El asesinato del sábado por la mañana (5 page)

BOOK: El asesinato del sábado por la mañana
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Después salieron fuera del radio de audición de Gold. Ohayon y los jefes del distrito y del subdistrito se dirigieron a la puerta, donde estalló un alboroto. Gold vio cómo los rodeaba una turbamulta de gente indignada exigiéndoles información a voz en cuello. Oyó al comisario del distrito alzando la voz para decir casi a gritos: «Señores, señores. Cálmense, por favor». Y después: «Éste es el inspector jefe Ohayon. Es el oficial que está a cargo de la investigación y responderá a todas sus preguntas a su debido tiempo». Y diciendo esto, se apresuró a salir de escena, dejando tras de sí una multitud impaciente.

Se hizo un silencio cargado de tensión que, a todas luces, no iba a durar más de unos segundos. Como si lo hubiera intuido, Ohayon se volvió hacia el profesor Hildesheimer, que estaba detrás de él, y le pidió que explicara a sus colegas lo que había sucedido. Le rogó que no entrara en detalles y se limitara a exponer los hechos esenciales. Gold observó a la gente entrando en el edificio y ocupando las sillas que había colocado horas antes. No se oía una sola palabra. Hildesheimer esperaba pacientemente junto a la mesita que debía haber ocupado la conferenciante.

Gold no pudo escuchar la explicación de Hildesheimer porque el inspector jefe escogió aquel momento para abordarlo y preguntarle con mucha cortesía si podía hablar con él durante unos minutos en alguna de las habitaciones; y, sin esperar a que le respondiera, abrió la puerta del «despacho de Fruma».

Además del diván y del asiento del analista situado detrás de él, en el cuarto había dos butacas, que si bien solían estar en un rincón, ahora estaban colocadas formando un ángulo de cuarenta y cinco grados. Esa disposición particular era la que siempre se utilizaba en la entrevista preliminar entre un paciente y su analista, la entrevista previa al inicio del tratamiento, y con ella se pretendía que, si así lo deseaba, el paciente no tuviera que mirar directamente al terapeuta. El analista siempre se sentaba en la butaca más cercana a la puerta. Y eso también tenía su razón de ser. Ahora, Ohayon tomó asiento en esa butaca, indicando a Gold que ocupara la otra. A Gold no se le ocurrió ninguna forma de manifestar una protesta. Ni siquiera habría sabido decir contra qué quería protestar exactamente; pero sí tenía plena consciencia de la formidable rabia que iba acumulándose en su interior contra aquel intruso displicente y relajado que, a sus ojos, había comenzado a representar la transgresión de todas las normas.

Al principio se produjo un silencio entre ambos durante el cual Gold se fue poniendo más y más tenso, sabiendo a ciencia cierta que el policía cada vez estaba más relajado. De pronto, el rostro de Ohayon le pareció tan feroz como el de una pantera, pero, en ese mismo instante, la voz queda y educada del inspector jefe irrumpió en sus pensamientos, refutando sus miedos y demostrando lo que en realidad eran: una proyección, así lo habrían expresado él y sus colegas; la proyección de su propia ansiedad sobre la persona que tenía enfrente. Una voz agradable y reposada le pidió que relatara los sucesos de aquella mañana con el mayor detalle y la mayor precisión posibles.

Gold tenía la garganta reseca y acartonada, mas como en aquel momento era impensable salir de la habitación a por algo de beber, carraspeó y trató de comenzar a hablar. Hubo de empezar la frase repetidas veces antes de pronunciar un sonido inteligible. Todavía le palpitaban las sienes debido a los restos de la migraña, que amenazaba con recrudecerse en cualquier momento. Ohayon dio muestras de una paciencia enorme. Recostado en la butaca, lo escuchó atentamente, con las piernas estiradas y los brazos cruzados; no abrió la boca hasta que fue evidente que Gold no tenía nada más que añadir. Entonces preguntó:

—Y cuando llegó aquí esta mañana, ¿no vio a nadie en los alrededores?

Gold revivió la imagen de la calle desierta y el gato negro, y negó con la cabeza.

Ohayon le preguntó si había visto algún coche. Gold le explicó que, como el Instituto estaba en lo alto de una cuesta, un vistazo bastaba para divisar toda la calle, y que no había habido ningún coche en las inmediaciones. No tuvo problemas para aparcar, comentó secamente. Y, entonces, el inspector jefe inició una lenta y enervante reconstrucción de los hechos de la mañana, que se prolongó durante más de una hora.

Después Gold le hablaría a Hildesheimer de la humillación de haberse sentido como un sospechoso, obligado a demostrar que estaba diciendo la verdad; de las trampas que le tendió el inspector en un intento de sorprenderle en una contradicción; de las innumerables veces que le había pedido que explicara por qué se ofreció a preparar el edificio antes de la conferencia, que describiera todos y cada uno de sus movimientos desde que se levantó por la mañana, así como los de la noche de la víspera, que dijera dónde había adquirido sus conocimientos sobre armas de fuego (en su unidad de la reserva del ejército).

—Y todo lo imaginable —se quejó Gold aquella noche a su mujer—. No hubo nada sobre lo que no me interrogara; siguió insistiendo e insistiendo hasta que al final ni yo mismo estaba seguro de lo que era verdad y de lo que no lo era. Cuando terminó de darme el repaso, no quedó ni un minuto de la mañana sin examinar: que si había visto alguna huella, que si yo había dejado alguna huella, que si había visto un revólver, ¡que si había disparado un revólver!... Y, después de todo, ¡me quedé con la sensación de que no me creía!

Sólo cuando Ohayon le preguntó qué coche tenía la doctora Neidorf y Gold le describió minuciosamente su Peugeot blanco, el modelo, el año de fabricación, todo, sólo entonces comenzó a sentir que el interrogatorio cambiaba de rumbo.

—Hacia el final empezó a fastidiarme un poco menos —murmuró tumbado en la cama, escuchando la lluvia. Mina ya estaba profundamente dormida.

En su opinión, le preguntó el policía, ¿cómo habría llegado al Instituto la doctora Neidorf y dónde habría aparcado su coche?

No tenía ni idea. Quizá la hubiera traído alguien, dijo Gold, e inmediatamente se arrepintió, sin saber por qué. Se apresuró a añadir que quizá habría venido en taxi o andando. Neidorf vivía en la calle de Lloyd George, en la colonia alemana, a quince minutos a pie desde el Instituto. Le encantaba tomar un atajo que bordeaba el antiguo hospital de leprosos y después pasaba ante el teatro Jerusalén.

En ese punto comenzó a explicar que Neidorf había estado una temporada en Chicago y había regresado el día anterior, y después de especular sobre la posibilidad de que le hubiera dejado el coche a su hijo sospechó que estaba hablando demasiado y se quedó callado.

Entonces Ohayon le preguntó si podía contarle algo sobre la personalidad de Neidorf, e hizo hincapié en que debía decirle cualquier cosa que se le pasara por la cabeza; todo tenía importancia. Gold no daba crédito a sus oídos. La expresión «cualquier cosa que se le pase por la cabeza» era una de las frases clave utilizadas por los psicoterapeutas en el proceso analítico. Lanzó una mirada recelosa al rostro de Ohayon, intentando verificar si estaba burlándose de él o parodiándolo, pero no descubrió ninguna señal de ese tipo.

Gold sugirió que le hiciera esa pregunta al doctor Hildesheimer. En un principio planteó la sugerencia con agresividad, pero al ver que Ohayon no reaccionaba ante la agresión, pasó a explicarle que Hildesheimer conocía muy bien a la doctora Neidorf; de hecho, la conocía mejor que nadie. Entonces Ohayon sonrió por primera vez, una sonrisa indulgente, y dijo que ciertamente también se lo preguntaría al doctor Hildesheimer.

Gold comenzó a cavilar sobre lo que el policía sabría de él y sobre cuáles habrían sido sus fuentes de información. Recordaba que Ohayon se había encerrado en el cuarto pequeño con Hildesheimer; el viejo seguramente le habría facilitado su nombre y le habría informado acerca del carácter de la relación profesional que Gold mantenía con Neidorf, y también le habría revelado que había sido él quien había descubierto el cadáver. Ohayon guardaba silencio, pero era evidente que iba a insistir en que le hablara de Neidorf. No tenía sentido discutir.

Gold comenzó refiriéndose a la categoría profesional de la doctora. Hablando en presente, dijo que era una analista veterana, miembro del Comité de Formación del Instituto, una profesora con mucha experiencia y también..., y ahí hizo una breve pausa, y después decidió no molestarse en dar explicaciones; y lo que era más importante, una analista instructora.

Ohayon lo detuvo con un gesto y le pidió que le explicara qué significaba esa expresión.

Un analista instructor era el que estaba capacitado para tratar a quienes aspiraban a pertenecer a un instituto psicoanalítico, dijo Gold, y agregó con cierto orgullo que no había más que unos cuantos en el mundo entero, y que en Israel se contaban con los dedos de una mano.

¿Cómo se llegaba a ser analista instructor?, inquirió Ohayon, ¿y por qué era necesario recibir ese tipo de instrucción? Le quedaría muy agradecido si se lo explicaba todo pausadamente, añadió en tono de disculpa, ya que no estaba familiarizado con esa terminología.

Entonces, por primera vez desde el descubrimiento del cadáver de Neidorf, Gold se sintió relajado, hasta cierto punto al menos, y se lanzó a dar una explicación exhaustiva. La formación de los aspirantes a ingresar en el Instituto incluía el requisito de someterse a un análisis. A los candidatos no se les permitía comenzar a tratar pacientes si ellos mismos no estaban analizándose: Gold había dado con la fórmula que parecía resumir la cuestión.

Michael Ohayon, que, sin apartar la vista de Gold, estaba jugueteando con una caja de cerillas que había sacado de su bolsillo, preguntó cuánto duraba ese proceso, una pregunta que hizo sonreír a Gold. Respondió que eso dependía. A veces cuatro años, a veces cinco o seis, a veces siete.

—¿Y cuánto dura el período de formación en el Instituto? —preguntó el policía.

Volviendo a sonreír ante aquella pregunta, Gold dijo que, con un gran esfuerzo, era posible completar la formación en siete años. En ese punto dirigió la mirada hacia Ohayon y le preguntó vacilante si no sería adecuado que tomara notas, dada la complejidad del tema.

El inspector jefe respondió que, de momento, no estimaba necesario tomar notas. Sintiéndose humillado, Gold enmudeció y se quedó a la espera.

La puerta se abrió, el fotógrafo entró y dijo que, en su opinión, ya había concluido su labor y preguntó si hacía falta que se quedara.

—Sólo hasta que se la lleven —respondió Ohayon, y Gold sintió un escalofrío.

Después una voz de mujer dijo desde el umbral:

—Michael, ya he terminado. ¿Quieres algo más? —Ohayon giró la cabeza y Gold también dirigió la vista hacia el semblante franco y de mejillas sonrosadas que no conseguía asociar a la profesión elegida por la dueña del rostro. Cuando Ohayon respondió con una negativa, la mujer añadió—. Por lo que a nosotros se refiere, la habitación queda a tu disposición. Le he pedido a Lerner que se ocupe de que no entre nadie. Si necesitas algo más, ya sabes dónde voy a estar —Ohayon se levantó y se dirigió a ella, la agarró del brazo y se la llevó fuera. Gold oyó su voz vivaracha y jovial diciendo—: El forense también se quiere marchar.

A continuación la puerta se cerró. Un momento después se abrió de nuevo y el inspector jefe volvió a sentarse frente a Gold, en ángulo de cuarenta y cinco grados.

La reacción que Gold solía observar ante el tipo de información que acababa de facilitarle a Ohayon era casi invariablemente una mezcla de asombro, incredulidad y regocijo. Cuando hablaba sobre la duración y el carácter de la formación impartida en el Instituto a algún «extraño», como él los llamaba, primero venían las preguntas y después las bromas, tan predecibles unas como las otras: «¡Hay que estar loco para hacer algo así!». «Quien esté dispuesto a pasar por eso, realmente necesita psicoanalizarse.» Los peores eran sus amigos médicos, sobre todo los que se habían especializado en psiquiatría sin elegir la vertiente psicoanalítica. Gold estaba acostumbrado a oír comentarios como: «Y eso después de pasar tantos años estudiando medicina y especializándote; hay que estar loco. Fíjate en mí... Ya soy director del departamento de Psiquiatría». Ése era el estilo de las respuestas a las que se había acostumbrado. Sus padres, por ejemplo, nunca habían llegado a comprender bien en qué consistía realmente su trabajo.

Pero Ohayon no reaccionó como los demás. No hizo un solo comentario sarcástico ni una sola broma, ni expresó el menor asombro..., sólo interés puro y llano. Estaba tratando de familiarizarse con el tema y comprenderlo, ni más ni menos.

Sin embargo, por alguna razón misteriosa, el policía conseguía que Gold se sintiera inseguro. Con la actitud de un estudiante aplicado, le pidió a Gold que continuara describiendo el proceso de aprendizaje y le recordó que la pregunta era: ¿Cómo se llegaba a ser analista instructor?

Sobreponiéndose una vez más a sus aprensiones, Gold se atrevió a preguntarle por qué le interesaba tanto esa cuestión si, al fin y al cabo, no tenía nada que ver con el asunto.

Por toda respuesta, Ohayon expresó sus expectativas con la paciencia de alguien que sabe que acabará por conseguir lo que quiere y, una vez más, Gold comprendió que había hablado más de la cuenta; era el mismo tipo de tensión y de inseguridad que en algunas ocasiones sentía en presencia de Hildesheimer.

—Bueno —dijo, vacilante—, en principio, el Instituto acepta como candidatos a los psiquiatras y psicólogos clínicos que tengan algunos años de experiencia —y añadió en seguida—: pero tampoco es que acepte a todos.

—¿Cuántos son aceptados? —fue la siguiente pregunta de Ohayon, que, sin retirar la mirada del rostro de Gold ni un instante, no paraba de juguetear con la caja de cerillas. Gold respondió que, como máximo, quince cada curso—. Cada curso; ¿los cursos son anuales? —preguntó Ohayon, y a continuación vació la caja de cerillas sobre la mesa que estaba entre ellos. Sacó del bolsillo de su camisa un despachurrado paquete de tabaco y encendió un cigarrillo. Utilizó la caja de cerillas a modo de cenicero.

No, no eran anuales. Los cursos duraban dos años, respondió Gold mientras rechazaba el maltrecho cigarrillo que le ofrecían. No había fumado nunca, explicó; en sus treinta y cinco años de vida jamás había tocado un cigarrillo.

El inspector jefe le indicó con un gesto de la mano que prosiguiera y Gold trató de retomar el hilo de su explicación. A través de la puerta llegaba el sonido de voces amortiguadas. Se sentía cansado, muy cansado, y le habría gustado estar al otro lado de la puerta, en compañía de quienes habían llegado al Instituto un par de horas más tarde que él.

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