El arquitecto de Tombuctú (16 page)

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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

BOOK: El arquitecto de Tombuctú
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Jawdar se recostó, para descansar del enorme esfuerzo físico y moral que estaba realizando al confesarme las contradicciones de su vida. Que el hombre que más admiraba hubiera ocultado durante tanto tiempo sus íntimas infamias, me consolaba. Yo también tenía mucho que callar. ¿Acaso todos escondemos algo? ¿Es que todos padecemos de miserias ocultas? No pude seguir reflexionando. Jawdar se incorporó para terminar de contar su historia.

—Las cosas materiales fueron perdiendo importancia. Cumplía con mi deber profesional, pero me fui separando poco a poco de los fastos del siglo. Ni me importaba el dinero que ganaba, ni los lujos, ni el escalar posiciones sociales. Comencé a adentrarme en la senda del sufismo, y eso aún me despegó más de los adornos materiales. Un día, decidí venirme a vivir a la que fuera la casa de Alawán. Mi madre estaba enferma y tenía que cuidarla. Vendí la casa que hice para mi difunta esposa y doné el dinero para un hospital que comenzaba a construirse. Me instalé en este barrio humilde. Mi madre murió el mismo día que nació mi hijo. Ella se fue, su nieto llegaba. Jasmina insistió en llamarlo Jawdar. Acepté. Le pedí que viniera a vivir conmigo, no podía soportar el vacío de la soledad. Dijimos que se trataba de una criada y que Jawdar era su hijo. Al fin y al cabo, muchas rameras, al pasárseles la edad, se colocaban en casas para realizar tareas domésticas. Nadie preguntó nada. Así vivimos durante muchos años, en los que fuimos envejeciendo mientras Jawdar hijo crecía. Jasmina falleció hace unos meses, y yo comencé a morir el mismo día de su entierro. Sufrí en silencio su marcha, y desde entonces preparo la mía. Nada tengo que hacer ya en esta vida. Ojalá Dios me permita reunirme hoy con ella en el paraíso de los justos…

Unas lágrimas torpes e indecisas rasgaron su rostro venerable.

—Te quiero pedir un favor, Abu Isaq. Cuida de Jawdar. Tiene más o menos tu edad, pero es algo simple. No tiene la inteligencia ni el carácter suficientes para poder desenvolverse solo en la vida. Es como un niño grande. Cuando me vaya, no tendrá a nadie. Hazlo tú, por favor. Las rentas de la notaría te darán para eso y mucho más…

—Quédate tranquilo, yo cuidaré de él.

—Gracias, muchas gracias.

Fue él quién me apretó la mano. Vi el agradecimiento en su rostro y la satisfacción de dejar todas las cosas de su vida ordenadas.

—Llama al joven Jawdar, por favor.

Levanté la voz para pronunciar su nombre. Mientras llegaba, Jawdar confirmó al testigo que la casa también pasaría a mi nombre, puesto que había aceptado lo que me había solicitado. Al instante, apareció un joven corpulento y destartalado al caminar. Tartamudeó al hablar.

—Ho… hola.

Se arrodilló junto al viejo notario, que le acarició el cabello con cariño. Una duda me asaltó. ¿Sabría el joven que el notario era su padre, o se había criado bajo la ficción de ser hijo de Jasmina, la criada de la casa? No tardé en comprobarlo.

—Se… señor, ¿de… desea algo?

Jawdar se incorporó enérgicamente, y dando un fuerte grito dijo «¡amor y paz!». Expiró en mis brazos, junto a su hijo secreto. El joven comenzó a llorar y a rasgarse las vestiduras, y tuvimos que apartarlo casi por la fuerza. El velatorio se organizó con prontitud, y fueron muchas las personas que por allí pasaron para rendir sus últimos respetos a un hombre que consideraban santo. Lloré su ausencia con hondo sentimiento. En verdad, fue un santo, a pesar de sus cobardías. Que Alá lo tenga en su gloria.

Llevábamos un tiempo de velatorio cuando me dirigí al vecino que me guió hasta la casa. Parecía desconsolado, pero fui yo el que me quejé amargamente.

—No, no es justo que muera. ¡Tenía tantas cosas buenas que hacer!

El hombre, tan consternado y dolorido como yo, recitaba la salmodia del consuelo.

—Alá así lo ha querido. No podemos sino darle gloria. Pronto estará en el paraíso.

Quise rebelarme contra ese destino ciego que enjaula nuestra libertad. Apreté con rabia mis puños, retando al porvenir fatal. Uno de los ancianos que allí se encontraban, recitando los noventa y nueve nombres de Alá con su rosario de cuentas, pareció percatarse de mi subversión desconsolada y ciega. Me agarró del brazo para decirme:

—No intentes jamás eludir el destino. Está escrito desde el principio de los tiempos, y nadie, ni siquiera el monarca más poderoso, logrará modificar ni una sola de sus líneas.

—Lo sé, pero cuesta aceptarlo. A veces pienso que deberíamos alzarnos contra él.

—No te serviría de nada. Te contaré una leyenda que jamás debes olvidar. Es real, por más que tu dolor ahora te haga percibirla como fantasía. Escucha las palabras sabias de lo sucedido. «Una bulliciosa mañana de mercado, Abdelkrim bajó feliz a la medina. Como los aromas y colores de las mercancías le animaban los sentidos, decidió pasear tranquilo. Al doblar una esquina entrevió un terrible rostro entre la muchedumbre. Era la muerte que se acercaba. Sus miradas se entrecruzaron y Abdelkrim, aterrorizado, advirtió una expresión de desconcierto en el rostro cadavérico. Abdelkrim decidió no rendirse ante ella. Rompió a correr con toda la velocidad que le concedían sus piernas, todavía ágiles. Al rato miró hacia atrás: nadie le seguía, había logrado despistar a la propia muerte. Pero no se quiso confiar y, en vez de retornar a su domicilio, decidió huir de la ciudad. Montó en un veloz caballo y se dirigió hacia un pueblo apartado, donde la muerte no podría encontrarlo. Galopó hasta la extenuación y al amanecer reconoció la familiar silueta de la aldea. Pero antes de entrar, pensó buscar un lugar todavía más seguro. Entre las brumas del olvido logró recordar una cabaña en un remoto barranco escondido en las montañas. Superando el enorme cansancio que acumulaba, inició el ascenso lento y penoso. Pronto su caballo cayó extenuado; con lágrimas en los ojos dejó a su fiel corcel agonizando en el camino. No podía detenerse bajo ningún concepto, tenía que alejarse más y más de la muerte… La ascensión fue durísima y, casi a rastras, llegó hasta el escondido refugio. Jadeando, empujó la puerta y, cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, se paralizó de horror. ¡La muerte estaba allí esperándolo! Intentó huir, pero no tenía ya fuerzas para moverse. Mientras se desvanecía para siempre, logró oír lo que la muerte le decía: «Abdelkrim, has llegado puntual a la cita que, desde el inicio de los tiempos, tenía concertada contigo. Mira —y le mostró algo parecido a un pergamino—, aquí está la fecha de nuestra cita de hoy en esta cabaña. Me sorprendió muchísimo verte ayer en el mercado de la ciudad: no te tocaba. Yo iba a la medina a recoger a una anciana viuda, y como mi cita contigo era aquí, hoy, cuando te vi temí que no te diera tiempo a llegar. Afortunadamente, como siempre, todo ha ocurrido según estaba escrito: has aparecido en el momento y a la hora prevista. Bienvenido al reino de los infiernos»».

No respondí al anciano. La historia me había impresionado vivamente. Agaché la cabeza y recé al buen Alá. Desde aquel día, jamás he vuelto a retar al destino. Dado que es inevitable, no se debe luchar contra él. Fue la última lección que aprendí de mi maestro. Que Jawdar esté para siempre en el paraíso de los hombres justos y buenos.

XIX

A
L MUGHNI
, EL QUE SATISFACE LAS NECESIDADES

Las tropas del sultán de Fez marchan con diligencia hacia su glorioso destino. En la mente de todos sus soldados y generales está grabado a fuego el deseo de conquistar Tremecén. La moral entre la tropa crece a medida que nos acercamos al momento en que las arengas serán sustituidas por el fragor del combate. Las armas tomarán entonces la palabra y el veredicto de la batalla será escrito con acero y sangre. Más y más hombres se suman a la columna que avanza con júbilo. Hoy se nos ha unido el ejército que procedía del sur, y los militares han decidido marchar en dos largas columnas paralelas, para cubrir campo y evitar emboscadas. Por mis conocimientos en administración, colaboro en la intendencia de alimentos y víveres. Son tantas las bocas humanas y animales que mantener, que precisamos de montañas de granos, legumbres o carne cada día. Y no es tarea fácil. El general responsable era partidario de expropiar las cosechas a los agricultores, sin más miramientos ni remilgos, pero la mayoría pensamos que debíamos corresponder con un pago justo. Si el poder abusa, los súbditos terminan alzándose contra el soberano que los oprime. Es ley de vida, que no podemos torcer ni esquivar. Abu l-Hasán ha sentenciado a favor del justiprecio, que se abonará desde el Tesoro real. Una muestra más de sabiduría, que acrecienta su nombre entre el pueblo que lo aclama.

Cabalgo en silencio sobre un caballo berberisco la mayor parte del día, dejando vagar mi mente por los recuerdos africanos y andaluces. Pero es mi juventud la que reclama mayor atención. No puedo condenar el brío de aquellos años insensatos que me empujaron al exilio y que me hicieron extranjero en toda la tierra que pisaba. Dicen que sólo la mujer es capaz de atar al hombre. No fue ese, desde luego, mi caso. Sólo recuerdo el pánico que me provocaba la sola idea del matrimonio que me habían concertado.

La muerte de mi maestro Jawdar retrasó mi compromiso de boda. Tanto mi madre, compasiva, como mi padre, por su interés, comprendieron que no estaba en condiciones de disfrutar la gran fiesta con la que pensaban celebrar mi casorio. Sabían del afecto que sentía por mi maestro y del luto obligado que su muerte ocasionaba.

—He hablado con los padres de Afiya —me comentó mi madre—. Celebraremos la boda dentro de un año. Ni un día más. El luto por Jawdar estará más que cubierto.

Sustituí a mi maestro. Me convertí en el próspero notario de la Alcaicería, y en un desdichado burócrata. Sin la calidez y cercanía de Jawdar, el trabajo me parecía desabrido y monótono, aburrido. Cumplía lo mejor que podía, esforzándome en aplicar con buen criterio los fundamentos del derecho y la sabiduría de la tradición. Las muchas lecturas y las numerosas escrituras esmeraron mi estilo. Ganaba dinero, y ascendía social y profesionalmente, pero no lograba ser feliz. La vida de funcionario no aplacaba el volcán que rugía en mis entrañas. La camisa del honrado notario asfixiaba al poeta que llevaba dentro. Pero, confundido, no quería abandonar ni lo uno ni lo otro. Cada vez trabajaba más entre los legajos, pero mayor era aún mi abulia. Sólo en las veladas con mis amigos, con el vino y la poesía como compañeros, lograba vislumbrar instantes de felicidad. Entre los habitantes de la noche, fui adquiriendo un prestigio aún superior al que poseía en el día como leguleyo de comerciantes. Mis versos pasaban de boca en boca; eran cantados para enamorar a la amada y para ridiculizar al enemigo. Aunque algunos iban asociados a mi autoría, los más soeces y feroces circulaban sin padre conocido. Los componía y los lanzaba anónimos al aire. No era cosa prudente para un notario que los versos afilados que zaherían honores y escocían a los poderosos llevasen su firma impresa.

La síntesis poética me sirvió para mejorar la calidad de los textos legales, y el rigor y pulcritud con las que realizaba las escrituras entrenaban mi pluma y enriquecían mi vocabulario. Pronto adquirí un estilo peculiar y valorado en ambos, aunque la convivencia del notario fidedigno con el poeta bohemio resultaba una amalgama condenada a derrumbarse con estrépito algún día.

Contraté a Jawdar hijo como sirviente. Preparaba el té, recogía y ordenaba la notaría al finalizar el día, hacía las veces de recadero y mensajero. Era eficaz y leal, a pesar de sus limitaciones. Se esforzaba en resultar útil, y yo le pasaba una pequeña paga, que malgastaba con los niños de su barrio. Les regalaba golosinas para ganárselos, pero era correspondido con risas de burla. Parecía no importarle esa humillación infantil. Era el tonto, grande y bueno del barrio y Jawdar aceptaba feliz aquella situación. Siguió viviendo en su casa, y yo pagaba a una mujer para que se encargara de las tareas de limpieza, de la alimentación y del vestido de aquel gigantón simple. Con el tiempo se fue convirtiendo en mi sombra, inseparable ya de mi devenir. Pronto me lo llevé como compañero a alguno de los recitales poéticos que frecuentaba. Se quedaba siempre al fondo, escondido entre las sombras, con los ojos y la boca muy abiertos.

—Qué bo…, bonita, es la poesía.

Donde quiera que yo fuera, allá iba él, unos pasos atrás, siempre discreto.

—Jawdar tiene que conocer mujer —propuso una noche Abdelhai, con unas copas de vino recio que le iluminaban las malas ideas.

Tomé a broma lo que debía haberme alarmado. «Se trata de una inocentada —pensé—, todos mis amigos lo quieren, jamás le harían daño ni lo humillarían». Llené de nuevo la copa y me recosté sobre los cojines. Esa noche mi pupilo eclipsó el protagonismo de la poesía. Su vida era desnudada por las preguntas directas e impúdicas. Los dejé hacer, al no ver malicia en ellas, y, sobre todo, al comprobar que el hijo de mi maestro parecía feliz por poder compartir sus secretos con los que consideraba sus amigos.

—Vamos a ver, Jawdar, ¿tienes novia?

—No, no…, nin…, ninguna novia.

—¿Por qué?

—No lo…, no lo sé.

—Pero, ¿tú quieres tenerla?

—Yo…, yo sí. Pe…, pero ellas no me quieren. Se…, se ríen cuando les hablo.

En ese momento me avergoncé de saber tan poco de mi protegido Jawdar. Lo trataba como si fuera un niño. Me había limitado a que nada le faltara, pero eso era insuficiente. Lo tenía a mi servicio, para que estuviera ocupado y se sintiera útil, pero jamás me había interesado por sus sentimientos, ni se me habían pasado por la cabeza esas preguntas tan obvias y urgentes. Jawdar tenía una mente infantil dentro de un cuerpo de hombre. Yo, que tanto me observaba a mí mismo, no había reparado en las necesidades de los demás. ¿Qué sentiría Jawdar hacia las mujeres? A buen seguro que su hombría le exigiría un tributo de hembra. ¿Que debía hacer? Por lo pronto, permití que el juego continuase.

—Jawdar… ¿Te has acostado con alguna mujer?

Casi se me atragantó el vino. ¿Cómo se iba a haber acostado con una mujer, si era un inocente?

—Sí…, con mi madre. Mu…, muchas noches dormíamos juntos.

—No nos referimos a tu madre. Te preguntamos si te has metido en una cama con una mujer desnuda, la has acariciado, y le has metido…

—¡Basta! —les interrumpí—. ¿Qué hacéis?

—Estamos hablando con Jawdar como haríamos con cualquier otro amigo —me respondió en voz baja Amín, mientras Jawdar seguía con la boca abierta intentando responder las preguntas de mis amigos.

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