—Al
hôtel de
la Mothe —respondió D'Anglars sorprendido.
—¿De veras? ¿Está seguro?
—¡Oh, sí! —respondió D'Anglars en un tono que indicaba claramente que estaba sonriendo.
—¿No la han molestado?
—No. A pesar de que un caballero norteamericano que acaba de llegar preguntó por una compatriota suya con la que tenía buenas relaciones, nadie la ha molestado.
Cuando llegaron al Pont au Change, Stephen dijo:
—Por supuesto, se sobrentiende que ella debe creer que nuestra liberación ha sido posible gracias a su actuación.
—Naturalmente —dijo D'Anglars—. Naturalmente. Cualquier otra cosa sería una locura, desde nuestro punto de vista.
En la calle Grenelle había ya algunos carros con productos para el mercado, uno de ellos cargado de flores. Por fin llegaron al
hôtel
de la Mothe, y Diana les esperaba en el patio con una capa con capucha que la hacía parecer muy delgada, un grupo de sirvientes estaban junto a un coche lleno de baúles. Stephen bajó de un salto y se acercó a ella cojeando mientras ella corría a su encuentro. Se besaron y luego él exclamó:
—¡Queridísima Diana, te estoy profundamente agradecido! ¡Te he costado el diamante azul!
—¡Qué contenta estoy de verte! —exclamó ella, cogiéndose de su brazo—. ¡Al diablo el collar! ¡Tú serás mi diamante! ¡Oh, Stephen, te has roto la media y tienes la pierna cubierta de sangre!
—Sí, me di un golpe en la espinilla. ¿Y tú cómo estás, mi joya? Supe por Baudelocque que no estabas bien.
—Stephen, yo no lo hice, te lo juro —dijo ella mientras le miraba a la luz de la farola—. Mantuve mi palabra y me cuidé mucho. Estaba asombrada, realmente asombrada. Pero el doctor Baudelocque dijo que no se podía evitar, te lo aseguro.
—Era imposible evitarlo, lo sé muy bien —dijo Stephen, asintiendo con la cabeza—. Dame la mano, pon el pie en el pescante y nos iremos lejos, con la ayuda de Dios.
Se alejaron más y más, mientras en el cielo, a la derecha del camino, la luz se hacía cada vez más intensa. Cambiaron de coche en Beaumont le Châteaux, en una silenciosa casa alejada de la avenida bordeada de tilos. Duhamel se comportó como si fuera el amo del lugar y les indicó dónde podían afeitarse y ponerse ropa de paisano y luego les llevó a desayunar. Cuando se probaban las chaquetas, Stephen dijo:
—Escúchame, Jack: debes saber que Diana le dio su gran diamante a la mujer de un ministro a cambio de nuestra liberación.
—¿Lo ha dado…? —preguntó Jack inmóvil, con un brazo ya metido en la manga—. ¡Qué generosidad! ¡Qué Dios me condene si eso no es generosidad! Pero, Stephen, ella estaba orgullosa del diamante y muy contenta de poseerlo. En la Torre de Londres no se puede encontrar una joya mejor… Vale su peso en oro… ¿Cómo puedo agradecérselo? Siempre ha sido una mujer con empuje, pero esto… Sophie le estará eternamente agradecida, y yo también, te lo aseguro, yo también.
Entró corriendo en la enorme y lóbrega sala donde estaba servido el desayuno sobre una mesa de caballete, haciéndola retumbar, y estrechó a Diana entre sus potentes brazos, la besó con fuerza y dijo:
—Prima Diana, te estoy profundamente agradecido y estoy orgulloso, muy orgulloso de que seamos parientes, tan orgulloso como Lucifer, te doy mi palabra. ¡Dios te bendiga, querida prima!
Cuando estaban en el nuevo coche, un carruaje tirado por ocho caballos, Jack dijo que ella debería vivir en Ashgrove Cottage y que ni Sophie ni él querían oír una respuesta negativa, y mientras atravesaban Picardy a gran velocidad, hablaron mucho de Stephen. Ahora Stephen estaba con D'Anglars y Duhamel en el coche que les precedía, hablando sobre los documentos que tenía que entregar y explicar en Londres. Cualquier plan para derrocar a Bonaparte contaba con todo su apoyo, por muy descabellado que fuera, y aquel plan distaba mucho de ser descabellado. Sugirió que le hicieran algunos cambios para que fuera más fácil de aceptar por los ingleses, pero fueron cambios de tono o de matiz, no de contenido, pues le parecía que la propuesta estaba muy bien elaborada. Pensaba que había sido concebida por hombres inteligentes, perspicaces y de mente analítica, y deseaba sinceramente que tuvieran éxito, que encontraran hombres tan inteligentes como ellos en Londres y en Hartwell.
Esos mismos hombres habían organizado su viaje y habían trazado su ruta, y aunque él había visto lo que podía conseguir una organización eficiente cuando era urgente resolver una cuestión relacionada con el espionaje, nunca había visto obtener tan buenos resultados. Sólo una vez hubo un pequeño retraso, tres millas después de pasar Villeneuve, porque a un caballo se le cayó una herradura, pero atravesaron Picardy y luego Artois sin hacer ninguna pausa debido a imprevistos. Adelantaron a numerosas columnas del ejército —muchas de ellas compuestas sólo por adolescentes— que se dirigían hacia el norte, seguidas de largas filas de soldados montados a caballo, los pertrechos para poner sitio a una plaza, las municiones, las vituallas y las piezas de artillería, y los soldados siempre se apartaban y les dejaban el camino libre desde mucho antes de que se acercaran.
Stephen sabía muy bien que la mayoría de las victorias se habían conseguido gracias a la brillante labor de los jefes del Estado Mayor, y era evidente que en esta conspiración participaban algunos de los más importantes; sin embargo, a veces pensaba que esa perfección no podía durar, que algún general con mucha antigüedad al mando de un importante puesto podría exigir explicaciones y la confirmación de París, o que cualquier otro sector que valorara a Johnson y al gobierno de su país mandara perseguirles o, lo que sería aún peor, comunicara sus órdenes a través de los semáforos que había visto en todas las montañas. Pero estaba equivocado. Llegaron a Calais durante la pleamar, cuando el barco inglés
Oedipus
, anclado en ese puerto, ya estaba preparado para zarpar y sólo esperaba a que bajara la marea para hacerlo, y, afortunadamente, soplaba un moderado terral.
—Tendrá un viaje agradable, al menos —le dijo Stephen a D'Anglars, pues habían acordado que éste le acompañaría, aunque sólo fuera para que su primo Blacas y el rey nominal pudieran verlo todo con más claridad—. Ese barco, mejor dicho, ese bergantín tiene excelentes características para la navegación, es estanco y navega bien de bolina, como decimos nosotros. Además, el mar está en calma.
—Me alegro, porque la última vez que crucé me dieron unas horribles náuseas y tuve que tumbarme.
Aparte de los barcos de los contrabandistas, en el Canal no había otros más discretos que los que navegaban con bandera blanca. Amarraban en un lugar del puerto discreto y protegido y, si pertenecían a la Armada real, como el
Oedipus
, por supuesto, estaban al mando de capitanes sumamente discretos, a menudo oficiales de bastante antigüedad con un nombramiento temporal para ese puesto. Por eso Jack se asombró al asomarse a la ventana de la casa privada donde esperaban para embarcar y ver a William Babbington en el alcázar, dirigiendo las maniobras, sin lugar a dudas. Babbington había estado bajo el mando de Jack cuando era guardiamarina y teniente, y aunque Jack sabía que le habían ascendido a capitán y le habían dado el mando de la corbeta capturada
Sylphide
(de hecho, había escrito cartas de recomendación y había hablado con algunos amigos para le ayudaran a conseguirlo), le parecía aún muy joven para desempeñar un puesto como ese.
Pero, joven o no, el capitán Babbington conocía el significado de la palabra «discreción» tan bien como cualquier otro miembro de la Armada, y cuando los pasajeros, ingleses y franceses, subieron a bordo, en su recibimiento cortés no aparecieron signos que indicaran que les había reconocido, y tampoco se advirtieron esos signos en el comportamiento de los demás. Ordenó a un guardiamarina que llevara al capitán Aubrey, al doctor Maturin y a la dama a su propia cabina y a los distinguidos caballeros extranjeros a la cámara de oficiales. Después miró a proa y a popa y, en una digna imitación de la voz que empleaba Jack en el alcázar, gritó:
—¡Todos a desatracar!
El
Oedipus
se alejó del muelle con la vela de estay de proa y el foque desplegados y las gavias con arrizadas; le colocaron las vergas cuando llegó al canalizo, y entonces pasó junto a la baliza norte y avanzó lenta y discretamente por entre una multitud de barcos pesqueros y llegó a la rada exterior en poco más de media hora. En ese momento el capitán Babbington mandó largar las mayores y criticó con dureza a los guardiamarinas que se ocupaban de los tomadores de estribor por su pereza y predijo que esa pereza provocaría la ruina de la Armada dentro de muy poco tiempo. Apenas había acabado de hacer esta profecía, que había oído por primera vez a los doce años, de labios de Jack, cuando una gran sombra apareció en el alcázar, y al volverse vio al mismísimo profeta tan nervioso, preocupado y temeroso que causaba asombro a alguien que, como William Babbington, había luchado en muchas batallas con el capitán Aubrey.