—¿Entonces está por todas partes? ¿A nuestro alrededor?
—Todo lo ve, todo lo sabe.
—No me gusta esto, Ilia.
—Si te sirve de consuelo, dudo mucho que a él sí.
Tras numerosos retrasos, retrocesos y desvíos, el ascensor las condujo por fin al puente de la Nostalgia por el Infinito. Para gran alivio de Khouri, no parecía inminente una entrevista con el capitán.
El puente era casi igual que como lo recordaba. La sala estaba dañada y deteriorada, pero la mayor parte de los actos de vandalismo se habían cometido antes de que el capitán cambiara. Incluso alguno se debía a la propia Khouri. Al ver los cráteres de impacto fruto de las descargas de sus armas, sintió una leve y traviesa sensación de orgullo. Recordó la tensa lucha de poder que había tenido lugar a bordo de la abrazadora lumínica, cuando estaban en órbita alrededor de la estrella de neutrones Hades, en los mismos confines del sistema en que ahora se encontraban.
En algunos momentos les había ido muy justo, pero al sobrevivir se atrevieron a considerar que habían obtenido una gran victoria. Sin embargo, la llegada de las máquinas inhibidoras sugería lo contrario. Todo parecía indicar que la batalla estaba perdida antes de realizar el primer disparo. Pero, al menos, habían ganado así algo de tiempo. Ahora tenían que aprovecharlo para algo.
Khouri se acomodó en uno de los asientos que había frente a la esfera de proyección del puente. Había sido reparada después del motín y ahora mostraba una imagen en tiempo real del sistema de Resurgam. Había once planetas principales, pero también se incluían sus lunas y los asteroides y cometas de mayor tamaño, pues todos eran de potencial importancia. Se indicaban sus posiciones orbitales exactas, junto a los vectores que indicaban el movimiento (progrado o retrógrado) del cuerpo en cuestión. Unos débiles conos que irradiaban desde la abrazadora lumínica mostraban el alcance instantáneo de la cobertura de sensores a larga distancia de la nave, corregida para el tiempo que tardaba la luz en recorrer esa distancia. Volyova había repartido un puñado de zánganos de monitorización por otras órbitas para que pudieran escudriñar también los puntos ciegos y aumentar la línea de interferometría, pero los usaba con precaución.
—¿Lista para una lección sobre historia moderna? —preguntó Volyova.
—Sabes que sí, Ilia. Solo espero que esta pequeña excursión demuestre haber merecido la pena, porque, de todos modos, voy a tener que responder algunas preguntas incómodas cuando regrese a Cuvier.
—Puede que no te parezcan tan apremiantes cuando veas lo que voy a mostrarte. —Hizo que el visualizador realizara un zoom y amplió una de las lunas que giraba alrededor del segundo gigante gaseoso de mayor tamaño del sistema.
—¿Ahí es donde han acampado los inhibidores? —preguntó Khouri.
—Ahí y en otros dos mundos de tamaño comparable. Sus actividades en cada uno de ellos parecen, a rasgos generales, idénticas.
En ese momento, resultaron visibles unas formas oscuras que revoloteaban alrededor de la luna. Se amontonaban y separaban como cuervos nerviosos, y su número y forma cambiaban constantemente. En un instante se posaron en la superficie de la luna y se conectaron entre sí dando lugar a complejas formaciones. Resultaba evidente que la grabación estaba acelerada (las horas debían de estar comprimidas en segundos), puesto que las transformaciones cubrían la superficie de la luna como una veloz inundación negra. Otro zoom mostró que dichas estructuras tendían a estar formadas por subelementos cúbicos de tamaños muy diferentes. Amplios láseres bombeaban el calor de vuelta al universo mientras proseguían los furiosos cambios. Unas grotescas máquinas negras, del tamaño de montañas, cuajaban el horizonte y reducían el albedo de la luna hasta que solo el infrarrojo pudo emerger en cantidades significativas.
—¿Qué están haciendo? —preguntó Khouri.
—Al principio yo tampoco lo tenía claro.
Transcurrieron una o dos semanas antes de que fuera evidente lo que estaba sucediendo. Marcadas a intervalos regulares alrededor del ecuador lunar, había aperturas volcánicas, máquinas achaparradas con las fauces abiertas que ampliaban el diámetro de la luna hacia el espacio en una centésima parte. Sin previo aviso, comenzaron a escupir material rocoso con penachos de polvo balísticos. La materia estaba caliente, pero no tanto como para fundirse. Dibujó un arco por encima de la luna y entró en órbita. Otra máquina (Volyova no se había fijado en ella hasta ese momento) giraba en la misma órbita y procesaba el polvo. Recogía, enfriaba y compactaba el penacho y, en su estela, dejaba un anillo bien distribuido de materia procesada y refinada, varias gigatoneladas en pulcros senderos. Hordas de máquinas más pequeñas se arrastraban detrás de ella como pequeños peces; succionaban la materia prerrefinada y la sometían a una purificación aún más avanzada.
—¿Qué está pasando?
—Parece que las máquinas están desmantelando la luna —respondió Volyova.
—Hasta ahí ya me lo había imaginado yo misma. Pero me parece un modo bastante lento e incómodo de hacerlo. Nosotros tenemos cabezas nucleares descortezadoras que podrían lograr lo mismo en un abrir y cerrar de ojos...
—Y en el proceso vaporizaríamos y dispersaríamos la mitad de la materia de la luna. —Volyova asintió sabiamente—. No creo que sea eso lo que pretenden. Me da la impresión de que desean obtener toda la materia, procesada y refinada con tanta eficacia como sea posible. Más, de hecho, puesto que están desmontando tres lunas. Hay mucho material volátil que no serán capaces de procesar a estado sólido, a no ser que vayan a poner en marcha una especie de alquimia a nivel industrial. Pero mis cálculos indican que, aun así, esto les proporcionará cerca de cien trillones de toneladas de materia prima.
—Eso es un buen montón de escombros.
—Cierto. Y eso nos conduce a la pregunta: ¿exactamente para qué lo necesitan?
—Me imagino que ya tienes una teoría. Ilia Volyova sonrió.
—En esta fase no son más que conjeturas. El desmantelamiento lunar sigue en marcha, pero creo que está relativamente claro que pretenden construir algo. ¿Y sabes qué? Sospecho de forma muy seria que, sea lo que sea, puede que no vaya en nuestro mayor beneficio.
—Crees que se tratará de un arma, ¿verdad?
—Resulta obvio que a mis años ya me vuelvo predecible. Pero sí, me temo que se ve venir un arma. ¿De qué clase? Apenas comienzo a sospecharlo. Es evidente que ya podrían haber destruido Resurgam si esa fuese su intención prioritaria... y no necesitarían desmantelarlo con tanta limpieza.
—Entonces tienen otra cosa en mente. —Eso parece.
—Tenemos que hacer algo al respecto, Ilia. Todavía contamos con el alijo. Podríamos cambiar las tornas, incluso a estas alturas. Volyova apagó la esfera de visualización.
—Por ahora parece que no son conscientes de nuestra presencia; debemos de quedar fuera de su rango de detección a no ser que nos acerquemos a Hades. ¿Estás dispuesta a comprometer nuestra situación para usar las armas del alijo?
—Si creyera que es nuestra última esperanza, puede que lo hiciera. Y tú también.
—Lo único que digo es que no habrá marcha atrás. Tenemos que estar completamente seguras de eso. —Volyova guardó silencio durante un instante—. Y hay algo más...
—¿Sí?
Volyova bajó la voz.
—No podemos controlar el alijo, no sin su ayuda. Será necesario persuadir al capitán.
Desde luego, no se llamaban a sí mismos los inhibidores. De hecho, nunca habían encontrado motivo alguno para darse un nombre propio. Existían sencillamente para cumplir un deber de importancia trascendental, una tarea vital para la futura subsistencia de la vida inteligente en sí. No esperaban que nadie los comprendiera o que simpatizaran con ellos, así que cualquier nombre (o cualquier atisbo de justificación) resultaba por entero superfluo. Aun así, eran lejanamente conscientes de que ese era uno de los nombres que les habían dado, asignado tras las gloriosas extinciones que habían seguido a la Guerra del Amanecer. A través de una larga y tenue cadena de recuerdos, el nombre había pasado de especie en especie, mientras estas iban siendo borradas de la faz de la galaxia. Los inhibidores, los que inhiben, los que anulan la aparición de la inteligencia.
El supervisor reconoció, con ironía, que el nombre constituía realmente una descripción precisa de su trabajo. Era difícil decir con exactitud dónde y cuándo había comenzado la misión. La Guerra del Amanecer había sido el primer suceso significativo en la historia de la galaxia habitada, el choque de un millón de culturas recién emergidas. Fueron las primeras especies capaces de viajar entre las estrellas, los jugadores del principio de la partida. Al final, la Guerra del Amanecer se había desatado por un único y valioso recurso.
Había sido por el metal.
La inquisidora regresó a Resurgam.
En la Casa Inquisitorial hubo de responder algunas preguntas, pero se enfrentó a ellas con toda la indiferencia que pudo reunir. Les contó que había ido a una región remota, para recibir un informe de campo en extremo delicado de boca de un agente que se había topado con una pista excepcionalmente buena. El rastro de la triunviro, les dijo, estaba más fresco de lo que había sido en años. Para demostrarlo, reactivó ciertos informes cerrados e hizo que invitaran a algunos antiguos sospechosos a volver a la Casa Inquisitorial para proseguir las entrevistas. Para sus adentros, se sentía asqueada de lo que se veía obligada a hacer para mantener su fachada de probidad. Tuvo que detener a unos cuantos inocentes y hacerles sentir que sus vidas, o al menos su libertad, pendían de un hilo. Era un oficio detestable. Durante una época lo dulcificó asegurándose de que solo aterrorizaba a gente de la que sabía que había evitado el castigo por otros crímenes, algo que descubría tras fisgonear con pericia en los archivos de los demás departamentos gubernamentales. Funcionó durante un tiempo pero, después, hasta eso había comenzado a parecerle moralmente cuestionable.
Pero ahora era peor. Algunos miembros de la administración dudaban de ella y, para apaciguar sus reparos, tuvo que realizar sus investigaciones con eficacia y crueldad inusuales. Seguro que por Cuvier circulaban terribles rumores sobre hasta qué punto estaba dispuesta a llegar la Casa Inquisitorial. La gente había de sufrir para salvaguardar su tapadera.
Se dijo a sí misma que todo aquello era, en definitiva, por el bien colectivo, que lo hacía para salvar a Resurgam y que unas cuantas almas aterradas aquí y allá suponían un pequeño precio a pagar, comparado con la protección de todo un neta.
Estaba ante la ventana de su despacho en la Casa Inquisitorial, mirando allá abajo las calles. Observaba cómo obligaban a entrar a otro invitado en un robusto coche eléctrico de color gris. El hombre se tambaleó cuando los guardias lo metieron. Tenía la cabeza cubierta y las manos atadas a la espalda. El coche atravesaría entonces la ciudad a toda velocidad hasta alcanzar una zona residencial (para entonces ya estaría anocheciendo) y arrojarían al hombre a la cuneta, a pocas manzanas de su casa.
Le habrían aflojado los nudos, pero probablemente yaciera inmóvil sobre el suelo durante varios minutos, respirando con fuerza y jadeando al comprender que había sido liberado. Quizá una pandilla de amigos lo encontrara de camino al bar o cuando regresaran de las factorías de reparación. Al principio no lo reconocerían, porque la paliza que le habían dado le habría hinchado la cara y le costaría hablar. Pero cuando se dieran cuenta de quién era, ayudarían al pobre a regresar a su casa, mientras miraban con preocupación por si los agentes del Gobierno que lo habían soltado seguían cerca.
O tal vez el hombre lograría ponerse de pie por sus propios medios y, esforzándose por ver a través de las rendijas de sus párpados ensangrentados y amoratados, pudiera de algún modo encontrar el camino a casa. Su esposa, quizá la persona más asustada de todo Cuvier, lo estaría esperando. Cuando su marido llegara a casa, experimentaría parte de la misma mezcla de alivio y terror que él había sentido al recuperar la consciencia. Se abrazarían el uno al otro, a pesar del dolor que soportaba el hombre. Entonces ella examinaría sus heridas y las limpiaría en la medida de lo posible. No habría huesos rotos, pero haría falta una adecuada revisión médica para confirmarlo. El hombre supondría que había tenido suerte, que los agentes que le habían dado la paliza estaban cansados después de un duro día en las celdas de interrogatorios.
Más tarde, quizá, iría cojeando hasta el bar para encontrarse con sus amigos. Lo invitarían a unas copas y, en una esquina discreta, les enseñaría lo peor de sus magulladuras. Y se extendería la noticia de que se las había ganado en la Casa Inquisitorial. Sus amigos le preguntarían cómo era posible que lo consideraran sospechoso de estar relacionado con la triunviro. El se reiría y diría que eso no detenía a la Casa Inquisitorial. Ya no. Que cualquiera del que se sospechara, aunque fuera remotamente, que había dificultado las investigaciones de la Casa se hallaba en peligro, que la persecución de los criminales había alcanzado tal intensidad que toda falta menor contra cualquier rama gubernamental podía interpretarse como un apoyo tácito a la triunviro.
Khouri observó cómo el coche se deslizaba a lo lejos y ganaba velocidad. Ya apenas lograba recordar el aspecto de aquel hombre. Tras un tiempo, todos acababan pareciendo iguales; hombres y mujeres se desdibujaban hasta conformar un aterrado conjunto homogéneo. Al día siguiente habría más.
Miró por encima de los edificios, en dirección al cielo de color morado. Se imaginó los procesos que sabía que estaban teniendo lugar más allá de la atmósfera de Resurgam. Apenas a una o dos horas luz de distancia, una enorme e implacable maquinaria alienígena estaba embarcada en la reducción de tres mundos a fino polvo metálico. Las máquinas no parecían tener prisa, ni se preocupaban por hacer las cosas dentro de una escala temporal que los seres humanos pudieran reconocer. Se dedicaban a sus asuntos con la tranquila calma de un empleado de pompas fúnebres.
Khouri recordó lo que ya sabía sobre los inhibidores, información que le habían ofrecido después de infiltrarse entre la tripulación de Volyova. Se había producido una guerra en el alba de los tiempos, una guerra que había abarcado toda la galaxia y numerosas culturas. En la desolada posguerra, una especie (o un colectivo de especies) había determinado que no se podía seguir tolerando la existencia de la vida inteligente. Habían liberado oscuras hordas de máquinas cuya única función era vigilar y esperar, atentas a las señales delatoras de las culturas emergentes capaces de viajar por el espacio. Dejaban trampas repartidas por el cosmos, brillantes chucherías diseñadas para atraer a los incautos. Las trampas servían tanto para alertar a los inhibidores de la presencia de un nuevo brote de inteligencia, como de mecanismos de sondeo psicológico que creaban un perfil de los recién llegados, que pronto serían exterminados.