El arquitecto de Tombuctú (29 page)

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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

BOOK: El arquitecto de Tombuctú
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—Quiero ver por última vez a Abdalá —le pedí—. Con tus influencias puedes conseguirme ese favor.

—Ahora que se alejan de ti los nubarrones de la sospecha, ¿por qué te empeñas en alimentar los rumores?

—Ha sido mi amigo. Quiero despedirme de él.

Ibn al-Yayyab tenía razón, como siempre. Apenas superaba el rece lo que mi cercanía a Osmán había suscitado en la corte, cuando me cubría con el manto del oprobio de mi relación con invertidos. Sabía que corría un riesgo. Pero estaba dispuesto a afrontarlo. Quería saber el por qué. Y, sobre todo, quería agradecérselo. ¿Cómo no visitar al que todo lo había entregado por mí?

Los negocios procesales caminaron con rapidez. Sayyid confesó bajo tortura sus sucios manejos contra su anterior jefe, descubriendo, además, una red de conspiradores. Los alguaciles y verdugos iban a tener trabajo durante los próximos meses, sin duda. Nada irritaba más al sanguinario Ismail I que los traidores encubiertos. Demostraría su generosidad al liberar a Osmán, y redoblaría su autoridad al condenar a las ratas que carcomían el reino.

Fueron días de vértigo. Las noticias volaban. La libertad de Osmán estaba cada vez más próxima, y la condena de Sayyid era inminente. Siempre tuve a Abdalá presente. Suspiraba por abrazarlo, pero el permiso de visita se retrasaba. Volví a la chancillería. Todos me trataban con respeto y afecto, una vez recuperado el prestigio de mi familia. Traté, inútilmente, de recuperar mi ritmo de trabajo. No lo conseguí. La imagen de Abdalá aherrojado en las mazmorras me atormentaba.

La angustia liberó al genio de la bohemia. Me dejé arrastrar por los impulsos del vicio. Añoraba los brazos de Layla, pero no me atrevía a reclamarlos. Volví a las noches de vino y poesía. Y, para mi desgracia, también del anacardo. Sólo bajo sus efluvios lograba olvidar a mi amigo sacrificado.

La bebida me transformaba en engreído y retador. Mis versos, que antes acariciaban, se tornaron en sátiras afiladas que herían y dañaban.

—Debes tener cuidado —me advertían mis amigos—. Puedes meterte en problemas.

No les hice caso. De alguna forma, comenzaba a despreciarlos.

Aquella noche en la que regresaba borracho a mi casa, tropecé y caí al suelo. Por fortuna, nadie me vio. Tuve que agarrarme al naranjo para incorporarme. Azahar. Olía a azahar. ¿Cómo era posible que, a pesar de todo, la primavera se empeñara en alegrar aquellos reinos de desolación? Con manos torpes recolecté cinco flores del naranjo. Una por Abdalá. Otra por mi padre. La tercera por mi madre. La cuarta por la libertad de Osmán. La quinta… ¿y la quinta? ¿A quién se la dedicaría? Pasaron por mi mente las mujeres hermosas que había amado. Mariam, Layla… No. La quinta flor de azahar no se la dedicaría a ellas. No, al menos, en aquella noche de contricción.

—Afiya, toma. Son para ti.

La acababa de despertar. Su cabello alborotado le cubrió el rostro al incorporarse.

—Azahar, qué bien huele.

—Las cogí de un naranjo. Ya está aquí la primavera.

Mi mujer aspiraba una y otra vez el aroma blanco de sus manos.

—Es Saheli.

—¿Sí?

—Nunca me habías traído flores.

—¿Estás segura?

—Completamente segura.

—Regresaba y las olí. Me acordé de ti.

Puso un beso en mis labios. Me supo a entrega y amor. Me gustó. La abracé con ternura.

—Espera.

Depositó con cuidado las flores de azahar en la
taka
de la entrada. Se giró y dejó caer la fina camisa que la cubría. La encontré hermosa. La alcoba olía a Afiya y azahar. Me perdí en el calor de su cuerpo.

—Te amo.

Me sorprendí. Fueron mis labios los que había pronunciado el conjuro del amor. No hizo falta que mi mujer me lo recordara. No se lo había dicho desde las fechas de nuestra boda.

—Sabía que algún día regresarías a mí, querido. Bienvenido a tu hogar.

El reino prosperaba. El comercio, ajeno a las intrigas de palacio, enriquecía a los mercaderes y las arcas del sultán. Las ventas en los zocos y alhóndigas tributaban el diezmo y el tartil, impuestos controlados por los alamines. Los otros tributos sobre el comercio, las alcabalas y el almojarifazgo, saciaban la necesidad de recursos del Tesoro real. Fueron prósperos aquellos tiempos para el reino. La alegría permeaba palacios, domicilios y cuarteles, y regalaba buen humor y optimismo. La noche se hizo más pródiga, más frecuentada. Aliviados, los noctámbulos buceábamos en las madrugadas de los excesos.

Los cariños de Afiya me hicieron olvidar pasajeramente a Layla, pero sus brazos no fueron antídoto suficiente contra mis adicciones. Abusé del anacardo. Me sentía excelso, iluminado por los fulgores de su lucidez. Bajo su influjo veía hermoso y transparente lo que en verdad era opaco y gris. Me creía más inteligente, más culto, más sensible. Mi posición social avalaba mi éxito, mi familia ganaba en reputación y fama. Había recuperado el amor de mi mujer. Vivía mi mejor momento. La felicidad era posible. Sólo faltaba liberar a Abdalá, y bajo los efectos del anacardo pensaba que lo conseguiría.

Me subí sobre la mesa de la taberna y ordené silencio. Quería que mis versos sentenciaran las glorias de mi ser.

—¡Callad! ¡Tenéis la oportunidad de escuchar al mejor de los poetas!

Estaban casi tan borrachos como yo. Pero no pudieron sustraerse al influjo de mis versos rotundos.

La clarividencia me protege de la vulgaridad,

y del error me libra la benevolencia;

el don de la generosidad del hambre me preserva,

y a falta de joyas me engalana el aderezo de la superioridad.

—¡Venga ya, Es Saheli!

Ignoré sus palabras, zafias. Era la hora de los genios.

Mi gloria es hoy igual que la de ayer,

y no cambiaría si se modificara el destino;

ante él son parejos el tierno infante y el hombre maduro,

como el sol es el mismo en la aurora que en el crepúsculo.

—¡Bravo, bravo!

Me ensalzaron como si de verdad hubiera comprendido su significado. ¡Pobres lerdos! ¿Qué se habían creído? ¡Yo era águila cumbreña, y ellos jilgueros de río!

Pedí más vino, aquella noche de excesos jubilosos. Yo brillaba, alejado de la vulgaridad que me circundaba.

—¡Es Saheli!

Un viejo borracho, despreciado por todos, se atrevió a dirigirme la palabra, a mí, el ángel blanco de los poetas granadinos. Lo ignoré, ¿quién era él para acercarse a lo excelso?

—¡Es Saheli, atiéndeme! —insistió.

Lo ignore y me alejé. Me esperaba una jarra de buen vino blanco. Rellenaba mi copa cuando oí su arenga encendida. Me giré, y lo encontré, tambaleándose, sobre la mesa en la que yo acababa de ensalzar mi propia clarividencia.

—¡Es Saheli! ¡Pobre hombre! ¡Te crees superior, pero no eres más que basura! ¡Te consideras sólido como una roca, y eres, en verdad, más fútil que la hojarasca del otoño! La menor brisa te arrastrará a su antojo. ¡Te crees en lo alto, y ya has empezado a despeñarte!

—¡Calla, viejo borracho!

Una santa indignación me empujó hacia él. Lo bajaría de la mesa, le haría tragar a puñetazos las blasfemias proferidas. ¿Cómo osaba profanar el nombre del elegido?

Temerosos de mi furia, algunos brazos me sujetaron.

—¡Dejadme! ¡Quiero matar al viejo!

—¿No eres capaz de luchar con las palabras, poeta? ¿Precisas de los puños contra un anciano indefenso?

No podía soportar las mofas de aquel demente. Arremetí contra él, pero mi ímpetu quedó atrapado en la red de cuerpos que lo protegían. ¿Quién era aquel
djinn
absurdo que amargaba mis momentos de gloria?

—¡Es Saheli, no eres más que un bufón! ¡Engreído, poseso!

—¡Hacedle callar! ¡Ofende al mejor entre vosotros!

—¡Estás solo, Es Saheli! ¡Por engreído! ¡Nunca olvides las palabras del profeta! ¡No camines con soberbia, tú, que no eres capaz de hender la tierra, ni de alzarte a la altura de sus montañas!

—¡Yo soy grande! —repliqué encendido—. ¡Vuelo sobre las montañas y hiendo profundo la tierra con mis versos!

Cometí el único error no permitido ni en la noche más abusada.

—¡Te estás condenando, Es Saheli! ¡No puedes compararte con Nuestro Profeta!

Se acalló la algarabía. El viejo bajó de la mesa, y se marchó en silencio de la taberna. Yo quedé aturdido, derrotado por un desconocido de la providencia. Ni los brillos del anacardo ni las nieblas del alcohol me permitieron entender bien lo que allí había acontecido. Intenté sosegarme.

—¿Quién era? —pregunté.

—Fue amigo de Jawdar, tu maestro de la notaría. Al menos así nos lo contó.

—¿Por qué me odia? ¿Envidia?

No. Es un pobre hombre arruinado y abandonado de todos. Afirma que no lo ayudaste. Por eso te ataca.

—No lo conozco de nada. No es más que un desgraciado borracho. ¡Dadme más vino, que la noche es larga!

No lo fue. Al rato, abandonamos la taberna. La discusión había agriado nuestro ánimo. Salimos. Yo iba algo adelantado de los demás. Y, entre bromas soterradas, pude escuchar por vez primera entre sus murmullos mi sentencia condenatoria.

—Pobre Es Saheli. Está enloqueciendo.

—Sí, el pobre, ahora que todo parecía marcharle bien.

XL

A
S SHAHID
, EL OMNIPRESENTE

Atrás quedan las colinas de Fez, doradas por el sol de la mañana. Atrás también mis sueños de regresar a Granada. Un atroz desierto de arena y nada separará mi destino en Tombuctú del sueño andaluz que durante tantos años cobijé. Pero así lo quiso el destino. Al Ándalus era mi ideal, pero Jawdar, mi mejor amigo. No. Mi hijo más querido. Tuve que elegir. El jamás me habría abandonado; tampoco yo lo haré. Regreso a su lecho de convaleciente, y olvidaré mis sueños imposibles. Caminante soy, y en cada recodo debo disfrutar de lo que descubro. Pocas veces en la vida se presenta el tesoro de una verdadera amistad, la alquimia que transforma en oro la relación entre dos hombres. La siento hoy con Jawdar. La comprobé en el ayer de los años con Abdalá, que todo lo entregó por mi redención.

La caravana ya inicia su ruta lenta. Marcharemos hacia Marraquech, y desde allí a Siyilmassa, donde haremos acopio de provisiones. Después, nos adentraremos en el desierto. El Sáhara nos aguarda.

Retomo mi
Rihla
. Hace seis días que partimos de Fez. Hemos acampado en el gran caravasar de Marraquech, la ciudad roja de los almohades. Ni las cercanas nieves del Atlas, ni las palmeras, ni los olivos logran alegrar mi corazón. Tampoco el bullicio de la gran plaza Jemaa el Fna, con la algarabía de sus magos, sus aguadores, sus encantadores de serpientes, sus trovadores, poetas, charlatanes y contadores de cuentos y leyendas. Nada logra levantar la bruma de la melancolía. Retorno al Gran Sur, al país de los negros, sin haber logrado regresar al mío. Cada paso que me acerca a Tombuctú, me aleja de mi Granada del alma. Miro atrás, y sólo camino soy. Hacia delante, sólo camino me queda. Caminar es mi sino, y recordar mi condena.

Sólo encuentro reposo para mi melancolía en la poesía. Añoro Granada, idealizada por la distancia de los tiempos. He compuesto este poema a la ciudad, a sus gentes, a los que fueron mis amigos y también mis enemigos. La añoranza sabe perdonar.

¡Tierra mía!

de la que eran los amuletos

que en la infancia portaba,

pues suya fue la primera

tierra que rozó mi piel.

Recuerdo la abundancia de sus fuentes y aljibes, el silencio sombrío de sus alcubillas y veneros, la lucidez de sus sabios y la belleza de sus mujeres. He conocido mil ciudades, ninguna como la andaluza. Ni siquiera El Cairo, con sus mezquitas florecientes, podrían comparársele.

¡Qué tiene Egipto para enorgullecerse del Nilo, si hay mil de ellos en el Genil y sólo se le ha añadido allá la letra «ge» para que pueda repetirse eso de Ge-nil
.

Estoy triste. Marraquech la roja es hermosa, pero no sacia mi sed del regreso.

Entre las tierras del mundo,

Granada no tiene igual.

¿Qué valen junto a Granada,

Egipto, Siria e Iraq?

Luce cual hermosa novia

con vestidura nupcial:

aquellas otras regiones,

todas su dote serán.

Del paraíso fui expulsado por hipócritas zalameros del poder. Hoy los perdono. Redimo sus culpas, quiero la paz. Sólo así podré continuar mi camino ligero de equipaje. Que nada pesa tanto como el rencor entreverado.

La
Rihla
vuelve a acogerme con el sosiego de sus líneas al amor de las candelas del campamento. Hemos instalado nuestras jaimas en las afueras de Siyilmassa, siempre bulliciosa y repleta. La dudad caravanera de Marruecos se encuentra al sur del Atlas, en las mismas orillas del desierto. Hemos atravesado la cordillera cuando la nieve todavía blanquea sus altas cimas. Su caravasar despide y recibe a las grandes hileras de camellos que cruzan los vacíos de los mapas. Más de cuarenta días, si Alá así lo quiere, tardaremos en avistar las ciudades del reino de los negros. Allá me espera Jawdar. Cuarenta días de marcha ininterrumpida, de largos silencios, y hondas soledades. Percibo ya que el desierto me abraza. El Sáhara, el jardín preferido de Alá, nos reclama. Debemos prepararnos para su travesía. Mañana dedicaremos el día a aprovisionarnos de carne seca, dátiles y té. Ellos nos darán el sustento frugal que precisamos. Los odres de piel de chivo quedarán rellenos hasta su completa capacidad. Inciertos serán los oasis y los pozos una vez que nos adentremos en el reino de la sed. Tenemos que aprovechar el gozo de la aguada.

Hace cuatro días que salimos de Siyilmassa. Nuestro guía principal ha enfermado, y delira entre fiebres. Lo llevamos sobre unas parihuelas improvisadas entre dos camellos. Esperemos que pronto se recupere. No me termino de fiar de su joven ayudante. Esta noche, antes de ponerme a escribir en mi
Rihla
, lo he estado observando. Miraba una y otra vez a las estrellas, consultando unos dibujos de su maestro. No sé, parece que duda. Sólo Alá es grande, en sus manos está el destino de todos nosotros.

XLI

A
N NAFI
, EL QUE CONCEDE BENEFICIO

Dormía en brazos de Afiya. Precisaba de su calor seguro en aquellos tiempos movedizos de la historia de Granada.

—¿Crees que estoy loco?

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