Los oficiales hacían comentarios sobre el asunto, y la atmósfera era ahora relajada. Después de que algunos, con asombro y respeto a la vez, miraran de reojo a Stephen, entró un hombre, se inclinó sobre el hombro de Clapier y le murmuró algo en tono enfático. El mayor levantó los ojos e hizo un gesto de asombro y salió precipitadamente de la sala. A los cinco minutos regresó acompañado de otro hombre. Estaba pálido de rabia, pero Stephen no tuvo mucho tiempo de observar su rostro porque el hombre que le acompañaba era Johnson.
—¡Ese es! —gritó Johnson inmediatamente y ambos le lanzaron a Stephen una feroz mirada llena de odio. Clapier avanzó hacia él y, en voz baja, casi sin poder controlar sus sentimientos, dijo:
—¡Usted mató a Dubreuil y a Pontet-Canet!
Stephen pensó que Clapier iba a pegarle, pero el mayor reprimió su impulso y gritó:
—¡Llévenselo a la celda! ¡Llévenlo a una celda de la colmena!
La celda de la colmena tenía acumulada mucha porquería y barro y quizá debía su nombre a que en su interior revoloteaba un enjambre de moscas y moscardas; estaba completamente vacía y en las paredes había unas anillas de hierro.
Durante las horas que siguieron, Stephen permaneció de pie junto a una ventana con barrotes a la altura del suelo del patio interior, del patio donde tenían lugar los fusilamientos, mientras las asquerosas moscas de fríos vientres se posaban sobre él.
Desde allí vio ocultarse el Sol. El cielo se puso del color del nácar y los tejados de las casas que estaban al otro lado del patio se transformaron en siluetas; el color claro se oscureció y cambió a un exquisito violeta; desaparecieron las siluetas y aparecieron las luces. Por una ventana sin cortinas vio a un hombre y a una mujer cenando de una forma extraña, pues tenían las manos cogidas, y luego les vio inclinarse sobre la mesa y besarse.
También se veían las estrellas, pequeñas y brillantes, y un gran astro de luz intensa en lo alto del cielo, posiblemente Venus, que parecía ligeramente inclinado sobre un tejado de dos aguas y tenía una parte oculta tras la hilera de tejados. Sentía en la mejilla la presión de la ampolla, la eterna causante de pecado mortal admitida por las reglas morales, y aunque siempre había pensado que rezar en momentos de peligro era una ruindad, empezó a implorar mentalmente la protección de su amor siguiendo la hipnótica cadencia del canto gregoriano.
Por fin oyó el ruido de unas botas. Luego vio luz alrededor de la puerta y oyó el ruido de la llave. De repente todo se llenó de una luz intensa, y entre las moscas que revoloteaban, pudo distinguir a dos sargentos de guardia. Le llevaron a la sala donde había esperado, y allí, ya con los ojos acostumbrados a la luz, vio a un general, a su edecán, al alcaide del Temple y el coronel que había hecho de testaferro originalmente, que ahora estaba muy pálido y angustiado.
—¿Es éste su prisionero? —inquirió el general.
—Sí, señor —respondió el alcaide.
—Entonces lléveselo al Temple. Coronel, preséntese mañana a las ocho de la mañana en el despacho de mi secretario para dar parte del asunto.
Hicieron un viaje silencioso. El alcaide parecía cansado, abatido, angustiado y viejo; el edecán observaba la empuñadura del sable, que se le había trabado con la portezuela del coche.
—¡Ah, estás aquí, Stephen! —exclamó Jack—. ¡Por fin has llegado! Hemos estado muy…
Stephen le hizo una seña con la mano y estuvo unos momentos con el oído pegado a la puerta.
—Dime, Jack, ¿es posible acelerar las cosas? —preguntó cuando se hizo el silencio de nuevo—. Johnson está en París y me ha identificado.
—¿Ah, sí? —dijo Jack.
Entonces cogió la vela y entró en el retrete. Lo había preparado todo para cuando llegara el aparejo con poleas más fuertes que las que habían recibido con la comida, es decir, había preparado casi todo, porque aún faltaba romper los muebles para utilizar sus pedazos como cuñas, pero ya les había hecho unos cortes profundos con uno de los cuchillos de Poupette con el borde cortado como una sierra. Aunque los pesados bloques de piedra del retrete ya no estaban unidos a su base, todavía sus extremos estaban ocultos por ladrillos cuidadosamente colocados, pero esos ladrillos podían quitarse en un momento y sólo era necesario aplicar una fuerza para levantar los bloques. Jack pensaba que con las poleas podrían levantarlos con facilidad y quitarlos en silencio, uno después del otro, y que el dintel serviría perfectamente de apoyo, y le parecía que la cuerda, a pesar de ser fina, era muy fuerte. Incluso con lo que tenía en esos momentos no era imposible conseguir su objetivo.
—Con una polea sobre otra y la cuerda doble podríamos lograrlo —dijo—. Todo depende de los pernos.
Se sacó las poleas del bolsillo y las examinó otra vez. Los ejes sobre los que giraban las pequeñas roldanas apenas tenían un diámetro de tres dieciseisavos de pulgada y eran de hierro dulce, y, sin embargo, tendrían que soportar un gran peso.
—¡Dios mío, qué pernos! —continuó—. ¡Los típicos pernos que usan los hombres de tierra adentro! Pero, al menos, las roldanas son fuertes, y, por otra parte, el soporte no es importante.
Llamó a Jagiello para que sostuviera la vela, y puesto que no había espacio para tres en el pequeño retrete, Stephen se sentó en la cama y se puso a observarles.
Jack era un hombre corpulento, pero se movía con agilidad y era hábil y rápido en los trabajos manuales. No quería cortar la cuerda, no sólo porque no le gustaba hacerlo, sino también porque la seda era un material demasiado valioso para empalmarlo, y, al cabo de un rato, consiguió formar con ella una tela de araña, una intrincada red parecida a las que componían la jarcia, llena de ingeniosos nudos y con trozos de madera haciendo la función de vinateras y estopores, una red especialmente diseñada para que concentrara la fuerza de dos hombres y la ejerciera sobre el extremo izquierdo del bloque exterior de manera que tuviera como resultado el levantamiento de éste. Aunque no había parado ni un momento, a cualquier observador le habría parecido que era demasiado meticuloso y que su trabajo no iba a terminar nunca, y ahora, por fin, comprobó todo el conjunto para ver si todos los tramos tenían la tensión adecuada y si la fuerza resultante producía una elevación exactamente en vertical. Luego salió del retrete de espaldas, cogió el mejor taburete que tenían y rompió una de sus patas en pequeños pedazos y dividió cada uno en dos trozos.
—Por favor, Stephen —dijo Jack—, entra en el retrete, arrodíllate junto al bloque exterior y, si se eleva, mete esto debajo.
Stephen pasó a través de la red y se colocó en su puesto. Luego oyó que Jack decía:
—Coge la cuerda, Jagiello. Tira conmigo, al mismo ritmo. Despacio, despacio.
Todos los tramos de la cuerda se tensaron; el nudo hecho con cuatro cabos bajó hasta quedar frente a la nariz de Stephen, y los cabos emitieron un sonido musical al extenderse; las pequeñas roldanas empezaron a hacer un movimiento giratorio que se veía claramente a la luz de la vela. La fuerza llegó al extremo del bloque y fue aumentando poco a poco; el sonido musical subió de tono; la fuerza aumentó aún más.
—Despacio, despacio —murmuró Jack.
El extremo del enorme bloque se elevó tres pulgadas con un crujido, separándose casi por completo de la base.
—¡Se ha elevado! —dijo Stephen, y colocó madera en el espacio que quedó debajo del bloque.
Todos los tramos de cuerda de la red empezaron a vibrar, emitiendo un extraño sonido que rompió el profundo silencio, y entonces el bloque volvió a caer sobre la base, aplastando la madera.
—Algo está mal —dijo Stephen.
—¡Sujetad bien! —ordenó Jack y después entró en el retrete y cogió la vela—. Sí. Los pernos se han soltado.
Sus compañeros le miraron con tristeza y él añadió:
—Tengo que desmontar todo esto. Estas poleas no son pastecas, ¿sabéis?
Media hora después consiguió soltar las pequeñas poleas; a medianoche ya había sacado los pernos rotos y los había reemplazado con trozos de una lima de acero.
—No son bonitos —dijo—, pero pueden servirnos. Haré que sólo tres cabos realicen la tracción y de ese modo disminuirá la fuerza en el más delgado.
Volvió a tejer una red, pero ahora formando un dibujo diferente, y antes de que el distante reloj diera la una, dijo:
—Coge la cuerda.
Otra vez los tramos de la intrincada red se tensaron, tanto como las cuerdas de un violín, pero ahora las roldanas se movían más lentamente y chirriaban y toda la red se estremecía, por lo que no parecía muy fuerte. Sin embargo, cuando la tensión aumentó hasta un punto en que Stephen creyó que todo iba a caer, vio elevarse el extremo del bloque. Ya medida que se elevaba, Stephen ponía trozos de madera en el espacio que dejaba.
—¡Este extremo se ha separado! —exclamó.
—¡Sujetad bien! —ordenó Jack y entró en el retrete y miró el bloque con satisfacción—. Muy bien, muy bien. Si los pernos resisten, lo conseguiremos. He estado pensando en mi plan, que era meter los bloques aquí dentro, uno a uno. Eso significaría tener que mover las poleas cada vez, y aunque los pernos resistan, dudo que podamos quitar los dos bloques mucho antes del amanecer; en cambio, si subimos y bajamos el extremo izquierdo mientras tú intentas separar el derecho, primero con un cortafrío y luego con cuñas de madera, el extremo derecho podría girar sobre sí mismo, provocando la caída del bloque. El único inconveniente sería el ruido. La caída nos ahorraría horas de trabajo y disminuiría el riesgo de que los pernos se rompan, pero haría ruido. ¿Cuál es tu opinión?
Stephen pensó durante unos momentos.
—He oído caer muchos trozos de la torre durante el día, mientras los obreros trabajan —dijo—. Por otra parte, la fortaleza está casi vacía, y la patrulla casi no pasa de noche desde hace más de una semana. Creo que debemos correr el riesgo de que oigan el ruido. Explícame lo que tengo que hacer.
Jack se lo explicó, cambió el ángulo de elevación y volvió adonde estaba Jagiello.
—Despacio, despacio —dijo.
El bloque se levantó y luego empezó a moverse alternativamente hacia arriba y hacia abajo casi al mismo ritmo de un segundero. Stephen colocó algunas cuñas bajo el extremo derecho del bloque y dijo:
—¡Bajadlo!
Entonces el bloque descendió y el extremo derecho se movió hacia los lados girando sobre sí mismo y se desplazó un poco hacia delante. Stephen puso más cuñas en el espacio libre y dijo:
—¡Tirad!
Arriba y abajo; arriba y abajo. Y el movimiento lateral continuaba y Stephen ponía cuñas más grandes cada vez.
—Está a punto de… —empezó a decir, pero no tuvo tiempo de pronunciar la palabra «caer» antes de que se hiciera el vacío en el lugar hacia donde miraba. El bloque de piedra ya no estaba, y el aire de la noche, alumbrado por la luz de la vela, era lo único que había ahora bajo la vibrante red que subía y bajaba a escasa distancia de su cabeza. Hubo un breve silencio y después se oyó abajo un terrible estruendo, un ruido atronador que llenó la habitación y toda la torre.
Se miraron unos a otros y permanecieron inmóviles, aunque Jagiello, por alguna razón, apagó la vela en un momento dado. El tiempo pasó. El reloj de Saint-Théodule marcó el cuarto de hora y lo repitió. No se oyó ningún otro ruido.
Mucho, mucho tiempo después, Jack susurró:
—Encended una vela.
Primero Jagiello y después Stephen se esforzaron por conseguirlo.
—¡Sois unos marineros de agua dulce! —exclamó Jack, empleando por primera vez un tono malhumorado—. Dame eso.
Cogió el yesquero, le dio un fuerte golpe, sopló donde saltó la chispa y encendió la vela. Entonces inspeccionó el agujero y la red.
—Sólo seis pulgadas más y un hombre delgado podrá pasar por aquí. Pero esta vez protegeré con la camisa de Jagiello el tramo de la cuerda que rodea el bloque para evitar que se desgaste por el rozamiento.
Una vez más todo el sistema cambió de lugar para hacer tracción sobre el bloque de piedra interior, y una vez más Stephen observó a sus compañeros. Ahora que la puerta que conducía a la libertad estaba medio abierta, ya no podía controlar sus sentimientos, y mientras ellos realizaban el largo proceso, su ansiedad y su irritación aumentaron hasta hacerse casi intolerables y se sintió frustrado. Confiaba en que la muralla medio derribada y el foso no serían un obstáculo y en que después de salir del Temple podrían pasar la noche en un lugar seguro, pues conocía media docena de refugios donde estarían a salvo, y pensaba que tenían que empezar a moverse ya si querían que esto ocurriera. Desde su refugio podría ponerse en contacto con Adhémar de la Mothe y con Valençay. Estaba casi seguro de que Duhamel había sido sincero al hacerle aquella proposición, pero, no obstante eso, pensaba que era mejor estar fuera de su control cuando tomaran los acuerdos definitivos. En cualquier caso, no podía quedarse ni una noche más en el Temple estando Johnson allí, pues, aparte de la venganza de Clapier por motivos personales, la conexión con los servicios secretos norteamericanos era tan importante que el mayor sacrificaría a los prisioneros, sacándoles del Temple a la fuerza, si fuera necesario, y le sería fácil justificarse después de ocurrido el suceso, demasiado fácil. Actuaría enseguida, indudablemente, y el amanecer era el momento que solía escogerse para ese tipo de acciones. Pero, por otra parte, ¿qué influencia tendría la llegada de Johnson en Valençay? Era una pregunta estúpida, pues si el plan de Valençay tenía éxito, la conexión con los servicios secretos norteamericanos no tendría importancia, ninguna importancia, y no sería necesario hacer concesiones. La situación de Diana era la que le causaba angustia. Se repetía una y otra vez que no era posible que Diana estuviera en peligro porque tenía amigos influyentes, no estaba vinculada a la política y se encontraba bajo la protección de Adhémar de la Mothe, y, además, porque seguramente Johnson había acabado de llegar; sin embargo, se replicaba una y otra vez que decía eso para tranquilizarse, pero que sólo eran conjeturas, que no tenía fundamento. Para evitar, al menos en parte, esta continua e intolerable discusión, recogió las pocas pertenencias que tenían los tres e hizo un bulto envolviéndolas en un pedazo de tela y luego dio de comer a la ratona, que, muy asombrada, había entrado por debajo de la puerta.
—Creo que funcionará —dijo Jack por fin en un tono de voz normal, que había vuelto a utilizar—. Pero tendremos que tirar con todas nuestras fuerzas esta vez, porque el ángulo no es tan bueno y la multiplicación es menor. Espero que los pernos aguanten la fuerza. Jagiello, ponte un pañuelo alrededor de las manos. Adelante, Stephen.