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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El ayudante del cirujano (20 page)

BOOK: El ayudante del cirujano
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—Si te es simpático, a mí también me lo será —dijo Diana con poca convicción.

—Estarás muy entretenida gracias a él, ya que conoce a personas de todo tipo y de todos los gustos en París. Todavía es muy rico, y aunque no tiene ningún cargo oficial ni se ocupa de asuntos políticos, forma una especie de sociedad secreta muy parecida a la francmasonería junto con una serie de hombres de gustos afines, una sociedad cuyos miembros se conocen y a veces pueden encontrar ayuda donde otros la han buscado en vano. Debido a eso pudo salvar la vida en 1794, cuando la mayor parte de su familia fue llevada al cadalso. Por cierto que esa es una de las razones por las cuales su casa está vacía. En el improbable caso de que tuvieras dificultades o alguien te molestara, su protección será inestimable. Te digo esto, Villiers, porque sé que puedo contar con tu discreción. No sería conveniente que notara que lo sabes. Es muy perspicaz y piensa que nadie puede descubrirle. Además, le da mucho miedo el escándalo, y para engañar al mundo confiesa amar apasionadamente a madame Duroc, la casta esposa del banquero. ¿Qué pasa, Villiers? ¿Por qué te detienes?

—Quería enseñarte la casa donde vivía cuando era niña.

—¡Pero si es el
hôtel
d'Arpajon! —exclamó Stephen, mirando atentamente el edificio que delimitaba un gran patio por tres lados—. Sabía que hablabas muy bien el francés, pero ignoraba que lo habías aprendido cuando vivías en el
hôtel
d'Arpajon… ¡En el
hôtel
d'Arpajon!

—Tal vez nunca tuve la ocasión… Tal vez nunca me preguntaste… Tú no haces muchas preguntas, Stephen.

—Nunca he creído que preguntar y responder fueran una buena forma de conversar —dijo él.

—Entonces te lo contaré todo sin que me preguntes. Vivimos aquí durante varios años. Mi padre se había ido de Inglaterra a causa de sus deudas, ¿sabes? A mí me pareció una eternidad, aunque, en realidad, sólo fueron tres años. Tenía ocho años cuando vine y once cuando nos fuimos. A él le gustaba mucho París, y a mí también. Esa era mi ventana, la tercera a partir de la esquina —la señaló—. Ocupábamos toda el ala izquierda. Pero Stephen, ¿qué tiene de raro que haya aprendido francés cuando vivía en el
hôtel
d'Arpajon?

—Es que mi primo Fitzgerald, el coronel Fitzgerald, el padre de Kevin, también vivía aquí. Es el caballero a quien vamos a ver mañana. Pero, pensándolo bien, no es tan raro. Tu padre era un militar y mi primo también, y los militares tienden a juntarse y es normal que unos ocupen las casas que dejan otros.

—Quizá le haya visto alguna vez, pues a mi padre le visitaban muchísimos oficiales ingleses. Por lo general, llevaban puesto el uniforme, y llegué a conocerlos a todos.

—Es probable que le hayas visto. Es un hombre alto, con un solo brazo y con más cicatrices en la cara que Jack Aubrey. Tiene la cara tan larga que podría confundirse con un caballo si no fuera porque le falta un brazo. Pero no usaba el uniforme inglés porque pertenecía a la Brigada Irlandesa, que estaba al servicio del rey dé Francia. Pertenecía al regimiento de Dillon.

—Recuerdo haber visto a algunos y recuerdo su uniforme, pero todos tenían los dos brazos. ¿Qué le ocurrió?

—Estaba demasiado viejo y enfermo para ir a Coblenza con los demás cuando la brigada fue disuelta, pues, como recordarás, los irlandeses no lucharon contra el Rey. Entonces se retiró a Normandía, y desde entonces vive allí dedicado a la cría de caballos. Seguro que simpatizarás con él.

En ese momento varios coches y carros con piezas de artillería descendieron por la calle Grenelle.

—Espero que esos no sean sus caballos —le susurró a Diana al oído entre el ruido ensordecedor de las ruedas y luego ambos continuaron andando—. Odia tanto al sangriento tirano como yo. Seguro que simpatizarás con él. Como ves, he dividido los días de tu estancia aquí sin decirte nada. En la ciudad te quedarás en el
hôtel
de la Mothe, y además de ver a tus antiguos amigos, siempre tendrás algo que hacer, y, por otra parte, Adhémar da un concierto cada semana. Cuando te canses de la ciudad, podrás irte a la casa de campo del coronel, que está rodeada de varios acres de bosque con ninfas y pastores. Y para el parto he pedido colaboración a Baudelocque, que, indudablemente, es el mejor
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de Europa. Somos viejos amigos, y te hará una visita tan pronto como te hayas instalado. No podrías estar en mejores manos. Sé muy poco de obstetricia y a menudo me preocupo sin ningún motivo.

Aquél no era un tema agradable, y el brillo de los ojos de Diana, que había aparecido a causa de la alegría de haber recuperado la libertad, la emoción de haber vuelto a París y la satisfacción de llevar vestidos nuevos, se apagó.

—Es una curiosa coincidencia que ambos hayamos vivido en el
hôtel
d'Arpajon, ¿verdad? —dijo ella.

—Sí, muy curiosa —dijo Stephen—. En verdad, podría decirse que la vida está llena de curiosas coincidencias, como, por ejemplo, que justo en el momento en que vamos a cruzar la calle pase ese coche acompañado de otros seis (algo que era muy poco probable pero que ha ocurrido) y que ese rostro lampiño sea el de monsieur de Talleyrand-Périgord.

Stephen se quitó el sombrero y el hombre respondió a su saludo con una inclinación de cabeza.

—Y podría darse la rara coincidencia de que al entrar en el patio de la casa de la Mothe, que está justamente aquí, a nuestra derecha, un comerciante entre en su oficina en Estocolmo o Jack Aubrey monte en su caballo para seguir la pista del zorro. Bueno, pensándolo bien, es improbable que Jack pueda seguir la pista del inocente zorro en esta época del año, pero la idea es lo que cuenta. Podrías objetar que la mayoría de las coincidencias pasan desapercibidas, lo cual es absolutamente cierto, pero las hay. Por ejemplo, ahora que levanto esta aldaba, un hombre exhala el último suspiro en China.

Jack no estaba siguiendo la pista del zorro, pero estaba montado en una yegua, la robusta yegua gris de su padre, en la que iría a Blandford para coger la silla de posta que le llevaría hasta su casa. El general Aubrey se asomó un momento flanqueado por dos hombres barrigones y con la cara enrojecida mientras otros les miraban distraídos desde la sala de billar.

—¿Aún no te has ido, Jack? —preguntó—. Debes darte prisa. Adiós. Y procura no rajarle la boca a la yegua.

El general dijo eso porque nunca había tenido muy buena opinión de la habilidad de su hijo como jinete.

—¡Jones, Brown, vamos, tenemos que volver al trabajo! —dijo en tono apremiante, y un momento después, sin volverse del todo, añadió—: Dale un abrazo de mi parte a… Dale un abrazo de mi parte a tu mujer y a tus hijos.

La señora Aubrey, la madrastra de Jack, no apareció por allí. El general la había sacado de una vaquería al casarse con ella, y la vivaracha joven había jurado que después de convertirse en una dama no se levantaría nunca antes del mediodía, y al menos ese juramento lo había cumplido religiosamente.

Jack cabalgó sin mirar hacia atrás. Sentía una profunda tristeza, pero la causa no era la enfermedad de su padre, pues el caballero se había recuperado tan rápidamente como había enfermado y aún conservaba todo su vigor; la causa era la extraña mirada de su padre, una mirada que reflejaba una mezcla de astucia y malicia, y sus compañeros. Tenían relación con la City o eran políticos o ambas cosas a la vez, y a pesar de que no sabía exactamente lo que tramaban, era obvio que el asunto estaba relacionado con el dinero, pues hablaban de bonos del Estado, intereses y acciones de la Compañía de Indias, y aunque él no hubiera tenido contacto con financieros recientemente, habría desconfiado de ellos. La villa Woolcombe nunca había destacado mucho por su elegancia, y aún menos después de la muerte de la primera señora Aubrey, la madre de Jack. Los amigos del general eran libertinos, bebedores y jugadores —las más precavidas señoras del pueblo no mandaban a sus hijas a servir en la casa—, pero Jack nunca había visto allí a ninguno como Jones ni como Brown. No solamente le parecían odiosas sus ideas políticas, sino también ellos mismos por ser presumidos, chillones y molestos. Desconocían el país y se comportaban con excesiva familiaridad, como nunca él había visto comportarse a nadie en su casa. Algunos de los políticos parecían amar a la humanidad, pero no apreciaban ni trataban bien sus caballos, eran crueles con sus perros y groseros con sus sirvientes, y había algo en su voz y en su ropa que le desagradaba, aunque no podía definirlo. No dudaba que el general se había beneficiado de su asociación con ellos, pues hacía años que no le pedía dinero prestado y, además, había iniciado una amplia reforma de la casa. Tal vez era eso lo que a Jack le molestaba más. La casa donde había nacido, que había sido construida doscientos años atrás, era tosca y a la vez llamativa porque tenía la fachada de ladrillo rojo y adornada con un gran número de gabletes y coronas de laurel y tenía altas chimeneas en espiral, pero ningún Aubrey desde el tiempo de James había intentado darle un estilo palaciego ni tan siquiera cambiar su estilo arquitectónico por otro, y la casa se había conservado perfectamente. Pero ahora llamaba de nuevo la atención, pues le habían añadido falsos torreones e incongruentes ventanas de guillotina, lo que hacía pensar que el general se había contagiado de la vulgaridad de sus nuevos amigos. Dentro era aún peor, ya que el viejo y oscuro revestimiento de madera, que, indudablemente, no era conveniente, pero que había estado allí siempre, había sido sustituido por papel pintado y espejos dorados. Incluso había desaparecido su habitación y sólo se había salvado la biblioteca —que no se utilizaba— con sus solemnes filas de libros sin abrir y su elegante techo de escayola tallado. Jack había pasado varias horas allí hojeando, entre otros libros, la primera edición de una obra de Shakespeare, un libro en folio que un Jack Aubrey anterior a él había pedido prestado en 1623 y que nunca había sido leído ni devuelto. Pero seguramente la biblioteca también estaba condenada, pues parecía que la intención era hacer una casa falsa, antigua por fuera y ultramoderna por dentro. Al llegar a lo alto de la colina, desde donde siempre se volvía para mirar por última vez su casa (Woolcombe estaba situada en una húmeda hondonada), dirigió la mirada hacia el otro lado, hacia Woolhampton.

Pero allí también encontró tristeza. Bajó hasta el pueblo y pasó frente a la escuela adonde había asistido cuando era niño, la escuela en la que había aprendido a amar, aparte de pocas cosas más, pues en aquel tiempo la maestra propietaria de la escuela tenía como ayudante a una sobrina suya, una joven muy hermosa pero con tantas pecas como un zorzal, y Jack niño se había enamorado perdidamente de ella y la seguía como un cachorro y le llevaba fruta robada. Ella se había quedado allí como sucesora de su tía y en ese momento estaba en la puerta rodeada de sus alumnos. Ahora era una sonriente e ingenua solterona, pero todavía estaba llena de pecas, y tenía el pelo mal teñido y un vestido corto. Se había marchitado con los años, pero seguía siendo jovial. Le preguntó a Jack por el general y le explicó que el capitán Aubrey era muy malo porque no había ido a tomar el té con ella y que eso le parecía monstruoso, pero que le perdonaría esa vez, y añadió que perdonaría cualquier cosa a los simpáticos marinos.

Jack sintió una profunda tristeza. Dobló hacia la derecha y condujo el caballo hacia un camino poco frecuentado que pasaba al lado del granero de Bulwer y después atravesó campos y caminos hasta llegar a Blandford, un lugar en el corazón de la campiña rodeado de campos con idénticos cultivos y de henares segados en los que sólo se veían liebres y perdices, unas tierras que él había conocido siendo niño. No tenía tendencia a la introspección y, además, su modo de vida no le dejaba mucho tiempo para el examen de conciencia, pero en esta ocasión, un sinnúmero de tristes pensamientos, relacionados con los cambios, la decadencia y el deterioro del hombre y con la vejez, la decrepitud y la muerte, le persiguieron hasta que subió a la silla de posta y luego persistieron durante buena parte del camino. «Debo de estar envejeciendo», pensó mientras estiraba las piernas y las colocaba oblicuamente en el coche. «Debe de ser eso lo que me pasa, porque me sentí muy joven cuando estuve con aquella mujer en Halifax y esa es la excepción que confirma la regla.» No había pensado en ella desde hacía mucho tiempo y tardó unos momentos en acordarse de su nombre, pero recordó enseguida la pasión de ambos en sus encuentros, que se habían repetido cinco veces. Y aunque siempre que analizaba racionalmente su conducta, la desaprobaba y pensaba que había hecho una locura y, probablemente, un acto inmoral con una mujer soltera, se quedó dormido con un gesto complacido y una alegre sonrisa que le habrían parecido despreciables en otro hombre.

La alegre sonrisa e incluso la huella de su remota presencia habían desaparecido cuando llegó a Ashgrove Cottage. Le esperaban muchas cartas, y, como era su deber, abrió las del Almirantazgo primero.

—Me parece que tienen buenas intenciones y son muy corteses, pero esto no es mucho —le dijo a Sophie, que estaba del otro lado de la mesa—. Teniendo en cuenta mi herida, que a mí no me parece tan importante, me proponen el mando del
Orion
temporalmente y me preguntan si lo quiero.

—¿Qué tipo de barco es?

—Un viejo barco reclutador de Plymouth de setenta y cuatro cañones. Haría un recorrido fijo, desde luego, y podría dormir en tierra y disfrutar de permisos. Y, naturalmente, tendría una paga completa.

—Nada podía ser mejor —murmuró Sophie.

Pero su esposo, siguiendo el curso de sus pensamientos, añadió:

—No me gusta rechazar ningún trabajo en tiempo de guerra. Nunca lo he hecho y, por supuesto, no debería hacerlo ahora si consistiera en participar activamente en ella… Me apresuraría a subir a bordo de una fragata en la base naval de Norteamérica, por ejemplo. Pero creo que esta vez lo rechazaré, aunque agradeceré encarecidamente a Sus Señorías su amabilidad y les aseguraré que podrán contar conmigo en cuanto dispongan de un barco de guerra, que con toda probabilidad será un barco de línea, ¿sabes? El
Orion
no me conviene porque iría y volvería constantemente de Plymouth a Londres para hablar con Skinner de ese asunto legal. No. Más vale que me lo quite de en medio cuanto antes y luego trate de conseguir un puesto decente. Creo que no pueden negármelo…

Hizo una pausa, se quedó pensando unos momentos y luego añadió:

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