Los vecinos murmuraban a nuestro paso. Lo más doloroso de la condena es la vergüenza pública, el desprestigio, la marginación. Adivinábamos las miradas de las mujeres a través de las celosías. En poco tiempo, toda Granada sabría de la desgracia de mi padre. Las murmuraciones y susurros harían aún más pesada la carga de su castigo. Por la avaricia del suegro lo ha perdido todo, dirían los unos. Ya decía yo que el sueldo como alamín no daba para un carmen tan grande, asegurarían los otros. Azahara y mi padre, humillados, arrastraban los pies. Con su cabeza baja parecían rastrear los mismísimos infiernos.
Un clavel cayó al suelo, Azahara apenas sostenía el ramo deshecho. Nadie lo recogió. ¿A quién podía interesarle?
Escuché martillazos. Los guardias clausuraban con clavos la entrada del carmen. Volví la mirada. Sobre el empedrado de la callejuela, tendido y solo, advertí el rojo del clavel. Un perro callejero, sarnoso y flaco como la muerte misma, llegó para husmearlo. No pude soportarlo. Giré la cabeza y alcancé a mi padre. Parecía llevar prisa en el camino que iniciaba hacia ninguna parte.
A
L WARITH
, EL QUE SUSTENTA TODO
Recorrí junto a mi padre y su esposa los primeros pasos de la infamia. Intenté sacar pecho ante quienes nos observaban ocultos tras sus celosías. No quería que me vieran deshecho. Para protegerlos, los recogí bajo mis brazos. Así, abrazados, abandonamos el barrio. No me avergonzaba de ellos. Al contrario. Su sufrimiento había exaltado mi amor y respeto. No los abandonaría en su desgracia.
—Vamos a mi casa —les dije—. Allí podréis estar el tiempo que queráis, mientras todo esto se aclara.
Afiya se alarmó al vernos entrar tan cabizbajos e inconsolables. Me interrogó con la mirada. Le conté lo ocurrido. Mi padre y Azahara permanecían abatidos en el centro de la sala.
—Os podréis instalar en la habitación de abajo —respondió Afiya con decisión.
La miré agradecido. Afiya dispuso con la determinación que muestran las mujeres ante los tiempos difíciles. Los hombres nos dejamos llevar por el torbellino, ellas intentan ordenar el caos.
—Os pondremos algunas mantas en la alacena, que el invierno es traicionero.
Afiya se acercó hasta Azahara.
—Qué claveles más bonitos traes. Dámelos, los pondré aquí, en la entrada.
En un instante, regresaba con un jarrón en sus manos.
—No queremos molestarte —balbuceó mi padre.
—Al contrario, me vendrá bien vuestra compañía. Abu Isaq trabaja mucho, y a veces me siento sola.
Azahara se lo agradeció con el esbozo de una sonrisa. Los acompañamos hasta su habitación. Nada tenían salvo el desconsuelo que arrastraban.
Me quedé con ellos. Decidí no subir a palacio, por más que supiera que mi situación se complicaría. En teoría, mi padre no estaba implicado en los asuntos de Osmán. Yo tampoco. Nadie nos acusaba de nada. Pero no me hacía ilusiones. Todo aquel trágico asunto sería usado en mi contra. Pero lo primero era ocuparme de los míos. Después ya pensaría en el resto de asuntos.
—Pronto te recuperarás —animé a mi padre—. Vamos a luchar por salvar la vida de Osmán. Sigues siendo alamín de los perfumeros y experto partidor de herencias. Trabajo no te faltará, ni salario tampoco. Pronto podrás comprar una nueva casa para ti y tu mujer.
—¿Cómo puedo aparecer ahora en el zoco?
—Los perfumeros te quieren y respetan. Nada harán contra ti.
—No tengo fuerzas para trabajar.
—Dejaremos pasar unos días, si quieres.
Me miró con tristeza.
—Sí, mejor dejemos pasar unos días.
Supe que le costaría regresar al trabajo. No sería capaz de afrontar la humillación. Todos murmurarían contra Osmán y su familia. Su orgullo sería incapaz de soportarlo. Se pasó el resto del día tumbado, rumiando su dolor. Azahara no quiso rendirse. Necesitaba actividad, y se puso a ayudar a Afiya en las cosas de la casa.
—Así, no pienso —nos dijo.
Mi hermano Omar llegó a media tarde. Mi padre se incorporó para abrazarlo.
—Mamá no está —me dijo en voz baja para que Azahara no pudiera oírlo—. Está en el pueblo de su familia, pasando unos días.
Era cierto. No recordaba que me lo había dicho.
—Le he enviado un mensaje. Regresará en cuanto se entere.
Omar estaba tan afectado como yo. No sabía cómo ayudar.
—Padre puede turnarse entre tu casa y la mía. Hablaré con mi mujer.
—No te preocupes, aquí está bien. Afiya parece contenta con la compañía.
—¿Qué harás cuando venga madre? Todavía no conoce a Azahara. Ahora la tienes bajo tu techo.
Tenía razón. El encuentro entre las dos esposas de mi padre podía ser violento. Hablaría con Afiya. Quizás ella tuviese alguna idea al respecto.
—No lo sé —se sinceró—. Algo se nos ocurrirá.
Al día siguiente regresé a mi trabajo. Tanto Ibn al-Yayyab como el mismo Ibn al-Jatib, me mostraron sus condolencias. Se lo agradecí sinceramente, necesitaba apoyo para sostener mi debilidad. Ambos me facilitaron el retorno al trabajo.
—La corte es una selva llena de trampas —Ibn al-Yayyab me aconsejaba—. Unos saben sortearlas y otros caen en ellas. Tienes que ser de los primeros, Es Saheli.
Nada les conté del tormento familiar ni del volcán de mis sentimientos. Tampoco hacía falta. Ellos lo intuían.
—Nada de esto te afecta, puedes estar tranquilo. Los visires y el propio rey valoran tu trabajo y halagan tu capacidad. Una cosa es la familia de tu padre, y otra la tuya.
Pero ese consuelo no resarcía el daño producido. Huyó de mí la alegría con la que solía acometer los retos administrativos. Aquellos días me limité a cumplir con el tiempo de trabajo. Lejos quedaba mi orgullo por el esfuerzo titánico.
Cuando se cumplió el plazo de los dos días que me concedió Abdalá, subí inquieto hasta la casa de Jawdar. Había prometido que intentaría salvar a Osmán. Era ridículo, nada podía hacer. ¿Por qué acudía entonces? Pues porque era el único cabo al que podía agarrarme. Nadie más me ofreció la mínima posibilidad. Las personas que me apreciaban se limitaban a darme palmadas compasivas en el hombro. El resto, murmuraba a mis espaldas. Encontré a Abdalá tomando el té con mi ahijado Jawdar.
—Tengo noticias para ti —sus labios finos me saludaron con una sonrisa tímida—. He estado visitando a algunos de mis viejos amigos y…
—No debes salir de esta casa —le interrumpí para reprenderlo—. Sabes que es peligroso. Sayyid aún rumia venganza contra ti. Si te encuentra, te matará.
—No te equivoques —me respondió—. He pensado mucho en tus palabras del otro día. Tenías razón, yo soy secundario para él. Eres tú su enemigo. El cree que tú le robaste algo que le pertenecía, yo. En su orgullo, es incapaz de aceptarlo. No cejará hasta destruirte, como ya ha hecho con Osmán.
Sayyib, siempre Sayyib. ¿Cómo podría acabar con sus conjuras?
—¡Maldito sea! —exclamé—. No permitiremos que nos haga ningún daño.
Abdalá permaneció en silencio el resto del tiempo que compartimos. Jawdar, feliz por mi visita, nos atiborraba de pasteles con almendras y piñones y de dulces almibarados de miel y canela. Nosotros, ahítos de angustia, éramos incapaces de comernos sus manjares. El parecía no percatarse de que apenas probábamos lo que nos servía. Disfrutaba atendiéndonos y haciéndonos felices.
—Es…, este es muy bu…, bueno.
En un momento que Jawdar nos dejó solos, Abdalá rompió su silencio.
—He tenido una idea. Quizá no tengamos todo perdido.
—No insistas, Abdalá. Nada podrás hacer.
—Confía en mí.
—¿Crees que aún existe una posibilidad? Apenas quedan días. Cualquier amanecer ejecutarán a Osmán.
—Existe. ¿Estás dispuesto a sostener una querella contra Sayyid?
—¿Una querella? ¿Por qué motivo?
—Esa es mi misión. Proporcionártelo.
Le pregunté cuál podría ser el motivo de querella contra Sayyid. Por más que le insistí, nada me dijo.
—Ya te enterarás. Debes estar preparado para actuar pronto.
Después, saltó la sorpresa.
—Abu Isaq…, No sé cómo terminará todo esto. Querría preguntarte una cosa. ¿He significado algo para ti?
Me planteaba algo embarazoso.
—Ya sabes que sí.
—Yo te amo.
—Abdalá, yo también te quise. Pero ahora estoy casado. Te guardo el cariño del mejor amigo.
Sabía que eso no era suficiente para él. Pero yo no podía llegar más lejos. No amaba a Abdalá, no me gustaban los hombres.
—Te quiero pedir un favor.
—El que quieras.
—Dame la mano.
Se la di. Estaba deseando que Jawdar regresara para finalizar aquella escena que me violentaba.
—Cuando me marche, ¿me recordarás siempre?
—Ahora no debes salir. Es peligroso para ti.
—No te he dicho cuándo me iré. Respóndeme, por favor.
—Pues claro, siempre te recordaré. Eres mi mejor amigo.
—¡Gracias!
Sin que lo pudiese evitar, posó sus labios sobre los míos. Fue un instante. No me dio tiempo a apartarlo. El fue quien se separó para decirme:
—Quería recordar la tarde en la que subimos a las huertas altas del Darro. Fue el día más feliz de mi vida.
—Sí…, fue hermoso. Cosas de chiquillos.
—Sí, cosas de chiquillos, pero que llenan una vida.
Jawdar entró con otra bandeja de dulces y su sonrisa de inocente felicidad. Era la ocasión de marcharme.
—Muchas gracias, Abu Isaq —se despidió Abdalá cuando yo salía—. Ahora estoy seguro. Disponte para la querella. Tendrás noticias mías. Pronto.
A
L HADI
, EL QUE GUÍA
El sol está alto y firme sobre el cielo de Fez. Mis hombres de mayor confianza van llegando hasta el palacio del barrio andaluz donde me hospedo. Les recibo con una amplia sonrisa y un abrazo sincero y cálido. Siento un gran afecto hacia ellos. Nobles mandingas, alegres y fieles. No les asusta el peligro del león, ni la mordedura de la serpiente, ni el espejismo mortal del desierto. Sentimentales y cariñosos, sólo un tipo de zarpazo puede derribarlos. La traición del que aman. Y yo se lo voy a asestar en unos instantes, cuando todos se encuentren bajo mi techo. Los hago pasar al patio sombreado. La fuente refresca la penumbra. Unos sirvientes ofrecen agua y té. Hablan entre sí, confiados, entusiasmados ante la idea del retorno. Seremos recibidos como héroes, se dicen orgullosos. La embajada del emperador ha sido todo un éxito, se jactan. Hemos conseguido paz para las caravanas, la gloria de la batalla y un rico botín. Llevamos un verdadero tesoro para nuestro monarca. Kanku Mussa nos cubrirá de honores cuando sepa de nuestras proezas y aciertos. Los dejo vanagloriarse. Apuraré el instante de mi confesión. He preparado todo un discurso, en el que le agradezco su fidelidad y entrega, alabo las grandezas de su pueblo y la magnificencia de su emperador. Y será entonces cuando les diga que regreso a Granada, que abandono la caravana. Espero que sepan comprender que los caminos se separan. El suyo los llevará junto a Tombuctú, el mío me arrastrará hacia una Granada a la que pertenezco. Comenzaré una nueva vida con Layla, la muchacha de Tremecén. Miro hacia las celosías del piso de arriba. Tras ella se ocultará la muchacha, espiándonos con ojos curiosos y vivos.
Ya están todos mis hombres. Las mieles y gozos de la ciudad son muchas para sus héroes, y temí que alguno no llegara a la cita.
—Señores —alzo la voz para llamar su atención—. Muchas gracias por haber acudido puntuales a mi convocatoria.
Sonrieron orgullosos. Ellos siempre llegaban puntuales a la cita.
—Debemos preparar la caravana. En tres días debe estar lista para partir.
Murmullos de aprobación.
—Pero antes quería deciros algunas cosas importantes para mí.
Escuchaban con atención cada una de mis palabras.
—Me siento muy orgulloso de todos vosotros. Habéis sido los mejores compañeros posibles. Valientes, leales, sacrificados, honestos. Ha supuesto para mí un auténtico privilegio el poder encabezar la embajada de los fieles súbditos de Kanku Mussa, el gran emperador del Níger.
Sacaron pecho. Eran como niños halagados en público por el maestro.
—No he conocido otro pueblo como el vuestro. Conquistó mi corazón desde el mismo momento en el que os conocí en La Meca. Lo dejé todo para seguiros. No me arrepiento. Fue la mejor decisión de mi vida.
Reposé unos instantes. Se acercaba el momento de mi confesión, y las palabras se tornaban pesadas y difíciles.
—Pronto estaréis con vuestras familias. Seréis ampliamente recompensados por un monarca generoso. Pero yo… pero yo no…
Detengo mi frase. Ellos azuzan el oído. No entendieron las palabras finales. Tomo aire.
—Pero yo no podré ir con….
Un murmullo impide concluir mi discurso. Mis hombres se giran sorprendidos hacia la puerta. Alguien acaba de entrar, acompañado de Mom, mi fiel criado.
—¡Señor Es Saheli! ¡Ha llegado un mensaje para usted! ¡Llega desde Tombuctú! ¡Dice que es importante!
A
R RA’UF
, EL BONDADOSO
Desesperaba. Apenas quedaban tres días para el ajusticiamiento de Osmán. Me desangraba en una rutina aparente que no lograba engañar a mi ansiedad. De vez en cuando recordaba la promesa de Abdalá. ¡Pobre iluso! Lo veía ridículo, empeñado en la idea de una querella que no alcanzaba a comprender. Lo recordé con ternura. Llevaba dos días sin tener noticias suyas, quizá debiera pasar a saludarle. Al fin y al cabo era el único que me había regalado una esperanza.
Cumplía con mis responsabilidades en la chancillería con el ánimo quebrado y la confianza muerta. Y en ello estaba, enfrascado en documentos sin sentido, cuando un ujier me hizo levantar la vista del papel.
—Sígueme. Ibn al-Jatib te reclama con carácter urgente.
El potro de mi corazón se desbocó. Quería huir de la desgracia que me aguardaba. Barrunté lo peor. ¿Habrían anticipado la hora del verdugo? Estaba equivocado. Ibn al-Jatib me esperaba junto a una fuente del patio. Su sonrisa desmintió mis negros augurios. Supe, antes de escuchar sus palabras, que Osmán no había sido ejecutado. ¿Para qué me habría llamado entonces?
Jugaba con el sello de la chancillería. Lo pasaba de una mano a otra. Me alcanzó un olor a cilantro y arrayán.