Aún recordaba el eco de las murmuraciones.
—Todos los poetas estáis un poco locos, amor. Te quiero como eres.
Pero su cariño no era suficiente para arrancarme de los brazos de la noche. Comencé a levantarme algo más tarde. Mis delirios nocturnos requirieron más madrugada y mayor consumo de enervantes. Estaba agotado. Llegaba al trabajo con el rostro marcado por la falta de sueño. Las ojeras me denunciaban. Me expresaba con torpeza, y los textos que escribía se alejaban del estilo depurado que tanta fama me había concedido. Sólo por la tarde, recuperaba en algo mi ritmo habitual. Achacaba a diversos problemas domésticos los retrasos, y a excesos de lectura las resacas. Me engañaba a mí mismo, y no podía engañar a los demás. Así dejé transcurrir algunas semanas de incertidumbre. El desenlace de los procesos judiciales modificó mi rutina decadente.
—Osmán ha sido declarado inocente de todos los cargos, enhorabuena, Es Saheli.
El propio Ibn al-Jatib me comunicó la noticia. Sin querer ya contenerme, lo abracé efusivo.
—Mañana lo sueltan. Le devolverán todos sus bienes.
—¿Es publica la sentencia? ¿Lo sabe mi padre?
—Tú eres el primero en saberlo. Corre a anunciarle la buena nueva.
Me despedí de mi valedor de forma precipitada. Me hubiera gustado tener alas para poder volar hasta la casa de mi familia. Esa gran noticia los haría felices a todos. Alas no tenía, pero sí piernas ágiles, y un caballo preparado en las cuadras del palacio. Corría en su busca, cuando en un pasillo me crucé con Ibn al-Yayyab.
—Tengo una noticia que darte —me dijo antes de que pudiera abrir la boca.
—¿Si? ¿Cual?
Esperaba que me confirmase la buena nueva de Osmán, pero el viejo zorro siempre tenía algo nuevo para sorprender.
—Te he conseguido el permiso para visitar a Abdalá.
—Muchas gracias, mañana iré a verlo, ahora tengo que darle una noticia a mi padre. Van a soltar a Osmán.
—Ya lo sabía. Enhorabuena. Pero si quieres volver a ver a tu amigo, no dejes de ir esta tarde. Lo ejecutan, junto a Sayyid, mañana al alba.
Abrí los ojos con espanto. ¿Por qué la vida siempre equilibra una alegría con un dolor? Me quedé paralizado, incapaz de reaccionar.
—¿Abdalá? No…
—Es Saheli, siento haberte dado la mala noticia. Me pediste la entrevista y te la he conseguido, en ultimísima instancia. Tendrás que bajar este atardecer a las mazmorras de palacio. El alguacil está avisado, te espera.
Ni siquiera me despedí. Tenía que darle la buena nueva a mi familia. Su alegría me conferiría el ánimo que precisaba para adentrarme en el reino de las sombras y en el dolor de Abdalá. Los encontré en casa de mi madre.
—Azahara, sueltan a tu padre. Recuperará todos sus bienes.
—¿Nuestro carmen también?
—También.
Se abrazaron. Detrás, mi madre sonreía, aunque su mirada era triste. De nuevo su esposo se marcharía, de nuevo quedaría sola en espera insufrible.
Crucé la mirada con mi padre. Supo entender lo que ocurría. Mi madre no se merecía una nueva postergación.
Y, en esta ocasión, fue Azahara la señora.
—Nos mudaremos los tres al carmen. Y vendremos por aquí de vez en cuando. Somos ya una familia, en la dicha y en la desgracia.
Los dejé, para regresar a palacio. Pasaría un instante por mi despacho para recoger el salvoconducto hacia Abdalá. Cuando llegué, mi secretario me entregó un sobre lacrado.
—Viene de casa de Hakim. Debe ser algo relacionado con su escritura de herencia.
—Dámelo.
Lo abrí impaciente. Layla volvía a aparecer en mi vida.
Esta noche, la puerta estará abierta. No tardes.
Te espero ansiosa, amor.
Layla
Aspiré su aroma. Olía a ella. La doblé y la guardé en el bolsillo. Quería sentirla cerca de mí en el duro trance que me aguardaba.
Con el salvoconducto en la mano me dirigí a las mazmorras. Aquella sería la última tarde de vida de mi amigo Abdalá. Apreté el puño. Y lloré.
A
L BARR
, EL BUENO
Unas escalinatas húmedas y oscuras me condujeron hasta las entrañas de la mazmorra. Allí se consumían los desgraciados que no tenían otro futuro que la enfermedad o la muerte. Osmán sería uno de los pocos afortunados que lograban salir con vida de aquel infierno.
—Ese ha tenido suerte, lo acabamos de sacar —me respondió el alguacil cuando pregunté por él—. Lo han llevado a unas dependencias del cuartel para lavarlo y asearlo. Mañana le devuelven la libertad y quieren entregarlo en buen estado.
Abrió un pesado portón. Sus goznes protestaron con quejido de óxido y herrumbre.
—Los que no se escapan son los maricones que tenemos encerrados. Mañana mismo los lapidarán. Será un espectáculo, toda Granada irá a verlos.
Lo seguí sin responder. ¿Es que aquellas malditas escaleras no acababan nunca?
—¿Por qué vienes a ver a uno de ellos? ¿Por asuntos de herencia?
—Es mi amigo. Vengo a despedirme.
—Ah…
No se lo esperaba. No se lo creía. Esperaba oírle decir algo así como «no sabía que los maricones tuvieran amigos», o «¿es que también eres invertido, como él?». Gracias a Alá no lo hizo. Se limitó a guardar un espeso silencio. Aceleró el paso. Su antorcha dejó entrever las puertas feroces que se abrían a un lado y otro del pasillo. De alguna de ellas llegaron lamentos imperceptibles. ¿Cómo podría vivir alguien en aquella oscuridad?
—Ya llegamos. Este es.
Me señaló un viejo portalón.
—Aguanta mi antorcha. Voy a abrirla.
Sostuve en alto su llama, mientras manipulaba el candado viejo y cruel.
—Ya puedes entrar.
Me cedió la tea. Bajé unos escalones irregulares. La pestilencia era insoportable. ¿Dónde estaba Abdalá? En una esquina me pareció apreciar un bulto borroso. Lo iluminé. Hecho un ovillo, se encontraba irreconocible el hombre que fue hermoso.
—¿Abdalá?
Levantó la cara, sucia y ensangrentada. Tenía delante un espectro de espanto. La llama lo deslumbró. Se tapó los ojos con los harapos que cubrían su brazo. Dos pesados grilletes le encadenaban los tobillos. ¿Para qué tanta saña? ¿Es que acaso podría escapar?
Intentó incorporarse. No pudo, estaba demasiado débil.
—Abdalá, soy Es Saheli. Vengo a visitarte.
El desgraciado se retiró el flequillo del rostro. Un gesto coqueto para un cadáver con vida.
—¿Por qué vienes? No me gusta que me veas así.
—Quería saludarte.
—Querrás decir, despedirme. Mañana me lapidan. Hubiera preferido que me recordases en el esplendor de mi belleza, y no como la piltrafa en la que los verdugos me han convertido.
A pesar de sus palabras, sus ojos rezaban agradecimiento. Me había estado esperando.
—Abdalá, ¿por qué lo has hecho?
—¿He hecho el qué?
—Aparentar el reconciliarte con Sayyid. Llevártelo hasta la cama, pedir ayuda a un amigo para que lo denunciara ante un imán tan severo como Yusuf, organizar lo de los testigos, declarar a mi favor, inculparlo a él… Condenarte a ti.
—No me ha sido tan difícil, ¿sabes? Podía acostarme con el hombre que quisiera.
—¿Por qué lo hiciste, Abdalá?
Conocía su respuesta. Pero precisaba confirmarla.
—¿Por qué lo iba a hacer? Pues por la única causa que me ha movido desde mi infancia. Porque te quiero.
La palabra amor atravesó como un dardo envenenado las entretelas de mi sentimiento. Yo lo abandoné en las garras del sátiro, siendo un adolescente todavía. El respondió a mi abandono con la entrega de su propia existencia.
—Te has sacrificado tú mismo, Abdalá.
—Mi vida no me importa, estaba cansado de fingir, de esconderme, de ser despreciado en público y requerido en privado. De ser deseado en la oscuridad de los susurros, y una molesta vergüenza a las claras del día.
Quise decirle que nunca fue así para mí, pero me callé. Tenía razón, también yo me había avergonzado de su amistad. Lo había rehusado. Por el qué dirían y por el pánico a mi propia flaqueza de corazón. Fue, en verdad, mi primer amor, por más que me costara reconocerlo. Estuve enamorado de él. Mi espíritu vibró con el suyo. Su piel enervó la mía. Miré a sus ojos. La luz de la llama le arrancó reflejos de lágrima. Me parecieron hermosos.
—Sayyid te odiaba por mi culpa. Los celos lo mataban. Cuando hubiera acabado contigo y con tu familia, me habría hecho la vida imposible. No podía permitirlo. Quería hacerte feliz, Abu Isaq. Eres el único al que amé en esta vida.
Sollozaba. Tenía ante mí al hombre más bello del planeta. Me sonrió tiernamente. Le correspondí. Mi cabeza se inclinó hacia su rostro. Nos besamos. Lenta, dulcemente. Un ruido procedente de la puerta me alarmó. El alguacil seguía allí, sería peligroso que nos viera. Le sostuve la mejilla.
—Muchas gracias, Abdalá. Muchas gracias.
Le volví a besar, antes de separarme. El guardia ya golpeaba la puerta mientras gritaba nervioso.
—¡Debemos irnos! La visita toca a su fin.
Me giré para salir.
—¡Abu Isaq!
Volví su rostro hacia Abdalá. Parecía feliz.
—Ahora sé que mereció la pena. Muchas gracias por venir.
Corrí de nuevo hacia él y lo abracé. No pronunciamos palabra.
La puerta se abrió.
—Es la hora.
—Adiós, Abdalá.
—Adiós para siempre, Es Saheli. Sé feliz. Y recuérdame por siempre como me viste aquella tarde en las aguas del Darro.
No podía abandonarlo. El alguacil me asió del hombro.
—Debe salir.
Abandoné la mazmorra. El guardia me observó a la luz de la antorcha.
—Tiene manchas de sangre en la cara y en la ropa. ¿Le ha atacado?
—No, no… Tropezó y tuve que agarrarlo. Está muy débil.
—¿Débil? No. Está muerto.
—¡No! ¿Por qué, Dios, por qué?
—¿Sabe qué le digo?
No, no sabía lo que aquel energúmeno me quería decir. Seguro que algún improperio, un desprecio para el condenado. Tensé mis músculos. No consentiría mofa alguna hacia Abdalá. No en aquellos momentos.
—El otro está aún peor. No sufrirá cuando lo lapiden, no se enterará de nada.
—No me interesa el otro. Abdalá era mi amigo. Y era honrado.
—¿Quién dijo que no lo fuera? Lo condenan por sodomía, no por ladrón.
Subí tras él. La oscuridad selló los lamentos de la desgracia.
—No merecen este trato. Ni siquiera esta condena. ¿Qué mal hacen a nadie? Allá ellos con sus gustos.
Lo miré sorprendido. Eran las últimas palabras que esperaba oír al guardián del calabozo.
—Nuestra justicia es una mierda —continuó mientras apagaba la tea—. Condena a los que se aman, mientras que tolera a los que se odian y persiguen. Así nos irá.
—¿Cómo te llamas, alguacil?
—Mohamed.
—Muchas gracias, Mohamed. Me han hecho bien tus palabras.
Y me marché del escalofrío de las mazmorras. Pronto, también yo lo sufriría en mi piel. Pero eso todavía no lo sabía en aquel atardecer trágico y extraño.
A
L ‘ALI
, EL MÁS ALTO
Escribo sobre mi
Rihla
dos semanas después de que mi tinta manchara por última vez el blanco del papel. El infortunio parece haberse cebado sobre esta desvalida caravana de regreso a Tombuctú. Primero perdimos al mejor de nuestros guías, tras una agonía dolorosa que se prolongó durante días. Lo sustituyó un guía inexperto, que desvió nuestra ruta hacia las inseguras regiones del oeste, controladas por los hassaniyas, los descendientes de los almorávides, gentes fieras y sin escrúpulos. Durante los primeros días permitieron nuestro paso, previo pago de un tributo elevado. Lo abonamos a regañadientes. De nada nos sirvió nuestra naturaleza de embajada oficial.
—¿A quién le importa vuestro emperador?
Aquellos nómadas tenían alma de bandidos. Sus ojos escudriñaban los bultos que portábamos sobre nuestros camellos. Afortunadamente, embalamos bien el botín que ganamos en Tremecén y los regalos para el emperador Kanku Mussa. Nadie puede descubrirlos. O, al menos, eso creemos. Si estos bandidos advierten su existencia, seremos hombres muertos. Estas ratas del desierto no quieren testigos de sus tropelías.
Anoche me invitaron a cenar a uno de sus campamentos. Tuve que aceptar, y acudí acompañado de mis dos lugartenientes, tras dejar bien vigilada la acampada de nuestra caravana. Toda precaución es poca cuando se trata con hienas. Te pueden agasajar con un sabroso cordero al tiempo que matan a tus hombres y saquean las riquezas. Las leyendas que corren de boca en boca dan buen testimonio de su cruel falsedad.
Nos agasajaron amables y obsequiosos. Nos recibió el propio Gazel, jefe de los clanes de la
hamada
occidental.
—Esta es vuestra casa. La ley del desierto nos exige hospitalidad entre hermanos.
Sé que mentía, pero tuvimos que aparentar sosiego y agradecimiento. Les entregamos algunos regalos menores, como muestra de cortesía.
Maldecíamos entre dientes al guía que nos desvió desde las pistas seguras que los meriníes controlaban para adentrarnos en las inseguras rutas de Walata.
Los principales del campamento se sentaron con nosotros en torno a la gran bandeja de cordero asado. Teníamos hambre. Los días eran largos, y los manjares escasos. Con el estómago saciado, comenzaron a contar su historia. Como la de todas las tribus del desierto, el pasado se medía en sagas de héroes.
—Los hassaniyas somos descendientes de la tribu del Profeta —se enorgullecían—. Emigramos hasta las costas del poniente, y aquí creamos nuestra confederación de tribus.
Hice como si les prestara atención. En mil fuegos de campamentos, a lo ancho y largo de todo el Sáhara, había escuchado historias muy semejantes, de tribus que se decían herederas de la familia de Mahoma. Demasiada extensa resultaba la prole del Profeta como para que resultaran todas creíbles. Pero nunca las cuestioné. Las gentes del desierto son orgullosas y precisan de antepasados heroicos que dignifiquen su estirpe. También los andaluces se decían descendientes de las primeras tribus árabes que acompañaron al Profeta, cuando, en la mayoría de los casos, se trataba de familias conversas de segunda o tercera generación. El mismo Ibn Hazm, mi amado poeta, escribió un libro sobre la genealogía de las principales familias cordobesas. A muchas las hizo descender del entorno de Mahoma. El mismo se atribuyó un falso origen yemení, cuando su familia era recién conversa en Huelva. En fin, cosas de la vanidad humana, que desde la atalaya de los años he aprendido a indultar paciente.