El asesinato del sábado por la mañana (15 page)

BOOK: El asesinato del sábado por la mañana
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También había noches diferentes. No abundaban, pero las había.

A veces disfrutaba teniendo gente a su alrededor, mucha gente. Hacía dos semanas había celebrado una fiesta en honor de Tammy Zvielli, el sábado en que a Tammy le tocó hacer la presentación de un caso, después de la votación. Acudieron todos y Joe preparó su ponche especial, que, como de costumbre, tuvo un efecto desinhibidor. Dalya cumplió con su papel de anfitriona. Fue una breve tregua. Joe abrazaba a todo el mundo y los quería a todos; hasta su dolor de espalda se desvaneció a pesar del frío y de que estuvo sentado en la terraza. Fue como si las bromas y el sentimiento de compañerismo caldearan la atmósfera.

Hildesheimer no había ido (nunca participaba en los acontecimientos sociales, porque «ése es precisamente el tipo de situación que echa a perder la transferencia» y, en las fiestas de Joe, siempre había algún paciente) y Eva tampoco fue, con lo que Joe no estuvo cohibido.

Ya de madrugada llegó el momento culminante de la fiesta, cuando sólo quedaban los jóvenes, la gente que todavía veía a Joe como un objeto digno de admiración. Entonces dio lo mejor de sí mismo: estuvo ingenioso, ocurrente y desbordante de humor. Incluso a Yoav, que también había ido porque era amigo de Tammy, se le veía animado. Ni siquiera el momento en que todos se retiraron y Joe se quedó solo entre los vasos de papel y los restos del ponche le entristeció. Revivió el placer de sentirse admirado sin reservas y se regodeó con su triunfo.

Exhaló un suspiro y se levantó del sillón. Se dirigió automáticamente hacia la estantería y, casi sin mirar, cogió un libro de suaves tapas de cuero cuyos desgastados cantos habían sido dorados en su día. Había memorizado todas sus páginas, hasta la última línea. Circulaba la leyenda de que Deutsch le había puesto como condición para aceptarlo en el Instituto que aprendiera alemán. Y, por su parte, Joe Linder cultivaba de buena gana cualquier fantasía que lo convirtiera en centro de atención y proyectara una imagen suya especial e interesante. La fluidez con que hablaba alemán era motivo de admiración general en el Instituto. Pero, en realidad, el alemán era su lengua natal, la lengua que hablaba con sus padres, un matrimonio judeoalemán que había emigrado a Holanda.

En sus momentos más bajos Joe se refugiaba en la poesía alemana, era su consuelo secreto. El libro se abrió por el poema de Hölderlin «La mitad de la vida»; se lo sabía de memoria, pero le gustaba contemplar las letras góticas, los versos, y acariciar el papel fino y delicado.

Joe tenía dos secretos, dos islas radiantes: el amor que le inspiraba su primera mujer, perdida para siempre, y su amor a la poesía.

Pero en esta ocasión Hölderlin no le trajo ningún consuelo y sintió un nudo en la garganta mientras contenía las lágrimas, unas lágrimas para las que no hallaba salida.

A las tres y media de la mañana vio en su pequeña agenda que no tenía ninguna cita antes de las nueve. La idea de tomar una pastilla para dormir se convirtió en decisión. Marcó el 174 y, a continuación, el teléfono de su casa, y pidió que lo despertaran; después entró en el dormitorio con un vaso de agua en la mano y abrió el cajón de la mesilla de noche donde guardaba los somníferos.

Encendió la lamparita y estiró los dedos buscando a tientas las pastillas. Rosenfeld le abastecía regularmente de ellas sin dejar de repetirle: «En casa del herrero, cuchillo de palo.

¿No podrías ir a ver a alguien en lugar de vivir a base de esta porquería?».

En esta ocasión Joe Linder sentía que estaba obrando con toda rectitud: hacía dos semanas que no recurría a los somníferos. Había sido una jornada dura, pensó mientras se tragaba la pastilla y volvía a colocar el bote en el cajón. Después apagó la luz y aguardó a que se produjera el milagro.

Pero cuando se disponía a esperar que la pastilla hiciera efecto se dio cuenta de que había notado algo extraño mientras tentaba el contenido del cajón. Algo con lo que siempre solía topar no estaba en su sitio.

Más adelante, Joe Linder diría que, con el paso de los años, iba advirtiendo cuánta razón había tenido Freud al afirmar que nada era accidental. Sólo el determinismo podía explicar por qué recordó la pistola esa noche y no la noche anterior.

En cuanto comprendió qué era lo que faltaba, volvió a encender la luz, se levantó de la cama, sacó el cajón y lo vació. No encontró lo que estaba buscando. Ni tampoco lo halló en el segundo cajón, ni en ningún otro sitio del dormitorio.

Pero el somnífero comenzaba a hacerle efecto y su cuerpo se iba relajando y volviéndose pesado. Mientras regresaba a la cama pensó que podía dejarlo todo para la mañana siguiente y se durmió con la segunda estrofa de «La mitad de la vida» reverberándole en la cabeza: ¡Ay de mí!, ¿dónde recogeré flores en invierno? ¿Dónde el resplandor del sol y las sombras de la tierra? Los muros se alzan mudos, fríos, y las veletas chirrían en el viento... Durmió profundamente hasta que lo despertó el timbre del teléfono, que en su sueño se fundió con la alarma del coche que le estaban robando.

Levantó el auricular y le informaron de que eran las siete y treinta y uno; se quedó sentado en la cama, meditando cómo iba a anular su primera cita de la mañana para tener tiempo de ir a la comisaría a dar parte de la desaparición de la pistola.

7

La mañana del sábado en que se descubrió el cadáver de Eva Neidorf en el Instituto los pacientes del ala de aislamiento del hospital Margoa recibieron permiso para salir al jardín. Mas a pesar de las exhortaciones de la enfermera del ala («Venid a ver qué día tan maravilloso hace»), los internados en la sección IV de hombres se sentían inclinados a quedarse en la cama. La enfermera Dvora fue de cama en cama tratando de convencerlos de que se levantaran y salieran a tomar el sol. Sólo dos pacientes se dejaron convencer: Shlomo Cohen y Nissim Tubol. Se levantaron torpemente de la cama y cruzaron la gran sala uno detrás del otro, como sonámbulos, deteniéndose al llegar a la puerta, cegados por el sol.

Al mismo tiempo, en el jardín que rodeaba el hospital, Alí, el jardinero árabe, que vivía en el campo de refugiados de Dehaisha, iba de un rosal a otro, recogiendo sin prisa la basura y las hojas secas con ayuda de una pala para tirarlas en un cubo que arrastraba tras de sí. De vez en cuando levantaba la cabeza y contemplaba a través de la valla los coches que pasaban por la calle. Había empezado a trabajar a primera hora de la mañana y, para cuando llegó a la elevada cerca que separaba el hospital de la calle, ya eran las diez. Alí trabajaba los sábados en lugar de los domingos desde hacía unos meses. Después de ocuparse de sus tareas discretamente durante un año sin pedir nunca nada, había logrado persuadir al encargado de mantenimiento de que se hiciera esa salvedad con él. Era un acuerdo del que nadie ajeno al hospital tenía noticia. Al encargado de mantenimiento le daba miedo la posible reacción del Ministerio de Sanidad ante una violación tan flagrante del sagrado deber de descansar el sabbath. Según los registros y la nómina del hospital, el jardinero trabajaba los domingos. Y no es que Alí fuera un devoto cristiano, como había alegado; sencillamente quería quedarse en casa y divertirse con los amigos, cuyo día libre era el domingo.

Le encantaba el profundo silencio que envolvía el jardín del hospital los sábados. La calle también estaba tranquila los días laborables, pero los sábados apenas si se veía pasar un coche.

Aquel sábado había un tráfico intenso. La gente pasaba en coche junto al hospital e iba a aparcar al fondo de la calle. Desde el jardín, Alí no alcanzaba a ver los coches patrulla agolpados junto al Instituto, en el extremo opuesto de la calle de dirección única.

Todo transcurrió con normalidad hasta que llegó al rosal más cercano a la valla. Estaba disfrutando del sol mientras trabajaba pausadamente. Todavía había restos de barro en el suelo. Y de pronto, en la fila de rosales que estaba pegada a la valla, vio aquel destello. Allí había algo que centelleaba. Estiró el brazo y percibió el frío tacto del metal. Cuando se vio con el objeto en la mano, una pistola de mango nacarado y de pequeño tamaño, actuó con rapidez. Echó un vistazo a izquierda y a derecha y, después de cerciorarse de que nadie lo estaba mirando, tiró la pistola y la enterró con el pie. Después se acuclilló junto al rosal para decidir qué haría a continuación.

No sabía cómo habría ido a parar allí la pistola ni cuánto tiempo llevaría enganchada en el rosal. Pero sabía muy bien qué problemas podría causarle haberla encontrado.

La primera posibilidad que consideró fue enterrarla a mayor profundidad y olvidarse de que la había visto. Pero la idea de que alguien la encontrara y se le reclamara que, en su condición de único jardinero del hospital, explicara de dónde había salido aquello era una perspectiva demasiado arriesgada.

Después se le ocurrió que podría llevársela a casa para deshacerse de ella. Pero como hacía un tiempo tan agradable, imaginó que las carreteras que comunicaban Jerusalén con lo que los judíos llamaban los «territorios» estarían atestadas de turistas judíos y también de policías, y esa idea lo llenó de pánico. Le vino a la memoria la oleada de registros y arrestos desencadenada por el asesinato de un turista en la ciudad vieja, que probablemente todavía no habría concluido. Enterró los dedos en la tierra húmeda cavilando sobre lo que podría hacer. Su mayor temor en este mundo era entrar en contacto con las autoridades. A su hermano menor lo habían detenido unos meses antes como sospechoso de actividades subversivas. Nadie del hospital se había enterado. Alí comprendió que no se sentiría tranquilo hasta que la pistola desapareciera de su vista y de sus pensamientos. No quería problemas.

Se incorporó y miró a su alrededor, y entonces vio a Tubol. Agradeció a su buena estrella que fuera precisamente Tubol quien hubiese aparecido en aquel momento crítico. Era uno de sus locos favoritos. Y la gran ventaja que le ofrecía con respecto al problema que tenía entre manos era su persistente silencio. Nadie había conseguido extraer de él una sola palabra desde hacía años. El encargado de mantenimiento se lo había contado a Alí, en su árabe chapurreado, durante una de sus infrecuentes conversaciones. Naturalmente, no fue Alí quien inició la conversación, sino su jefe, que estaba asombrado de la confianza que Tubol había depositado en Alí. El hecho de que estuviera dispuesto a aceptarle un cigarrillo al jardinero ya era en sí sorprendente, pero verlo seguir a Alí y sentarse a contemplar cómo trabajaba lo dejaba perplejo. Alí expresó dubitativamente la opinión de que el tipo en cuestión parecía inofensivo y su jefe se mostró de acuerdo, pese a lo cual estimó oportuno advertirle que nunca se podía saber cuándo a uno de «ésos» se le ocurriría tener un ataque de furia. Pero al joven jardinero no le asustaban los pacientes; en todo el tiempo que llevaba trabajando en el hospital, nunca se había topado con ningún paciente que le inspirase miedo. El personal ya era otra cosa.

Al verlo, Nissim Tubol se aproximó al rosal. Alí no se movió hasta que estuvo seguro de que Tubol iba hacia él y, entonces, se sentó con aire inocente y sacó del bolsillo un paquete de cigarrillos. Tubol se sentó a cierta distancia y Alí giró la cabeza hacia él con mucha delicadeza y le sonrió. Tubol se levantó y se acercó un poco más, dirigiendo tímidas miradas a su alrededor, y después de muchas vacilaciones se sentó junto a Alí y señaló el tabaco. Alí le ofreció el paquete y Tubol cogió tres cigarrillos. Cuidadosamente, se guardó dos en el bolsillo de la camisa y se puso el otro entre los labios; después se inclinó hacia la cerilla que Alí había encendido con pulso temblequeante.

Fumaron en silencio, de espaldas a la valla y la calle, hacia donde Alí dirigía la vista entre calada y calada. Tubol lanzaba profundos suspiros a intervalos regulares y, de tanto en tanto, un estremecimiento sacudía su menudo cuerpo, pero se fue tranquilizando poco a poco. Relajó los encogidos hombros y estiró las piernas hacia delante. Si tenía cuidado para no hacer movimientos bruscos, pensó Alí, Tubol se quedaría a su lado.

Después del segundo cigarrillo los recelos se habían borrado del rostro de Tubol, que recobró su habitual mirada vidriosa. Alí giró la cabeza y volvió a echar un vistazo a la calle a través de la verja, donde ya no había signos de actividad. Despacio, tratando de no alarmar al enfermo, con tantas precauciones como si estuviera siguiendo el rastro de un ciervo, empezó a escarbar en el suelo con los dedos como por casualidad. No se miró los dedos ni desvió la vista de Tubol, que estaba fumando con mucha concentración mientras contemplaba con mirada opaca los movimientos de la mano del jardinero.

En cuanto apareció la pistola, Alí retiró la mano del suelo, con la vista fija en Tubol, que, ante su asombro, se levantó de un salto, se abalanzó sobre la pistola y la empuñó impetuosamente, con los ojos centelleantes y profiriendo gruñidos ininteligibles. Después se la enfundó en la tira elástica que sujetaba sus pantalones, semejantes a los de un pijama, y miró a Alí con expresión triunfante y, a la vez, asustada, como un niño que se hubiera apropiado de un tesoro precioso y temiera que alguien se lo fuera a quitar.

El jardinero, que había imaginado que tendría que engatusar a Tubol con mucha paciencia y estaba asombrado de su buena suerte, se apresuró a señalar el reloj, que marcaba las diez y media, y dijo una sola palabra: «Té», y a continuación se levantó y echó a andar hacia el edificio. Tubol también se puso de pie y lo siguió; de repente echó a correr torpemente hacia la sección IV de hombres y se perdió de vista al entrar en el gran vestíbulo.

Alí se retiró hacia el jardín, tomó asiento junto al rosal más apartado, suspiró con alivio y encendió un cigarrillo. Aun en el caso de que Tubol decidiera romper su silencio inopinadamente, aun cuando sufriera un ataque de locura furiosa, nadie sería capaz de asociar la pistola con el jardinero árabe. Se levantó, reanudó sus tareas y fue entonces cuando vio el primer coche de policía avanzando por la calle. Contuvo el aliento, pero el coche siguió descendiendo la cuesta, con otros dos coches patrulla detrás, que giraron por la bocacalle que había frente al hospital. Los coches patrulla sumieron a Alí en un estado de auténtico pánico, pero trató de convencerse de que no había ninguna relación entre la policía y el revólver, entre la policía y él. Hizo acopio de fuerzas para dominar el impulso acuciante de salir corriendo y volver al campamento, porque sabía que era fundamental seguir actuando como siempre. Continuó trabajando, como si lo que estaba ocurriendo en la calle, al otro lado de la valla, no tuviera nada que ver con él, y fue retirándose lentamente hacia el interior del jardín, donde los árboles frutales comenzaban a florecer.

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