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Authors: Fredric Brown

Tags: #Policiaco

El asesinato como diversión (26 page)

BOOK: El asesinato como diversión
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Subió la escalera encendiendo las luces a su paso, y recorrió toda la planta superior. Había infinidad de detalles que indicaban la presencia del ladrón (cajones cuyo contenido aparecía esparcido por el suelo, armarios registrados a fondo), pero ahí arriba no vio a ningún Dineen, ni muerto ni vivo.

Respirando más aliviado, volvió a bajar y encontró el teléfono en un cuartito, cerca del pasillo, junto al pie de la escalera. Tendió la mano para cogerlo, y después pensó que, ya que había inspeccionado la casa hasta ese punto, podía también ir a mirar en el único cuarto que quedaba antes de telefonear. Entonces tendría la plena certeza de que sólo habían matado al perro.

El único cuarto en el que no había entrado era el de delante, a través de cuyas ventanas había visto la linterna. Recorrió el pasillo, traspuso el vano de la puerta y encendió las luces.

Se había producido un asesinato.

Tendido de espaldas encontró el cuerpo de un hombre desconocido. Era un hombre corpulento, con un traje de sarga. Tenía pinta de detective, de detective de la Policía. No cabía duda de que lo habían mandado a vigilar la casa. La Policía debió de haberse anticipado a la posibilidad de un intento de robo. Creyeron que un policía y un perro policía juntos habrían bastado para impedirlo.

Pero se habían equivocado; el asesino se los había cargado a los dos y había huido. A punto había estado de conseguir una víctima extra, allá en el callejón.

Todos estos pensamientos pululaban en la capa inferior del cerebro de Tracy; eran cosas para reflexionar y resolver más tarde. Por encima de todos ellos dominaba un terror paralizante.

Aquel pánico no era debido al hecho de que se hubiera cometido el asesinato, sino a cómo había sido cometido.

En el pecho del detective se veían un agujero de bala y una mancha roja, pero se encontraba en el costado derecho, no encima del corazón. Ese disparo lo había derribado y puesto fuera de combate. Pudo haber desembocado en su muerte más tarde, puesto que debía de haberle perforado el pulmón derecho. Pero no le había producido la muerte instantánea.

Por la cara del hombre, por sus ojos y su lengua, no cabía ninguna duda de la causa de la muerte: la estrangulación. Los ojos horrorizados de Bill Tracy se clavaron en el cuello y la corbata de aquel hombre.

La corbata no estaba dentro del cuello de la camisa; se la habían deslizado un poco más arriba y la habían utilizado a manera de garrote, retorciéndosela mediante la inserción de un trozo de madera redondeado y pulido (parecía un travesaño arrancado de una silla), como si fuera un torniquete.

En sí mismo aquel método de asesinato no era más horrendo que otros, salvo por dos hechos. Primero, que fue realizado a sangre fría, mientras el hombre estaba inconsciente por la herida de bala. Y segundo...

El hecho de que se trataba de la cuarta idea de Tracy para
El asesinato como
diversión
, puesta en práctica de una manera letal.

Un hombre estrangulado con su propia corbata.

Mientras Tracy seguía allí de pie, mirando hacia el suelo, oyó ruido de pasos en la acera. Pasos que se detuvieron y volvieron a andar para acercarse, como si se internaran en el sendero que llevaba a la parte trasera de la casa.

Eran unos pasos pesados, con un ritmo oficial. Era el andar pesado de un agente de Policía que cubría su ronda. Probablemente sabría que los Dineen no estaban en casa y que dentro había un detective montando guardia. Se habría preguntado por qué estarían encendidas todas las luces de la casa...

Los pasos llegaron al porche y retumbaron sobre la madera.

Y el pánico se apoderó de Bill Tracy, se apoderó de él con todas sus fuerzas.

No supo por qué echó a correr. Sabía que era una tontería. Sabía que debía esperar allí, dejar entrar al policía y explicarle las cosas, y después esperar hasta que llegaran los de homicidios. Y después volver a explicarlo todo y dejar que lo interrogaran durante el resto de la noche.

Era un miedo irracional que le impidió pensar. Era un terror ciego. Fue presa de aquel miedo porque los pasos se habían acercado muy poco después de que él hubiera visto cómo había sido utilizada la corbata. Antes de que le diera tiempo de asimilar y digerir aquel horrible hecho.

Si llegaban a encontrarlo allí...

Hasta ahí le alcanzó la coherencia para expresar su miedo. Pero echó a correr.

Tan de prisa como pudo correr sin que lo oyeran. Atravesó la casa y salió por la puerta trasera, mientras el eco del llamador de bronce de la puerta principal ahogaba el escaso miedo que pudo haber producido con su carrera.

Atravesó el patio trasero y se internó en el callejón. Lo recorrió todo, cruzó la calle y se internó en el callejón siguiente. Entonces dejó de correr y fue andando hasta la estación del Metro.

El pánico caminaba a su lado. La noche misma parecía cernirse sobre él mientras andaba, y cuando recuperó el aliento, tuvo que realizar un esfuerzo para no volver a echar a correr.

Por suerte, en la estación del Metro no había nadie cuando él entró. Atisbó su imagen en el espejo de la máquina expendedora de chicles. Se detuvo, se obligó a esperar allí como para encender un cigarrillo con manos temblorosas y recomponer la expresión antes de dirigirse al andén.

El tren tardó una eternidad en llegar.

El viaje de regreso a Manhattan fue algo irreal. En el vagón viajaban otras personas, pero tenían más aspecto de fantasmas que de verdaderos pasajeros. Incluso la ancianita que tenía sentada justo enfrente, y le sonreía afablemente, no parecía del todo real.

Fue un viaje de pesadilla. Trató de no pensar, pero fue peor, porque en lugar de pensar, sentía.

No recuperó algo parecido a la calma hasta que llegó a su apartamento en el Smith Arms.

Se preparó una copa y su sabor le pareció espantoso. Las manos seguían temblándole. Se las metió en el bolsillo y se sentó en el sillón Morris. Miró hacia la puerta y se preguntó si la habría cerrado con llave. Creía haberlo hecho, pero se levantó para cerciorarse y volvió a sentarse en el sillón. Las manos le temblaban un poco menos.

Recordó que tenía hambre y después decidió que estaba inapetente. Al cabo de un rato, cambió de parecer. Al menos, si salía a tomarse un café y un bocadillo, tendría algo que hacer. No se le ocurría ninguna otra cosa. Al menos por una vez, no le apetecía tomarse una copa.

En el bar de Thompson tomó café y dos bocadillos.

Se preguntó si por casualidad Millie no estaría en casa y levantada. Quería hablar con alguien. Al regresar miró hacia la ventana de su casa, pero no había luz.

¿Dick? No, en realidad, si no podía hablar con Millie, no le apetecía hablar con nadie.

«Si acabo asesinado o encerrado en la cárcel —pensó—, ella tendrá la culpa. Ella y Lee Randolph. Malditos sean los dos por convencerme de que fuera a hacer el idiota. »

Regresó a su apartamento, se sentó en el sillón Morris e intentó pensar.

Fuera, un reloj dio la medianoche.

Eso significaba que ya no era domingo; había terminado su primer día de vacaciones, su primer día de maravillosa libertad.

¿Iba a pasarse toda la noche ahí sentado, carcomido por los nervios? ¿Por qué cuernos no se iba a la cama si no se le ocurría nada mejor que hacer?

Se levantó, se quitó la corbata y se desabrochó el cuello de la camisa. Iba a sacar la percha de corbatas cuando la idea le asaltó.

De repente, así como así, supo la respuesta. Supo quién era el asesino. Sólo una persona podía ser el asesino.

CAPÍTULO XIV

Casi se le cae la corbata.

—¡Dios mío!—exclamó, y se quedó mirándose en el espejo. Era increíble. Pero ahí estaba.

Tenía que ser verdad, porque no había otra respuesta. Era como un problema de ajedrez. Sólo existía una jugada clave y, al realizarla, todo encajaba en su sitio y se comprendía por qué cada pieza ocupaba el lugar que ocupaba.

Había sido casi perfecto. Salvo por lo de la corbata. Ahí estaba el desliz. El asesino no se había percatado de un pequeño detalle.

Lentamente, Tracy tendió la mano, cogió la corbata que había estado a punto de colgar y volvió a ponérsela. Ajustó el nudo con cuidado y se dirigió al armario a buscar la chaqueta.

Se la puso y después se detuvo a reflexionar. Se disponía a salir a ver a Bates, pero no podía... todavía. Pensándolo bien, no estaba seguro en un cien por ciento. Sólo en un noventa y nueve coma cuarenta y cuatro por ciento.
Podía
haber alguna otra explicación.

No sabía muy bien cuál, pero quizá la hubiera. Pensó durante un momento, y entonces supo cómo averiguarlo.

La idea le dio miedo, pero ahí estaba.

¿Estaría lo bastante chalado como para volver a arriesgar el cuello por segunda vez en la misma noche? Ojalá tuviera un revólver...

Antes de que pudiera cambiar de parecer, cogió el teléfono. Dio el número del hotel de Dick Kreburn, y después el número de su habitación.

Al cabo de un minuto, le respondió la voz de Dick, levemente ronca.

—Habla Tracy —le dijo—. Escúchame, ¿conservas todavía esa pistola automática que tenías hace unos meses?

—Sí. ¿Quieres cargarte a alguien?

—No, no exactamente. Pero estoy metido en un lío, Dick. ¿Podrías prestármela unos días, sólo para llevarla encima?

—Vaya, supongo que sí, Tracy. No tengo pistolera. Pero es una «treinta y dos», te cabrá en el bolsillo.

—No hay problema. ¿Estarás en casa esta noche? ¿Me dará tiempo a ir a buscar la pistola antes de que te vayas a dormir?

—Iba a salir, Tracy. Me has pillado de milagro. Estaba jugando una partida de póquer fuera de la ciudad; me ganaron el poco dinero que llevaba encima. Claro que no era una fortuna. Por eso volví a mi habitación a buscar más, y ahora tengo que regresar. Pero tu casa me queda de paso. ¿Quieres que te lleve el revólver?

—Me parece estupendo. ¿Cuánto tardarás en llegar?

—Puede que casi una hora. Tengo un par de cosas más que hacer. Además, no tengo prisa por volver a la partida; tengo póquer para toda la noche, si no más.

—Vale, Dick. Hasta ahora.

Colgó el teléfono y empezó a pasearse por la habitación. Casi una hora. Maldición.

Pensó en tomarse una copa, pero después decidió que no la necesitaba. Aunque una taza de café no le iría mal...

¿Por qué no? Así mataría el tiempo. Bajó al bar de Thompson; dejó la luz encendida y la puerta entornada para que Dick entrase si llegaba antes. Se tomó dos tazas de café sin apartar la vista del reloj, y así logró matar tres cuartos de hora; regresó al edificio de apartamentos y subió.

Dick no había llegado aún.

Tracy estaba realmente asustado. Se sentó en el sillón Morris y volvió a repasar todos los detalles mentalmente Tenía que estar en lo cierto; todo encajaba demasiado bien para que estuviese equivocado. Tenía que ser...

Llamaron suavemente a la puerta.

—Pasa.

Dick Kreburn entró y le dijo:

—Hola, Tracy. Aquí lo tienes.

—Gracias, Dick.

Tracy cogió el revólver y lo revisó. Le quitó el cargador y vio que había balas, abrió la recámara y no encontró en ella ninguna Volvió a colocar el cargador y corrió el cerrojo para que una de las balas cubierta de acero subiera a la recámara. Le quitó el seguro. Dick Kreburn lo observó durante todo el tiempo y le dijo:

—Parece que sabes cómo manejarlo.

—Sí —repuso Tracy—. Sé cómo manejarlo. Levanta las manos Dick.

Kreburn se puso pálido. Dio un paso atrás y levantó las manos, despacio.

—Tracy, si no estás de guasa, esto ha sido un sucio truco.

—No estoy de guasa. Y no es un truco tan sucio como cuatro asesinatos.

—Estás loco.

—Retrocede y siéntate en ese sillón Morris, Dick. Y, cuando estés sentado, podrás bajar las manos, con tal de que las dejes sobre los brazos del sillón.

—Maldito seas, Tracy.

—Siéntate. Te daré una oportunidad. Piensas que es un truco sucio, pero no es tan sucio como llamar a Policía y dejar que te lleven, sin antes haberte escuchado. Te diré cómo imagino yo que ocurrieron las cosas, y si me demuestras que me equivoco, no los llamaré. ¿Qué tienes que perder?

Kreburn soltó una carcajada sin gracia.

—La vida, si no tienes cuidado. Ese gatillo es muy sensible y ya tienes el nudillo totalmente blanco. Está bien, te escucharé. ¿De qué cuatro asesinatos me hablas? La última vez que oí hablar del tema, eran dos los que te tenían preocupado.

Tracy retrocedió hasta el escritorio y se sentó encima de él. Relajó un poco el dedo que tenía en el gatillo, pero siguió apuntando a Dick, aunque apoyó el revólver en la rodilla.

—Walther Mueller fue el primero. Lo seguiste desde el avión hasta su hotel y te metiste en su habitación para robarle. Por lo que oí y leí, es probable que no planearas matarlo; lo golpeaste para hacerlo callar, pero el tipo tenía el cráneo blando y la palmó.

—¿Y por qué iba yo a...?

—Escúchame primero. En este caso, el asesino (o sea, tú) sólo puede ser una cosa. Un ladrón profesional de joyas. No buscabas las perlas que trajo Mueller, porque habrías sabido que los de la Aduana las retendrían. Seguramente desde Sudamérica alguien te habría dado el chivatazo de que el hombre se disponía a pasar de contrabando algo muchísimo más valioso que esas perlas.

»Eso es fácil de deducir. Un hombre de la edad de Mueller no intentaría retirarse para siempre con la pequeña suma que habría conseguido con las perlas y el giro bancario. Tenía algo más (diamantes, quizá) que quería entrar en el país sin pagar derechos. Algo por lo que obtendría suficiente dinero como para retirarse.

»Pero no encontraste los diamantes, digamos que eran diamantes. No los llevaba encima.

—¿Ah, no?

—No. De modo que observaste qué ocurría. Incluso es posible que hayas asistido a la investigación; o tal vez averiguaste las cosas por otros medios; no lo sé. Pero sabías que esos diamantes tenían que estar en alguna parte, de modo que les seguiste la pista.

»Te enteraste de la existencia de Dineen. Te enteraste de que Mueller le había hecho regalos. Tuviste la corazonada de que le había enviado los diamantes, probablemente sin que su amigo supiera nada, escondidos en..., pues en un tintero o algo así. Pero ignorabas qué regalos eran. Y, para averiguarlo, era indispensable que tuvieras acceso a Dineen.

»Y fue ahí cuando me introdujiste en la trama. Hasta hace cosa de dos meses, nos habíamos visto en un par de ocasiones en algunos bares; yo ni siquiera sabía cómo te llamabas. Pero tú me conocías a mí y sabías dónde trabajaba, y te hiciste amigo mío. Yo fui un imbécil; acepté tu historia de que eras actor y que necesitabas trabajo, y te inventé un papel en los guiones, te presenté a Dineen, y conseguiste trabajar para él.

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