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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

El astro nocturno (25 page)

BOOK: El astro nocturno
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Al tiempo, con un movimiento envolvente, los jinetes bereberes, más rápidos, rodean el lugar donde la infantería africana y la caballería goda se enfrentan. Así, la ágil caballería bereber acomete a los jinetes de Roderik por detrás. Los godos a caballo son atrapados entre una pinza de jinetes e infantes bereberes.

La infantería visigoda, un cuerpo de defensa más que de acometida, poco puede hacer; espera muchos pasos más atrás protegiendo al rey. Roderik se yergue de nuevo sobre su palanquín cuando divisa una nube de enemigos a caballo que vuelven a atacar a las filas de su ejército, levantando polvo que se une a la calima que sube del río.

Los atacantes musulmanes nada tienen que ver con los ordenados ejércitos francos, o con las maniobras de algunos rebeldes visigodos, menos aún con las guerrillas vasconas. La caballería bereber es distinta a cualquiera que los godos hubieran visto antes, muy rápida y eficaz, bárbara y feroz. Ya desde muy lejos se escuchan los gritos bestiales de aquellos guerreros que parecen haber surgido de la nada.

Esa forma de atacar, arrojada y valiente, es la estrategia salvaje de los hombres del desierto, pero está guiada por una mente que conoce bien la táctica militar germana. Los bereberes no acometen al azar a los godos, saben dónde deben embestir a su enemigo para hacerle más daño. Los godos están desconcertados.

Hasta ahora los ismaelitas han atacado la parte central del ejército de Roderik; que había avanzado formando una cuña sobre sus enemigos, pero el ejército visigodo tiene más hombres y es más poderoso que el invasor. El rey ordena, entonces, desplegar los flancos del ejército, en un movimiento en abanico, para intentar rodear al enemigo. Roderik vuelve la cabeza a la derecha e indica a los duques que le asisten que inicien el asalto por el ala derecha.

Belay transmite las órdenes de su rey a las tropas que comanda Sisberto, el hermano del finado rey Witiza. Algo extraño sucede en las tropas de los witizianos, los jinetes se despliegan tal y como se les ha ordenado pero en lugar de atacar al enemigo, realizando la maniobra envolvente, vuelven grupas, desertando de la batalla, galopan hacia el lugar donde se pone el sol.

La tiufadía que capitanea Belay se queda entonces en el extremo de la maniobra envolvente, pero sus hombres no son suficientes para realizarla. El Jefe de Espatharios de Roderik no entiende lo que ha ocurrido con las tropas de Sisberto; de pronto, se hace una luz en su mente, la traición le parece una posibilidad indigna y humillante, pero es la única explicación a la actitud de los witizianos. Belay empuña con fuerza el pomo de su espada, siente una tremenda preocupación e incluso miedo, porque sin los hombres de Sisberto, la batalla está casi sentenciada. Sin embargo, el Capitán de Espatharios vence el temor: está obligado a combatir, es un militar que se debe a sus hombres y a su rey. Ha luchado en muchas campañas, pero se da cuenta de que ninguna es como aquélla, los que les embisten son enemigos particularmente peligrosos.

Los oponentes avanzan de nuevo, ya no es la caballería ligera bereber, sino una caballería pesada, hombres a caballo con espadas poderosas, cubiertos por lorigas de argollas de hierro que los protegen, la caballería árabe, experimentada en mil luchas, capitaneada por el hijo de Musa, Abd al Aziz. Belay puede divisar los rostros de aquellos hombres, de razas diversas a la suya propia. Hay guerreros oscuros como la pez, bereberes de piel más clara, e incluso hombres rubios, combatientes valerosos descendientes de aquellos vándalos que dos siglos atrás cruzaron el mar y conquistaron el Norte de África.

¿Quién capitanea las tropas?

En el ala contraria, un pendón, que un día fue godo y ahora está con el enemigo; el pendón de Olbán el duque de Septa. Belay piensa que hoy es día de traiciones. El viejo gobernador de la Tingitana está vengando a su hija. A su lado, una bandera verde con la media luna y un individuo alto que, en la distancia, a Belay le resulta familiar. Al fin divisa quién es el que capitanea a las tropas invasoras: su hermano de armas, Atanarik. El hombre al que Belay un día dejó escapar lidera ahora a sus adversarios.

Los lanceros se han levantado de su posición agachada, y embisten a los godos con decisión, la caballería sarracena avanza de nuevo. En el fragor de la batalla, se escuchan gritos. Belay ordena a los arqueros que disparen, una nube de flechas baña el campo enemigo. Algunos caen, pero Belay se ve rodeado de nuevo por sus adversarios. Un hombre con una enorme hacha golpea el cuello del caballo de Belay, que debe desmontar tras la caída del bruto. En el suelo, el godo comienza a luchar con uno y con otro; el primero que se le enfrenta es el hombre del hacha al que acomete con un golpe de su espada; le hiere, pero antes de caer le da un corte a Belay en el costado con el hacha. Comienza a perder sangre y su mente se oscurece, perdiendo el sentido. Junto a Belay lucha Tiudmir, que se defiende con arrojo.

Tariq reúne a un grupo de jinetes sarracenos y los envía a atacar la colina donde se alza el emblema real. Rodean a la guardia personal del monarca, quien defiende al rey con denuedo, sabe que si él cae, el reino se hundirá.

El noble godo Tiudmir observa que el flanco derecho del ejército ha desaparecido antes de entrar en la batalla; el ala izquierda, los hombres de Oppas, el ala opuesta del ejército godo, que parecía firme, finalmente deserta también. Tiudmir, experto en el arte de la guerra, se desespera y piensa: ¿Quién lidera a aquel ejército de hombres disciplinados? ¿Quién es el que ha sabido antes de que comenzase la batalla la traición? ¿Quién es el que conoce las tierras del Sur de Hispania? ¿Olbán? El viejo truhán es más un mercader que un militar, aquel ejército está mandado por alguien que conoce las tácticas militares visigodas, alguien que se formó en Toledo. Entonces divisa el pendón principal del enemigo, junto a él unos ojos verdosos, una barba casi lampiña y una marca oscura en la mejilla derecha. Tiudmir reconoce a su antiguo compañero de las Escuelas Palatinas, Atanarik.

De pronto, escucha una única voz, una voz que grita al unísono en la que están mezcladas las voces de todos los enemigos. Le parece oír el nombre de Atanarik, pero al fin reconoce lo que están vociferando los sarracenos:

—¡Tariq! ¡Tariq! ¡Tariq ben Ziyad!

Ahora lo entiende todo, ahí está el origen de la traición: una venganza. Sosteniendo aquella arma poderosa, que con mandobles amplios lacera al enemigo, cercena gargantas y miembros, está uno de los mejores guerreros de las Escuelas Palatinas. Atanarik se ha convertido en un enemigo irresistible; tanto más encarnizado cuanto más dominado por el odio y el afán de venganza. Fue a aquel hombre al que no mucho tiempo atrás, Tiudmir y Casio salvaron de sus enemigos. Entiende que Atanarik ya no existe, que el hombre que tiene delante de sí, ataviado con la túnica blanca de los hombres del desierto, ahora manchada de sangre, ya no es un godo, es un norteafricano, un bereber.

Tariq avanza con fiereza seguido por sus soldados, de él fluye una fuerza indómita, un poder que se transmite a los hombres que le siguen ciegamente, sin vacilar.

Cerca de él, un guerrero altísimo, de cabello cano, lucha con bravura. Es Ziyad. Monta un caballo tordo, de mayor envergadura que los caballos del desierto, muy ágil. El hijo de Kusayla está en un lugar y otro de la batalla. De pronto, una flecha surca el aire, una flecha perdida, quizá lanzada al azar por alguno de los godos o por los propios bereberes. La flecha se clava en el torso de Ziyad. Se escucha un grito.

La cara de Tariq se transforma al darse cuenta de que han herido a su padre.

No le socorre.

Es la ley de la guerra.

Tampoco podría hacerlo.

El momento de la batalla es crucial, el rey Roderik está a punto de caer. Ordena a sus hombres que se dirijan al cerro donde ondeaba el pabellón real, ya abatido, donde brillan aún las piedras preciosas y el oro.

La colina está siendo cercada por los norteafricanos. Roderik intenta huir pero está rodeado, su palanquín es demasiado pesado debido a las riquezas que lo adornan. Desmonta del sitial, los soldados godos lo abandonan. Roderik desenvaina la espada e intenta luchar, pero los enemigos lo circundan por todas partes. Grita pidiendo auxilio. Tiudmir lo escucha, persiste fiel a su señor. Protege la parte baja de la colina, impidiendo el paso de los enemigos de su rey.

—Apártate —le ordena Tariq.

—Protejo a mi señor.

—Es un tirano, un hombre vil.

—Protejo a mi señor, cumplo mis compromisos, el juramento que un día tú y yo le hicimos.

—Es un asesino. Mató a Floriana con sus propias manos.

Lleno de furia, Tariq golpea a Tiudmir, que al retirarse es alcanzado por la parte roma de la espada, cae a tierra, aturdido. Mientras, Tariq avanza por la colina, rodeada por bereberes. Al fin, alcanza la cima. Allí está el palanquín de oro y piedras preciosas, tras el que se intenta ocultar Roderik.

Tariq y el rey se enfrentan.

Roderik desenvaina su espada y la cruza con la de Tariq. El monarca, que no está acostumbrado a luchar personalmente, intenta defenderse, pero en pocos mandobles el que fuera un día gardingo real le somete. Finalmente Tariq levanta la espada y atraviesa al rey caído en el suelo mientras grita:

—¡Asesino! ¡Matasteis a Floriana! Lo hicisteis con vuestras propias manos.

Se escucha la voz temblorosa, agonizante, de Roderik.

—Yo no maté a Floriana…

—¡Lo hicisteis para apoderaros de los secretos que ella guardaba! ¡Lo hicisteis porque estabais ciego de celos y de pasión! Me acusasteis del crimen que habíais cometido vos mismo.

—Yo no la maté…

—¡Sois un asesino!

—Por Dios Todopoderoso, en el momento de mi muerte, te juro que yo no maté a Floriana…

Las palabras de Roderik asombran a Tariq; no puede creerle, siempre ha tenido la seguridad de que el rey la ha matado.

—Entonces… —angustiado pregunta—. Si vos no lo hicisteis ¿Quién ha sido…?

—Samuel… Él os lo explicará…

Tariq le observa desconcertado. Aquel hombre, Roderik, un rey entre los godos, se enfrenta a la muerte y sigue jurando que no cometió el crimen. Al rey ya no le queda nada que perder. Una duda se extiende sobre la conciencia del que en otro tiempo se llamó Atanarik, del que ha traicionado a su pueblo y su raza por una venganza. ¿Es posible que su rival le diga la verdad? Si aquello fuera así, todo su desquite, la guerra que ha desencadenado y el sufrimiento de tanta gente habría sido algo inútil, un absurdo.

Los ojos de Roderik ya no miran, están fijos al frente, su boca está cruzada por una especie de sonrisa que no lo es, el rictus de la muerte, una expresión llena de amargura y de desesperación.

La batalla ha concluido.

Tiudmir se ha levantado del suelo y sigue luchando, se defiende de un guerrero y de otro. Ha atravesado a un hombre corpulento que se le ha enfrentado, cuando observa que un guerrero a caballo armado con una maza se dirige hacia él. Desenvaina una daga de la cintura y se la arroja al jinete, al que atraviesa el hombro, cayendo al suelo. El caballo, al notar que ha perdido a su dueño, frena su galopada sin detenerla. Al pasar junto a Tiudmir, éste aprovecha la ocasión agarrándole por las riendas. Se monta en el caballo enemigo. Unos cuantos cadáveres más allá, distingue a alguien que se tambalea, alguien que parece haber escapado de la muerte. Es Belay, sin dudarlo, Tiudmir se dirige hacia él y le ayuda a montar en su caballo.

Suenan las trompas a retirada, el vencido ejército visigodo abandona el campo de batalla.

Tariq no persigue al adversario en fuga, su ejército está diezmado y debe reagruparlo. Busca a su padre, abatido en la lid. A lo lejos divisa un bulto blanco, cerca de un caballo tordo, que conoce bien. Es su padre, caído en la batalla. Ziyad no volverá a su tierra, ni a sus esposas. El ahora ya vencedor de Waddi-Lakka se arrodilla junto a él.

El jefe bereber agoniza, mientras rememora:

—¡Estaba escrito! La Kahina lo predijo, igual que yo cambié el suyo, un hijo mío cambiaría mi destino. Al igual que yo le conduje a ella a la muerte, un hijo mío lo haría conmigo. Pensé que la copa nos protegería, pero beber de ella es arriesgado. Sé que lo has hecho, que lo haces continuamente, corres peligro… ¡No! ¡No bebas de ella!

Ziyad jadea, su cara está pálida por la pérdida de sangre.

—Sé que la copa te consuela del dolor… por la muerte de tu amada. Debes vencer ese dolor. No debes abusar de la copa, yo no lo hice, la copa te destrozará. Busca la copa de ónice y únela a la de oro. Sólo el pueblo que posea la copa entera será victorioso. Entonces lo podrás todo y vencerás a tus enemigos. Me vengarás como debes…

Tariq siente todo el dolor de la pérdida del padre que no tuvo en su infancia, del que echó de menos en su adolescencia, del que le ha acompañado en la lucha en su madurez.

—¡Oh, padre! ¡No podéis morir! ¡Hemos vencido!

—Ha llegado mi momento. Ya no me necesitas. Mis hombres te obedecen, ven en ti la sangre de mi padre, Kusayla. Tus hazañas sobrepasarán a las mías y a las de tu abuelo, serás recordado en las tierras africanas y en Hispania, pero tu gloria será breve… Tú serás At Tariq… la estrella de penetrante luz… el astro nocturno que brilla brevemente rompiendo las tinieblas de la oscuridad…

La voz de Ziyad se debilita. Tariq percibe que algunos hombres les rodean. Les mira y se da cuenta de que muchos de aquellos hombres son hermanos, primos, parientes suyos. También hay árabes y bereberes de otras tribus.

Samal le toma del brazo y se lo levanta, diciendo:

—Ziyad ha muerto. ¡Larga vida a Tariq ben Ziyad!

Los hombres gritan:

—¡Larga vida a Tariq ben Ziyad!

Esa voz se extiende por el campamento, entre soldados árabes, bereberes, godos y bizantinos.

—¡Ha muerto! —exclama Tariq con la desolación pintada en el rostro.

—Un hombre grande y sabio, un hombre digno de todo honor —se escucha por doquier.

Tariq se levanta del suelo, alza la espada y grita:

—¡Ziyad!

Todos corean esa misma palabra.

—¡Ziyad!

Le envuelven en un sudario. Los hombres de la tribu Barani, sus hijos y hermanos, alzan el cadáver a hombros, le alejan del lugar de la batalla y le depositan en un túmulo alto, al que velan durante un largo tiempo.

El resto del día, los combatientes entierran a los caídos en la batalla. Alí ben Rabah encomienda al Todopoderoso y Clemente las almas de los que se han ido al camino definitivo, al juicio de Dios, a la Eternidad. Son hombres que han vencido en la batalla, que han muerto en ella y, por ello, alcanzarán el paraíso, donde encontrarán toda delicia y placer.

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