—Te estás poniendo comercial —le dijo Tracy echándose a reír—. Venga, vámonos.
Mientras Millie se preparaba, Tracy fue a su apartamento a buscar su sombrero. Se sentía estupendamente. Con solemnidad, le quitó la funda a la «Underwood» y le hizo un palmo de narices.
Después dio un respingo cuando pensó súbitamente en otra máquina de escribir que en ese mismo instante estaría tecleando el quinto guión de Millie para la semana siguiente, a razón de una página cada siete minutos, como si se tratara de un mecanismo de precisión.
Desechó aquella idea y regresó a buscar a Millie Wheeler.
Tomaron unas copas y después comieron. Tomaron unas copas y después fueron a bailar al «Martin». Pero la música resultó demasiado buena para bailar. Se sentaron a escucharla y a conversar, y se tomaron algunas copas más.
A las seis, cuando Millie tuvo que marchame porque tenía una cita, estaban razonablemente sobrios y habían pasado una tarde maravillosa. En una palabra, había sido divertido. No habían hablado ni una sola vez de la Radio ni de los crímenes.
Al menos hasta que dejó a Millie en su casa. Ella le dio un beso ligero y después, posándole una mano sobre el brazo, lo miró con cara muy seria y le dijo:
—Tendrás cuidado, ¿verdad, Tracy?
—¿Cuidado?
—Sabes a qué me refiero. Me di cuenta de que no querías hablar del tema y por eso no lo mencioné. Pero a mamá no puedes engañarla. Has pedido una semana de vacaciones en la Radio para poder descubrir quién mató a Dineen y a Frank.
—¿Ah, sí? —inquirió Tracy, asombrado.
—Claro que sí. No te culpo. Al parecer, la Policía no va a ninguna parte. Pero ten cuidado, Tracy. Escúchame...
—Te estoy escuchando.
—Tengo una corazonada, Tracy. La Policía cree que quien los mató es un psicópata asesino, un loco homicida.
—A mí me parece una idea bastante acertada —dijo Tracy.
—Pero no lo es. Tracy, tras esos asesinatos hay un móvil. Puede que sea una fantasiosa, o quizá un poco tonta, pero lo presiento. Tras esos crímenes hay un asesino frío y calculador. Estoy segura. No tengo la más mínima idea del porqué, ni del móvil, pero estoy segura. Y si empiezas a investigar, te matará, Tracy. Si puede, te matará.
Tracy tragó saliva y repuso:
—Bueno, pues no dejaré que se entere de que estoy tratando de descubrirlo.
—Pero lo harás, a pesar de no proponértelo. Tendrás que preguntar cosas a la gente, es la única manera de encontrar pistas y tratar de encajarlas.
Además, le harás preguntas al
asesino
. Porque no sabes quién es, pero tiene que ser alguien que conoces.
—Pero...
—Tiene que ser, Tracy. Alguien que te conoce bien. Todo lo sucedido lo indica así. Alguien que te conoce tanto como yo.
Tracy había bajado los brazos. Se le acercó, volvió a abrazarla y le dijo:
—No tan bien, Millie —dijo, pero ella le puso las manos sobre el pecho y lo mantuvo apartado.
—¿No te das cuenta de lo peligroso que será meterte en esto? Por lo que sabes, incluso yo podría ser la asesina. ¿No te acuerdas que soy la única persona, aparte de ti mismo, que sabes que leyó el guión de Papá Noel antes del primer asesinato?
—No seas tonta.
—No soy tonta, Tracy. No, no he sido yo. Pero tengo miedo..., temo por ti. Dices que tendrás cuidado, pero ¿cómo puedes tener cuidado, a menos que sepas, aunque sea mínimamente, de quién debes cuidarte?
—Pero...
—No voy a detenerte. Sé cómo debes de sentirte. Tienes que intentarlo..., y no me gustarías si te sintieras así. Pero si hubiera algo en lo que pudiera ayudarte, déjame hacerlo. ¿Vale?
—Sí —repuso Tracy—. Vale, Millie.
La presión de las manos de Millie contra su pecho cedió, y él volvió a besarla. Ella se metió en su apartamento y cerró la puerta.
Tracy se quedó allí de pie, tratando de decidir si se marchaba a su casa o si volvía a salir. Debería haber sido una decisión fácil de tomar, pero estaba demasiado confundido como para tomarla. Se sentía un tanto asombrado por la interpretación que Millie había hecho de sus motivos y su carácter, y estaba un poco asustado.
¿Tendría Millie razón? ¿Acaso había pedido una semana de vacaciones porque inconscientemente había estado rondándole la idea de resolver aquel asunto?
Maldición, no. No era así. ¿Qué rayos iba a poder hacer él que la Policía, con todos sus recursos y su experiencia, no hubiera podido hacer? Sobre todo, en aquel momento en que el plan de Jerry Evers se había ido al traste, y que la Policía ya no perdía tiempo con él. Aquélla había sido la única ventaja que les había llevado, lo único que él había sabido y la Policía no.
Maldición, para eso estaba la Policía, para resolver los crímenes. Él no era detective ni pretendía serlo. ¡Maldita fuera Millie por meterlo en un brete como aquél!
«¿Y por qué —se preguntó Tracy— no le dijiste a Millie que estaba equivocada sobre los motivos que te han impulsado a pedir la semana libre?» Pero no hizo falta que se contestara, porque ya lo sabía.
En fin, de todos modos necesitaba una copa y no quería tomarla a solas en su apartamento.
Bajó y salió a la calle. Había oscurecido y soplaba una brisa fresca y agradable. Era una noche estupenda o podía haberlo sido.
Se quedó allí de pie preguntándose hacia dónde ir, tal como había hecho unas noches antes, cuando la señora Murdock se había presentado sola y lo había conducido al sótano para enseñarle el lugar del crímen.
Maldición, pero si era..., era la señora Murdock la que en ese momento giraba en la esquina. Vestida igual que había estado el jueves por la noche. Pero en esta ocasión no se le acercó a toda prisa. Al verlo se paró en seco, y después entró veloz en el bar de Thompson como una ardilla que salta a su agujero.
Tenía que haber sido divertido, se dijo Tracy.
No lo fue.
Asustarla de aquella manera había sido una idea muy tonta. Tuvo la corazonada de que Bates había comenzado a sospechar seriamente de él a partir de aquel momento. Y no tenía gracia que la señora Murdock o la Policía lo consideraran un psicópata asesino. Sobre todo la Policía.
Lanzó una maldición por lo bajo y comenzó a andar. Pasó delante del bar de Thompson sin mirar, para que la señora Murdock (que estaría mirando hacia fuera) lo viera y supiera que no había moros en la costa, y que podía correr a casa a refugiarse con su marido, el corredor de seguros, y sus seriales radiofónicos. Le debía al menos eso, por más tonta y pesada que fuera.
¿Sería posible que Frank hubiera tenido un lío con ella? Esperaba que no, por el bien de Frank. Aunque para Frank aquello ya no tenía la menor importancia. Cuando uno se muere, ya nada tiene importancia.
Y lo único que importaba, mientras uno estuviera con vida, era seguir vivo y no meterse en líos y tratar de disfrutar cada día tal como venía, sin perderse nada de la vida que uno no debiera perderse y..., diablos.
Malditas fueran todas las mujeres.
Maldita fuera la señora Murdock por haber sido tan estúpida como para impulsarlo a comportarse de un modo todavía más estúpido.
Maldita fuera Dotty por ser capaz (¿por qué no ser sincero al respecto?) de escribir tan buenos guiones con una sola mano, como los que escribía él con dos manos y devanándose los sesos. Doblemente maldita por ser tan guapa y tan dulce y tan deseable que no tenía aspecto de sabihonda. Maldita fuera por ser tan brillante, y sin embargo tan increíblemente estúpida como para que le gustara escribir cosas que harían estremecer a cualquier persona inteligente.
Maldita fuera Millie Mereton por todo, y maldita fuera Millie Wheeler por tratar de hacer de él un héroe, cuando él no era más que un sinvergüenza.
Estaba de un humor de perros y lo sabía. Pasó delante del hotel de Dick Krebum sin siquiera fijarse si había luz en su ventana, porque sabía que en ese momento no seria buena compañía ni para los hombres ni para las bestias, y mucho menos para un buen tipo como Dick.
Siguió andando y se encontró ante el edificio del
Blade
; y logró oír el zumbido distante de las máquinas impresoras. Le lanzó una mirada colérica y siguió andando. Dejó atrás el bar de Barney, después titubeó, volvió sobre sus pasos y entró. Al fin y al cabo, en algún momento, tenía que detenerse en alguna parte.
En el bar de Barney no había nadie, salvo Barney. Tracy se sentó delante de la barra sin saber si aquello le alegraba o no. Con el humor que tenía estaba dispuesto a discutir con cualquiera, y si aparecía alguien del
Blade
que deseara mofarse de su actual oficio, se convertiría en la víctima perfecta.
—Barney, ponme dos bourbons dobles y nada de chistes —ordenó— . El agua para las ranas.
Barney le llevó la botella sacudiendo la cabeza lúgubremente.
—Esa no es manera de beber, Tracy. No para un tipo como tú.
—¿Qué les pasa a los tipos como yo?
—Eres un caballero.
—Oh —dijo Tracy. Husmeó el aire con suspicacia.
Podía haberse tratado de un insulto, pero Barney no se lo había dicho con esa intención.
—Te equivocas por completo, Barney. Soy un sinvergüenza.
—Estás borracho, Tracy.
—Vuelves a equivocarte. Me he pasado la tarde bebiendo como un caballero. Los caballeros no se ponen borrachos como cubas, y yo tengo la intención de ponerme como una cuba. Tómate una conmigo, Barney.
—Bueno..., una pequeñita.
—Salud.
Tracy dejó la primera copa y aferró la segunda. Inspiró hondo y se la bebió de un trago.
La segunda la notó. Al haberse pasado la tarde bebiendo como un caballero, había logrado hacerse con una buena base.
Por un momento, fue como si se mirara a sí mismo desde una gran distancia, como si se viera a través del extremo opuesto de un telescopio. Y lo que vio le produjo una gran tristeza.
—Barney, no soy ningún caballero —insistió—. Soy un sinvergüenza.
—Un sinvergüenza no sabe que es sinvergüenza —adujo Barney—. Si un tipo sabe que es un sinvergüenza, entonces deja de serlo.
Tenía sentido, pero después dejó de tenerlo. Intentó analizarlo y le pareció que era como el pez que se muerde la cola.
Barney se inclinó por encima de la barra y le dijo:
—¿Te pasa algo, Tracy? ¿Hay algo que pueda hacer por ti? No andarás escaso de dinero, ¿eh?
—¿Dinero? ¡Qué va, Barney! Incluso tengo ahorros en el Banco. No es como en los viejos tiempos.
—En eso sí que tienes razón —admitió Barney con una risa entrecortada—. Solías deberme cinco o diez dólares de cada cuenta. Bueno, si tienes ahorros, entonces no es problema de pasta. ¿De mujeres, quizás?
—Oí esa palabra en alguna parte. ¿Qué significa?
Barney se rascó la cabeza.
—Por aquí tenía unas postales francesas de mujeres. Si supiera dónde las metí, podría enseñártelas. Oye, Tracy, acabo de acordarme de Randolph.
—¿Lee? ¿Qué le pasa?
—Le comenté que estuviste por aquí el otro día. Me dijo que si volvías a aparecer, que te dijera que quería verte por un asunto. ¿Te parece bien si lo llamo y le aviso que estás?
—Supongo que sí. Si se lo has prometido.
—¿Quieres subir a verlo a su despacho si puede verte, o prefieres que venga aquí? Es decir, si está todavía en la oficina..., comentó que esta noche trabajaría hasta tarde.
Tracy se encogió de hombros y repuso:
—Me da igual. Que decida él.
Barney se dirigió al teléfono.
Tracy se sirvió otro trago, en esta ocasión, uno normal. Los dos dobles lo habían entonado, empujándolo ligeramente más allá del límite. Era mejor que aminorara la marcha, o acabaría como el jueves por la noche en el bar de Stan.
El jueves por la noche... Rayos, el jueves por la noche había visto a la señora Murdock, igual que esa noche. Había pasado delante del hotel de Dick; había ido al
Blad
e, había estado en el bar de Barney y había acabado borracho.
¿Acaso esa noche repetiría el mismo itinerario? ¿Debía dirigirse, quizás, al bar de Stan, por el gusto de hacerlo? ¿Acaso existía el Destino que...? «Córtala ya —se dijo—; cuando empiezas a pensar en el Destino con mayúscula, es señal de que te estás emborrachando.»
Se sirvió otra copa. Ya se sentía un poco mejor. Iba perdiendo parte de la amargura. Se alegraba de haber entrado en el bar de Barney.
Barney regresó donde él se encontraba y le dijo:
—Lee pasará por aquí al salir del diario.—Cogió la botella y la colocó detrás de la barra—. Te las estás bebiendo demasiado de prisa, Tracy.
—Está bien, abuelita —suspiró Tracy—. De todos modos, todavía sé contar. —Dejó un billete sobre la barra—. Dos dobles, dos sencillas y la tuya.
Barney marcó los importes en la caja y regresó con el cambio. Tracy cogió cinco centavos y se fue al tocadiscos automático. Leyó las listas de canciones y después se volvió y dijo:
—Dios mío, Barney, todavía está la polca
Barrilito de cerveza
. La que solíamos poner media docena de veces cada noche. ¿No irás a decirme que es el mismo disco? Hubiera jurado que a esas alturas estaría gastado.
—El disco es nuevo, pero la versión es la misma. Los muchachos y tú consumisteis el otro. Jo, cómo detestaba esa canción.
—Y yo también —reconoció Tracy. Metió la moneda en la ranura y pulsó el botón de la polca
Barrilito de cerveza
. Regresó a la barra y se sentó justo cuando empezaba la música.
Era la misma condenada melodía. Pero le hizo desear que la pandilla estuviera allí otra vez, y que estuvieran jugando al pinocle y bebiendo cerveza en la mesa del fondo. Diablos, pasarían por allí esa misma noche a las once, y eran ya las... Echó una mirada al reloj. Sólo las siete y cuarto.
El editor de locales del
Blade
entró justo cuando el disco había acabado.
—Esta maldita canción —dijo—. Tracy, veo que tu gusto no ha mejorado nada.
—¡Mi gusto! —exclamó Tracy indignado—. Siempre detesté esa canción. ¿Qué bebes?
—Sólo una cerveza. He de volver al despacho.
—Y para mí otro trago, Barney, ya hace rato que me porto bien. ¿Qué te cuentas, Lee?
—Bueno, en primer lugar, acabemos con esto de un modo o de otro. La historia que nos dio Bates sobre esos guiones tuyos que sirvieron de base para los asesinatos. ¿Era cierta?
—Y tanto, Lee. Y salvo por unos cuantos detalles, por lo que yo sé, es la condenada verdad.