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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

El astro nocturno (68 page)

BOOK: El astro nocturno
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»De Kairuán nos dirigimos a las tierras de Egipto, donde Musa colmó de regalos a ulemas y alfaquíes, cabezas de la comunidad islámica. Quizá deseaba ganárselos para librarse de la fama de corrupto y estafador que le precedía en su avance hacia la capital del califato. El gobernador de Kairuán quería hacerse pasar por un musulmán piadoso.

»Más tarde recorrimos las resecas tierras de Palestina, cruzamos el Jordán, atravesando llanuras de cereales, colinas con olivos y un desierto arenoso. Al fin, llegamos a Damasco, la ciudad del califa, una hermosa y antigua urbe, rodeada por una muralla romana con ocho puertas. Franqueamos la llamada Puerta del Paraíso, y recorrimos la metrópoli a través de la Vía Recta. Recuerdo bien las calles abarrotadas de gentes que deseaban congratularse por la victoria de las tropas del Islam en las tierras ibéricas, el lugar más alejado del Mediterráneo. Todo era griterío y exultación de las gentes. Para dar mayor esplendor a su victoria, Musa dispuso que los nobles se vistieran ricamente, con coronas y joyas, e hizo anunciarlos como reyes cautivados en las remotas regiones del occidente del mundo, a las que la luz de Allah finalmente había llegado.

»Tras la cáfila de nobles cautivos, sojuzgados o que habían llegado a un pacto, venía el botín, un caudal de inmensas proporciones que dejó a los hombres de Damasco deslumbrados. En una gran carreta descubierta se mostraba el gran tesoro de los godos: oro, plata, ricos adornos, piedras preciosas: perlas, jacintos, rubíes, topacios, esmeraldas… Más atrás, en una amplia plataforma tirada por bueyes se mostraba la mesa del rey Salomón, hecha de oro puro, incrustado con perlas, rubíes y esmeraldas. Yo, uno más de los generales victoriosos, me paseaba a caballo entre las carretas. Miré a la mesa, algo me pareció extraño en ella, y a pesar del griterío de la fiesta, del asombro por la ciudad, no lo olvidé. Tras la mesa del rey Salomón, seguían, transportados en andas, el Jacinto de Alejandría, el enorme topacio que Musa había capturado en Mérida, la maravillosa copa de oro, que me hizo perder durante tanto tiempo la cabeza, coronas votivas, cruces de oro procesionales…

»Los hombres y mujeres de Damasco gritaban al ver tantas riquezas, tantos reyes prisioneros, tantos nobles sometidos…

»Tras el tesoro y las gentes distinguidas, desfilaron los plebeyos cautivos, más de diez mil hombres, mujeres y niños que iban a ser vendidos en los mercados de esclavos de Damasco y de las ciudades del imperio omeya. Tantos fueron que el piadoso califa Al Walid dispuso que algunos de aquellos esclavos fueran entregados a musulmanes necesitados.

»La ciudad, sembrada de mezquitas, atravesada continuamente por los cantos de los muecines, llena de sol y de riquezas, nos fascinó tanto a mí como a los que me acompañaban.

»Al fin, llegamos al palacio del califa Al Walid.

»Pese al maravilloso tesoro y al gran botín humano conseguido, el recibimiento dispensado a Musa por el califa Al Walid, no fue excesivamente entusiasta ni caluroso. Aunque en aquel tiempo yo no entendía bien la lengua de los árabes, ni sus costumbres, pude darme cuenta de que algo ocurría. Musa mostraba los tesoros y cautivos; mientras tanto, los ojos del califa parecían indiferentes ante tanta riqueza. Dado el enorme éxito de Musa, la fría actitud de la Cabeza de Todos los Creyentes parecía extraña. El gobernador de Kairuán pronunció un discurso solemne. Al Walid no se dignó mirarle, mantuvo el rostro como ausente en una actitud extraña que cabría achacar a las molestias de la grave enfermedad que padecía.

»Después de las palabras de Musa, Mugit al Rumí protestó vivamente ante el califa. Yo no entendía bien lo que estaba diciendo. Supe después por el mismo Mugit que le había expuesto al Padre de Todos los Creyentes la verdad sobre la conquista de Córduba y sobre el resto de las actividades de Musa en Hispania. Al Walid no contestó. El viejo califa se hallaba enfermo, no le afectaban ya ni el triunfo de Musa ni las protestas de Mugit. Además el partido árabe, contrario a la conquista, dominaba en la corte.

»Los parientes de Witiza se hicieron traducir un discurso en el que pedían al califa que les retornase sus tierras y prebendas. Sé que no consiguieron todas sus pretensiones, pero llegaron a un pacto con los musulmanes y un tiempo después regresaron a sus tierras. A los hijos de Witiza se les concedieron gran cantidad de tierras y el gobierno de diversas regiones en Hispania; a Agila se le entregó la Septimania, a Olmundo, tierras en Hispalis, y Ardabasto consiguió un alto poder social en Córduba. Ahora viven como nobles locales. Ninguno de ellos ha vuelto a controlar los destinos de Hispania, se han convertido al Islam y sus familias se han integrado en el mundo árabe, logrando formar parte de la aristocracia de las tierras del Sur.

»Yo por mi parte intenté defender mi participación en la conquista, y, sobre todo, la injusticia que se había cometido con los bereberes. No se me tuvo en cuenta. Para ellos, yo no era un árabe de raza sino un bereber converso de una tribu perdida del Magreb. Mi lengua no era la suya, y los intérpretes que traducían mis palabras al árabe pienso que no me hicieron ningún servicio. Tanto el califa como los ulemas que le acompañaban no querían disminuir la gloria que correspondía al ejército árabe en la conquista, para enaltecer a unas tribus bereberes recién conversas al Islam.

»La entrevista finalizó sin que ninguno claramente hubiéramos conseguido los objetivos que nos llevaban ante el califa. Se nos prometió únicamente que más adelante se revisaría nuestro caso.

»En aquellos primeros días en la corte de Al Walid, pude al fin descansar del largo camino recorrido, pero yo no me hallaba en paz. ¿Por qué se nos había llamado desde las lejanas tierras ibéricas? ¿Por qué no habíamos podido concluir la conquista, tal y como era nuestro deseo? ¿Por qué a los bereberes se les situaba al margen de todo? En aquella primera época en la que yo no entendía bien su lenguaje, no podía saberlo. Después me fui dando cuenta de que la corte del califa era un nido de intrigantes, que conspiraban para conseguir designar al candidato para la sucesión de Al Walid, que ya no gobernaba por hallarse muy enfermo. En realidad, no había sido Al Walid el que nos había mandado llamar, sino su hermano Suleyman, quien después sería su sucesor. Suleyman controlaba los destinos de un imperio, el Imperio árabe, que se había construido en menos de cien años. El príncipe Suleyman era contrario a las conquistas y estaba enfrentado a los grandes generales que las habían llevado a cabo. Se oponía por dos motivos: en primer lugar porque le parecían fatuos engreídos y hombres peligrosos para la fe islámica; en segundo lugar, porque aquellos hombres con su inmensa popularidad podían hacer peligrar el poder de la dinastía Omeya a la que él pertenecía. Suleyman aspiraba al trono y los grandes generales árabes no pertenecían a su partido sino al del hijo de Al Walid. Así que, consideraba a Musa un enemigo en potencia, un hombre que había levado un gran ejército en el Magreb, y que, por eso mismo, tenía poder. Ese era el motivo por el que había influido ante el califa Al Walid para que se dejase inconclusa la conquista de Hispania y para que Musa tornase a dar cuenta de la gestión realizada tanto en las tierras de la península como en Ifriquiya.

»Aunque las acusaciones de Suleyman fueron serias, el califa Al Walid estaba demasiado enfermo, y los valedores de Musa eran demasiado poderosos para que se le aplicase ningún castigo.

»Suleyman esperaba su momento.

»Mi vida en Damasco se tornó monótona. Esperaba ser recibido por Al Walid para hacerle llegar mis peticiones sobre el pueblo bereber, pero pasaban los días y no se me concedía una audiencia.

»Me despedí de los nobles hispanos, que tras conseguir acuerdos con el califato tornaron a sus tierras. A algunos de ellos, compañeros desde las Escuelas Palatinas, como Tiudmir y Casio, les ayudé con oro y conseguí que les facilitaran salvoconductos para el viaje. Casio había abrazado la fe salvadora del Islam, nuestra amistad se rehízo. Recuerdo cómo nos abrazamos, pensando que nunca más nos volveríamos a ver.

»En los primeros meses me alojé en la corte, pero después, con mi parte del botín, conseguí un antiguo palacio romano, que reconstruí. Tenía todo lo que quería, riquezas, criados, mujeres… No me hallaba en paz. En mis sueños, por un lado persistía el fantasma ensangrentado de Floriana, pero por otro surgía el cálido recuerdo de una vida sencilla al lado de una mujer que calmaba mis dolores, mi ansiedad, mi angustia y mi pena. Una mujer que posiblemente me había dado un hijo al que no conocía. De modo casi imperceptible, tu figura, Alodia, se iba alzando en mi interior. Al principio como una suave brisa, después como un viento más fuerte, cuyo recuerdo serenaba mi corazón. Ahora era rico, tenía concubinas y podía poseer todas las mujeres que desease, pero no me saciaban, necesitaba tu afecto sencillo, suave y fuerte a la vez. En una y otra encontraba tus rasgos, Alodia. Llegó un momento en el que ninguna me atraía. Regresó a mí la tristeza, me hundí en la melancolía. Había desbaratado todo un reino para vengarme y no había conseguido nada. Había arrastrado a las tropas bereberes en una campaña para buscar tierras y libertad, y mis hombres habían sido subyugados por la prepotencia de Musa. En lo más íntimo de mi alma, lamentaba haber perdido la oportunidad de una vida en paz junto a ti, dándome cuenta de que aquellas tierras tan lejanas, en las que yo era verdaderamente un extranjero, no eran mi lugar en el mundo.

»Por otro lado, sabía que no podía aún regresar, porque mi misión junto al califa no había terminado. Yo había viajado hasta Damasco para denunciar los abusos de Musa frente a los bereberes, su prepotencia y corrupción. Había solicitado que se revisasen las condiciones de la conquista para los bereberes, pero me daban largas sin conducirme hasta el califa, que seguía enfermo.

»Me hallaba preso de una inquietud y un desasosiego constantes. Yo siempre he sido un guerrero, un hombre que necesita combatir; por ello, la vida regalada de la corte de Damasco me enervaba. Buscando una vida más serena, y para evitar el tedio que me invadía en aquella corte oriental, me transformé en un fiel cumplidor de la religión de Mahoma. Intentaba encontrar en el cumplimiento estricto de mis oraciones, el equilibrio interior del que carecía. Por eso frecuenté la compañía de Alí ben Rabah, el tabí, quien continuaba siendo mi guía espiritual, mi amigo y consejero. Al notar mi creciente intranquilidad, me aconsejó peregrinar al lugar sagrado de los musulmanes, a la ciudad de La Meca. La peregrinación, me explicó, posee un alto valor expiatorio y purificador para los fieles al Dios de Mahoma, quizá yo necesitaba visitar los lugares sagrados del Islam.

»Partimos hacia La Meca.

»Alí ben Rabah me acompañó en aquel viaje al que yo acudí esperanzado, con el objetivo claro de limpiarme de un pasado que me agobiaba, anhelando encontrar la tranquilidad perdida. Recuerdo el desierto envuelto en una nube de calor, los pasos lentos a lomos de camello, la luz de un sol que todo lo inundaba, el cansancio por el viaje interminable.

»En la Sagrada Ciudad de La Meca, di las siete vueltas a la Kaaba; recorrí siete veces la distancia entre las colinas de Saafa y Marwa; sacrifiqué el cordero ritual. Después, torné a circunvalar la Kaaba, me corté el pelo y las uñas, y al fin arrojé unas piedras contra unos pilares que simbolizan el mal.

»Me impresionaron aquellos actos de devoción que me hicieron sentir que pertenecía a la
umma
, la comunidad musulmana, la comunidad madre fundada por Muhammad y dispersa por el mundo. Me uní a los hermanos musulmanes, pero no hallé la paz de mi conciencia.

»En el camino de retorno a Damasco, Alí ben Rabah enfermó y murió. Antes de morir, me dijo: “Te llamaron Tariq, la estrella del ocaso, el astro que se ve al atardecer y al salir el sol, recuerda las aleyas de la sura que te da nombre:
Cada hombre tiene su guardián
, tú aún tienes que encontrar el tuyo.” No puedo olvidar cómo pronunció aquellas sus últimas palabras. Alí se detuvo porque le costaba hablar y, al fin me anunció algo, como una profecía: “El Todopoderoso tiene sus tiempos, sus lugares, cuando pasen los días, cuando estés purificado, sabrás aquello que te importa, y hallarás la paz.”

»Sentí la muerte del viejo tabí, más que ninguna otra cosa en aquel tiempo. El me había acercado a la luz del Todopoderoso, gracias a él había dejado las costumbres que me envilecían, la adicción a las mujeres, a la copa de poder… Alí había sido un fiel amigo y un compañero en el viaje de la vida.

»Al regreso, Damasco estaba sumida en una revolución, el califa Al Walid había muerto. En los últimos meses, el difunto califa había intentado designar a su hijo Abd al Aziz ben al Walid como sucesor. Pero Suleyman esperaba el momento; sí, lo esperaba desde largo tiempo atrás, por lo que se hizo con el poder. El ascenso de Suleyman al trono omeya suponía un giro claro y previsible en la política del califato. Al Walid apoyaba la política del partido quaryshí, Suleyman había llegado al poder gracias al apoyo político de clanes yemeníes. El partido del califa fallecido buscaba una política expansionista, el del califa Suleyman, una política de consolidación de las conquistas y de fidelidad a la doctrina del Profeta. El califa Al Walid era un nacionalista árabe. Suleyman se apoyaba en los musulmanes de otras razas, muchos de ellos recién convertidos.

»Por eso Suleyman acosó a los generales más famosos del califato de origen árabe. El nuevo califa quería las riquezas y proclamaba que los conquistadores árabes habían invadido tierras, únicamente en beneficio propio, no en el del Islam, les acusó de irreligiosidad, descreimiento e incluso del grave crimen de apostasía, penado con la muerte.

»Sin cortesías de ningún tipo, mandó llamar a los conquistadores árabes de Oriente, los generales Qutaibah ben Muslin, conquistador de Jorasán, de las tierras más allá del Oxus, el que abrió los caminos hacia Samarcanda y Muhammad ben Qasim al Thaqafi, conquistador de la India. El primero fue asesinado por sus tropas, al haber caído en desgracia ante el califa; al segundo lo encerró, torturó y murió en prisión.

»Después de perseguir a los generales de Oriente, se encarnizó con Musa, el conquistador de Hispania, con antecedentes de corrupción y malversación de fondos y que se apoyaba en el partido quaryshí. Además se había corrido el rumor por la corte de que practicaba la idolatría en una copa mágica. Se le acusaba de consumir alcohol en ella.

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