El asesinato del sábado por la mañana (8 page)

BOOK: El asesinato del sábado por la mañana
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En el Centro de Control no lograban entender por qué la radio de Michael no había captado ningún mensaje hasta que llegó a Motza, el suburbio más próximo a Jerusalén. Se suponía que la frecuencia de emisión, como le recordó Naftali desde el Control, llegaba hasta Tel Aviv. Michael no le explicó el motivo: sólo había tenido que apretar el botón correcto para poder disfrutar de un rato a solas. Mientras trataba de ordenar sus ideas se vio arrastrado hacia su mundo interior y fue como si entre Tel Aviv y Jerusalén no mediara ninguna distancia. Su vida ya era bastante difícil sin la investigación que le había caído en suerte, pensó rebelándose contra el destino.

La mujer de la que estaba enamorado le había dicho en cierta ocasión que sólo quien lo conociera íntimamente podía advertir cuándo estaba preocupado: se le notaba cada vez más ausente, los ojos se le ponían vidriosos y sus reacciones se volvían mecánicas. «Estás desvaneciéndote otra vez; no tardarás en desaparecer por completo», le habría dicho aquella mujer si hubiera estado con él en el coche en ese momento. Michael conducía automáticamente, olvidado de los vehículos que transitaban por la carretera; ponía el intermitente, adelantaba y se ajustaba al límite de velocidad de manera inconsciente.

La semilla de la añoranza por aquella mujer fue hinchándose y creciendo en su interior, hasta que a la entrada de Abu Ghosh incluso creyó percibir un leve eco de su aroma en el coche. Al fin encendió la radio para escapar de la nostalgia y del dolor. Nunca se citaban los sábados; tal como ella lo había expresado años atrás: «Los ladrones no se reúnen el día del sabbath», y no se había reído al decirlo.

Desde el Control le dijeron que habría que revisar su radio en cuanto llegara. Michael les dio la razón.

—Vayamos al grano —dijo Naftali—, te están buscando, todo el mundo te está buscando; los chicos de tu equipo y también un tipo de apellido muy largo que no para de llamar para hablar contigo.

Michael quiso saber el apellido de la persona que le estaba llamando; Naftali lo dijo a trompicones y después lo deletreó, y Michael comentó que conocía a la persona en cuestión.

Le pidió a Naftali que les dijera a los miembros del equipo de investigaciones especiales que se pondría en contacto con ellos desde la ciudad para informarles de su paradero, y luego le preguntó qué quería Hildesheimer.

—No lo ha dicho. Pero me ha dejado su número de teléfono.

Michael le pidió que se lo diera. Ya eran las ocho y media y la ciudad estaba llena de gente. Los sábados por la noche no eran el mejor momento para conducir por el centro de Jerusalén y Michael se desvió por Narkis, una bocacalle tranquila, y empezó a buscar una cabina telefónica.

Perdió tres fichas antes de encontrar un teléfono que funcionara. Hildesheimer respondió a la llamada como si la hubiera estado esperando con la mano en el auricular. Después de disculparse por lo tardío de la hora y por las molestias que estaba causándole, el anciano le preguntó si podría verlo. Michael quiso saber dónde le vendría bien citarse y el anciano inquirió dubitativamente desde dónde lo estaba llamando. Al final, el inspector jefe Ohayon se encontró de camino hacia el domicilio de Hildesheimer, situado en la calle Alfasi, en el corazón de Rehavia, que estaba a unos minutos de distancia.

Tal como podría haberlo imaginado, el piso de Hildesheimer estaba en una de las viejas casas ocupadas por los inmigrantes alemanes que llegaron al país en los años treinta. A diferencia de otros muchos edificios comprados por los acaudalados judíos ortodoxos de Estados Unidos que habían hecho Aliyah
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después de 1967, la casa del psicoanalista no estaba rehabilitada.

En el primer piso del edificio de tres plantas, una pequeña placa anunciaba: «Profesor Ernst Hildesheimer, psiquiatra, especialista en enfermedades nerviosas y en psicoanálisis».

Después de llamar al timbre una sola vez, le abrió la puerta una mujer con la cabeza cubierta por una apretada mata de rizos grises y cuyos ojos azules eran penetrantes y hostiles. Resultaba imposible adivinar su edad o imaginar si alguna vez había sido hermosa. Su aspecto daba a entender que nunca se había preocupado por detalles como la edad o la belleza.

Con pronunciado acento alemán, la mujer le dijo que el profesor lo aguardaba en su estudio. Condujo a Michael hasta allí con la misma expresión que habría puesto si le hubieran estado retorciendo el brazo, mirando hacia atrás por encima del hombro de tanto en tanto y mascullando de manera ininteligible.

Hildesheimer abrió la puerta del estudio y le presentó a Michael a su mujer, a la que le pidió que les trajera algo de beber. La petición fue acogida con un gruñido, que hizo sonreír de oreja a oreja a Hildesheimer. A Michael, la esposa del profesor le inspiraba un sentimiento muy cercano al pavor.

Mientras se dirigía a uno de los dos sillones que su anfitrión le había indicado, Michael comenzó a escudriñar la habitación. Había unas cuantas estanterías, todas repletas de libros, y, en un rincón, un escritorio grande y anticuado de madera oscura y compacta. Un grueso cristal verde cubría la parte superior del escritorio, y encima de él se veía un fino folleto de tapas verdes puesto boca abajo. A pesar de su gran agudeza visual, Michael no logró leer el título. Desvió la vista hacia el diván, que tenía aspecto de ser muy cómodo, y de allí al sillón de cuero de estilo escandinavo que había detrás. Ese sillón era la única pieza moderna del mobiliario que había en la habitación.

Michael alzó la mirada y la dirigió hacia los cuadros colgados entre las estanterías: pinturas de tonos apagados entre las que distinguió un retrato de Freud, un boceto hecho a lápiz y varios óleos de paisajes extranjeros. Sólo después de enfrascarse en desentrañar los títulos grabados en letras de oro en los volúmenes de cuero de la estantería situada detrás del sillón escandinavo, y de descubrir el nombre de Arnold Toynbee junto al de Goethe, advirtió de pronto la mirada de Hildesheimer posada en él. Sentado justo enfrente, el anciano esperaba pacientemente a que terminara de inspeccionar su estudio.

Avergonzado, Michael preguntó si el doctor Hildesheimer quería hablar con él de algo en particular.

Hildesheimer cogió un gran manojo de llaves que estaba sobre la mesa situada entre los sillones y se lo tendió, diciendo que esas llaves, que estaban enganchadas a un bonito llavero de cuero finamente repujado, habían pertenecido a Eva Neidorf y que las habían encontrado junto al teléfono de la cocina del Instituto. Se las había guardado en el bolsillo después de cerrar el candado del teléfono con la intención de entregárselas por la mañana, pero después se olvidó de ellas. Las últimas palabras fueron pronunciadas con desolación y perplejidad. Era evidente que el profesor Hildesheimer no estaba acostumbrado a olvidarse de nada.

Había estado intentando ponerse en contacto con el inspector jefe Ohayon desde el mediodía... —se acordó de las llaves en cuanto llegó a casa— pero había sido imposible localizarlo, prosiguió diciendo en tono de disculpa.

Michael parecía más interesado en el teléfono que en las llaves. ¿Qué relación había entre ambos? ¿Tenía un candado el teléfono del Instituto?

Sí, tenía un candado, respondió el anciano. En los últimos tiempos habían decidido instalarlo y distribuir llaves entre los miembros del Instituto y también entre los candidatos, porque sencillamente no podían permitirse pagar las facturas de teléfono, que eran «algo escandaloso».

No, tenía que admitir que la situación no había mejorado desde que se instaló el candado. La pregunta de Michael le arrancó una sonrisa que hizo resplandecer su redondo semblante con inocencia infantil.

No, los miembros del Instituto y los candidatos eran los únicos que podían entrar en el Instituto, ya que tenían las llaves de la entrada además de las del teléfono.

—¿Y qué me dice de los pacientes? —preguntó Michael, haciendo lo posible por desentenderse de la oleada de afecto hacia el anciano que le iba inundando por momentos.

Hildesheimer respondió que los pacientes no tenían llaves; los terapeutas les abrían la puerta y les acompañaban a la salida al término de las sesiones. Sea como fuere, sólo los candidatos recibían a sus pacientes en el Instituto, y, en los últimos tiempos, debido a problemas de espacio, también se había permitido a los candidatos con cinco años de antigüedad trabajar fuera del Instituto.

La puerta se abrió, dando paso a la señora Hildesheimer, que venía cargada con una bandeja; un cacao caliente para su marido, cuyo aroma impregnó la habitación, y un té con limón servido en un delicado vaso de cristal para Michael. También traía galletas. Le dieron las gracias y ella se marchó mascullando, llevándose la bandeja.

Fuera se había desatado un vendaval y, a través de la ventana, cuyos postigos verdes de hierro estaban abiertos, se veían relámpagos. Bebieron en silencio, sin hacer ningún comentario sobre cómo había cambiado el tiempo.

Hildesheimer apoyó la barbilla en la mano y dijo, como si estuviera hablando consigo mismo, que llevaba todo el día preocupado por la cuestión de las llaves.

—En primer lugar —dijo—, es muy raro que Eva se dejara las llaves en la cocina. Por lo general los analistas —volvió a sonreír— son gente compulsiva, y ella —la sonrisa se desvaneció— era particularmente compulsiva y ordenada, de manera que habría sido algo inusitado que no cerrara el candado del teléfono, que se olvidara las llaves, a menos que... —y se quedó callado—. A menos que —repitió con aire pensativo— en ese momento alguien llamara a la puerta. No una persona cualquiera, sino alguien con quien hubiera concertado una cita y a quien no quisiera hacer esperar. De otra manera, no lo puedo comprender.

—Alguien que no tenía la llave de la entrada —apuntó Michael—. O, tal vez, alguien que prefirió no usar su llave...

—Y en segundo lugar —Hildesheimer siguió testarudamente el curso de sus propios pensamientos—, ¿por qué no hizo esa llamada desde su casa antes de salir? Lo que nos lleva de nuevo a preguntarnos —se enderezó en su asiento— con quién se había citado, por qué en el Instituto y a quién llamó —enunció las preguntas de un tirón, sin detenerse a respirar—. La cuestión de la hora también me tiene inquieto —dijo con un suspiro—. ¿A quién pudo llamar tan temprano por la mañana, y además un sábado? No debió de llamar a ningún familiar; esa llamada la habría hecho desde casa; y tampoco me llamó a mí. Así que, ¿a quién llamó? Aparte de que me sentía muy unido a ella —prosiguió diciendo con lágrimas en los ojos—, me temo que lo que ha sucedido destruya el Instituto, su vida interior, el sentimiento de pertenencia que inspira a la gente. Quiero que el asunto se resuelva lo más deprisa posible —dijo en tono emocionado—. Y tenía mucho interés en consultarle una cosa: según su experiencia, inspector jefe Ohayon, ¿cuánto puede durar una investigación de esta índole?

Michael guardó silencio. Al cabo de un rato hizo un ademán con la mano y dijo que el caso llevaría su tiempo, desde luego, un tiempo que no se podía precisar. Quizá un mes, si alguien se ponía en evidencia, y, en caso contrario, tal vez un año.

Pese a la confusión sentida cuando el anciano se enjugó los ojos con la mano, Michael no apartó de él la mirada.

—Tengo que hacer hincapié —dijo Hildesheimer— en que estoy convencido de que no ha sido un suicidio.

Michael asintió con la cabeza y dijo que, a la luz de todo lo que había oído, le parecía una conjetura razonable, aunque en algunos casos era más fácil aceptar la idea de que se había producido un asesinato, o un homicidio, que un suicidio.

—Como en el caso de que una psicoanalista con mucha experiencia se suicide —dijo esforzándose en hablar con delicadeza.

—Ya ha ocurrido antes —le interrumpió Hildesheimer—. No era una psicoanalista veterana, desde luego; estaba dando los primeros pasos en la profesión, pero ya había tenido tres casos entre manos. Fue un golpe muy duro, durísimo. Tratamos el asunto con la mayor discreción posible, fue una conmoción, no puede negarse que lo fuera —suspiró—. Ocurrió hace bastantes años, cuando yo era más joven y quizá menos vulnerable. Y ahora me cuesta enormemente aceptar el hecho de que Eva nos ha dejado. Y no sé —prosiguió bajando la voz casi hasta un susurro— si no es todavía más difícil, o al menos igual de difícil, acostumbrarme a la idea de que hay un asesino entre nosotros.

—Tal vez —le corrigió Michael.

—Según los indicios de los que disponemos en este momento... —el anciano formuló aquella salvedad de una manera distinta pero no más consoladora.

Michael guardó silencio. Un silencio solidario, atento. Sabía cómo ejercer presión cuando era necesario. Había quien aseguraba que verlo en acción era un espectáculo que no resultaba fácil de olvidar. Pero, en aquel momento, sintió que debía proceder con toda delicadeza, pues ésa era la única manera de conectar con la persona que tenía enfrente y percibir esos detalles aparentemente triviales que se dicen entre líneas y a veces se callan y que, a la larga, proporcionan la clave para resolver un misterio. También estaba en juego lo que él llamaba en privado sus «necesidades históricas». Es decir, la necesidad del historiador de formarse una idea de conjunto, de ver todo lo que afecta a los seres humanos en el marco de un proceso global, como un proceso histórico que posee sus propias leyes y que, como nunca se cansaba de explicar, nos concede los medios para llegar al centro de un problema cuando logramos comprender su significado.

En la fase inicial de una investigación, el aspecto fundamental, repetía Michael Ohayon a sus subordinados, sin lograr definir con precisión lo que quería decir pero demostrándolo en la práctica..., el aspecto fundamental, afirmaba obstinadamente, era comprender a las personas implicadas en el caso. Aun cuando, en un principio, ese conocimiento no pareciera desempeñar ningún papel en la investigación. Y por eso, él siempre intentaba penetrar hasta el fondo del mundo emocional e intelectual que estaba investigando. Esta tendencia se manifestaba superficialmente en el hecho de que las investigaciones que tenía a su cargo arrancaban muy despacio, en opinión de sus superiores. Ahora, por ejemplo, no intentó ponerse en contacto con los miembros de su equipo, ya que, aun cuando fueran a comunicarle un nuevo indicio, para él lo principal era ver a Hildesheimer. No quería escuchar una información que lo obligara a interrumpir su conversación con el anciano. Sabía que charlar con Hildesheimer lo ayudaría a comprender el espíritu del lugar donde se había producido el asesinato y las fuerzas que movían a los personajes mejor que cualquier descubrimiento de la investigación de campo. Como es natural, estaba experimentando un conflicto; estaba tenso y sospechaba que habría de pagar un precio por su ausencia: se vería obligado a dar explicaciones sobre su comportamiento y sabía de antemano que no lo comprenderían. Shorer, su superior inmediato, siempre estaba criticando sus «excentricidades». Pero él estaba convencido de que tenía razón: había que empezar despacio, haciendo una especie de introducción teórica, y sólo más adelante acelerar el proceso todo lo posible.

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