No se equivocaba Abdalá en sus palabras. Estaba sumergido en un pozo profundo rodeado de áspides venenosas. Tenía que ayudarlo y, de paso, protegerme de la segura furia de Sayyid.
—Te ocultarás en la casa de Jawdar. Nadie sospechará. Vamos.
Al dar mis primeros pasos, comprendí que no podía salir en estampida de la fiesta. Tendría que despedirme con una excusa creíble, para no levantar sospechas.
—Abdalá, espera fuera un rato. Voy a entrar para que todo parezca normal.
Así lo hice. Les dije que Abdalá se había marchado con prisa y bebí algo de vino mientras aparentaba una tranquilidad que me era tan lejana como las nieves del Atlas. Al rato les dije que estaba cansado y que me iba. Afortunadamente, la abundante bebida consumida camufló mi inesperado abandono.
—Vamos corriendo, Abdalá —le dije al salir—. No tenemos tiempo que perder.
Me pareció que alguien se ocultaba tras unos árboles en la parte alta de la cueva, pero ni siquiera me giré para comprobar mis sospechas. Debía ocultar cuanto antes a Abdalá. La casa de Jawdar resultaría un lugar seguro. Di un gran rodeo para llegar hasta ella. Temía que algún sicario de Sayyid nos estuviera siguiendo.
A
L BASIR
, EL QUE TODO LO VE
Mañana se celebrará la gran batalla. Hemos acampado a las mismas puertas de Oujda, en territorio de los cobardes zayyadíes. Hasta ahora han sido incapaces de hacernos frente. ¿Cobardía? ¿Estrategia defensiva? No lo sabemos, pero debemos estar preparados para cualquier contingencia. Esta noche está siendo tensa y silenciosa. Todos los soldados saben que la hora de la verdad ha llegado. Con el nuevo día saborearán la victoria o ascenderán al paraíso de los creyentes.
Los generales han extendido el rumor de que Abu Tasufin está llorando de miedo. Piensan que así suben la moral de la tropa. Las guerras entre ejércitos quitan y ponen reyes, en legítima lucha abierta. Pero en mi Granada natal las cosas no ocurrían así. Los monarcas eran sustituidos por traidores y conspiradores, que encubrían en la oscuridad y la infamia sus sucias maniobras. ¡Viví tantos momentos de incertidumbre en aquellos años granadinos!
Recuerdo que pasaron semanas de relativa calma desde que escondiera a Abdalá en casa de Jawdar. El susto me había retirado de la noche. Trabajaba en la notaría con denuedo, esforzándome como el mejor de los
muttawiq
. Regresaba a casa temprano. «Así me gusta, hijo —me decía mi madre en su inocencia—, que sientes cabeza antes de tu matrimonio». Yo callaba y sonreía. Apenas andaba de noche por la calle, temeroso de que Sayyid me enviara algún sicario para ejecutar su venganza. Según pasaban los días me fui tranquilizando. No había vuelto a saber nada de él. Lo más probable —pensaba— era que se le hubiera pasado el ataque de cólera y que no le mereciera la pena meterse en líos atacando a un prestigioso notario de la ciudad. También él tenía mucho que perder si se hacía pública su relación adúltera con un efebo. Los imanes ortodoxos, favorables de aplicar la
sharía
en todo su rigor, eran cada vez más poderosos. Y Sayyid conocía bien la pena que las leyes tradicionales imponían a los homosexuales sorprendidos por cuatro testigos en el acto nefando. Ser lapidados sin compasión. La prudencia le aconsejaría dejar pasar el asunto, e intentar olvidar su obsesión por Abdalá. El único temor que aún me embargaba eran las sombras entrevistas entre los árboles la noche que huí de la cueva para esconder a mi amigo. Si eran esbirros de Sayyid, sabrían dónde se ocultaba el objeto de su ira.
Pero no era yo el único que tenía problemas. Los pájaros de mal agüero sobrevolaban el reinado de Nasr. Al malestar general contra la debilidad del monarca, se unió el infortunio. Dos años de sequías arruinaron las cosechas y mermaron nuestra economía. Los precios del pan, las verduras y la carne se pusieron por las nubes. El aire del Sáhara, rotundo y cálido, agostaba los campos y prados, mientras que los manantiales dejaban de regalarnos sus caudales de vida y alegría. El pueblo encontró al culpable de sus infortunios.
—Nasr no es un rey digno de Granada. Alá nos castiga por mantenerlo.
Los granadinos desesperaban a la búsqueda de un signo, de una señal de los cielos que indicase el final de la sequía. Nasr no podía evitar el descontento general. Tenía sus días contados.
Una tarde, mi padre me informó de que Osmán había pedido al sultán su relevo, excusándose en motivos de salud. Pero yo comprendí que un nuevo cambio iba a sacudir a la monarquía. El viejo zorro jamás abandonaría el poder. Si salía de palacio era para situarse mejor ante el nuevo derrocamiento que se avecinaba. La salida de Osmán de la corte tenía para mí un inesperado valor. Sayyid, su secretario, le seguiría. Perdería su influencia, y nada podría hacer por perjudicarme. Durante semanas, apenas vi a mi padre, reunido a todas horas en el carmen de su suegro, hablando de política y conspirando a favor del cambio.
En la notaría eran muchos los mercaderes que criticaban abiertamente al monarca que nos llevaba a la ruina y la humillación. El pueblo se mostraba inquieto ante los indicios del previsible destronamiento. Un rey nunca dejaba de serlo hasta que moría o abdicaba. Nasr gozaba de buena salud y gustaba de las mieles del poder. No cedería el trono en buena lid. Por eso, los halcones de la corte ya conspiraban a la busca de un noble de sangre real, ambicioso y decidido, que lo derrocara para instaurar un nuevo tiempo de prosperidad y orden.
En ese periodo de inestabilidad política, con Abdalá todavía escondido, contraje matrimonio con Afiya, una vez transcurrido el año de prórroga que conseguí tras la muerte de mi maestro. Mi madre se esforzó por que todo saliese bien. Ayudó a su nuera a decorar y amueblar la casa que habíamos comprado, se encargó de preparar el banquete y organizar la gran fiesta de la boda. Estaba radiante, desplegando esa intensa energía femenina que se desborda a la hora de crear un nuevo hogar.
Jawdar hijo ayudó en todas las tareas, servicial y atento. Apareció limpio y feliz en la ceremonia, en la que me seguía en todo momento.
—Es…, estoy mu… muy contento —me susurró al oído.
—Yo también, Jawdar. Y te agradezco que hayas venido.
—Ab…, Abdalá me ha da…, dado recuerdos pa…, para ti.
—Siento que no haya podido venir. Pero ya sabes nuestro trato, nadie puede saber dónde se esconde.
—Ya…, ya lo sé.
Me disponía a abandonar nuestra conversación, para dirigirme a atender a un grupo que me reclamaba, cuando Jawdar asió mi brazo con fuerza. Su cara de felicidad se había mudado en un gesto de súplica.
—No…, no me dejarás nun…, nunca, ¿verdad?
—¿Cómo voy a abandonar al mejor ayudante de toda Granada? Tú y yo siempre estaremos juntos, ¿me oyes? Siempre juntos.
Jawdar sonrió con expresión bobalicona. Lo había hecho feliz, ahora que sabía que mi matrimonio con Afiya no nos separaría. Lo observé marcharse con su paso oscilante, y supe que era cierto. Jamás podría abandonarlo. De alguna forma, ya era parte de mí.
Sayyid, como pariente de la novia, asistió con su mujer y sus hijos a la ceremonia y a los eventos. Estuvo distante, pero en todo punto cortés. Sólo en un momento en que nuestras miradas se cruzaron involuntariamente, pude intuir una fiereza que delataban pasiones reprimidas. Decidí olvidarlo y dedicarme a atender a amigos y familiares. Las fiestas duraron dos días, tras los cuales finalicé exhausto.
La primera noche que yací con Afiya, inocente y dulce, no pude por menos que comparar sus torpes movimientos y su temerosa pasividad con la ardiente experiencia que Mariam me había dedicado la tarde anterior. Fiel a mi compromiso, había acudido a su casa para cumplir el rito de despedida. Ambos sabíamos que esa sería la última ocasión en la que nos encontraríamos y nos aplicamos para que resultara inolvidable. Procuré desflorar a mi mujer con toda la suavidad y ternura de que fui capaz. El rojo de su sangre certificó su virginidad. Nuestro matrimonio estaba consumado. Tras la boda, decidimos retirarnos unos días a una alquería que su familia poseía en las Alpujarras, cerca de Orgiva. He de reconocer que los deleites del campo, los aires de la sierra y la permanente atención de Afiya me hicieron creer que podría llegar a ser feliz con ella. Pero no se trató más que de un espejismo. En cuanto retornamos a la monotonía de nuestro hogar granadino, supe que no sería capaz de soportar el yugo de la fidelidad ni del enclaustramiento conyugal. En casa procuraba ser atento y cumplir con todas mis obligaciones, pero la vida común carecía de alicientes para mí. Sucumbí a la primera invitación de mis amigos.
—Abu Isaq, hoy nos reunimos en velada poética. Nos visita un poeta de Ronda.
No pude resistir a la tentación y regresé a la vida disoluta. Pero aquella noche fue distinta. Además de consumir el vino que nos enajenaba, probé por vez primera el anacardo, la droga de la memoria. Comenzaba a rodar hacia el despeñadero sin fondo de los enervantes.
A
R RAFI’
, EL QUE EXALTA
Escribo mi
Rihla
con el pulso aún alterado. En el día de ayer se celebró el terrible combate que cambió el curso de la historia. Aún oigo el entrechocar de los aceros y los gritos de los moribundos. Muy temprano, antes de que el alba enrojeciera el horizonte, el sultán dio la orden de salida. La primera columna partió hacia el frente con los orgullosos estandartes desplegados al viento. La infantería avanzó para tomar posiciones en puntos elevados. Así obtendría dominio sobre el terreno. La caballería no entraría en acción hasta el final, en un ataque que esperábamos que fuese rápido y mortal para las ilusiones de victoria de los zayyadíes. «Nuestros jinetes serán como la cola del escorpión. Su aguijonazo enviará a los zayyadíes a los mismísimos infiernos», sentenció el general que ordenó la estrategia de ataque.
Horas antes, en plena oscuridad, dos columnas habían salido en dirección norte. Cruzarían el estuario del río Moulouya antes de que la luz del amanecer los delatara. Su misión era simple, pero vital para nuestras posiciones. Debían tomar la ciudad de Saidía. Desde allí atacarían la retaguardia del ejército de Oujda. A los zayyadíes no les daría tiempo a reaccionar. La sorpresa siempre fue la mejor aliada del soldado astuto.
Cuando el sol ya estaba en lo alto, la comitiva real partió hacia el frente. El monarca, ataviado con sus indumentarias guerreras, resplandecía bajo el sol. «Si Alá así lo quiere, galoparemos hasta expulsar a esos malditos de Tremecén», gritó antes de que nuestros caballos comenzaran a levantar el polvo del camino. El estruendo de las trompetas y el redoblar de los tambores reforzaban el valor de los infantes. Paso a paso, confiados en Alá, se acercaban a su destino. A media mañana, en lo alto de una colina, aparecieron los gallardetes del enemigo, formando una ancha hilera que se perdía en el horizonte. Eran muchos más de los que esperábamos. El miedo, por vez primera, apareció en el rostro de nuestros hombres. La batalla sería más dura de lo que habíamos previsto. Los zayyadíes concentraron su caballería en los extremos, con ánimos evidentes de envolvernos para generar confusión y desbandada. Pero nuestro monarca no se amilanó, y, a una señal suya, nuestra caballería rompió a galopar espoleada por la gran algarada de gritos y juramentos de sus jinetes. Golpearían en el mismo centro de la alineación enemiga, con la confianza de partirla y poder penetrar en su retaguardia. Los extremos de nuestra infantería avanzaron hasta unas posiciones elevadas, desde donde esperó el envite de la caballería enemiga. Todo ocurrió tan rápido que hasta el miedo perdimos. Ya sólo nos quedaba luchar contra aquel gran ejército que avanzaba hacia nosotros.
Nada es comparable al fulgor de una batalla. En ninguna otra circunstancia la naturaleza del hombre me pareció más fuerte y hermosa, ni las pasiones más sinceras y primitivas. La infantería chocó con fuerza contra las filas enemigas. Mientras tanto, nuestros arqueros diezmaban la caballería que golpeaba los flancos. Aprovechamos el instante de desconcierto que los paralizó. A una orden, los tambores y las trompetas emitieron la señal para que nuestra caballería avanzara. Los jinetes entraron en combate segando cabezas y vidas. Las carreras de hombres y caballos levantaron una gran nube de polvo que dificultaba la visión del campo de batalla. Oíamos los gritos y el chocar de los aceros, pero no lográbamos divisar con nitidez a los que luchaban. Los generales, incapaces de seguir los acontecimientos, daban órdenes contradictorias. El caos fue absoluto. No sabíamos si avanzábamos o retrocedíamos. El resonar de las espadas y los alaridos de dolor de los heridos espantaban el ánimo de los más templados. Durante todo el día se sucedieron los choques entre jinetes e infantería, sin que la batalla pareciera decidirse por uno u otro bando. A veces tomábamos nosotros la iniciativa para perderla a continuación, como si los caprichos de una gigantesca marea jugase al amor de sus reflujos. Los frentes se confundían los unos con los otros, y la lucha sin cuartel se libraba cuerpo a cuerpo, sin espacio para estrategias ni artificios. El olor recordaba al de una carnicería en el día de matanza.
Nuestro sultán galopaba de un lugar a otro, dando órdenes y ánimos. Era la cabeza de un gran organismo que luchaba por sobrevivir. Mientras Abu l-Hasán siguiera vivo y con ánimo, tendríamos abiertas las puertas del éxito. Si moría, el coraje decaería y seríamos derrotados. Nuestras cabezas rodarían sobre la tierra ensangrentada. Por eso, una gran escolta lo protegía. «¡Que ningún enemigo se acerque al sultán!», había ordenado el general en jefe. Y en eso nos esforzábamos, aunque cada vez nos resultara más difícil aislarlo de la lucha. Con la espada desenvainada, su propio vigor lo empujaba a buscar al enemigo. No podíamos permitir que nos asestaran el jaque mate. Sería nuestra perdición.
Cuando la tarde comenzó a declinar, las bajas sufridas por ambos ejércitos eran incontables. Nadie auxiliaba a los heridos que sangraban ni a los moribundos con ojos abiertos y espantados. La lucha continuaba con saña, a pesar del cansancio de hombres y caballos. Entre luces, con preocupación, pudimos observar cómo, paso a paso, su infantería iba cercándonos. Estábamos siendo encerrados por un abrazo mortal como el de las serpientes de los grandes ríos.
—¡Resistid por los costados! —se desgañitaba el rey con voz ronca.