—Ningún salvoconducto protege el espionaje ni la connivencia con otros para cometer traición. En el hotel Beauvillier recibió usted la visita de Delarue, Fauvet y Hersant, quienes le pidieron que llevara mensajes a Inglaterra.
—Así es —dijo Stephen—. Y podría nombrar a muchas personas más que hicieron lo mismo. Pero debe usted saber que me negué a acceder a sus peticiones y que en ningún momento abandoné la actitud neutral que, como naturalista, debía adoptar.
—Me temo que eso no es exacto —dijo el mayor—. Tengo testigos que pueden contradecirle, pero antes de traerles, quiero saber los nombres de sus colegas aquí. Vamos, doctor Maturin, usted es un hombre razonable y debe de saber la importancia que tiene para el Emperador conocer sus fuentes de información y lo que pasó en Grimsholm. No nos obligue a llevar las cosas al extremo.
—Me pregunta usted por algo que no existe. Insisto en que durante mi estancia en París nunca dejé de tener una actitud neutral, como corresponde a un naturalista.
No era probable que una simple afirmación tuviera un gran efecto inmediatamente, sobre todo en aquella atmósfera de recelo; sin embargo, su afirmación, repetida sin variación y con seguridad, si bien no consiguió convencerles totalmente, terminó con su incredulidad. Algunos oficiales hicieron objeciones y citaron los nombres (algunos verdaderos y otros falsos) de quienes deseaban comunicarse con Inglaterra, y en sus preguntas y en las respuestas de Stephen se repetía una y otra vez la palabra «naturalista», como si fuera el estribillo de una aburrida canción.
—¡Qué se vayan al cuerno los naturalistas! —gritó el coronel por fin—. ¡Naturalista! ¡Vamos, anda…! ¿Quién ha visto que se ofrezca media Golconda por soltar a un naturalista, que es lo que él afirma ser? ¡Cien mil luises…! ¡Qué cojones! ¡Por supuesto que es un espía!
Hubo una pausa muy breve pero tensa en la que el coronel rectificó lo que había dicho cambiando los luises por napoleones. Luego el mayor dirigió a Stephen una mirada feroz y ordenó:
—Traigan a monsieur Fauvet.
Fauvet entró. Se notaba que estaba avergonzado, a pesar de su fingida expresión confiada y arrogante. Estaba acompañado de un hombre grueso con un traje que le quedaba estrecho, un hombre llamado Delaris, a quien Stephen había visto en alguna ocasión, un hombre que ocupaba uno de los principales puestos en la organización de Laurie, la cual dependía del Ministerio del Interior y la Conciergerie. Nunca había visto al doctor Maturin y ahora le miraba con una enorme curiosidad.
—Señor Fauvet, por favor, repita su declaración —dijo el mayor.
Fauvet la repitió. Afirmó que, en varias ocasiones, el doctor Maturin se había brindado a llevar mensajes a Inglaterra y que había hablado del Emperador irrespetuosamente y había predicho que sería derrotado pronto. Dijo que le había aconsejado a él y a muchos otros hacer las paces con el Rey cuanto antes y que le había pedido una gran suma de dinero por llevar los mensajes, y añadió que estaba dispuesto a jurar todo eso. Pero hablaba mecánicamente y en tono vacilante, por lo que era un testigo muy malo.
—¿Qué tiene usted que decir? —inquirió el mayor.
—Absolutamente nada salvo que nunca he visto una representación tan deplorable —respondió Stephen—. Me sorprende que incluso un civil pueda caer tan bajo.
Delaris susurró algo al oído del mayor.
—No, no, no es posible —dijo el mayor—. Tendrá que ponerse de acuerdo con el Temple, si puede. Ahora pertenece a…
Stephen no pudo oír el nombre de su dueño, pero notó que impresionó a Delaris, quien dio un silbido muy bajo. Siguieron conversando durante un rato, en voz más baja todavía, aunque se podía apreciar claramente la insistencia de Delaris y la enérgica oposición del mayor.
—Esto es todo por ahora —dijo el mayor en voz alta—. Doctor Maturin, piense en lo que le he dicho. Antes le contradijeron en un punto importante y, en el próximo interrogatorio, otros testigos podrán contradecirle también. No se haga falsas ilusiones, pues sabemos mucho más de lo que se imagina. Cuando vuelvan a traerle, venga preparado para hablar con mucha más sinceridad o deberá atenerse a las consecuencias, que, es mi deber decirlo, serán terribles para usted y sus compañeros.
El teniente pelirrojo que había afirmado que el pato de flojel existía en realidad llevó a Stephen de nuevo a la lóbrega sala donde había esperado. Se quedó allí mirando el amplio patio a través de la sucia ventana y, pasado un rato, dijo:
—Asistí a su conferencia, señor, y quiero que sepa que disfruté mucho escuchándole aquella tarde. ¿Quiere un puro?
—Es usted muy amable, señor —dijo Stephen, cogiéndolo y aspirando el humo con avidez.
—Me apena mucho ver a un hombre de su categoría en una situación como ésta —dijo el teniente—. Le ruego que, por su propio bien y por el bien de sus compañeros, no persista en su negativa.
Un grupo de soldados entró en el patio a paso de marcha, se detuvieron, dieron media vuelta a la derecha y descansaron los mosquetes en el suelo produciendo un solo chasquido. Por otra puerta fue introducido un hombre vestido con camisa y calzones que estaba encorvado, tenía las manos atadas a la espalda y cojeaba, y luego fue amarrado al poste blanco. Tenía la cara tumefacta, y, donde no tenía cardenales, la tez era de color verde amarillento. Era otro hombre que Stephen conocía y que no le conocía a él, un espía doble que trabajaba para Arliss; era un mercenario, pero ahora miraba al pelotón de fusilamiento fijamente, con una expresión que demostraba su dignidad.
Al recibir la orden, los soldados dispararon sus mosquetes. La cara se transformó en una horrible masa roja y el cuerpo dio violentas sacudidas a causa del impacto y luego se desmadejó, pero siguió atado al poste. Un joven soldado con el rostro pálido y expresión de horror se volvió hacia la ventana donde estaba Stephen para no verle y entonces dejó caer el mosquete y vomitó.
—… si persiste en su negativa —decía el teniente, que, sin duda, estaba acostumbrado a escenas como esa— le fusilarán. Si hace usted algunas concesiones, le mandarán a Verdún y tendrá como pena un confinamiento bastante agradable, nada más.
—Lo que dice es muy grave —dijo Stephen—, y créame que aprecio mucho que haya tenido la amabilidad de advertirme de ello, pero su argumento está basado en una premisa falsa. No tengo concesiones que hacer ni secretos que revelar.
Cuando volvían al Temple, el teniente, su única escolta ahora, repitió su ruego de varias formas y Stephen repitió su respuesta, pero, como sabía que aquel era un método de manipulación utilizado con frecuencia, daba respuestas más cortas cada vez, hasta que por fin, con alivio, se separó de su acompañante.
—¿Cómo te ha ido? —inquirió Jack ansioso.
—No era más que un interrogatorio normal para tantearme —respondió Stephen, sentándose y sonriendo—. Todavía no tienen pruebas y ojalá que sigan así por mucho tiempo. Amén, amén, amén.
—Amén —dijo Jack, escrutando su rostro para ver si encontraba signos de malos tratos, pero sólo notó su deseo de no decir nada más.
—Le hemos guardado la cena y le hemos dejado todo el vino —dijo Jagiello.
—Es usted una joya, Jagiello —dijo Stephen—. Creo que podría comerme un buey y beberme toda el agua de los océanos.
Comió con voracidad y, antes de terminar, señaló el retrete con la cabeza y preguntó:
—¿Cómo van las cosas?
—Casi no teníamos ánimos para hacer nada mientras estabas fuera —respondió Jack—. Quisiera tener un fuerte aparejo para levantar el bloque exterior; no creo que el interior se nos resista mucho más tiempo. ¿Cómo se dice cuadernal en francés, Stephen? Con un par de cuadernales y un adecuado apoyo, podría levantar el Temple.
—¿Un cuadernal? Sólo Dios sabe. Ni siquiera sé qué cosa es.
—Entonces tendré que intentar dibujarlo —dijo Jack—. Sin un cuadernal, ese bloque no se moverá.
—Tú inténtalo, amigo mío —dijo Stephen—, y yo me voy a dormir.
Necesitaba dormir porque estaba muy cansado, pero más que sueño necesitaba silencio para que las ideas fluyeran por su mente y formaran una razonable secuencia. Le parecía obvio que sus adversarios, o alguien que estaba detrás de sus adversarios, se dejaban llevar por la intuición, pues la buena información que tenían era fragmentaria y no podían enlazarla de forma coherente. Sabían que la
Ariel
había estado en el Báltico cuando Grimsholm se había rendido, que era el tipo de embarcación ideal para una misión como esa y que Maturin estaba a bordo de ella, y como Maturin les parecía raro, pensaban que tenía que estar relacionado con lo sucedido. Alguno de los servicios secretos, probablemente el de Delaris, tomando una rutinaria precaución, había intentado comprometerle durante su visita a París, pero Stephen no creía que las palabras de Fauvet pudieran convencer a nadie y sabía que ni Delaris ni el mayor serían capaces de presentar a ningún testigo más convincente. Luego pensó en el arrebato de ira del coronel. Hasta entonces las maniobras de los militares habían sido corrientes, y aunque algunos eran inteligentes, no parecían haber inducido al coronel a decir aquellas palabras. Aquellas palabras habían sido espontáneas, habían sido un craso error, y lo que implicaban le había producido terror. Golconda era sinónimo de gran fortuna. ¿Quién podría haber ofrecido «media Golconda» por su liberación? Era posible que algunos de sus amigos, por ejemplo, Larrey o Dupuytren, al enterarse de que él había sido apresado, hubieran intercedido ante algún ministro para que fuera liberado; sin embargo, Larrey era el hombre más virtuoso que había conocido y, a pesar de sus largos años de servicio y las innumerables oportunidades de corromperse, era extremadamente pobre, y, por su espíritu caritativo, siempre lo sería, mientras que Dupuytren, en caso de que se le ocurriera dar un paso tan atrevido como ese, no podría disponer de cien mil luises a pesar de que se estaba enriqueciendo. No había nadie en París que pudiera hacer eso, nadie salvo Arliss, su colega de los servicios secretos, que controlaba sumas de dinero mucho mayores; sin embargo, era inconcebible que Arliss hiciera algo así, porque sería contrario a las reglas del espionaje e incluso al sentido común, sería una oferta peligrosa para el que la hacía y fatal para el beneficiario. En la historia del espionaje, ningún inocente naturalista había sido considerado merecedor de algo más que de una protesta, y ningún espía merecedor de algo más que de un canje. Ofrecer por él la mitad de Golconda, o cualquier fracción de Golconda, era reconocer su valor y su culpa.
Oía a Jack y a Jagiello raspar las piedras con más rapidez. Trabajaban sin parar y con discreción, pues, a pesar de los ruidos que hacían los trabajadores, que ya no estaban lejos, no usaban los martillos durante el día, y mucho menos durante la noche. Vio pasar dos veces la luz de la patrulla por delante de la mirilla. Sus ideas iban y venían como las olas y perdían más claridad cada vez; Golconda y Gólgota se mezclaron y se convirtieron en un mismo lugar. Después aparecieron en su mente el nombre y la imagen de Diana. Apenas notó que Jagiello le cubría con otra colcha. Luego no se dio cuenta de nada más hasta que le despertaron al día siguiente.
—Han venido a buscarte otra vez —dijo Jack.
—Permítanle que tome una taza de café rápidamente —pidió Rousseau a los soldados que estaban a su lado en la puerta.
Stephen bebió el café, se colocó la ampolla en la parte interior de la mejilla, se anudó la corbata y dijo que ya estaba listo.
Había dormido vestido y tenía un aspecto descuidado. Pero no vio a oficiales elegantes al entrar en el despacho del alcaide sino a una solitaria figura, a Duhamel, que tenía un aspecto tan descuidado como el suyo. Éste le dio los buenos días con amabilidad y dijo:
—He venido en parte por un asunto particular y en parte porque tengo que entregarle un mensaje.
Stephen estaba asombrado de ver que su tono reflejaba humanidad, pero se asombró aún más cuando, después de unos momentos de vacilación, le habló de su intestino. Dijo que no había vuelto a estar como antes de pasar por Alençon y que el efecto de las medicinas que le habían prescrito los médicos franceses no podía compararse con el alivio que le había hecho sentir la poción roja del doctor Maturin, por lo que le rogaba que le dijera su nombre. Al final de un preludio estrictamente médico, Stephen le prescribió el medicamento y Duhamel le dio las gracias, y enseguida la atmósfera cambió por completo.
—Ahora le hablo en nombre de mi jefe —dijo Duhamel en voz baja, acercando a Stephen al alféizar de la ventana; después de una pausa, continuó—: Como usted sabe, la guerra ya no es una ininterrumpida serie de victorias del Emperador. Muchos hombres que ocupan cargos muy importantes piensan que la paz negociada es la única manera de evitar un inútil derramamiento de sangre y quieren hacer llegar sus propuestas al gobierno de Inglaterra y a su rey. Esas propuestas sólo puede llevarlas un hombre que goce de la confianza de quienes están en el poder y que tenga acceso a los jefes de los servicios secretos. A mi jefe le parece que usted es la persona ideal para desempeñar ese papel.
—Es muy interesante lo que dice —afirmó Stephen, escrutando el rostro de Duhamel—, y deseo sinceramente que el proyecto de su jefe sea llevado a cabo con éxito y que Francia sufra lo menos posible, pero siento decirle que no soy el hombre que busca. Como les dije a sus amigos de la calle Saint-Dominique —entonces notó un brillo en los ojos de Duhamel—, soy un simple cirujano naval y ni siquiera he recibido el nombramiento de oficial a pesar de que desempeñe ese cargo. Sin duda, soy un naturalista de cierta fama, aunque eso no me permite el acceso a los hombres importantes, y mucho menos a los jefes de los servicios secretos, y tal vez esa circunstancia haya dado lugar a un malentendido.
Duhamel no pudo reprimir una sonrisa, pero volvió a ponerse serio cuando Stephen prosiguió:
—Además, estimado señor, ¿cree que el hombre que su jefe piensa que soy sería tan estúpido como para admitir que es esa su identidad? Indudablemente, sería indigno de la confianza de ambas partes si se arrojara en brazos del primer agente provocador que se le acercara, si aceptara realizar tan extraordinaria tarea sin exigir garantías igualmente extraordinarias. Eso significaría el suicidio y demostraría que es un asno.
—Le comprendo —dijo Duhamel—. No obstante, supongamos por un momento que hemos encontrado a ese hombre. ¿Qué garantías cree usted que exigiría?