El asesinato del sábado por la mañana (13 page)

BOOK: El asesinato del sábado por la mañana
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Sin ningún esfuerzo, Shaul retiró la reja de la ventana y le pidió a Michael que saliera a donde estaba él. Desde la cocina le oyeron darle la siguiente explicación:

—Fíjate en la reja; la han doblado y la han arrancado, después han roto el cristal para abrir la ventana y colarse dentro. Y aquí se ve dónde el hombre en cuestión arañó la pared con el zapato al trepar al alféizar. Y mira cómo han removido la tierra debajo de la ventana; quienquiera que lo haya hecho se tomó la molestia de cubrir sus huellas, de usar guantes y de marcharse por donde había venido, volviendo a colocar la reja en su sitio.

—¿Qué crees que utilizó para desencajar la reja? —le oyeron decir a Michael con voz queda los que estaban en la cocina.

—Probablemente una barra de hierro. Quizá la encuentres en los alrededores, si es que no se la llevó.

Las voces comenzaron a alejarse y, unos minutos más tarde, Shaul y Michael reaparecieron en la cocina. Shaul se arrodilló junto a la ventana y, con ayuda de un cepillito, comenzó a recoger los fragmentos de cristal en una bolsa de plástico, que guardó cuidadosamente en su maleta.

—Ya veis —dijo—, el cristal roto cayó hacia dentro, y quienquiera que lo rompiera lo barrió, pero se le escaparon algunas esquirlas. Además trató de enderezar la reja desde fuera, y volvió a colocarla en su sitio. ¿Dónde está la basura? —se volvió hacia Hildesheimer, que señaló el lugar donde suelen guardarse los cubos de basura: bajo la pila de lavar.

Entonces Shaul se incorporó y abrió con cuidado la puerta del armarito que había bajo la pila, sacó el cubo de la basura y lo cubrió de polvos, comentando que como mucho lograrían encontrar huellas de guantes.

—Ahí están los cristales —dijo señalando el interior del cubo. Después añadió que estaba seguro de que, con una luz decente, lograría descubrir alguna pisada, y salió en dirección a la furgoneta de la policía. Regresó con dos focos de gran tamaño y le entregó uno de ellos a Michael—. Antes de pediros que me echéis una mano, vamos a ver si descubrimos alguna huella.

Tzilla se recostó contra la pared y dirigió la vista hacia fuera, donde no tardaron en aparecer dos grandes haces de luz moviéndose de un lado a otro. Al cabo de un rato Michael gritó desde el extremo más alejado del jardín:

—¡Shaul! ¡Shaul!

Y unos minutos más tarde éste entraba en la cocina y volvía a marcharse cargado con su gran maletín negro. Cuando regresaron, Shaul traía un molde; se lo enseñó orgullosamente a Tzilla diciendo:

—Cualquiera que piense que, después de una semana de lluvias, puede borrar su rastro sin salir volando por los aires tendría que volver a pensárselo. Mira qué suela.

Tzilla observó el molde con curiosidad y preguntó si la huella tenía algo de especial.

—No —dijo Shaul, con una voz de la que se había desvanecido ligeramente el tono triunfal—. Parece una zapatilla de deportes normal y corriente, pero por las mañanas siempre me siento más inspirado —colocó el molde sobre la mesa rústica diciendo que tenía que terminar de fraguar y se limpió las manazas frotándolas una contra otra.

—Un momento —dijo Hildesheimer repentinamente—. Aquí hay algo que no entiendo. El hombre en cuestión había cogido la llave de la casa del llavero, ¿no es así? En el llavero faltaba la llave de la casa. Entonces, ¿cómo es que tuvo que colarse por la ventana?

Hubo un silencio general. Michael fue el primero en romperlo, titubeando, como si estuviera hablando consigo mismo:

—Primero, ni los papeles ni las llaves estaban en el bolso. Después vinimos a buscar aquí una copia de la conferencia y en el llavero faltaba la llave. No encontramos la susodicha copia, ni la lista de los pacientes, ni la agenda de citas, y ahora resulta que alguien se ha colado por la ventana de la cocina y ha tratado de no dejar huellas. La cuestión es: ¿estarían buscando algo además de los papeles? ¿Ha notado si faltaba algo de valor? —le preguntó a Hildesheimer.

—A primera vista, no —dijo el viejo doctor meneando la cabeza—. Los cuadros son valiosos, pero están todos en su sitio. Aunque supongo que tendrá que consultárselo a la familia. Todavía no entiendo por qué la persona que tenía la llave se ha visto obligada a entrar por la ventana.

Michael respondió vacilante que no lo sabía. Sólo podía tratar de imaginárselo: quizá la llave no encajaba y el culpable no logró forzar la puerta. Tendría que meditar sobre ello.

—Si faltara algún objeto, si hubiera señales de desorden como suele ser el caso después de un robo, cabría pensar que nos enfrentamos a dos hechos aislados —dijo Tzilla—. Pero tal como parecen estar las cosas ahora mismo, no encuentro ninguna explicación, como no sea que la llave estuviera estropeada.

Michael le pidió a Hildesheimer que volviera a echar un vistazo, sólo para asegurarse, y comprobara si no faltaba nada de valor; ambos se dirigieron hacia el salón. El anciano repasó con la mirada los muebles, los cuadros, la alfombra, que era china, tejida a mano, explicó, y valía una fortuna, y las dos estatuillas de marfil, cuyo valor también resaltó. Comentó que dos óleos eran originales y muy valiosos, y mencionó los nombres de los artistas, que Michael no había oído en su vida. Al final, respondió a una pregunta de Michael relativa a las joyas de Neidorf:

—Siempre que se iba al extranjero dejaba las joyas en una caja fuerte del banco, sólo se llevaba unas cuantas, y como acababa de regresar el viernes, dudo que tuviera tiempo de recogerlas. Además, creo que algunas joyas las dejaba siempre guardadas en el banco, porque no le gustaba ponérselas. Pero tendrá que preguntárselo a sus hijos.

Cuando dieron su labor por finalizada ya eran las cuatro de la mañana. En el vestíbulo había un montón de sacos. Michael ayudó a Eli a cargarlos en la furgoneta. Tzilla comentó que en esa fase era imposible descubrir nada; tendrían que analizarlo todo más adelante, en la oficina. Shaul dijo que había encontrado varias huellas dactilares distintas; presumiblemente, algunas serían de Michael y del doctor, y señaló a Hildesheimer con un gesto mientras dirigía a Michael una mirada reprobadora; pero habría que verificarlas todas.

El anciano al fin se prestó a que Michael lo llevara a casa una vez que todos hubieron salido afuera.

Por el camino, Michael trató una vez más de averiguar si los colegas de Hildesheimer estaban al tanto de su costumbre de ayudar a Neidorf en la preparación de las conferencias. Y de nuevo se quedó con la impresión de que su acompañante no comprendía la pregunta, y la reformuló en otros términos: ¿Era posible que alguien pensara que Hildesheimer tenía una copia de la última conferencia de Neidorf?

Esta vez el anciano lo comprendió. Sí, le parecía muy posible que la gente lo pensara, aunque nadie le había preguntado nada al respecto.

—Todavía no —dijo Michael—, todavía no. Pero me temo que quizá lleguen a preguntárselo, y no sólo a preguntárselo.

El anciano se limitó a mascullar un «ah» para darse por enterado. No se le veía sorprendido ni nervioso y, desde luego, no estaba asustado. Era como si simplemente hubiera comprendido un nuevo detalle técnico. Por su parte, Michael estaba bastante preocupado, pensando en los extremos a los que había llegado el asesino de Neidorf para deshacerse de los distintos ejemplares de la conferencia y de las listas de pacientes.

Examinando el rostro del anciano que iba a su lado con la mirada perdida, Michael se preguntaba hasta qué punto debía confiarle sus pensamientos y terminó por pedirle que no le dijera a nadie que no tenía un ejemplar de la conferencia. Aunque así quizá se pusiera en peligro, tal vez lograrían sacar partido de ese peligro, dijo, y sintió el regusto amargo de la mala conciencia.

El anciano asintió distraídamente, sin demostrar tampoco entonces la menor ansiedad, lo que hizo que Michael se sintiera aún peor.

Dejó al doctor a la entrada de su casa y esperó hasta que, en respuesta a la solicitud que había hecho por radio, vio aparecer un coche blanco con dos policías de paisano dentro.

Después de asegurarse de que la casa estaría vigilada veinticuatro horas al día, regresó a su despacho. Eran más de las cinco de la mañana, todavía no había amanecido y la lluvia había cesado. Hacía un frío glacial.

6

Joe Linder no lograba conciliar el sueño. Un hecho que en sí no tenía nada de raro, pero que aquella noche le estaba resultando más difícil de sobrellevar que habitualmente. Desde su lado de la cama, junto a la ventana, cuya persiana había dejado levantada, veía caer las gotas de lluvia desde las ramas de un ciprés casi tan alto como el tejado.

Veía el rayo de luz que proyectaba la farola del bulevar Agnon, esa luz a la que su hijo Daniel, de cuatro años, también acusaba de no dejarlo dormir. Con bastante impaciencia, Joe le había aconsejado cuando se acostó esa noche, y no por primera vez, que contara elefantes blancos hasta que llegara el Hombre de la Arena, que espolvoreaba arena en los ojos de los niños para que se durmieran. Su hijo protestó. La historia del Hombre de la Arena le daba miedo, la arena le daba miedo, nunca había visto un elefante blanco, sólo sabía contar hasta veinte y, sobre todo, sentía que su padre no estaba allí con él, sino muy lejos. Pero Joe se puso severo y no quiso sentarse junto a la cama de Daniel. Los acontecimientos del día no le permitían relajarse y quedarse quieto junto a su hijo.

Cada vez que cerraba los ojos volvía a enfrentarse con la expresión del rostro de Hildesheimer cuando el anciano salió del cuarto pequeño.

Cogió el despertador de la mesilla de noche y vio que eran las dos de la mañana. Suspirando, se levantó de la cama procurando no hacer ruido. Echó un vistazo al semblante de su mujer y comprobó con alivio que Dalya ni se había movido. Lo último que le apetecía en aquel momento era una charla íntima sobre qué le estaba impidiendo dormir en esa ocasión.

Ni él mismo lo sabía muy bien. La muerte de Eva Neidorf no le había causado dolor ni aflicción, porque Neidorf nunca le había caído bien y hasta le inspiraba cierto miedo. Era consciente de que si ella le hubiera demostrado un mínimo de cordialidad, quizá la habría visto con otros ojos. Pero, en aquel momento, no era el sentimiento de culpa el que predominaba en él. No, no se sentía culpable, ni siquiera después de la muerte de Neidorf. El sentimiento más fuerte que su colega seguía inspirándole era de resentimiento, porque Neidorf nunca había dejado de demostrarle de diversas formas los recelos que le inspiraba ni su falta de confianza en sus capacidades como psicoterapeuta. Lo había llevado a creer que lo rechazaba de plano y que nada podría alterar esa situación.

Joe estaba convencido de que Hildesheimer no le habría impedido convertirse en analista instructor de no ser por la decidida e inapelable oposición de Neidorf; ella, que había llegado mucho más lejos que Linder en el Instituto a pesar de haberse incorporado a él varios años más tarde, le hacía sentirse en su presencia como un niño cuyos desesperados esfuerzos por agradar eran notorios para cualquiera.

Para ser sincero, incluso sentía cierta satisfacción malévola porque hubiera muerto, y quizá hasta por cómo había muerto. Y la idea de que entre ellos hubiese un asesino no le llenaba de ansiedad: sentía una pizca de aprensión, pero sobre todo curiosidad.

Siempre había partido de la base de que cualquiera, excepción hecha de Hildesheimer, era capaz de cualquier cosa. Pensar en Hildesheimer, en la desolación del anciano, le producía una alegría maliciosa e infantil, enturbiada por el regusto amargo de su propia mezquindad. Joe Linder, que tenía por costumbre felicitarse a sí mismo por su inquebrantable honradez, a quien nadie aventajaba cuando se trataba de autocriticarse, que siempre sostenía apasionadamente que estaba dispuesto a encarar el peor de sus pensamientos, no se atrevía a reconocer ante sí mismo que, en realidad, no sentía afecto por el anciano.

Nunca había tenido el valor de decir una sola palabra en contra de Hildesheimer. Proclamaba, aun ante sí mismo, que el anciano era el epítome de la perfección, esto es, como psicoanalista y como cabeza visible del Instituto. Mas lo cierto era que le costaba mucho disimular el disgusto de que el anciano no lo estrechara entre sus brazos y lo escogiera como sucesor, o, al menos, siguiera mostrando algún interés por él.

Estaba dispuesto a reconocer su anhelo de intimar con Hildesheimer y sus rabiosos celos de Eva Neidorf («Su Alteza», la llamaba, aunque sólo cuando estaba solo o con sus mejores amigos) y de la relación especial que la unía al «viejo Ernst», como Linder lo llamaba a sus espaldas, odiándose mientras lo hacía, porque era consciente de que con esa familiaridad trataba de impresionar a los miembros más jóvenes; y eso también estaba dispuesto a reconocerlo.

Se levantó de la cama, se arropó con su vieja bata de lana, haciendo caso omiso del desagradable olor a sudor rancio que desprendía, y se rindió al monstruo verde de la envidia.

No, el anciano no le inspiraba la menor lástima. Se lo tenía bien merecido. Si le hubiera tomado a él bajo su protección en lugar de a Su Alteza, se habría evitado todo aquel sufrimiento. Joe tenía la convicción de que los ángeles sólo existían en el cielo y, ahora, Eva Neidorf se lo había demostrado. Nadie se habría tomado el trabajo de asesinar a Joe Linder, por ejemplo. Qué habría hecho Neidorf, se preguntó, para desatar tanta violencia en un miembro de un grupo que era el mayor paladín del orden y el control social. Joe siempre había sospechado que las personas que se ocultan tras una fachada de frialdad y formalidad, como Neidorf, debían de tener vicios terribles que esconder. Ni siquiera ahora, después de su muerte, permitirían que Joe se convirtiera en analista instructor. Aun cuando Rosenfeld viera por fin realizado su sueño de llegar a presidir el Comité de Formación, no tendría el valor, ni quizá el deseo, de reconocer la capacidad profesional de Joe.

Hacía frío. Se ciñó el cinturón, se subió el cuello de la bata y entró en la cocina arrastrando los pies. La pila estaba llena de platos, como de costumbre, y una cucaracha gigantesca avanzaba lentamente desde la nevera hacia la barra de mármol. Los platos grasientos se quedarían en la pila hasta que la asistenta llegara el lunes si Joe no los lavaba. Lanzó un juramento al no encontrar ni un solo vaso limpio; después sacó la leche de la nevera y la vertió en un vaso con restos del cacao que Daniel había tomado para cenar y, a continuación, se encaminó al cuarto de estar, que estaba separado de la cocina por un tabique bajo. Se dejó caer en el sillón que había frente a la televisión, estiró las piernas, encendió la lamparita para leer, colocó el vaso sobre la mesa que estaba a su lado y, una vez más, se dispuso a abordar el controvertido libro de Janet Malcolm
En los archivos de Freud.

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