El arquitecto de Tombuctú (21 page)

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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

BOOK: El arquitecto de Tombuctú
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—Tú debes ser descendiente de Abu Es Saheli, el sabio sufí que llegó desde Málaga para asentar su magisterio en la ciudad.

—Era mi abuelo materno.

—Un santo. Durante un tiempo fui su alumno en la senda de iniciación sufí. Pero, pecador de mí, en vez de seguir el camino del amor, me dejé seducir por el vértigo de las cosas de este mundo. Aquí me ves, náufrago en un océano encabritado de papeles sin resolver.

La empatía que generaba Ibn al-Yayyab a su alrededor me conquistó desde los primeros instantes.

—El padre de tu abuelo, tu bisabuelo materno, escribió una obra sobre sufismo, titulada
Asraf al-masalik
. Me la leí con devoción, como supongo que tú también habrás hecho.

—Sí, para nuestra familia es un honor ese libro. Incluso recitamos de memoria muchas de sus partes.

—Hacéis bien, era un sabio. ¿Sabes cómo le llamaban en Málaga?

—No.

—Le pusieron como apodo el
Enturbantado
, por llevar siempre un turbante puesto. En Al Ándalus es tan rara esa prenda, que siempre llama la atención. Decía que lo hacía en honor de sus maestros orientales.

Salí feliz de la Alhambra. Sentía que tocaba cielo, como la rapaz reina. El aire que entraba en mis pulmones me pareció fresco y puro. La vida me sonreía, entraba en el olimpo de los elegidos. Brillaba como poeta, destacaba como jurista, era reclamado a palacio para importantes responsabilidades. ¿Qué más le podía pedir a la vida?

—Padre —le comenté en cuanto sus sirvientes me llevaron hasta las habitaciones donde se encontraba en el carmen de Azahara—. Estás ante el nuevo secretario de Ibn al-Jatib.

—¿Qué? —respondió asombrado porque hubiera llegado a tan alta responsabilidad.

Le expliqué el contenido exacto de la reunión que mantuve con el responsable de la chancillería.

—Cuidado con ese Ibn al-Yayyab. Es un zorro taimado. Bajo su amabilidad esconde una astucia que lo ha puesto a salvo de mil intrigas palaciegas. Es un superviviente nato. Hundirá a cualquiera para seguir flotando.

«Como cualquier otro —pensé sin decírselo—. ¿O es que Osmán no haría lo mismo?».

—Haremos una fiesta para celebrar tu nombramiento —dijo sin mucha ilusión.

Prolongué la visita un rato más y salí desconcertado. Mi padre no había reaccionado ante la noticia con la felicidad que yo había supuesto. Su hijo ascendía a uno de los puestos más codiciados y no se alegraba al conocer la noticia. ¿Por qué? Quizá por su suegro Osmán. Mi nombramiento, junto a otros muchos, cerraba el acceso a cualquier aspirante de su bandería. No, no podía ser por eso. Mi entrada en palacio le facilitaría las cosas. Al fin y al cabo, mi deber de fidelidad por sangre era absoluto. Su perplejidad no se debía a Osmán. Yo dejaba de ser el hijo del alamín de los perfumeros, para convertirse él en el padre del segundo secretario de la chancillería. La estrella de un hombre declina cuando su hijo se destaca en el firmamento de las vanidades. Mi ascenso resaltaba su fracaso. Mi brillo apagaba su refulgir. Sentí pena por mi progenitor. Terminaría aceptando su nueva situación, pero supe que aquella mañana se había mirado en el espejo de sus propias limitaciones. Jamás podría ascender. Se habría sentido como la mujer que descubre su primera cana. La nieve del cabello le muestra que su declive inexorable ha comenzado. Otras más jóvenes le arrebatarán a los hombres que desea. La flor es todavía hermosa por un tiempo mientras se marchita, pero el terso de los pétalos lo poseen las rosas recién cortadas. Así es el fluir de la vida, pensé. Nadie, jamás, la detendría. Yo debía vivir mi momento, hasta que un día tuviera que ceder el relevo.

Aquella noche no salí con los amigos. Me quedé en casa con Afiya, feliz y orgullosa por el éxito de su esposo.

—No me dejes por otra, ahora que eres poderoso.

—Jamás te dejaré —le respondí sincero—. Jamás te dejaré.

Después de hacer el amor con ella, subí a la azotea a escudriñar el firmamento. Mi lucero destacaba entre los astros de brillo trémulo. Tengo lo que merezco, me dije. Pobre de mí. No supe ver, en mi ceguera, que los astros también tienen órbita de descenso. Olvidé que algunas estallan para convertirse en polvo gris y triste. Que el fulgor del hoy anticipa las desgracias del mañana.

XXV

A
L QABID
, EL QUE CONSTRIÑE

No soy capaz de llevar al papel las tragedias que mis ojos vieron hoy. Hemos saqueado Tremecén. Un aquelarre, una ignominia. No tengo entereza para describir el daño que hemos infligido a la capital zayyadí. Lo escribiré más adelante, cuando se hayan borrado de mis pupilas las aberraciones que jamás tuvieron que suceder. Cosas de la guerra, me consuelan los veteranos. Miseria de los hombres, les respondo yo.

No quiero hablar del saco de Tremecén. Por eso, regreso a mis recuerdos granadinos, tan dulces por aquel entonces. Tras mi nombramiento en la Alhambra, nada parecía interponerse entre mi destino y el éxito que me aguardaba. Los días se sucedían en loco torbellino. Me dejaba arrastrar, feliz a mi manera. Confié la notaría a un ayudante, como lugar seguro al que regresar tras la experiencia política. Subí a la Alhambra, el sueño de cualquier granadino. Instalé mi escribanía en un ala del palacio de la chancillería, y no tardé mucho en aprender los procedimientos de los documentos palatinos. Pronto comencé a despachar con diligencia escrituras y apoderamientos. Durante esas primeras semanas, permanecí hasta muy tarde sumergido en legajos. Profundizaba en la noche inclinado sobre aquellos documentos carmesíes que gobernaban al reino y a sus súbditos. La lucerna y los velones de cera encendidos arrojaban suficiente luz para que pudiera desentrañar las razones de Estado que impulsaban cada escritura.

—¿Todavía sigues aquí? —me preguntó Ibn al-Yayyab una madrugada.

—Sí, quiero redactar este documento de aranceles antes de terminar.

—¡Pero si ya está amaneciendo!

Era cierto. La noche había pasado presta sin que mi concentración la advirtiera.

—Bueno, seguiré hasta que me canse. Mañana saldré más temprano.

—No es bueno que trabajes tanto, Es Saheli. Nadie te lo agradecerá.

Obsesionado como estaba por cumplir con mi deber, no comprendí entonces las palabras del viejo zorro cortesano. No le hice caso, y reforcé el ahínco, como si de mi hacer dependiera la buena marcha del reino. Si todos nos esforzábamos en lo nuestro, repetía, Granada florecería ante el mundo entero. Conseguí poner al día la expedición de despachos reales, organicé de forma efectiva el archivo, y redacté unas memorias para mejorar el funcionamiento del departamento. Estaba satisfecho con el fruto de mi trabajo.

A los dos meses del nombramiento, Ibn al-Jatib me hizo llamar a su despacho.

—Enhorabuena, Es Saheli. Lo estás haciendo muy bien. Recibo felicitaciones y parabienes de todos los visires. Incluso el monarca ha comentado la apreciable mejora en la redacción de sus cédulas reales.

—Gracias, señor. Hago el trabajo lo mejor que puedo.

—Todavía podemos mejorar. Si las consultas necesarias para la firma real las realizáramos con carácter previo, agilizaríamos el procedimiento y ahorraríamos unas semanas.

Era una excelente idea que apoyé de inmediato. Así era Ibn al-Jatib, siempre celoso de sus responsabilidades y motivado por mejorar los negocios bajo su custodia.

Trabajamos un buen rato en la propuesta que me acababa de formular. Cuando finalizamos la tarea, me dispuse a salir.

—Es Saheli, hay algo delicado que querría comentar contigo.

Me preocupó el tono serio de su voz.

—Se trata de Osmán. Hemos descubierto que se lucró ilegalmente con el Tesoro real.

La noticia me alarmó. Osmán era el suegro de mi padre y había sido mi primer protector. Ibn al-Jatib había ponderado las repercusiones que la noticia podría tener sobre mi familia y mi propia carrera.

—Sé de la relación familiar que os une. Procuraré que tu padre no quede inculpado en el asunto. Me he visto obligado a contártelo, quería que lo supieses de antemano. No le digas nada a nadie. Debemos proceder con la máxima discreción.

El resto del día apenas logré resolver un par de expedientes. Estaba desconcertado. Osmán estaba en grave peligro. Sus enemigos reunían las pruebas precisas para incriminarle en un delito grave. Su libertad y su propia vida corrían peligro. Intenté alejar de mí las negras premoniciones. Ojalá la inocencia de Osmán quedara probada. ¿Qué debía hacer? El antiguo visir se había portado bien con mi padre y conmigo. Me consiguió el puesto de ayudante de Jawdar. Le debía la notaría que me aupó hasta palacio. ¿Debía avisarlo para que huyera y se pusiera a salvo? ¿Debía contarle algo a mi padre? Comprendí que mi aviso no serviría de nada. Podría ser considerado como una deslealtad con palacio. ¿Y si Ibn al-Jatib me había puesto a prueba con la información? No podía alertar a nadie. La investigación contra Osmán se había puesto en marcha, y nadie podría detenerla. Procuré durante aquellos días evitar a mi padre, temía sucumbir. Aquella información me quemaba en los labios. Tentaba mi discreción y ponía a prueba el juego de lealtades. El desasosiego me empujó de nuevo a la bebida y al anacardo. Comencé a abandonar el palacio a primera hora de la noche para dirigirme hasta los antros donde se reunían mis amigos. Era joven y soportaba el duro esfuerzo al que me sometía con trabajo intenso durante el día y largas veladas poéticas al crepúsculo. Precisaba el estímulo del anacardo para mantener la lucidez de mis argumentos. La droga de la memoria agilizaba mi mente. Comencé a depender de su electuario, aunque no le concedí mayor importancia. Creí que podría abandonarlo en cuanto me lo propusiera. ¡Qué iluso era!

—Anoche detuvieron a Osmán.

Así de directo fue mi ayudante aquella mañana. Las legañas de la resaca todavía bordaban mis párpados. La noche anterior había sido pródiga en vino y limitaba mi discernimiento.

—¿Qué dices? —fue lo primero que alcancé a pronunciar.

—La guardia palaciega lo detuvo delante de toda su familia. Lo trajeron de madrugada a las mazmorras de palacio. Ha sido denunciado por robo a las arcas del Tesoro.

La tormenta anunciada había explotado. Toda Granada lo sabría a esas horas; las noticias de los males ajenos volaban en aquella ciudad de envidiosos. Osmán sufriría la peor pesadilla.

Tenía que abrazar a mi padre. Estaría desolado. Incapaz de concentrarme en mis tareas, salí de la Alhambra para dirigirme en su busca. Lo encontré en casa de Azahara, con el rostro lívido y demudado por el espanto. No supe encontrar las palabras adecuadas para alejar su horror. La situación era tan comprometida que ni las razones más inspiradas del poeta podrían endulzarla.

—Un traidor ha urdido esas falsas acusaciones —mi padre creía firmemente en la inocencia de su suegro—. Osmán no es ningún ladrón, sería incapaz de robar ni un solo dinar.

—Si es inocente podrá demostrarlo —intenté consolarlo—. Pronto quedará libre.

—Ismail incuba un nido de víboras. Buscan venganza contra todos los anteriores. Mataron a Muhammad III, y necesitaban ahora un chivo expiatorio para demostrar al pueblo que los anteriores gobernantes eran unos corruptos, y que ellos regeneran la virtud. La condena de Osmán viene como anillo esmerilado al dedo del acusador.

—Pero, ¿por qué Osmán? ¿Por qué no cualquier otro visir?

—No lo sé. Alguien debe haberlo acusado, proporcionando pruebas falsas. Investiga tú en palacio, pero hazlo con discreción, por favor. No quisiera que este enojoso asunto pueda salpicar tu carrera.

Me emocionó que mi padre se preocupara en aquellos instantes por mi carrera, cuando la suya rodaba con estrépito. Ya era más padre que competidor dolorido.

—Lo haré. Ayudaré a Osmán todo lo que esté en mi mano.

Mi padre me sonrió. Sabíamos que poco podríamos hacer contra una trama oscura organizada desde las cloacas del poder.

—Y tu mujer, Azahara, ¿cómo está?

—Pues figúratelo. Al enterarse de la noticia, gritó y chilló como una posesa. Se tiró de los cabellos y desgarró su propia ropa. La he encerrado con dos sirvientas. Tienen orden estricta de custodiarla.

—Lo siento.

—Doy por perdida toda la hacienda y el honor de la familia de mi mujer. Sólo quiero ahora salvar su vida. Es un buen hombre, no merece este final.

—Yo también le estoy agradecido. Le debo lo que soy.

Mi padre se consoló al oír mis palabras de agradecimiento. Nos abrazamos como en un juramento. Supimos que siempre estaríamos el uno junto al otro, tanto en las dificultades como en los tiempos de felicidad y flores.

Regresé a palacio. Un mecanismo malvado se había activado para acabar con Osmán. Debía descubrir quién se encontraba detrás. ¿Por dónde empezar?

XXVI

A
L MUZILL
, EL QUE DESHONRA

Esta noche me encuentro con fuerzas suficientes como para relatar el infame saqueo de Tremecén. Hace ya cuatro días que conseguimos la total desbandada y derrota de los zayyadíes. Matamos a cientos, miles de ellos, en una carnicería sin fin. La zarpa de la guerra también diezmó nuestro bando. Por más de dos días permanecieron nuestros sanitarios rescatando heridos de las mismas puertas de la muerte, arrebatándolos de sus brazos fríos y eternos. Abu l-Hasán no escatimó ni un solo diñar de las arcas reales para sanar y recomponer a los soldados dañados por las armas enemigas. Los cadáveres de los derrotados, inflados, destrozados y absurdos, sirvieron de alimento a alimañas y pajarracos. El sultán ordenó levantar el campamento y avanzar. Mientras los sanitarios cumplían con su deber, las columnas de reconocimiento abrieron el camino hacia Tremecén, aniquilando los pequeños focos de resistencia. Marchamos hacia la capital enemiga, castigando ejemplarmente a las poblaciones que les servían de anillo. Ajusticiamos a hombres, viejos y niños, para evitar que atacaran nuestra retaguardia. Capturamos a sus mujeres, que fueron vendidas como esclavas a nuestros comerciantes acreedores. Así comenzamos a saldar la deuda que el Tesoro había contraído con ellos. Algunos protestaron al principio, pero el visir del Tesoro acordó un precio bastante inferior al que obtendrían en los grandes mercados de Fez y Marraquech. Cuando aquellos avaros calcularon la pingüe ganancia que obtendrían con la venta de las esclavas jóvenes, aceptaron el trato compensador. Contra toda costumbre, algunos yacieron con las que les fueron asignadas antes de enviarlas a su venta. Para catar la calidad del producto, se justificaban con cínica desvergüenza. A las vírgenes las respetaron; desfloradas valían menos.

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