El arquitecto de Tombuctú (47 page)

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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

BOOK: El arquitecto de Tombuctú
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—Gracias —le respondí—. No sé cómo podré devolverte tu hospitalidad.

—La hospitalidad que algo exige a cambio no es hospitalidad, es negocio. Soy amigo de Ibn al-Yayyab de Granada, y tú eras su recomendado. Ahora soy amigo de ambos.

Al-Kuwayk se marchó, como también lo hizo la tranquilidad que hasta entonces había disfrutado en El Cairo. Mi fama se extendía por salones y divanías, y cada día era más reclamado para recitales y tertulias. El brillo que de nuevo adquiría halagaba mi vanidad, pero atemorizaba al gobernante del escaso raciocinio que aún atesoraba. Cuando se vuela alto, la caída es dolorosa.

—Mi marido regresa pronto —me contó Nana en una de las veladas que disfruté con ella—. No podremos vernos más veces en casa.

Recordé esa frase tres días después, mientras me dirigía a mi tertulia del café. No había renunciado a sus placeres a pesar del éxito en los salones de los poderosos. Aquellas tardes largas y quedas me proporcionaban todo el gozo sabio de la buena conversación. Mis contertulios estaban convencidos de que El Cairo era el centro del mundo, y nosotros, sus mejores intérpretes.

La sombra de Kolh se diluía en los contrafuertes de Nana. Mientras apuraba el café, añoraba sus caricias. ¿Cómo podría volver a encontrarme con ella? Me dijo que su marido estaba al regresar. ¿Lo habría hecho ya? La deseé vivamente. Oía la charla de mis amigos, pero no escuchaba sus razonamientos. Me concentraba en imaginar un artificio eficaz al servicio del adulterio. Tenía que conseguir verla de nuevo.

Un rumor distrajo mis cavilaciones. Comenzó en la mesa vecina, y pronto se propagó a la nuestra, sin que en principio le concediera mayor importancia. No quería perder el tiempo en fruslerías. No resultaba fácil engañar a un marido, y debía aplicarme a ello.

La tertulia se interrumpió en mil murmuras, y tuve que hacer un esfuerzo para descubrir lo que ocurría. Alguna noticia importante se pasaba de boca en boca, causando hondo pesar en algunos, y sonrisas de alegría disimulada en otros. Por fin, alguien expresó en voz alta la causa del alboroto.

—El visir Mustafá ha sido ejecutado esta mañana. Su cabeza rodó bajo la espada del verdugo.

Todos guardaron silencio. Mustafá, uno de los visires mamelucos, había aparecido en público pocas fechas antes, investido de sus máximos honores, pavoneándose engreído de su poder. Apenas unos días habían bastado para que el califa lo arrojara desde el paraíso hasta el cadalso del ajusticiado. Nadie se atrevió a preguntar el motivo, ni a defender al ejecutado. Todos sabían de la infinita crueldad del califa al-Nasir Muhammad ibn Qalawun. Desde que comenzara a reinar, allá por los principios del siglo, había ordenado ejecutar a más de cien altos cargos de su corte. Los refinamientos y la crueldad de su sala de tortura hacían palidecer al más recio de los militares.

—Así es la política —sentenció uno—. Hoy arriba y mañana abajo.

—Pues muy alto veo yo al joven Al-Atir —malició otro—. Muy pronto ha inaugurado palacio y muchas serán las deudas que tendrá que satisfacer. La tentación de tomar el dinero del califa le rondará todos los días por la cabeza.

—Al-Atir es honrado y honesto —le defendí vigorosamente—. Nunca hará eso.

—Bueno, ya veranos —me respondieron con indiferencia—. Si tú lo dices, así será.

La nueva cabeza que había rodado me aguzó el recuerdo de las intrigas de la corte granadina, que tanto dolor causaron a la familia de mi padre. Negros augurios sobrevolaron mi ánimo. Admiraba a Al-Atir, y no deseaba que fuera víctima de las turbulencias de un palacio cruel. Tenía que alejar de mí aquellos negros presagios, y para ello nada como la poesía. Siempre acudía en mi ayuda cuando la precisaba. Poesía para el amor, poesía contra el poder torpe y ciego. Egipto también tuvo su poeta satírico. Se llamó Al-Mutanabbi, y sus poemas seguían siendo recitados en las tertulias trescientos cincuenta años después de su muerte. De cuna pobre, su talento había sorprendido en las cortes de varios países árabes, hasta que llegó a Egipto poco antes de la llegada de los fatimíes a finales del siglo X. Gobernaba por aquel entonces El Cairo un eunuco llamado Kafur, que le concedió todos los honores al buen poeta. Pero unos versos ácidos irritaron al monarca, que dictó su expulsión del país. Al-Mutanabbi, indignado por los caprichos de aquel gobernante capón, le dedicó un poema tan malicioso, que todavía provocaba la carcajada de los que lo escuchaban. Lo recité en alto, con ánimo de alejar el cenizo de una conversación torcida.

Recuerdo que, antes de conocer a ese eunuco,

yo creía que se pensaba con el cerebro.

Ahora que he visto su inteligencia, ya no dudo

de que se piensa con los huevos.

Aunque algunos sonrieron, otros pocos se quedaron serios, con el gesto preocupado. Comprendí que mi sátira podría ser malinterpretada. No había sido mi intención, pero el poema había sonado a crítica feroz contra el sultán mameluco del momento, en vez de a mofa de aquel remoto eunuco que una vez gobernara El Cairo. Aunque me esforcé en explicarlo sutilmente, alguna mirada atravesada me advirtió que podía correr peligro si se extendía la noticia de que Es Saheli, el poeta granadino de fama y renombre, ridiculizaba en público al califa. Si así acontecía, mi cabeza, la de al-Kuwayk y la del mismísimo Al-Atir no tardarían en rodar siguiendo la estela sanguinolenta de la de Mustafá, el último visir ajusticiado. Tras mis titubeos exculpatorios, comprendí que lo mejor era una retirada a tiempo. La justificación necia podía ponerme en evidencia ante los ojos omnipresentes de la malicia y la envidia.

Salí aturdido del café, y de nuevo mis pasos me condujeron hasta la casa de Nana. El callejón tentador me hablaba en su penumbra de los gozos prohibidos que me aguardarían si me atrevía a golpear aquellas aldabas de bronce cuyo tacto tan bien conocía. Pero, ¿y si el marido había regresado? Nana me había advertido de que no debía acudir. A lo mejor todavía no había llegado y podía visitarla una vez más. Llamé a su puerta sabiendo que no debía hacerlo. Un golpe aislado, después dos más rápidos. Era la seña que habíamos convenido. La puerta se abrió y me encontré a Nana con el rostro demudado. Una vez que estuve en el zaguán, asomó su cabeza para comprobar si alguien me había seguido. Cerró la puerta y me gritó con una ira desconocida para mí.

—¿Por qué has venido? ¿No te dije que mi marido estaba a punto de regresar?

—Necesitaba verte. Pensé que todavía podríamos tener un último encuentro.

—¿Estás loco? ¿Quieres que nos sorprenda? ¿Sabes lo que hacen con las adúlteras? Las lapidan.

—No, no, nadie va a hacerte daño.

—Déjame —me rechazó cuando intenté abrazarla—. Ahora vete, por favor. Y no vuelvas nunca. Has demostrado que no eres de fiar.

—Échame ahora, pero no me impidas que vuelva a visitarte, Nana.

—¡Sal de mi casa! ¡Ahora mismo!

Tardé en asimilar la nueva situación. Perplejo, la miraba sin saber qué hacer. No estaba acostumbrado a que las mujeres me expulsaran de su lado. Iba a contestarle, cuando alguien golpeó la puerta.

—Mi marido —susurró Nana con expresión de pánico—. Ha regresado. Tienes que esconderte, rápido.

Sentí la mordedura del miedo. Debía escapar de la casa sin ser sorprendido. Me apresuré a subir al piso de arriba moviéndome como un gato sigiloso. Mientras ascendía las escaleras, escuché de nuevo el aldabonazo. Enseguida, sonó el chirrido metálico de los goznes y el murmullo de los saludos. El marido de Nana acababa de regresar al hogar que yo profanaba. ¿Dónde podía esconderme? En mis dudas quedé paralizado. Quizás hubiera sido mejor haberme ocultado en cualquier habitación de la planta de abajo y haber esperado mi oportunidad para escapar por la puerta de la calle. Pero me encontraba en la planta superior, y ya no podía bajar. Los oía hablar en el patio. El hombre contaba del camino, de las grandezas de la ciudad santa y de la felicidad que sentía por regresar a casa con el deber cumplido de la peregrinación. Entre frase y frase me llegaba el sonido de los besos y arrumacos con que Nana lo agasajaba.

—No sabes cómo te he echado de menos, amor —le decía cariñosa—. Mi sacrificio aún ha sido mayor que el tuyo, que mayor suplicio es sufrir la ausencia del amado que los rigores del camino. Al menos veías cada día un amanecer distinto. Aquí, bajo las mismas paredes, cada día era igual de gris y triste. No me abandones nunca más, por favor.

—No te dejaré de nuevo. También te he añorado, a ti y a tus abrazos. Vamos a la cama. Los sirvientes todavía tardarán en llegar con el equipaje.

Nana se apresuró en arrastrarlo hacia su alcoba. Abrazados, comenzaron a subir. Si no reaccionaba inmediatamente, me sorprenderían paralizado por el temor y la indecisión. El sonido de sus pasos sobre los escalones me sobresaltó. Retrocedí por el pasillo justo cuando ellos giraban en el descansillo de la escalera. Gracias a Dios que, entretenidos por sus besos, no lograron percatarse de la sombra fugitiva que se colaba en la oscuridad de una habitación.

Los vi entrar en su alcoba, que se encontraba justo enfrente de la que me ocultaba. Dejaron su puerta abierta. También lo estaba la mía. Pero el manto oscuro de la penumbra me protegía de su vista, mientras que la luz de las lámparas y lucernas de aceite mostraban sin pudor la lucha de sus cuerpos. El marido fue desnudando lentamente a Nana, mientras besaba su cuello y su espalda. Se situó detrás suya, bien pegado a su cuerpo, mientras acariciaba los pechos grandes de su mujer. Deslizó la mano bajo su falda y Nana gimió de placer. Conocía bien sus gemidos, y aquellos parecían verdaderos. O era una experta en el arte de fingir, o realmente estaba gozando con el arrebato del marido. Pronto quedó desnuda, con su pubis pelado y suave como la cara de un niño. Que es costumbre de las mujeres del África rasurarse sus partes hasta que no queda vestigio alguno de la mata de pelo rizado y áspero con la que la naturaleza las adorna. También la mano experta de Nana buceó entre los ropajes de su hombre. La excitación comenzó a dominar a mi miedo. Mientras lo veía galopar sobre el cálido cuerpo de Nana comprendí que era el momento de bajar. Debía intentarlo en aquel preciso momento de éxtasis, en el que los sentidos de alarma se relajan. Me acerqué lentamente hasta la puerta, pero la claridad que llegaba desde el corredor me delataba. Justo en ese instante cambiaron de postura. Tuve que retroceder de nuevo hasta la seguridad del interior. Un escalofrío enervó la espalda del marido. Después cayó exhausto sobre el cuerpo de su mujer. El calambre del placer había apaciguado sus ansias. Con suerte se dormiría saciado y yo podría escapar. Sabía que, si era descubierto, mi destino no podía ser otro que la muerte por lapidación. Con suerte, la espada del verdugo. El adulterio era un delito fatal para la
sharía
, agravado en este caso por la santa peregrinación del agraviado. Sentí horror por mi propio futuro y honda pena por el destino de Nana, que sería humillada, vejada y apedreada hasta morir. Y todo por mi culpa, por mi insensatez, por mi infinita capacidad de meterme en líos. Ya se estaría extendiendo por los cafés de El Cairo la nueva de que me mofaba del califa con mis poemas. Pronto, si era descubierto, se sabría de mis adulterios. Mi vida duraría menos que la de los grandes peces atrapados en las charcas que dejaban las bajadas del Nilo.

De nuevo me dispuse a salir de la habitación. Nana y su marido seguían desnudos, sobre su cama. Justo cuando llegaba a la puerta, la persa levantó su cabeza para descubrir con espanto mi presencia en el dintel de la puerta. No me descompuse. Le hice un gesto con la mano para tranquilizarla, como si no fuera yo el que realmente necesitara de la medicina del sosiego. Le indiqué que no se moviera, que me disponía a bajar las escaleras. Tuve mala suerte. El marido se removió en la cama, dispuesto a levantarse. Todo estaba perdido.

—Quédate tumbado, mi amor —le indicó zalamera Nana—. Voy a relajarte con un masaje.

—Umm, sí, me vendrá bien.

La mujer se subió sobre sus espaldas para masajear sus hombros. Con la cabeza me indicó que debía bajar en ese momento. Y, para acallar el sonido traicionera de mis pasos, se puso a cantarle antiguas canciones de amor. Su voz fuerte, alta y clara, bien pegadita a los oídos del marido, me dejó expedito el camino hacia las escaleras. Las bajé y crucé el patio suspirando por convertirme en espíritu sin materia. Nana seguía cantando arriba, desde su lecho de amor, la letanía de mi huida y mi despedida. Jamás volvería a entrar en aquella casa de placer, convertida en trampa de muerte. Por mi insensatez, por mis escasas luces. Abrí la puerta lentamente, ahogando los chirridos con que los goznes se esforzaban en denunciarme. Pero pudieron más los cánticos de Nana que los traicioneros sonidos del bronce. Salí y deje entornada la puerta. Ya Nana bajaría para cerrarla, antes de que el marido pudiera sospechar al encontrarla abierta. Jamás el aire de una calle me pareció más limpio y transparente, ni el caminar tan libre y placentero. Me perdí por las callejas de El Cairo, que confabulaban a favor de mi discreción. A cada momento giraba la cabeza, temeroso de que alguien me persiguiera con la espada desenvainada. Sólo sentí que estaba a salvo cuando Jawdar me dio la bienvenida a mi hogar.

—Ten… tengo la cena pre… preparada.

Fue entonces cuando tomé una sabia decisión. Las cosas comenzaban a complicarse. Había llegado demasiado lejos en El Cairo. Era la hora de abandonar la ciudad, antes de que ella me diera la espalda.

—Sabes, Jawdar. Llevamos ya un tiempo en Egipto. Tengo ganas de conocer mundo y de volver al camino.

—Don… donde tú vayas, iré yo.

LXXVI

A
R RAHMAN
, EL COMPASIVO

La idea de partir arraigó con fuerza. Debía abandonar El Cairo cuando aún podía hacerlo. Los problemas se me acumularían tras los primeros tropezones. Conociéndome, no dudaba de que mis errores se multiplicarían hasta caer derribado con estrépito. Y no quería repetir la zozobra de Granada. Gozaba en esos momentos en El Cairo de una buena reputación. Era el momento de mi marcha, antes de que se quebrara como cristal de Alejandría. Que si de Granada salí exiliado, de El Cairo podía ausentarme cadáver.

A la mañana siguiente pedí una entrevista con Al-Atir. Debía organizar mi salida con inteligencia. No quería verme de nuevo en los caminos, sin saber adonde ir.

—Mi señor no tardará en concedérsela —me respondió su secretario—. Le tiene en gran aprecio, y recita con frecuencia sus versos.

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