—Embajador —afirmó el sultán—, el último responsable se llama Abu Tasufin y es rey de Tremecén. No podemos permitir que la hiena duerma tranquila en su cubil.
Departí un rato más con el monarca, que me despidió efusivo y cercano. Antes de alcanzar la puerta de la sala de embajadores, recibí una invitación que no esperaba.
—Me gustaría, embajador, que volviera mañana por la noche a palacio. Quiero debatir algunos asuntos importantes con mis visires y generales.
—Aquí estaré puntual, señor. Me concedéis un gran honor.
Salí de palacio con una duda. Si Hamet trabajaba para los zayyadíes, ¿cómo no habían logrado detenerlo ya? ¿Y si todo hubiera sido un montaje de alguien más poderoso? Me supe en peligro. Podían intentar repetirlo.
Anoche regresé a palacio, halagado por asistir a uno de los consejos reales. El sultán presidía a los visires más sagaces y a los generales de mayor rango. Algunos habían luchado en Al Ándalus.
—Contra los castellanos, y de vez en cuando —se reían— contra los propios nazaritas.
Pronunciaron palabras de embeleso para el reino de Granada, no así para sus militares.
—Los andaluces piensan más en la poesía y la música que en la guerra.
¡Lo había oído tantas veces! ¿Es que estábamos condenados a perder todas las guerras?
—Señores —el rey comenzó con palabras solemnes—. Los bandidos zayyadíes atacan nuestras caravanas desde su guarida de Tremecén. La ciudad es un nido de buitres. Dificultan el comercio, saquean los campos y abordan nuestros buques. Abu Tasufin, que ya mató a mi padre, se dispone ahora a desangrarnos. Y yo os pregunto, ¿qué hacemos?
Tomó la palabra el mayor de los generales, un militar famoso que había resultado herido en primera línea de batalla. Sumaba victorias al norte y al sur, al este y al oeste.
—Hay que atacar. No podemos soportar sus afrentas sin defendernos. Debemos golpearles. Cuanto antes. Nuestros ejércitos son superiores, nuestro valor inconmensurable. La justicia de nuestra acción obtendrá el apoyo de Alá.
Abu l-Hasán atendía en silencio la opinión de su consejo. Era un monarca inteligente y prudente. Dicen que los mejores gobernantes son los que escuchan para tomar criterio. Los malos son los que han decidido antes de oír a su consejo, del que sólo esperan el aplauso a sus palabras. Mientras que los primeros agradecen los puntos de vista contrarios, los segundos sólo quieren halagos, sin aceptar opiniones disonantes.
—No tenemos dinero. Una campaña militar es larga y costosa —opinó el visir del Tesoro—. Las caravanas no han aportado los ingresos previstos, y nuestra presencia en Al Ándalus merma el Tesoro real. No es prudente atacar. Mejor enviemos una misión diplomática para amenazarles. Quizás así desistan de sus ataques.
—Eso sería peor. Los zayyadíes lo interpretarían como debilidad y redoblarían sus ataques. Sólo nos queda una opción: atacar.
El sultán callaba mientras sus visires y generales discutían entre sí. Yo, que no sabía bien cuál era mi papel, me limitaba a seguir las propuestas de unos y otros.
—Pero atacar —respondió uno de los consejeros del rey— tiene un alto riesgo. Si fracasamos, nos haremos vulnerables a los castellanos. Desean las plazas fuertes de Ceuta y Tánger. Nos invadirán si resultamos derrotados.
Comprendía que era una decisión muy compleja. Mi simple presencia allí era comprometida. Si la campaña de Abu l-Hasán fracasaba, Kanku Mussa se vería obligado a negociar con los de Tremecén para garantizarse las riquezas de las caravanas. Mi cabeza sería solicitada por los zayyadíes triunfadores.
El sultán prudente sopesaba los pros y contras de la guerra. Un oficial alborotado interrumpió las disquisiciones.
—¡Señor! ¡Hemos apresado a Hamet, el comerciante de telas!
Abu l-Hasán se incorporó con alegría. Era la noticia que aguardaba con impaciencia.
—¿Dónde está?
—En las mazmorras de palacio.
—Vamos. Quiero verlo. Seguidme.
Dos guardias nos guiaron hasta las entrañas de la edificación a través de pasillos cada vez más lóbregos. Los corredores adornados, los atauriques de yeserías, los jardines escritos con setos de arrayán se mudaban en oscuridades húmedas a medida que ahondábamos en los abismos de sótanos y pasadizos. Las escaleras eran pequeñas, empinadas y resbaladizas. El hedor se intensificó cuando nos acercamos a las mazmorras. Allí se pudrían los desgraciados reos. Muchos de ellos jamás volverían a ver la luz del sol. Dos mundos en el mismo palacio. El lujo, la ostentación, el ornato para los triunfadores, arriba; el tormento, la enfermedad y la desesperación para los proscritos y derrotados, abajo. Pero no debía albergar compasión para ellos. Hamet quiso asesinarme y debía ser castigado.
Llegamos hasta una gran sala iluminada por antorchas. El humo tiznaba las paredes de piedra. La humedad las hacía brillar amenazantes y siniestras. Sentí angustia, claustrofobia. Reconocí entonces al arráez mayor, el responsable de la investigación. Entró satisfecho en la sala. Hizo una genuflexión respetuosa al monarca, que lo hizo incorporarse para preguntarle:
—¿Dónde se ocultaba el maldito traidor?
—Enjaezó sus animales y los cargó como para varios días de viaje. Todos creímos que había salido a galope de la ciudad. Lo buscamos por todo el reino, pero no fuimos capaces de encontrarlo. Pensé que quizá se hubiera ocultado en la misma Fez, en casa de algún cómplice. Regué con dinares la red de espías y esperé frutos. Para animar la delación, ofrecí cincuenta monedas de plata al que nos desvelara su paradero. No tardó en dar resultado. Esta mañana un esclavo delató el lugar donde se ocultaba. Resultó decir la verdad. Se escondía en una pequeña casa de uno de los arrabales más apartados. Al parecer, la tenía preparada para emergencia como la que le aconteció. Lo encontramos escondido en una pequeña alacena, temblando de miedo y llorando como una mujer.
—¿Ha confesado?
—Todavía no hemos comenzado los interrogatorios. Quería que vos lo ordenarais.
—Has hecho un buen trabajo, arráez. Serás recompensado por ello. ¡Traed a ese maldito traidor a nuestra presencia!
Abrieron la puerta que bajaba a las celdas. El olor fétido de las miserias humanas antecedió al tenebroso coro de lamentos, gritos desesperados y toses enfermas que se alzaron desde aquel pozo del infierno.
—Embajador —el sultán se dirigió a mí, mientras esperábamos que acarrearan al reo—, tenía mucho interés en que fueras testigo del interrogatorio. Es de vital importancia que descubramos la mano que se oculta detrás del atentado.
—Gracias por vuestro interés, señor.
Hamet entró en la sala precedido por el ruido que producían las cadenas herrumbrosas que le ataban pies y manos. Gruesos grilletes de metal negro aprisionaban sus muñecas y tobillos, lacerando su piel. La sangre que corría por esas heridas era el preludio de las terribles úlceras que pronto se infectarían.
Lo plantaron delante del monarca. Hamet estaba sucio, con los pelos en greñas. Había adelgazado y mantenía restos de excrementos pegados a los jirones de su ropa. Apenas habían pasado unos días desde que lo conociera, orondo y satisfecho, y ya era un soplo de lo que fuera. Pero lo peor era el terror infinito que reflejaban sus ojos.
—Piedad, señor —suplicó arrojándose de rodillas—, piedad.
—¡Proceded al interrogatorio! —ordenó el monarca sin dignarse a responder siquiera al sospechoso.
El arráez se acercó hasta Hamet, que sollozaba con la cara pegada al suelo.
—Hamet, ¿por qué intentaste envenenar al embajador?
—Soy…, soy inocente.
—¡Cortadle un dedo!
Se acercó un verdugo, delgado como el palo de una escoba y siniestro como la mirada misma del diablo. Llevaba unas grandes tenazas en sus manos, y esbozaba media sonrisa de placer. Sin duda, disfrutaba con el espectáculo que iba a protagonizar ante su monarca.
—¡No, no, por favor…!
—¿Por qué envenenaste al embajador?
El desgraciado levantó la cabeza.
—Soy inocente.
—¿Por qué huiste?
—Supe que sería el principal sospechoso y decidí quitarme de enmedio unos días…
—¡Mientes! ¡Un hombre inteligente como tú jamás se habría ocultado si fuese inocente, ya que, al hacerlo, te inculpabas!
—Fue un error, lo sé. Pero soy inocente.
—¡Cortadle un dedo!
Sin un instante de titubeo, el verdugo cogió la mano izquierda que los dos guardias que agarraban a Hamet le extendieron. Abrió las garras de las tenazas, la aplicó sobre el meñique y, de un tajo seco, el dedo cayó ensangrentado sobre el suelo. Quedé aterrado, no sé si por el alarido de dolor de Hamet o por el macabro sonido de las tenazas al seccionar huesos y tejidos. Asqueado, fui incapaz de mirar la mano que sangraba. El arráez volvió al interrogatorio con el mismo tono monocorde con el que lo había iniciado.
—¿Por qué intentaste envenenar al embajador?
Hamet era incapaz de hablar, contraído por el terror y la desesperación. Apenas pudimos entender su balbuceante negativa.
—No…, no, no lo hice…
—¡Cortadle otro dedo!
El rey permanecía impasible, sin muestra alguna de repugnancia o compasión. El poder es insensible a las cosas humanas. Debe perseguir la justicia, jamás ablandarse por la compasión.
Hamet no soportó el suplicio. Se derrumbó ante el tormento.
—¡Esperad! ¡Os lo contare todo…!
El arráez hizo una señal al verdugo para que se apartara.
—¿Por qué intentaste envenenar al embajador? —repitió.
Hamet comenzó a llorar. Los sollozos dificultaban su dicción, por lo que a veces no entendíamos demasiado bien su declaración. Un funcionario trasladaba al papel, a la luz de un candil y apoyado sobre una pequeña mesa, todo lo que decía.
—Yo…, yo tenía negocios de telas, que compraba y vendía. Envié un cargamento de tela de lino malagueño hacia el gran sur en una caravana que fue saqueada por unos bandidos tuareg. Había invertido todo mi capital en esa mercancía, por lo que si no la recuperaba, caería en la más absoluta de las ruinas. Arriesgando la vida, me adentré en el desierto. Quería negociar con los bandidos la recuperación de mi patrimonio. Tras muchos intermediarios, llegué hasta el jefe del clan. Me recibió una noche en su jaima, y después de largos circunloquios, me sorprendió con una propuesta que no esperaba. Me dijo que podría recuperar toda la mercancía si le hacía algunos favores a una persona que quería presentarme. En eso entró un hombre. Fue presentado como general de los ejércitos zayyadíes.
Observé el rostro del monarca, hasta entonces impasible. Comenzó a rascarse el mentón. Acababa de obtener las pruebas que precisaba para inculpar al maldito Abu Tasufin de alentar los ataques tuareg. Hamet se estaba revelando como una pieza muy importante en la partida de ajedrez que jugaba contra sus vecinos. Volví a prestar atención a las palabras del reo convicto.
—El general propuso un trato. Me devolvería las telas y me permitiría llevarlas hasta Tombuctú para venderlas. Podría ganar una fortuna. A cambio, pidió que les pasara información de lo que aconteciera en Fez. Sabían que por mi posición podía entrar en las recepciones reales, y que conocía a algunos importantes militares. Acepté, no tenía otro remedio. Viajé con una caravana hasta Tombuctú, recuperé las telas, y obtuve la ganancia por la que suspiraba. Regresé a Fez, donde a nadie conté lo que me había ocurrido, construí un palacio, y prosperé en los negocios. Tan sólo en dos o tres ocasiones me solicitaron alguna información, que pasaba en una nota escrita.
—¿Quién te la pedía?
—No lo sé. Alguien dejaba por la noche una carta en la que me indicaban la información que precisaban y el modo en que debía hacérsela llegar. Yo me limitaba a cumplir al pie de la letra lo solicitado, sin complicarme en mayores averiguaciones. Una vez pidieron que dejara la información escrita en una casa abandonada de las afueras, otra que se la entregara a un mendigo que encontraría a la puerta, como si de una limosna se tratara. No sé, por tanto, quién recogía la información.
—Sigue —ordenó el arráez—. Tiempo tendremos después de conocer la información que pasaste.
—Hace apenas unos días, recibí una nota. Me anticipaba que llegaría hasta Fez el embajador del reino de los negros, Es Saheli el granadino. La carta venía acompañada por una bolsita de cuero. Era veneno. Debía confraternizar con él y envenenarlo. Me daban instrucciones sobre cómo aplicar la ponzoña sobre su comida y me tranquilizaban afirmando que el veneno no dejaba rastros. Nadie sospecharía, la muerte parecería natural. Todos pensarían que se habría tratado de una intoxicación, o de una mala digestión. Lo demás ya lo sabéis. Conseguí atraerlo a mi casa y envenené su plato. Al comprobar al día siguiente que no había fallecido, supe que pronto sería descubierto. Así que me escondí en una casa discreta que tenía de refugio, hasta que alguien me delató.
—¿Te decía la nota por qué debías envenenar al embajador?
—No. Sólo me daba órdenes para la acción.
En ese punto intervino el rey. Nos sorprendió su voz pausada. Emanaba ecuanimidad y reposo.
—Abu Tasufin ordenó el asesinato de Es Saheli porque deseaba hacer fracasar su embajada. Quiere arruinar nuestro comercio caravanero. Eso es todo.
Tenía razón. Ese era el único motivo posible. El monarca, dirigiéndose al arráez, ordenó.
—Oficial, trátelo con atención. Continúe con el interrogatorio hasta que le haya proporcionado toda la información que interese al caso.
—Así lo haré, señor.
—Hamet —a todos nos sorprendió al dirigirse con delicadeza al traidor—. Si nos cuentas lo que sabes, te quedaremos agradecidos. Tenemos que acabar con la red de espionaje que nos corrompe. Si colaboras, sanaremos tus heridas. Volverás a ser libre para comenzar una nueva vida en otro lugar.
El rostro sorprendido de Hamet exteriorizó su agradecimiento.
—Gracias, señor. Responderé hasta el más mínimo detalle de lo que pregunten. Me siento muy arrepentido por lo que hice…
Abu l-Hasán se giró, y sin decir una nueva palabra abandonó aquella sala del horror. Le seguimos en silencio, admirados de su magnanimidad. En ningún otro reino se tendría demencia de un espía confeso.
Apenas había comenzado a ascender por las empinadas escalinatas, cuando el monarca se dirigió a uno de sus visires.
—Una vez que el traidor haya confesado, y que el arráez haya exprimido su conocimiento, sometedlo a feroz tormento. Arrancadle una a una las uñas de manos y pies, y sacadle los ojos después. Procurad que no muera. Metedlo en una jaula, y colgadla junto a una de las puertas de la ciudad, para que agonice lentamente y se retuerza de dolor a los ojos del pueblo. Que toda Fez sepa el terrible destino de los que traicionan la confianza de su monarca.