El ayudante del cirujano (40 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: El ayudante del cirujano
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—…pero a menudo he pensado cómo es posible que vosotros, los marinos, encontréis vuestra ruta en el desierto océano. Por lo que dices, para tus compañeros el ombligo del mundo es Greenwich, no Jerusalén. ¡Oh, Greenwich, donde hay tantas musarañas! ¡Ja, ja! Pero también pienso en que un capitán pobre sólo puede determinar su posición respecto al norte y al sur, arriba y abajo, mientras que su compañero rico la determina también respecto a derecha e izquierda. Seguro que esto tiene una explicación lógica, pero no lo comprendo, y tampoco comprendo el uso del cronómetro, con el que se hace un obstinado intento de medir exactamente un concepto que, después de todo, es discutible y que, según se nos dice, no es conocido en el cielo. Dime, ¿es cierto que puede indicarle a uno dónde se encuentra o esa es otra…, no voy a llamarla superstición…, costumbre naval como la de saludar a un crucifijo puramente hipotético en el alcázar?

—Si hay a bordo un cronómetro con la hora según Greenwich, o si uno lo tiene, puede determinar exactamente la longitud observando el Sol a mediodía, y también las ocultaciones y otras cosas. Tengo un par de cronómetros Arnold en casa que sólo se adelantan veinte segundos desde Plymouth a Bermudas. ¡Cuánto me gustaría haberlos traído! En estas aguas, te permitirían situarte con respecto al este y el oeste con una diferencia de tres millas. Los que se rigen por las mediciones lunares podrán decir lo que quieran, pero un cronómetro de materiales bien templados es lo mejor que hay. Supongamos que estás cabalgando y llevas en el bolsillo tu cronómetro con la hora según Greenwich, y supongamos que observas el Sol a mediodía y que cinco minutos después de las doce ves que se ha desplazado hacia el sur, entonces sabrás que estás casi exactamente en el meridiano de Winchester sin necesidad de buscar ningún poste indicador. Y lo mismo puede hacerse en el mar, donde los postes indicadores son algo fuera de lo común.

—¡Dios mío! —exclamó Stephen—. ¡Qué cosas dices, Jack! Y seguramente serviría para determinar la posición entre, digamos, Dublín y Galway.

—No me atrevería a afirmar nada acerca de Irlanda, pues allí la gente tiene una noción del tiempo muy extraña. Pero en el mar, te aseguro que se pude usar con buen resultado. Por eso quería que me prestaras tu reloj.

—Amigo mío, desgraciadamente tiene la hora según Karlskrona y, además, se atrasa un minuto al día, y por lo que me has dicho, eso representaría una diferencia de unas veinte millas. Creo que debemos imitar a los antiguos y navegar sin apartarnos de la costa y guiándonos por los promontorios.

—Dudo mucho que los antiguos hicieran eso. ¿Crees que alguien que esté en su sano juicio se acercaría a una costa a sotavento? No, no. Prefiero navegar por aguas azules. Por otra parte, los antiguos encontraron la ruta para ir al Nuevo Mundo y para regresar solamente con la latitud, una sonda y vigías. Pero un reloj con la hora exacta sería útil en caso de que hubiera mal tiempo. Haré una señal a la
Juno
y pondré el reloj en hora según el suyo.

Entonces aguzó el oído y oyó al coronel d'Ullastret cantando
Bon cop de falç
con una voz chillona y desagradable, muy parecida a la de Stephen, mientras se afeitaba, lo que era un paso previo a su aparición en la cubierta.

—Ahora que lo pienso —añadió—, iré hasta la fragata, pues Maudsley me debe unas chuletas de cordero.

—Al coronel le decepcionará que no estés en la cena. Además, hay muchas olas, hay mal tiempo…

—Nelson dijo una vez que el amor a la patria servía de abrigo. Es mi deber cruzar estas aguas para saber la hora exacta, sea cual sea el tiempo. Preséntale mis excusas. El coronel es también un oficial y lo entenderá. Además, puedes invitar a Jagiello… Seguro que Jagiello le distraerá. Habla francés tan bien como yo. Sí, eso es lo mejor: debes invitar a Jagiello a cenar.

Al capitán Aubrey le fue difícil llegar a la
Juno
y le fue aún más difícil regresar. Aunque la estupenda cena que le había ofrecido Maudsley le habría permitido mantenerse a flote, en algunas ocasiones pensó que había juzgado mal el tiempo, lo que también pensaron su timonel y los tripulantes de la lancha, y que la fuerte marejada provocada por el viento al rolar haría hundirse la lancha. En verdad, la lancha estuvo a punto de desfondarse cuando se abordó con la corbeta, y cuando Jack subió a bordo con la capa prestada chorreando agua, notó que el señor Pellworm tenía una expresión triunfante.

—Bien, señor Pellworm, ahí tiene su tormenta por fin, pero espero que nos alcance cuando hayamos doblado el cabo Skagen.

—También yo, señor —dijo Pellworm, obviamente convencido de que no sería así—. Está rolando con extraordinaria rapidez y, una vez que empiece a soplar desde el norte, adiós,
adieu.

«¡Maldito Pellworm!», se dijo Jack mientras se cambiaba la ropa mojada por las escasas prendas secas que tenía. «No le importaría que estuviéramos una semana yendo de un lado a otro del estrecho intentando salir y que tuviéramos que fondear en Kungsbacka para esperar a que soplaran vientos favorables con tal de que se cumpliera su predicción. Nos traerá mala suerte.» Luego llamó al despensero.

—¡Mingus, lleve esto a la cocina para que se seque y, si estima su vida, procure que no les pase nada a los galones. Stephen, voy a dormir hasta que empiece la guardia. Creo que nos espera una dura noche. ¿Dónde está el coronel?

—Ya se ha ido a dormir. Estaba indispuesto a causa del movimiento del barco. Dijo que te saludara y te presentara sus excusas.

Fue una noche dura, pero Stephen y Jagiello apenas lo advirtieron, sólo oyeron algunos golpes, roncas voces que ordenaban maniobras, el ruido de los silbatos, el sonido amortiguado de las pisadas de los marineros que debían salir de sus coyes para izar o arriar velas y el constante chirrido del oscilante farol que iluminaba la mesa con tapete verde donde jugaban a las cartas. Habían abandonado tácitamente el ajedrez y ahora solían jugar a los cientos. Stephen siempre había sido afortunado en el juego de cartas, mientras que Jagiello siempre había sido muy desafortunado. Cuando sonaron las tres campanadas de la guardia de media, Jagiello había perdido todo su dinero, y aunque habían acordado utilizar sólo monedas, el juego tuvo que llegar forzosamente a un fin. Miraba con tristeza toda su fortuna apilada sobre la mesa: diecisiete chelines y cuatro peniques, la mayoría en monedas muy pequeñas. No obstante, después de unos momentos recuperó su natural alegría y dijo que en cuanto llegaran a tierra, cambiaría una de sus letras y entonces se desquitaría.

—Tal vez sea usted demasiado optimista —dijo Stephen, cortando la baraja y sacando el as de espadas e inmediatamente el as de corazones—. Por lo que me ha dicho el señor Pellworm, un piloto experto en la navegación por el Báltico, lo más probable es que sea el año que viene.

—Pero he oído que a veces se pasa el estrecho en cuatro días. Pasamos muy rápido cuando vinimos… Además, el viento sopla hacia Inglaterra. El señor Pellworm trata de ponernos la carne de gallina; a mí me dijo lo mismo.

—Si bien es verdad que al señor Pellworm y a muchos otros marinos les encanta aterrorizar a los hombres de tierra adentro y que está soplando el viento del noreste, debe usted tener en cuenta que todavía no hemos salido del Kattegat, todavía no hemos doblado el cabo Skagen, y que el viento está rolando al norte.

—¿Ah, sí? —inquirió Jagiello atónito.

—Puesto que es usted un oficial de caballería, tal vez no haya apreciado la importancia, la primordial importancia del viento en todas las cuestiones relacionadas con la mar. Incluso yo mismo no me di perfecta cuenta de ello hasta después de pasar muchos años navegando. Supongamos que esta moneda de tres chelines representa el cabo Skagen, ese enorme saliente de la costa, inocente en apariencia, pero capaz de causar la destrucción de los barcos —dijo mientras colocaba una moneda al borde izquierdo de la mesa—. Supongamos que ésta es Gotemburgo, una de las ciudades situadas en la costa sueca —dijo mientras colocaba otra a la derecha—. Y aquí, con la isla Lesso detrás, o
por popa
, como decimos nosotros, está el convoy, representado por estas monedas de un penique y medio penique. Como usted debe saber, un barco tiene una buena posición para navegar cuando su proa forma un ángulo no inferior a 67° con la dirección del viento, y aunque parezca que el barco navega casi hacia el lugar de donde viene el viento, en realidad, ese no es su rumbo, porque también tiene un movimiento lateral, odiado por los marineros, que se llama abatimiento. Este movimiento depende de la fuerza de las olas y de muchos otros factores; me parece que en las actuales condiciones, por ejemplo, es de unos 25°. Por lo tanto, ahora nos movemos en una dirección que forma un ángulo recto con la del viento.

—Entonces las cosas van bien, porque el viento sopla del noreste, así que podremos doblar el cabo —dijo Jagiello.

—Así es —contestó Stephen—. Pero si rola al norte, si se desplaza los 45° que van del noreste al norte, el otro lado del ángulo se moverá inevitablemente la misma distancia hacia el sur, y como podrá usted apreciar, el lado toca el cabo al desplazarse 15°, muchos menos que esos 45° de que hablé antes. Además, señor Jagiello, además, aunque dobláramos el cabo Skagen, dice el señor Pellworm que es probable que el viento role al noroeste o incluso al oeste, donde podría unirse con el terrible viento del oeste y, como consecuencia de esto, su intensidad aumentaría mucho; y si llega a convertirse en un vendaval, el abatimiento del que le he hablado aumentará, y si hay que arriar, o
aferrar
, las gavias, calculamos que ese aumento será de 45°, por lo cual, en cuanto doblemos el cabo Skagen tendremos el golfo de Jammer a sotavento y el viento estará soplando justamente hacia él. La dirección en que estaremos navegando entonces ya no formará un ángulo recto con la del viento sino un ángulo de unos 120°, y gradualmente nos iremos desviando hacia la amenazadora costa bordeada de peligrosos rompientes. Podremos echar anclas, pero un barco anclado no está seguro en medio de un vendaval. Las anclas se soltarán y el barco derivará, y durante las siguientes horas, tendremos mucho tiempo de lamentarnos de nuestro inevitable destino y, sin duda, de las oportunidades de experimentar placer, o incluso de reformarnos, que hemos perdido. Esos, señor Jagiello, son los peligros que un antiguo compañero mío de tripulación llamaba «los impenetrables horrores de la costa a sotavento». No es extraño que el capitán Aubrey considere la costa demasiado cercana cuando se encuentra a veinte millas de ella; no es extraño que el señor Pellworm, que ha visto hacerse pedazos numerosos convoyes y dos potentes navíos de guerra en los rompientes del golfo de Jammer, desee cambiar el rumbo o refugiarse en Kungsbacka.

En lo que quedaba de noche, oyó a Jack bajar dos veces y moverse sigilosamente por allí para servirse
negus
[18]
de la jarra o buscar a tientas un pedazo de pan sueco, pero se durmió profundamente al alba y no le vio hasta el desayuno.

El capitán Aubrey tenía el rostro sonrosado y recién afeitado, pero con signos de haber pasado una larga noche activo y ansioso; parecía más delgado y comía con voracidad el desayuno.

—¡Ah, estás ahí, Stephen! Buenos días. No esperaba verte tan pronto, y siento decirte que me he comido todo el beicon. El plato estaba vacío antes de que me diera cuenta.

—Siempre cuentas esa ridícula historia —dijo Stephen—. Espero que al menos haya quedado un poco de café.

—Si hubieras venido antes, hubieras salvado el pellejo —dijo Jack—. ¡Ja, ja, ja! El beicon es pellejo, ¿no? Se me acaba de ocurrir.

—No hay nada como el ingenio, no cabe duda —dijo Stephen y, después de una pausa, añadió—: Dime, ¿qué pasó anoche? ¿Cuál es nuestra situación?

—Fue bastante mala, pero, gracias a la pericia de los tripulantes, pudimos salir, y hace poco, en la guardia de media, doblamos el cabo Skagen, aunque a muy poca distancia de la costa, a unas cinco millas.

—¿Hemos doblado el cabo? —preguntó Stephen, pasándose la mano por la barba de tres días.

Todavía estaba un poco aturdido por haber dormido tan profundamente, y el recuerdo de un sueño erótico (era el primero que tenía desde que había reanudado su relación con Diana) aún estaba vivo en su mente. Todavía no se había lavado ni se había arreglado y apenas podía razonar, mientras que Jack estaba ya inmerso en la rutina diaria.

—Sí, y navegamos con todas las velas desplegadas a unos siete nudos, con viento del noreste. Cuando subas a la cubierta podrás ver el Holmes a seis o siete leguas por el través de babor. Pero el pobre Maudsley tuvo que volverse atrás por el abatimiento de los mercantes a sotavento. El convoy se fue a Kungsbacka.

—¡No me digas que los transportes se volvieron atrás, por Dios! Los transportes doblaron el cabo, ¿verdad?

—Por supuesto que sí. ¿Cómo puedes pensar eso, Stephen? ¿Cómo iba a dejarles en el Kattegat? Puede que su apariencia no sea muy buena, pero doblaron el cabo tan bien como la
Ariel
. Además, sus capitanes son excelentes oficiales. Les invitaré a cenar tan pronto como el tiempo mejore.

—Así que el viento del oeste del que Pellworm hablaba no apareció.

—Al menos hasta ahora no.

—¡Y yo hablándole a Jagiello de los peligros de una costa a sotavento, y con tantos detalles técnicos que te habrías sorprendido! —exclamó Stephen y Jack sonrió—. La exactitud de mis descripciones te habría sorprendido, te lo aseguro. Y apuesto a que no habrías encontrado ni una falta en mi descripción de la lenta tortura de un barco situado en esa posición o, mejor dicho, atrapado.

—Seguro que no —dijo Jack—. No podrías exagerar aunque quisieras.

—No sé por qué lo hice —dijo Stephen, mucho más humano ahora que había absorbido su brebaje de la mañana—. Tal vez por algún extraño cambio de mis humores. No hay duda de que mi intención era mala: quería causarle preocupación, quitarle su enorme alegría. Y me parece que lo conseguí; la verdad es que puse sinceridad y convicción en mis palabras. Ahora lo lamento.

—No te preocupes. Si le asustaste, el miedo se le quitó durante la noche, porque esta mañana, antes de bajar, le he visto andando de un lado a otro de la cubierta, riendo de buena gana.

—¡Qué dédalo! —exclamó Stephen refiriéndose al mecanismo de su mente y cogió una tostada—. Aunque Jagiello me es simpático y admiro su inteligencia, a veces su juventud, su energía, su alegría y su belleza provocan en mí malos sentimientos. No hay duda de que le tengo envidia, simple, innoble, rastrera envidia. Ninguna
Delicia de los caballeros
me siguió nunca en mi juventud… ni en ninguna otra época.

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