El asedio (53 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El asedio
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—Es casi limpio: setecientos quintales de cacao, doscientos cajones de cigarros hechos y ciento cincuenta tercios de tabaco en hoja. Todo puesto de noche en la ensenada de Santa María... Lo traerá un jabeque inglés de Gibraltar.

—¿Y el Cabildo y la Real Aduana?

—Al margen. O casi.

Ella movía de nuevo la cabeza. Afectuosa. Una risa breve, incrédula.

—Eso es contrabando puro. Descaradísimo. Y no puede hacerse de forma oculta, don Emilio.

—¿Y quién lo pretende?... Estamos en Cádiz, recuerda. Nosotros no figuraremos para nada, oficialmente. Y todo está previsto. Engrasados todos los goznes para que no chirríen, de abajo arriba. Ningún problema.

—¿Para qué me necesita, entonces?

—Compartir riesgos financieros. Y beneficios, naturalmente.

—No me interesa. Y no es por los riesgos, don Emilio. Sabe que con usted...

Se echó al fin atrás Sánchez Guinea, resignado. Aceptando las cosas como eran. Miraba tristemente el cenicero limpio, reluciente sobre la madera oscura, pulida por el tacto de tres generaciones.

—Lo sé. No te preocupes, hija mía... Lo sé.

Tras la ventana cerrada que da a la calle de los Doblones, unas voces de majos de la Viña o la Caleta, camino de algún fandango en las tabernas del Boquete, se oyen unos instantes, de paso, entreveradas de risas, palmas sueltas y unas cuantas notas pulsadas al azar en las cuerdas de una guitarra. Después, la calle desierta y la noche recobran su silencio. Ahora, sola en el despacho, Lolita Palma sigue contemplando el asiento vacío al otro lado de la mesa. Recuerda el gesto abatido del viejo amigo de la familia al levantarse camino de la puerta. También, cada palabra de la conversación mantenida con él. No logra apartar de su cabeza la imagen de la
Bella Mercedes
de la casa Schmidt destrozada en los bajos de Rota, con su carga en manos de los franceses. Palma e Hijos difícilmente podría recobrarse de un golpe como ése. Los tiempos que corren obligan a jugársela con cada barco, en cada viaje, expuestos a la buena o mala fortuna del mar, al azar, a los corsarios.

Molina, el encargado, llama a la puerta y asoma la cabeza.

—Con permiso, doña Lolita. Aquí están las facturas de Manchester y Liverpool.

—Déjelas ahí. Luego le digo.

Suena un toque de campana en la cercana torre de San Francisco, desde donde un vigía advierte cuando se ven fogonazos en las baterías francesas del Trocadero, a campanada por bomba. Al cabo de un momento llega un estruendo que hace vibrar ligeramente los vidrios en la ventana. Una granada ha caído, estallando en algún sitio no muy lejano. Lolita Palma y el encargado se miran en silencio. Cuando se retira Molina, ella apenas hojea los documentos. Sigue inmóvil, la toquilla de lana sobre los hombros, las manos en el círculo de luz del quinqué. La palabra
corsarios
le da vueltas en la cabeza. Poco antes del anochecer, dejando la oficina, fue a ver a su madre y a Curra Vilches, que sentada junto a la cama, paciente como sólo su amistad puede serlo, jugaba con ella a las cartas. Luego subió con Santos a la torre vigía de la terraza, y apoyando el telescopio inglés en el alféizar de la ventana estuvo observando largo rato la balandra que se movía lentamente de sur a norte por el mar brumoso, rojizo, del crepúsculo, ciñendo despacio el viento a un par de millas de la muralla de poniente.

Las calles de la Cádiz acomodada, rectas y estrechas entre casas altas, parecen desembocar en un cielo fosco, gris, que se espesa por el lado occidental de la ciudad. Un cielo de los que traen viento y agua, calcula Pepe Lobo con un vistazo instintivo. Hace días que los barómetros no levantan cabeza, y el corsario se alegra de que la
Culebra
esté segura sobre diez quintales de hierro, en la bahía, en lugar de hallarse mar adentro, rizando velas y trincándolo todo para afrontar el mal tiempo. La balandra fondeó ayer entre otros barcos mercantes, en tres brazas de agua y frente al muelle de la Puerta de Mar, alineada entre la punta del espigón de San Felipe y los bajos que la marea descubre frente a los Corrales. La noche ha sido tranquila, con poniente húmedo y todavía suave. Un par de fogonazos artilleros de la Cabezuela, con el rasgar de aire de los proyectiles pasando en la oscuridad por encima de los palos de los barcos antes de caer en la ciudad, no turbaron el sueño de nadie.

En tierra firme desde hace sólo tres horas, con la primera luz, y sintiendo todavía bajo los pies el peculiar balanceo imaginario del suelo, consecuencia de cuarenta y siete días de campaña naval —la mayor parte sin pisar otra cosa que la tablazón de una cubierta—, Lobo recorre la calle de San Francisco en dirección a la iglesia y la plaza. Viste formal, a tono de capitán corsario en tierra, con pantalón oscuro de dril grueso, zapatos con hebilla de plata, chaqueta azul con botones de latón y sombrero negro de dos picos, a lo marino, sin galón pero con la escarapela roja que lo acredita como corsario del rey: una indumentaria adecuada para facilitar los trámites burocráticos, judiciales y de aduanas inevitables al llegar a puerto, donde en los tiempos que corren apenas hay nada que pueda hacerse sin algo parecido a un uniforme. En la confitería de Cosí, dentro y en torno a las mesas que ocupan la esquina de la calle del Baluarte, hay media docena de ellos: algunos Voluntarios gaditanos, un oficial de la Real Armada y un par de ingleses de casacas rojas y piernas al aire bajo el
kilt
escocés. También menudean los civiles, hombres y mujeres, entre los que es fácil reconocer a los redactores de
El Conciso,
que allí suelen reunirse, por sus dedos manchados de tinta y los papeles que asoman de sus bolsillos; y a los emigrados de provincias bajo dominio francés, por el aire desocupado y la ropa pasada de moda, rezurcida o gastada por el uso. Varios de éstos se sientan ociosos junto a mesas guarnecidas sólo por modestos vasos de agua.

Hay un mendigo en el suelo, apoyada la espalda contra la pared, incomodando el paso junto a la puerta de un relojero. El dueño está diciéndole que se quite de allí, pero no hace caso. Incluso le dedica un gesto obsceno. Al pasar el corsario por su lado, levanta hacia él la vista.

—Deme algo, mi brigadier... Por amor de Dios.

El tono de insolencia que se advierte bajo la súplica y el exagerado tratamiento, casi sarcástico, sorprenden a Pepe Lobo. Sin detenerse, dirige un rápido vistazo al mendigo: pelo y barba grises y revueltos, sucios, y edad indefinida. Lo mismo puede tener treinta que cincuenta años. Se cubre con casacón pardo remangado y lleno de remiendos, y el calzón subido sobre la pierna derecha muestra, buscando acicatear la caridad pública, el muñón de una amputación hecha por debajo de la rodilla. Uno más, en suma, de los muchos hombres y mujeres que se buscan la vida en las calles gaditanas, continuamente rechazados por la policía hacia los barrios próximos al puerto, y que cada día se lanzan de nuevo al asalto de las migajas que puedan arrancar a este lado de la ciudad. Sigue adelante el corsario, pero se detiene de pronto. Un tatuaje azulado, borroso por el tiempo, que advierte en el antebrazo del mendigo, llama su atención. Un ancla, parece. Entre un cañón y una bandera.

—¿Qué barco?

Le sostiene la mirada el otro, desconcertado al principio. Al cabo mueve hacia abajo la cabeza, como si comprendiera. Se mira el tatuaje y luego levanta de nuevo los ojos hacia Pepe Lobo.

—El
San Agustín...
Ochenta cañones. Su comandante, don Felipe Cajigal.

—Ese barco se perdió en Trafalgar.

La boca del mendigo se quiebra en una mueca desdentada que en otro tiempo y otra vida fue una sonrisa. Con ademán indiferente, señala su muñón desnudo.

—No fue lo único que se perdió allí.

Lobo permanece inmóvil un momento.

—No hubo socorro, supongo —comenta al fin.

—Lo hubo, señor... El de mi mujer metida a puta.

Ahora es el corsario quien asiente despacio. Pensativo. Después mete una mano en un bolsillo y saca un duro: el viejo rey Carlos IV mirando hacia la derecha, lejos, como si nada de aquello fuese con él. Al tocar la onza de plata, el mendigo observa al corsario con curiosidad. Después aparta la espalda de la pared y parece erguirse un poco, con una ráfaga de insólita dignidad, mientras se lleva dos dedos a la frente.

—Cabo de cañón Cipriano Ortega, señor... Segunda batería.

El capitán Lobo sigue su camino. Lo acompaña ahora la hosca pesadumbre que todo hombre sometido a los azares del mar y la guerra siente ante la mutilación y la miseria de otro marino. Se trata menos de un sentimiento de piedad que de inquietud por la propia suerte. Por el futuro que acecha tras los zarandeos malignos del oficio, los astillazos en combate, el destrozo de balas, palanquetas y metralla. La aguda certeza de la propia vulnerabilidad física: esa con la que juegan sin prisas el tiempo y la buena o mala fortuna, y que puede terminar arrojándolo a uno a tierra convertido en despojo miserable, igual que el mar indiferente arroja a la playa los restos desarbolados de un naufragio. Quizá un día él mismo se vea de ese modo, piensa Pepe Lobo mientras se aleja del mendigo. Y en el acto se obliga a dejar de pensar.

Ve a Lolita Palma, vestida de tafetán negro y con chal, saliendo de una librería con un paraguas bajo el brazo y poniéndose los guantes, escoltada por su doncella Mari Paz, que lleva unos paquetes. El encuentro no es casual. El corsario la busca desde que, media hora antes, dejó el despacho de los Sánchez Guinea, en el Palillero. Hace un momento estuvo en la casa de la calle del Baluarte, donde el mayordomo, que dijo ignorar a qué hora volvía la señora, lo orientó hacia aquí. Iba al Jardín Botánico y luego a las librerías de San Agustín o las de San Francisco, dijo. Y cuando va de libros, tiene para un rato.

—Qué sorpresa. Capitán.

Tiene buen aspecto, observa el corsario. Tal como recordaba. La piel todavía tersa y de apariencia suave, el rostro bien formado, los ojos serenos. Va sin sombrero ni otro adorno que un collar de perlas y unos aretes sencillos de plata. El cabello, recogido en moño con una peineta de concha, y el chal turco de lana fina —flores rojas bordadas sobre negro— que lleva con soltura sobre los hombros, dan un toque castizo al sobrio vestido de talle bajo que estrecha con gracia su cintura. Gaditana al fin y al cabo, se dice el corsario con íntima sonrisa. Evidente hasta con su clase y maneras. Dos mil quinientos años de historia, o los que sean —en tales cuestiones, Lobo no anda tan versado como en su oficio—, no pasan en balde por una ciudad ni por sus mujeres. Ni siquiera por Lolita Palma.

—Bienvenido a tierra firme.

Se descubre Pepe Lobo mientras justifica su presencia allí. Hay un par de gestiones oficiales en curso que deben ser resueltas esa mañana, y don Emilio Sánchez Guinea le ha pedido que consulte con ella antes de seguir adelante. Puede acompañarla al despacho, si quiere. O esperar a que lo reciba a una hora más conveniente. Mientras dice todo eso, el corsario la ve levantar el rostro y mirar el cielo gris.

—Hablemos ahora, si le parece. Antes de que empiece a llover... Suelo pasear un poco a esta hora.

Lolita Palma despide a la doncella, que se aleja con los paquetes camino de la calle del Baluarte, y se queda mirando al marino como si a partir de ahora las decisiones debiera tomarlas él. Tras un titubeo, Lobo propone con un ademán dos alternativas: la confitería cercana o la calle del Camino, que lleva a la Alameda, las murallas y el mar.

—Prefiero la Alameda —dice ella.

Asiente el corsario mientras se pone el sombrero, un punto inseguro todavía. Irritado consigo mismo, y divertido —un asombro divertido, sería lo exacto— por esa irritación. Por la suave inseguridad que siente cosquillear en sus ojos y sus manos. Que le enronquece la voz. A sus años. Ni siquiera las mujeres hermosas lo intimidaron nunca, antes. Y tiene gracia. La mirada serena que tiene delante, el tranquilo aplomo de la mujer —su jefa y asociada, se repite dos veces mientras sostiene su mirada—, le causan una sensación grata, de relajo cómplice. Compartido. Una tibieza cercana e insólitamente posible, como si bastara alargar con sencillez una mano y apoyarla en el cuello de Lolita Palma para sentir allí, con plena naturalidad, el latir de su pulso y el calor delicado de la carne. Con una carcajada interior —por un instante parece mirarlo inquisitiva, y él teme que la idea o la risa imaginaria hayan asomado de veras a su rostro—, el corsario deja que la absurda idea se vaya al garete, desvaneciéndose en su sentido común.

—¿De verdad no le importa caminar, capitán?

—Todo lo contrario.

Van por el centro empedrado de la calle, él a su izquierda, mientras la pone al corriente. La campaña no ha sido mala, resume tras cierto esfuerzo de concentración. Cinco capturas, una de importancia: goleta francesa que, con bandera de Portugal, hacía viaje de Tarragona a Sanlúcar con paño de calidad, cuero para zapatos, sillas de montar, pacas de lana y correspondencia. La correspondencia la ha entregado Lobo a las autoridades de Marina, pero todo parece indicar que el barco y su carga serán declarados buena presa. Las otras cuatro son de menos valor: dos tartanas, un pingue y un falucho con arenques, pasas, duelas de hierro para barriles y atún salado. Poco más. El falucho, un contrabandista portugués de Faro, llevaba una talega con doscientas cincuenta onzas de oro con cuño del rey Pepe.

—Podría ser —concluye— que el falucho nos diera algún problema en el tribunal de presas. Así que he asegurado el oro, depositándolo sellado en Gibraltar para que nadie lo toque.

—¿Hubo algún problema con él o los otros?

—No. Todos arriaron a la primera. Sólo el falucho quiso despistarnos un poco al principio, amparándose en su bandera, y luego probó suerte echándonos una carrera entre Tarifa y punta Carnero. Pero no utilizó los dos cañones de a cuatro que llevaba a bordo.

—¿Y nuestra gente está bien?

A él le complace que ella haya dicho
nuestra gente,
y no
su gente.

—Todos bien, gracias.

—¿Qué es ese asunto que tenía que consultarme?

Los franceses aprietan en Tarifa, explica él, como han hecho en Algeciras. Parecen dispuestos a controlar toda esa parte de la costa. Se habla del general Leval con diez o doce mil soldados con caballería y artillería sitiando la plaza, o a punto de hacerlo. Desde Cádiz mandan allí lo que se puede, pero no hay mucho. Faltan barcos, y los ingleses, aunque tienen un coronel y alguna gente dentro, no quieren distraer nada de lo suyo. Hay, sobre todo, un problema de enlace, para llevar y traer despachos. El comandante de la bahía, don Cayetano Valdés, dice que no puede prescindir ni de una lancha cañonera.

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