El asesinato como diversión (27 page)

Read El asesinato como diversión Online

Authors: Fredric Brown

Tags: #Policiaco

BOOK: El asesinato como diversión
12.94Mb size Format: txt, pdf, ePub

Y así fue como llegaste a conocerlo y a enterarte de lo del tintero y de dónde lo había sacado. Y viste que era voluminoso y ornamentado como para ocultar cualquier cosa, excepto un racimo de plátanos. Es posible que creyeras que era lo único que Mueller le había enviado a Dineen.

»Para quitárselo, utilizaste la idea de un guión mío.

—Estás loco, Tracy. Lo que has dicho hasta ahora tiene sentido, pero te equivocas de pronombre. Tú mismo has dicho que nadie pudo haber leído esos guiones.

—Nadie que no fuese alguien que Frank Hrdlicka conociera y supiera que era amigo mío. Dick, sólo hay un modo en que pudo haber ocurrido. El lunes por la tarde, dejé el guión de Papá Noel en la máquina de escribir y salí. Viniste a buscarme y viste a Frank; él utilizó la llave maestra para dejarte entrar a esperarme aquí. Frank sabía que a mí no me molestaría.

La voz de Tracy iba adquiriendo confianza.

—Leíste ese guión y los otros. Te gustó la idea de cómo atracar a Dineen, y quitarle el tintero, sin que jamás te reconociera. Puede incluso que esa idea encajara con tu sentido del humor. Maldición, era una buena idea.

»Pensaste que en cuanto el tintero estuviera en tu poder tendrías los diamantes, te esfumarías y ahí acabaría todo. Pero la idea no te sirvió del todo; en el despacho te encontraste con el perro y tuviste que dispararle y matar a Dineen. Y cuando te llevaste el tintero a casa, descubriste que en su interior no había nada oculto.

»De modo que todavía no podías borrarte del mapa; tuviste que seguir usando el nombre de Dick Kreburn, en lugar de tu verdadero nombre, y mantenerte en el mismo ambiente hasta averiguar dónde estaba la mercancía.

»De modo que volviste a venir aquí y mataste a Frank. Porque Frank podría haber dicho que habías tenido ocasión de leer esos guiones. En realidad, había decidido preguntarle a Frank si alguien había subido a mi piso el lunes por la noche.

»Y no sé si fue por un macabro sentido del humor o por afán de complicar más las cosas, te acordaste de que en uno de mis guiones aparecía la muerte de un conserje, y mataste a Frank siguiendo los detalles de ese guión.

Dick Kreburn se inclinó hacia delante; en su rostro sólo había un genuino interés.

—Tracy, estás contándome una magnífica historia. Salvo que te equivocas en el pronombre, como ya te he dicho. Además, has mencionado cuatro asesinatos.

—Ya sabes a qué me refiero. A lo de esta noche. Te enteraste de lo del reloj, y puede que incluso de los demás regalos que habían recibido los Dineen, y fuiste a su casa a recogerlos. Mataste al detective que estaba montando guardia en la casa, y a Rex. Para cargarte al policía utilizaste otra idea de
El asesinato como diversión.
Lástima que nunca escribiese un guión en el que un hombre era atropellado en un callejón... En fin, de todos modos, en eso fallaste.

—¿Es todo? —inquirió Kreburn. Volvió a reclinarse en el sillón—. Es una buena historia, Tracy. Puede que hayas dado en el clavo, de verdad, pero ¿por qué la tomas conmigo?

—Por dos razones..., aparte del hecho de que te conocí en el momento justo, y de que me convenciste para que te consiguiera un empleo en la «
KRBY
». Una de esas razones es la laringitis que tuviste. O el dolor de garganta. La pescaste por llevar un pesado disfraz de franela de Papá Noel encima de tu ropa, en un caluroso día de agosto. Estarías empapado en sudor cuando te lo quitaste.

Dick Kreburn lanzó una risita ahogada y preguntó:

—¿Y a eso le llamas prueba?

—No —replicó Tracy—. Pero la importante es la otra razón que voy a explicarte ahora. Nunca existió un guión para
El asesinato como diversión
en el que un hombre fuera estrangulado con su propia corbata. Lo máximo que llegué a tener fue una nota en la agenda que llevo en el bolsillo. Nadie conocía esa idea. Ni siquiera Millie Wheeler. Ni siquiera el inspector Bates. Y yo arranqué la página y la tiré.

»Pero esta noche me acordé de que, cuando te llevé a tu hotel en taxi desde la emisora, y no quería dejarte hablar a causa de tu garganta, te pasé esa agenda para que escribieses lo que querías decirme. La hojeaste para buscar una página en blanco. Fue entonces cuando pudiste, y debiste haber visto, la nota sobre un hombre estrangulado con su propia corbata. Y eres la única persona, aparte de mí, que tuvo la agenda en sus manos.

Kreburn volvió a lanzar una risita ahogada y dijo:

—Está muy bien, Tracy. Muy bien.

Tracy se puso en pie, apuntando el revólver con mucho cuidado y manteniendo la distancia.

—Y, ahora, ¿puedes darme algún motivo por el que no deba llamar a la Policía?

—Sí —respondió Kreburn—. Cuando me telefoneaste para pedirme el revólver, se me ocurrió que en una de ésas lo habías descubierto y desearas jugarme una pasada como ésta. Quería saber qué ibas a decirme. Sabía que ibas a ser lo bastante listo como para revisar el revólver y asegurarte de que estuviera cargado. Pero supuse que no ibas a llegar al extremo de mirar si le habían quitado o no el percutor.

Kreburn se puso en pie y sacó otra pistola (una con un largo silenciador en el cañón), que llevaba oculta tras la chaqueta.

El dedo de Tracy apretó el gatillo de la automática que empuñaba (porque Kreburn podía estar mintiendo), y el resorte de la automática dejó escapar un clic metálico. Y nada más; no hubo ningún disparo.

«Se acabó todo», se dijo Tracy, pero tenía la mente muy despejada.

Cuando la pistola con silenciador le apuntó al pecho, Tracy vio que la puerta que conducía al otro cuarto de su apartamento (el dormitorio) se abría despacio y sin hacer ruido.

Volvió a mirar a Kreburn a la cara y le dijo:

—Espera, Dick. —Porque, si iba a llegarle alguna ayuda, incluso una fracción de segundo podía resultar fundamental.

Por encima del hombro de Dick vio quién abría la puerta. Por la abertura asomaron dos cabezas. Eran Bates y Corey, y la cabeza de éste se erguía por encima de la del hombre más bajo.

¿Y si no disparaban antes de que Kreburn...?

—Espera, Dick. Todavía no tienes los diamantes. Y yo sé dónde están.

El rostro de Kreburn se mantuvo inalterable, no dejó entrever si había mordido el anzuelo o no, pero su dedo dejó de apretar el gatillo.

—No me vengas con rodeos, Tracy.

—¿Qué gano yo con rodeos? Rodeos y un cuerno. Quiero hacer un trato. Quiero salir de aquí con vida si te digo dónde están los diamantes.

La puerta se había abierto de par en par y Bates la trasponía de puntillas, sin hacer ruido.

—¿Dónde están? —preguntó Kreburn.

—Si te lo digo. dispararás. Tendremos que pensar en una solución mejor.

—Dímelo y te ataré y te dejaré aquí. Te encontrarán mañana, en algún momento.

Bates se acercaba a Kreburn con el andar sigiloso de los gatos. Empuñaba una pistola y la estaba levantando, no para disparar, sino para asestarle a Dick un golpe en la mano en la que llevaba el revólver. Corey seguía de pie en la puerta. También empuñaba una pistola: una «45» automática que parecía grande como un cañon.

—Está bien —dijo Tracy—. Pero ¿cómo sé que cumplirás con tu palabra y...?

No tuvo que seguir hablando. Bates asestó su golpe. Kreburn lanzó un grito, en parte de dolor, en parte de sorpresa, y el revólver con silenciador cayó sobre la alfombra con un sonido seco. Kreburn se volvió hacia Bates, y en un abrir y cerrar de ojos Corey cubrió la distancia que lo separaba del asesino, se plantó a su lado y le enterró la «45» en un costado.

Tracy volvió a sentarse sobre el escritorio. No porque hubiera decidido hacerlo, sino porque sus rodillas habían decidido no seguir aguantándolo más.

Con movimientos desmañados, sacó un cigarrillo de la pitillera y se lo llevó a los labios. Trató de encenderlo; Bates lo observaba y sonreía. Al cabo de unos segundos, el inspector se aproximaba a él, encendió una cerilla y se la acercó al cigarrillo.

—¿Cómo.., cómo es que estaban aquí? —preguntó Tracy.

—Ya se lo explicaré —repuso Bates. Cogió el teléfono y dijo—: George, trae el coche-patrulla. Después, puedes irte a casa.

Colgó el teléfono. Volvió a sonreírle a Tracy y se sentó en el brazo del sillón Morris.

—Hace tres días que tiene el teléfono intervenido. He apostado a un hombre en el sótano, en la habitacion que está detrás de la que Frank usaba para dormir. El que está ahora de guardia se llama George.

»Hace media hora, cuando vinimos a arrestarlo, fuimos a ver a George para saber si había pasado algo. Y nos enteramos de que usted le había pedido a Kreburn que viniera a traerle un arma. Acababan de verlo entrar en el bar de Thompson, de modo que decidimos esperar en su piso y averiguar para qué le había pedido el arma a Kreburn, antes de echarle el guante.

—Vaya si se han tomado su tiempo, y mientras tanto, mi vida corría un terrible peligro. La próxima vez, deténganme.

Bates lanzó una carcajada y repuso:

—Pudo haberle disparado, es verdad. Pero también es verdad que usted pudo haberle disparado a él. Digamos que estamos a mano.

—Podría decir cosas peores. ¿Iba usted a detenerme?

—Claro que sí. Dejó usted una pista que va de aquí a Queens, y tiene un kilómetro de ancho. Los hombres que logró despistar tomaron el número de matrícula del taxi. Cuando lo perdieron en Broadway con la Cuarenta y Dos, buscaron al taxi y averiguaron dónde tenía parada. Y el taxista les dijo que iba usted hacia Queens.

»Después..., bueno, recibimos el informe de Queens. ¿Nos culpa por haber venido a arrestarlo? Ah..., por cierto...

—¿Por cierto, qué?

—¿Bromeaba, o sabe de verdad dónde están los diamantes? Si es que existen.

—Me gustaría adivinar. Apuesto a que Kreburn no se enteró nunca de que el collar del perro era un regalo de Mueller, y bastante reciente, por cierto. Ese collar tendrá unos doce o quince remaches bien bonitos y grandes. Cada remache es lo bastante grande como para contener una piedra de diez o veinte quilates. Y si esos diamantes existen, espero que estén allí, porque mi querido amigo tuvo dos oportunidades perfectas para hacerse con ese collar y las perdió. Por eso estoy casi seguro de que no sabía que el collar era un regalo de Mueller.

Bates asintió lentamente.

—Nos espera un montón de burocracia. Aclarar cuatro asesinatos exige rellenar una montaña de formularios. Necesitaremos declaraciones y cosas por el estilo.

»¿Quiere acompañarme a la Comisaría para acabar con todo esta noche, o prefiere irse a dormir?

—¿Dormir? —preguntó Tracy—. ¿Qué es eso?

Entonces se acordó.

—Baje usted, inspector —le dijo—. Tengo que hacer una llamada. Si no llego a tiempo para que me lleven en el coche-patrulla, iré en taxi.

Bates asintió. Él y Corey sacaron a Kreburn.

Tracy telefoneó a Lee Randolph al
Blade.

—Aquí tienes la nota, Lee —le dijo. Se la refirió a toda prisa en diez minutos, y luego añadió—: Si me entero de que mi corazonada sobre el collar del perro es cierta, volveré a llamarte. Resérvate el detalle para el final.

—Estupendo, Tracy. Oye, lo siento si...

—Olvídalo. Te veré mañana.

Colgó antes de que Lee tuviera ocasión de agregar nada más.

Al llegar abajo, el coche-patrulla había llegado y se había marchado. A Tracy le dio igual. Se fue a la Comisaría, pero antes pasó por el bar de Barney a tomarse unas cervezas con los del turno de noche del
Blade
. En la máquina tocadiscos puso dos veces la polca
Barrilito de cerveza.

Desde el bar de Barney habría ido directamente a la Comisaría, pero se acordó de pasar por la taberna de Stan Hrdlicka para contarle las novedades; se habla olvidado de cómo lo había tumbado el «Slivovitz» en una ocasión. Volvió a tumbarlo.

Pero no fue tan terrible como la vez anterior; se despertó él solo en la cama de Stan, despejado y a las ocho de la mañana.

Se sentía estupendamente. Se compró una camisa, tomó un baño turco, se hizo afeitar en una barbería, y seguia sintiéndose estupendamente.

Llegó al despacho de Bates a las diez, y se marchó a las once. Le remordió un poco la conciencia cuando se enteró de que las piedras (eran diamantes del mismo tamaño) estaban ocultas en los remaches del collar del perro. Se sintió mejor al encontrar en un quiosco un último ejemplar del
Blade
y comprobar que Lee había logrado publicar el detalle.

Desayunó, y después fue a la «
KRBY
». Entró en el despacho de Wilkins silbando alegremente.

Vio un ejemplar del
Blade
sobre el escritorio de Wilkins. Wilkins le echó un vistazo a Tracy, después al diario y después volvió a mirar a Tracy.

—Buenos días, señor Tracy —lo saludó con tono amistoso—. Veo que ha resuelto sus dificultades.

—Sí. ¿Y usted?

Wilkins se puso ligeramente rígido.

—Espero que ahora que tiene la mente libre de..., esto..., de las preocupaciones a que se ha visto sometido, volverá a sentirse en condiciones de escribir. Pero..., ¿le importaría probar en otro terreno diferente? Al parecer, a la señorita Mueller le va tan bien...

—Es verdad. ¿Lo ha notado?

Wilkins frunció el ceño y prosiguió:

—Si lee usted su contrato, señor Tracy, descubrirá que tenemos el derecho de utilizarlo como nos parezca oportuno, siempre y cuando cumplamos con las condiciones económicas. Su contrato no especifica que deba escribir
Los millones de Millie.

—¿Y cómo le parece oportuno utilizarme, señor Wilkins?

—Nos gustaría que intentara escribir anuncios, señor Tracy.

Tracy sonrió socarronamente y preguntó:

—Y, si me niego, ¿el contrato queda rescindido?

—Pues... sí.

Tracy se puso en pie.

—No voy a extenderme en explicarle qué puede usted hacer con el contrato, señor Wilkins. Por favor, dele mis recuerdos a la señorita Mueller. Y el cheque de mi salario.

Se marchó más alegre que cuando había entrado.

Fue a ver a Lee Randolph a su hotel, y lo despertó de un sueño profundo.

Regresó al bar de Barney, se tomó un bocadillo y una cerveza, y volvió a poner la polca
Barrilito de cerveza
en la máquina tocadiscos.

Después, desde la cabina de Barney, telefoneé a Millie Wheeler.

—¡Tracy! Acabo de leer los diarios de la mañana —le dijo ella—. Estoy muy contenta. ¡Sabía que podrías hacerlo!

Other books

This Enemy Town by Marcia Talley
Fall From Grace by Tim Weaver
Warrior’s Redemption by Melissa Mayhue
The End of the Line by Power, Jim