—¿Qué respondieron ellos a eso?
—Hicieron mucho ruido y unos echaron bravatas y otros se mostraron conciliadores. Trataban de dar una de cal y una de arena… Dijeron que no esperaban que un caballero incumpliera sus compromisos y que, de todas formas, era inútil que lo hiciera porque ellos tenían derecho de retención sobre mi propiedad, ya que en mi ausencia la sociedad había tenido que pedir prestado dinero a un exorbitante interés. Dijeron que tenían derecho a pignorar mi haber, que Kimber había delegado en ellos todos los poderes y que hubiera sido mejor aportar dinero en efectivo que descontar letras, pero que, desgraciadamente, la señora Aubrey no había estimado conveniente entregárselo, y añadieron que eso no era una crítica y que no podía esperarse que las mujeres entendieran cuestiones de negocios. Según ellos, el único modo de proceder es seguir adelante, conseguir dinero para seguir adelante y satisfacer a los acreedores que más nos apremian. Creen que será fácil ahora que he regresado, porque podrían conseguir dinero prestado utilizando mi nombre, que es por sí solo una garantía, y necesitan mi firma para cumplir una simple formalidad. Dicen que si me opongo a esto, ellos, en contra de su voluntad, tendrán que tomar medidas para salvaguardar sus propios intereses… ¡Sabe Dios cómo voy a salir de esta situación! Es igual que navegar con la costa a sotavento.
Cambiaron los caballos en Petersfield, y cuando la silla de posta dejó atrás el pueblo, Jack dijo:
—¡Qué contento estoy de que Sophie les haya frenado, Stephen! En cuanto se dio cuenta de que Kimber se estaba excediendo, le escribió una carta diciéndole que se detuviera, y desde entonces se negó a firmar cualquier otro documento y a dar más dinero. Y cuando las cosas se pusieron peor, guardó el coche, vendió los caballos y les dijo a todos los sirvientes que buscaran otro empleo, bueno, a todos excepto a Dray y Worlidge, porque eran lisiados. Todavía nos queda mucho dinero invertido en acciones y en el banco de Hoare, pero no sé si lograré conservarlo. Creo que ella entiende más de negocios que tú y yo. Desde el principio ha estado en contra de esto, ¿sabes?, en contra de Kimber y de su maldito proyecto.
Stephen podía haber dicho que él también estaba en contra del maldito proyecto desde el principio, que le había parecido el típico engaño del que Jack era objeto cuando se encontraba en tierra, un engaño del que trataban de hacer víctimas a los oficiales navales más ricos, pero no dijo nada y Jack continuó:
—Una mujer buena es… Bueno, la Biblia decía algo sobre eso que me parecía muy acertado, pero no lo recuerdo bien.
—Seguro que tienes razón —dijo Stephen—. Y dime, ¿qué pasó con la esposa de Killick, aquella mujer con un cabestro que compró en el mercado la última vez que estuvimos en Inglaterra?
—¡Oh! —exclamó Jack y se echó a reír—. Volvió a reunirse con su primer marido pocos días después de que nos hiciéramos a la mar. Parece que acostumbran a hacer eso y que van de un mercado a otro por toda la costa. La madre de Sophie registró su habitación y encontró las pertenencias de Killick y dos de nuestras bandejas de plata. Yo nunca habría permitido ese registro si hubiera estado en casa, pero ahora estoy contento de que lo haya hecho, porque aprecio mucho esas bandejas.
—La señora Williams desempeña ahora su ministerio en el Ulster, ¿verdad?
—Sí, gracias a Dios. Está cuidando a Frances, que espera un hijo. Hubiera sido horrible que hubiera estado aquí cuando Sophie tuvo que recortar los gastos de la casa.
—Me temo que eso la privó de una gran satisfacción —dijo Stephen, recordando el placer que sentía la señora Williams al economizar, su aire triunfante al ahorrar un cabo de vela y su profunda y absurda devoción por la libra.
—La señora Williams… —dijo Jack con su vozarrón, pero se interrumpió, pensó mejor lo que iba a decir, tosió, cogió un paquete envuelto en una servilleta que había en un rincón del coche y continuó—: Coge uno de estos sándwiches. Sophie los hizo y tuve que prometerle que nos los comeríamos todos. No estará contenta hasta que yo esté gordo como un buey.
Terminaron de comerlos poco después de pasar Guildford, cuando anochecía. Y después que Jack sacudió la servilleta por la ventana y la dobló, dijo:
—Voy a echar una cabezada.
Entonces se acomodó en un rincón, apoyó la barbilla contra el pecho y, tan rápidamente como se pone el Sol en el trópico, se quedó dormido. Esa era una habilidad común a la mayoría de los hombres de mar, el resultado de hacer guardia a lo largo de muchos, muchos años, y Stephen, que padecía de insomnio, le miraba con envidia. Por su lado, cada vez más borrosos, pasaban con rapidez los setos, las casas, los almiares y las aldeas, y pasó la diligencia de Portsmouth, con los faroles ya encendidos y tocando la bocina, pero Jack seguía durmiendo. Aún dormía cuando volvieron a cambiar los caballos, y cuando ya estaban atravesando Putney Heath se irguió por fin y preguntó:
—¿Qué es un embargo?
—¿Un embargo? —repitió Stephen y permaneció pensativo unos momentos—. No hay duda de que es un término legal, pero no sé lo que significa. No sé casi nada sobre la ley sólo que cuando un hombre corriente se pone en contacto con ella, aunque su causa sea justa, es probable que su alma y su bolsillo sufran grandes daños. Por eso, amigo mío, te ruego que busques a alguien que pueda aconsejarte bien y que lo busques enseguida. Éste no es momento de aplicar paños calientes ni de consultar a abogados provincianos. Debes contratar a uno de los hombres de más talento de Londres, debes contar con el asesoramiento de un abogado eminente y experimentado que esté acostumbrado a tratar con sinvergüenzas como esos y a enfrentarse a ellos en su propio terreno. Necesitas a otro Grotius, a otro Pufendorf.
—Sí, pero, ¿dónde puedo encontrar a otro Pufendorf?
—¿Dónde? Bueno, yo conozco en la ciudad a un caballero inteligente y discreto que conoce a la mayoría de los abogados y es la persona que mejor podría indicarnos cuál es el más hábil y astuto de todos. ¿Quieres que le pregunte?
—Sí, te agradecería que lo hicieras, Stephen, si no tienes que desviarte de tu camino por eso.
Stephen no tuvo que desviarse ni una yarda, pues el propósito de su viaje a Londres era llevar los documentos conseguidos en Boston a su jefe, sir Joseph Blaine, el caballero inteligente y discreto al que se había referido. Los documentos estaban envueltos en un trozo de lienzo y tenía que llevarlos sobre las piernas por el hecho de viajar en una silla de posta, pero él había preferido viajar así esta vez porque en una ocasión se le olvidaron unos documentos secretos en un coche, y ya había sufrido bastante por eso.
Bajo la llovizna, los cocheros le llevaron por calles poco transitadas, donde se veían carteles alusivos a la victoria con tantas frases ingeniosas y versos como la imaginación y el espacio permitían, y aunque algunos estaban bastante deteriorados, las luces mortecinas hacían posible distinguir dos barcos con los nombres de
Shannon
y
Chesapeake
escritos en letras enormes. Se detuvieron frente a una discreta casita situada detrás del mercado Shepherd y el de más autoridad llamó fuertemente a la puerta, en la que apareció el propio sir Joseph con una vela en la mano.
—¡Querido Maturin! —exclamó y le hizo pasar al vestíbulo mientras miraba atentamente el paquete que Stephen traía—. ¡Qué agradable sorpresa! ¡Bienvenido a casa por fin!
Subieron a la biblioteca, una agradable habitación de soltero con una alfombra turca, cómodas butacas, muchísimos libros perfectamente ordenados, la mayoría sobre entomología, una lámpara de pantalla verde, algunas esculturas de bronce y cuadros eróticos muy bien realizados y un fuego que hacía brillar la pantalla de latón.
—Le ruego que me perdone por haberle pedido que me recibiera aquí, señor, pero he estado fuera tanto tiempo que no sé cómo están las cosas en el Almirantazgo —dijo Stephen—. Me enteré de que había habido cambios y pensé que sería mejor evitar la posibilidad de cualquier malentendido o retraso.
—No tengo nada que disculparle. Nada me habría producido más satisfacción. Ordené que encendieran el fuego en cuanto recibí su mensaje, porque sé que es usted realmente friolero. Por favor, acerque la butaca un poco más. Le aseguro que me parece una prueba de confianza, y, como usted ha dicho, ha habido cambios en el Almirantazgo. El pobre Warren ya no está con nosotros, pero eso ya lo sabía usted antes de que el
Leopard
zarpara. ¡Qué golpe dio usted entonces, Maturin! Llegó a recibir mis felicitaciones, ¿verdad?
—En la propia Java. Fue usted demasiado amable, demasiado amable.
—En eso es en lo primero que estoy en desacuerdo con usted. En mi opinión, fue una magnifica operación… El almirante Sievewright y unos pocos más se han ido, y hay media docena de hombres nuevos, algunos de los cuales son jóvenes muy competentes para el cargo que ocupan. Además, tenemos un nuevo vicesecretario, el señor Wray, que antes trabajaba en el ministerio de Hacienda. Para ser más preciso, es un vicesecretario suplente, aunque estoy casi seguro de que pronto recibirá el nombramiento para el cargo, a no ser que el pobre Barrow se recupere inesperadamente. Es un hombre que analiza detalladamente las cosas y tiene mucha energía… A mí me gustaría tener al menos la mitad… Trabaja más duro que todos nosotros y todavía encuentra tiempo para tener una vida social muy activa. No voy a ningún lugar donde no me lo encuentre. Tal vez conozca usted al señor Wray, Edmundo Wray.
Stephen había conocido al señor Wray en una desafortunada ocasión, cuando Jack Aubrey había acusado al caballero, si bien veladamente, de hacer trampas en el juego de cartas. Wray no había juzgado conveniente exigir una satisfacción a la manera usual, tal vez porque consideraba que la acusación había sido lo suficientemente velada, y debido a la larga ausencia de Jack, el asunto se había olvidado. Pero Stephen pensó que ese no era momento de decir cómo y dónde le había conocido, sobre todo porque se había dado cuenta de que sir Joseph no tenía el menor interés en ello, ya que sus brillantes ojos estaban fijos en el paquete envuelto en lienzo.
—Estos documentos los conseguí en Boston —dijo Stephen, desenvolviéndolos por fin—. En la primera hoja encontrará un sucinto relato de cómo llegaron a mis manos y en la siguiente un sumario de su contenido. La mayoría sólo tiene importancia para los asuntos locales, y ya fueron examinados en Halifax por el mayor Beck, pero me parece que algunos tienen importancia para asuntos más generales.
Sir Joseph se puso las gafas y se sentó en la mesa de la biblioteca, cerca de la lámpara.
—¡Dios mío! —exclamó después de unos momentos—. ¡Estos son documentos privados de Johnson!
—Exactamente —dijo Stephen.
Entonces se levantó, se puso de espaldas al fuego y echó hacia delante los faldones de la chaqueta para que sus delgadas piernas recibieran mejor el calor. Observó a sir Joseph, que, en medio de la silenciosa habitación, leía atentamente los papeles que estaban en aquel círculo luminoso y estaba impaciente por terminar de conocer su contenido. Lo único que se oía era el rumor de las hojas al pasar y, de vez en cuando, en voz muy baja, la exclamación: «¡Astuto zorro…!». Después de un rato, Stephen se volvió hacia las estanterías. Allí había obras de Malpighi, Swammerdam, Ray, Réaumur, Brisson, y los más modernos escritores franceses, y estaba incluso el último estudio del viejo Cuvier, que no había leído todavía. Entonces se sentó en el brazo de la butaca y leyó los primeros capítulos y después se acercó al bargueño de sir Joseph para buscar el insecto al que se refería el estudio. Los cajones estaban llenos de insectos muertos muy bien conservados y clasificados, y en el segundo había un ejemplar rarísimo, un verdadero ginandromorfo, con un lado femenino y el otro masculino, una
colias
común, bajo cuyo nombre científico podía leerse:
Regalo de mi estimado amigo el Dr. P. H
. Esas eran las iniciales que usaba él en las comunicaciones que enviaba al departamento en la época en que le había regalado a Blaine la mariposa. Blaine siempre estaba preparado para lo imprevisto, y nadie más que él podía descifrar las iniciales que había debajo de muchos de los especímenes de su gran colección, que precisamente eran los más exóticos. Entre ellos, Stephen reconoció algunos ejemplares de Java, Célebes, India, Ceilán y Arabia Feliz,
[9]
que, sin duda, eran regalos de miembros de los Servicios Secretos que operaban en aquellos lugares, miembros que no conocía y que tampoco le conocían a él. Encontró el estuche con el insecto que buscaba, un horrible gorgojo, volvió a coger el libro y lo acercó a la luz junto con el estuche. Sir Joseph seguía leyendo.
Stephen leía ahora el argumento de Cuvier, que era persuasivo y estaba expresado de forma elegante, pero que le parecía una falacia. Retrocedió dos páginas mientras mantenía el dedo cerca de la cabeza del gorgojo, pero las referencias a la ilustración no estaban claras. Podría haber detectado el error si no hubiera pasado todo el día viajando y si parte de su mente no se ocupara de Diana. Su mente era difícil de controlar, y si no lograba dominarla, se formaría en ella la idea de que Diana había muerto, o de que el mito de Diana, creado por su infinito amor, había muerto, y eso le produciría un hondo pesar; sin embargo, ese pesar no sería demasiado hondo, ya que por los medios más sorprendentes, el antiguo mito tendía cada vez más a coincidir con la realidad. Pensó que quizá aquello se parecía al matrimonio: ambos habían pasado mucho tiempo juntos y, aunque continuaban siendo casi como extraños el uno para el otro, estaban inextricablemente ligados. Clavó la mirada en las llamas pensando en Diana Villiers, y Cuvier pasó a ser un recuerdo que cada vez se hacía más borroso y llegó a ser infinitamente remoto.
Sir Joseph dio un suspiro, haciendo volver a Stephen a la habitación, y después de poner de nuevo los documentos en la carpeta, se apartó de la mesa.
—Querido Maturin —dijo, estrechándole la mano—. No sé qué decirle. Usé todos los superlativos a mi alcance cuando le escribí felicitándole por el golpe que dio en el
Leopard
y ahora lo único que puedo hacer es repetirlos. Ha realizado usted una labor magnífica, señor, magnífica; sin embargo, siento escalofríos, sí, le aseguro que siento escalofríos cuando pienso en los riesgos que ha corrido para traer estos documentos.
Siguió alabándole con generosidad y sinceridad y luego añadió: