—Entonces, ¿qué crees tú?
—Solo que no deberíamos contar con que nuestra interpretación de los datos sea la correcta, del mismo modo que un insecto no comprende los programas de control de plagas. —Tras decir eso, apretó los dientes y pulsó con la mano un mando—. Muy bien, agárrate. Aquí es donde empiezan los baches.
Un par de párpados acorazados descendieron sobre las ventanillas, tapando la visión. Casi de inmediato, Thorn notó que la nave retumbaba del modo que hacían los coches cuando dejaban una carretera suave y llegaban a la tierra. Y él tenía peso. Era una débil presión que lo empujaba contra el asiento, pero no dejaría de crecer y crecer.
—¿Quién eres en realidad, Ana?
—Ya sabes quién soy. Ya hemos hablado de eso.
—Pero no a mi entera satisfacción. Pasa algo curioso con esa nave, ¿no es verdad? No puedo señalar qué exactamente, pero en todo el tiempo que he estado a bordo, he tenido la sensación de que la otra mujer, Irina, y tú estabais conteniendo la respiración. Era como si no vierais el momento de sacarme de allí.
—Tienes mucho trabajo que hacer en Resurgam, y cuanto antes empieces, mejor. Para empezar, Irina no estaba de acuerdo con que subieras a bordo. Hubiese preferido que te quedaras en el planeta, preparando la fase preliminar de la operación de evacuación.
—Unos pocos días no supondrán gran diferencia. No, decididamente no es eso. Había algo más. Estabais escondiendo algo, o confiabais en que no me fijara en algo. No puedo deducir qué era con exactitud.
—Tienes que confiar en nosotras, Thorn.
—Me lo ponéis difícil, Ana.
—¿Qué más podemos hacer? Te hemos enseñado la nave, ¿no es cierto? Has visto que existe de verdad. Tiene la capacidad suficiente para evacuar el planeta. Hasta te hemos enseñado el hangar de lanzaderas.
—Sí —dijo él—. Pero lo que me hace dudar es todo lo que no me habéis enseñado.
El ruido sordo había aumentado. Era como si la nave se deslizara por un tobogán en una pendiente helada y golpeara de tanto en tanto con una piedra enterrada. El casco crujió y se reconfiguró una y otra vez, esforzándose por suavizar la transición. Thorn se sintió emocionado y asustado al mismo tiempo. Hasta entonces, solo había entrado en la atmósfera de un planeta en una ocasión, cuando sus padres lo trajeron de niño a Resurgam. En aquella ocasión estaba congelado e inconsciente, y no conservaba más recuerdos de aquello que de su nacimiento en Ciudad Abismo.
—No te lo hemos mostrado todo porque no podemos garantizar que la nave sea segura —dijo Vuilleumier—. No sabemos qué clase de trampas pudo dejar Volyova.
—Pero si ni siquiera me habéis dejado verla desde el exterior, Ana.
—No resultaba conveniente. Nuestra aproximación...
—No guarda ninguna relación con eso. Algo sucede con esa nave que no podéis permitir que vea, ¿no es eso?
—¿Por qué me lo preguntas ahora, Thorn? Él sonrió.
—He pensado que la gravedad de la situación te ayudaría a concentrarte. Vuilleumier no respondió.
En ese momento, el desplazamiento se suavizó. El armazón crujió y cambió de forma una última vez. Vuilleumier esperó unos minutos más y después alzó los párpados acorazados. Thorn guiñó los ojos para protegerse de la repentina intrusión de luz diurna. Estaban dentro de la atmósfera de Roe.
—¿Cómo te sientes? —preguntó ella—. Nuestro peso se ha duplicado respecto al que teníamos al subir a la nave.
—Lo soportaré. —Se encontraba bien, siempre que no tuviera que desplazarse—. ¿A qué profundidad nos has traído?
—No mucha. La presión es aproximadamente de media atmósfera. Espera... —En ese momento frunció el ceño ante algo que aparecía en una de las pantallas, y tecleó en los controles inferiores para que la imagen se desplazara a través de las bandas de color pastel. Thorn vio una silueta simplificada de la nave en la que se encontraban, rodeada de círculos concéntricos crecientes. Sospechó que se trataba de algún tipo de radar, y él también se fijó en una pequeña mancha de luz que parpadeaba y desaparecía en el límite del indicador. Ana pulsó otro control y los círculos concéntricos se ampliaron, con lo que la mancha quedó más cerca. Estaba ahí... desaparecía... volvía a estar. —¿Qué es eso? —preguntó Thorn.
—No lo sé. El radar pasivo indica que hay algo siguiéndonos, a unos treinta mil kilómetros a popa. No vi nada durante la aproximación. Es pequeño y no parece que se acerque, pero no me gusta.
—¿Podría ser un error, un fallo que esté cometiendo la nave?
—No estoy segura. Supongo que el radar podría confundirse y obtener un falso eco del vórtice de nuestra estela. Podríamos pasar a un barrido activo centrado en esa zona, pero bajo ningún concepto quiero provocar una respuesta si no es necesario. Sugiero que nos alejemos de aquí mientras podamos. Soy una firme creyente en lo importante que es hacer caso de las advertencias.
Thorn tocó la consola.
—¿Y cómo sé que no has preparado tú misma la aparición de esa cosa? Ella se rió con la carcajada repentina y nerviosa de una persona pillada por completo desprevenida. —No lo he hecho, créeme.
Thorn asintió, comprendiendo que le decía la verdad o, como poco, que mentía realmente bien.
—Puede que no. Pero aun así quiero que nos dirijas hacia el lugar de impacto, Ana. No voy a marcharme hasta que vea lo que sucede aquí. —¿Hablas en serio?
Esperó a que le diera una respuesta, pero Thorn la miró sin inmutarse.
—De acuerdo —accedió al fin Vuilleumier—. Nos acercaremos lo suficiente como para que puedas ver las cosas por ti mismo. Pero no más que eso. Y si ese objeto de ahí atrás da la menor muestra de acercarse, salimos de aquí. ¿Te queda claro?
—Por supuesto —dijo él con suavidad—. ¿Qué te crees que soy, un suicida?
Vuilleumier trazó la aproximación. El punto de impacto se movía a treinta kilómetros por segundo respecto a la atmósfera de Roe, y su velocidad venía determinada por el movimiento orbital de la luna que estaba extrudiendo el tubo. Se aproximaron desde atrás y aumentaron la velocidad. Su sombra caía sobre el punto de impacto. El casco volvió a contorsionarse para poder adaptarse al creciente número de Mach. Durante todo ese tiempo, la mancha del radar pasivo colgó tras de ellos, ganando y perdiendo claridad. A veces desaparecía del todo, pero en ningún momento se desplazaba respecto a su posición.
—Me siento menos pesado —dijo Thorn.
—Lógico. Casi volvemos a estar en órbita. Si fuésemos mucho más rápido, tendría que aplicar empuje para mantenernos abajo.
En la estela del impacto, la atmósfera estaba revuelta y llena de turbulencias, y extrañas reacciones químicas manchaban las capas de nubes con tonos rojos y bermellones teñidos de hollín. Los rayos relampagueaban de un horizonte a otro, se arqueaban en el cielo como inquietos puentes plateados al equilibrarse las oscilaciones de los diferenciales de carga. Los furiosos torbellinos giraban como derviches. Los múltiples sensores pasivos de la nave apuntaban hacia el frente, buscando a tientas una trayectoria entre lo peor de las tormentas. —Todavía no distingo el tubo —dijo Thorn.
—Y no lo harás, no hasta que estemos mucho más cerca. Solo tiene trece kilómetros de ancho, y dudo que pudiéramos ver a más de cien kilómetros en cualquier dirección, aunque no hubiera tormenta.
—¿Tienes alguna idea de lo que están haciendo?
—Ojalá la tuviera.
—Obviamente, se trata de ingeniería planetaria. Han desgajado tres mundos solo para esto, Ana. Tiene que ser algo importante.
Continuaron aproximándose y el trayecto se hizo más agitado. Vuilleumier modificó su altitud unas decenas de kilómetros arriba y abajo, hasta que decidió no arriesgarse a seguir usando el radar Doppler. A partir de ese momento mantuvo una altitud fija, y la nave se sacudió y se bamboleó a través de torbellinos y muros de presión. Las alarmas se disparaban minuto sí y minuto no, y de vez en cuando Vuilleumier perjuraba y tecleaba una rápida secuencia de comandos en el panel de control. El aire que los rodeaba se hacía a cada instante más opaco. Unas imponentes nubes negras se hinchaban y crecían vertiginosamente, se contorsionaban adoptando un inquietante aspecto de vísceras. Nubarrones más grandes que ciudades enteras pasaban veloces y en un instante habían desaparecido. Por delante de ellos, el aire palpitaba y centelleaba con continuas descargas eléctricas, cegadoras ramas blancas bifurcadas y oscilantes cortinas de color azul celeste. Volaban directos a un pequeño trozo del infierno.
—Ahora no parece tan buena idea, ¿eh? —comentó Vuilleumier.
—No importa —dijo Thorn—. Mantennos en este rumbo. La mancha no se ha acercado más, ¿verdad? Puede que solo fuera un reflejo de nuestra estela. —Mientras hablaba, algo atrajo la atención de Vuilleumier hacia la consola. Una alarma comenzó a armar jaleo: un coro de voces multilingües que gritaban incomprensibles mensajes de aviso.
—El sensor de masas dice que hay algo delante, a setenta y tantos kilómetros de distancia —explicó ella—. Algo alargado, creo. La geometría del campo es inversa, con una atenuación según la inversa de erre. Tiene que ser nuestro chico.
—¿Cuánto falta para que lo veamos?
—Estaremos allí en cinco minutos. Estoy frenando nuestra velocidad de aproximación. Agárrate.
Thorn se precipitó hacia delante, contra el cinturón de su asiento, cuando Vuilleumier cortó en seco la velocidad. Contó cinco minutos y luego otros cinco. La mancha en la esfera del radar pasivo mantuvo su posición relativa y frenó a la vez que ellos. Curiosamente, el avance se hizo más suave. Las nubes comenzaron a aclarar y la salvaje actividad eléctrica pasó a ser poco más que un constante fondo estroboscópico a cada lado de la nave. En todo aquello había una terrible sensación de irrealidad.
—La presión del aire está descendiendo —anunció Vuilleumier—. Me parece que debe de haber una estela de baja presión detrás del tubo. Este se desliza supersónicamente a través de la atmósfera, así que el aire no puede correr para cerrar el hueco de inmediato. Estamos dentro del cono de Mach del tubo, como si voláramos justo por detrás de una aeronave supersónica.
—Suena como si supieras de lo que estás hablando... para ser una inquisidora.
—He tenido que aprender, Thorn. Y he tenido una buena maestra.
—¿Irina? —preguntó él, divertido.
—Formamos un buen equipo. Pero no siempre ha sido así. —Entonces miró hacia delante y señaló—. Mira, veo algo, creo. Probemos a hacer un zoom y después volvamos al espacio cagando leches.
Sobre la pantalla de la consola principal apareció una imagen del tubo. Se hundía en la atmósfera proveniente de las alturas, inclinado unos cuarenta o cuarenta y cinco grados respecto a la horizontal. Era una resplandeciente línea plateada contra el fondo color pizarra de la atmósfera, como el embudo de un tornado. Podían divisar unos ochenta kilómetros de su extensión. Arriba y abajo se desvanecía en la bruma o entre agitadas nubes. El tubo no daba sensación de movimiento, a pesar de que se hundía en las profundidades a un ritmo de un kilómetro cada cuatro segundos. Parecía estar flotando, incluso inmóvil.
—No hay señales de alguna otra cosa-dijo Thorn—. No sé muy bien qué es lo que esperaba, pero pensé que habría algo más. Puede que se encuentre más al fondo. ¿Puedes llevarnos hacia delante?
—Tendremos que atravesar el límite transónico. Será mucho más agitado que todo lo que hemos visto hasta el momento.
—¿Podremos aguantarlo?
—Podemos intentarlo. —Vuilleumier hizo una mueca y volvió a operar los controles. El aire delante del tubo estaba totalmente sereno y quieto, ajeno por completo a la onda de choque que se acercaba a toda velocidad. Incluso el paso anterior del tubo, durante la órbita previa de la luna, quedaba miles de kilómetros a un lado de su trayectoria actual. El aire situado justo por delante del conducto estaba comprimido en una capa fluida de unos pocos centímetros de grosor que formaba una onda de choque en forma de uve en cada punto a lo largo de la longitud del tubo. No había forma de adelantar al tubo sin atravesar esa ala de aire comprimido y recalentado hasta un extremo increíble, a no ser que Vuilleumier aceptase dar un rodeo de muchos miles de kilómetros.
Pasaron a un lado del conducto, que brillaba con un tono rojo cereza a lo largo del eje de avance, prueba de las energías de fricción que disipaba a su paso. Pero no había signos de que la maquinaria alienígena sufriera daño alguno.
—La están impulsando hacia abajo —dijo Thorn—, pero allí no hay nada. Solo un montón de gas.
—No todo el rato —informó Vuilleumier—. El gas se convierte en hidrógeno líquido unos cientos de kilómetros más abajo. Y más allá hay hidrógeno metálico. Y en algún lugar por debajo de todo eso hay un núcleo rocoso.
—Ana, si quisieran despedazar un planeta como este para llegar a esa materia rocosa, ¿tienes alguna idea de cómo se dispondrían a hacerlo?
—No lo sé. Pero puede que estemos a punto de descubrirlo.
Golpearon el límite transónico. Durante un instante, Thorn pensó que la nave iba a partirse, que finalmente le habían exigido demasiado. El casco ya había crujido antes y en esos momentos, durante un instante, lo oyó gritar de verdad. La consola llameó en rojo, parpadeó y se apagó. Durante unos terribles segundos todo estuvo en silencio. Entonces asomaron al otro lado, flotando en aire calmo. La consola volvió indecisa a la vida y un coro de voces admonitorias comenzó a chillar desde las paredes.
—Hemos logrado pasar —dijo Vuilleumier—. Pero no abusemos de la suerte.
—Estoy de acuerdo. Pero ya que hemos llegado tan lejos... bueno, sería una bobada no mirar un poco más abajo, ¿verdad?
—No.
—Si queréis que os ayude, tengo que saber en qué me estoy metiendo. —La nave no podrá soportarlo. Thorn sonrió.
—Acaba de resistir mucha más mierda de la que dijiste que podría soportar. Deja de ser tan pesimista.
La representante demarquista entró en la sala de espera blanca y lo miró. Detrás de ella permanecían tres policías de Ferrisville, los mismos a los que se había rendido en la terminal de embarques, junto a cuatro soldados demarquistas. Estos últimos habían entregado sus armas de fuego, pero lograban seguir pareciendo ominosos con sus ígneas armaduras rojas de energía. Clavain se sintió viejo y frágil, y sabía que estaba por completo a merced de sus nuevos anfitriones.
—Soy Sandra Voi —dijo la mujer—. Y usted debe de ser Nevil Clavain. ¿Por qué ha hecho que me llamen, Clavain?