—Estoy en proceso de desertar.
—No me refiero a eso. ¿Por qué yo en particular? Según los agentes de la convención, preguntó específicamente por mí.
—Pensé que usted me concedería un juicio imparcial, Sandra. Verá, hace tiempo conocí a uno de sus parientes. ¿Qué hubiera sido, su bisabuela? En estos tiempos ya me cuesta seguir las generaciones.
La mujer adelantó la otra silla blanca y se sentó en ella, frente a Clavain. Los demarquistas fingían que su sistema político convertía los rangos en un concepto superado. En vez de capitanes tenían navegantes, en lugar de generales tenían especialistas en planificación estratégica. Como era natural, tales especializaciones requerían identificadores visuales, pero Voi hubiese fruncido el ceño ante cualquier sugerencia de que las numerosas barras y franjas de color sobre el pecho de su túnica indicaban exactamente lo mismo que un anticuado estatus militar.
—No ha habido otra Sandra Voi, en cuatrocientos años —dijo.
—Lo sé. La última murió en Marte, durante un esfuerzo por negociar la paz con los combinados.
—Eso es ya historia antigua.
—Lo que no significa que deje de ser cierto. Voi y yo éramos miembros de la misma misión para mantener la paz. Yo me pasé a los combinados poco después de que ella muriera, y desde entonces estoy en su bando.
Los ojos de la nueva Sandra Voi se vidriaron unos momentos. Los implantes de Clavain detectaron el correteo de tráfico de datos dentro y fuera de su cráneo. Clavain estaba impresionado. Desde la plaga, pocos demarquistas se atrevían a adentrarse en el terreno de la mejora neuronal.
—Nuestros registros no concuerdan.
Clavain arqueó una ceja.
—¿No?
—No. Nuestro espionaje indica que Clavain no vivió más de siglo y medio tras su deserción. No es posible que seáis la misma persona.
—Abandoné el espacio humano en una expedición interestelar y no he regresado hasta hace poco. Por eso últimamente no hay muchos registros sobre mí. ¿Pero acaso importa? La convención ya ha verificado que soy un combinado.
—Podría tratarse de una trampa. ¿Por qué ibas a querer desertar?
De nuevo lo había sorprendido.
—¿Y por qué no iba a hacerlo?
—Puede que hayas prestado demasiada atención a nuestros periódicos. Si es así, tengo noticias importantes para ti: tu bando está a punto de ganar la guerra. La deserción aislada de una araña no va a suponer ya ninguna diferencia.
—Nunca pensé que lo hiciera —dijo Clavain.
—¿Entonces?
—No deserto por eso.
Descendieron más y más, siempre por delante de la onda de choque transónica de la maquinaria inhibidora. La mancha de la pantalla del radar pasivo, esa cosa que los seguía a una distancia de treinta mil kilómetros, seguía presente. A veces perdía claridad y luego la recobraba, pero nunca los abandonaba por completo. La luz del día cada vez se oscurecía más, hasta que el cielo en lo alto apenas fue una pizca más claro que las indiferentes profundidades negras de debajo. Ana Khouri apagó la iluminación de la cabina de la nave, con la esperanza de que así el exterior pareciera más brillante, pero la mejora fue insignificante. La única fuente de luz era la cuchilla de color rojo cereza de la cuña frontal del tubo, e incluso esa era más apagada que antes. Ahora el tubo solo se movía a veinticinco kilómetros por segundo respecto a la atmósfera. Su descenso era allí más empinado, y caía casi en picado hacia las zonas de transición donde la atmósfera se espesaba hasta formar hidrógeno líquido.
Ana se estremeció cuando se disparó otra alarma de presión.
—No podemos bajar mucho más. Te lo estoy diciendo en serio. Nos aplastará, ya hay cincuenta atmósferas en el exterior y esa cosa sigue pegada a nuestra cola.
—Solo un poquito más cerca, Ana. ¿Podemos alcanzar la zona de transición?
—No —dijo ella con énfasis—, no con esta nave. Toma aire para volar. Se ahogará en el hidrógeno líquido, y en ese momento caeremos y seremos aplastados por una implosión del casco. No es un bonito modo de morir, Thorn.
—Pero al tubo no parece afectarle la presión, ¿no? Probablemente descienda mucho más. ¿Cuánto crees que han depositado ya? Un kilómetro cada cuatro segundos, ¿no era eso? Viene a ser algo menos de mil kilómetros a la hora. A estas alturas ya debe de haber suficiente para dar la vuelta al planeta unas cuantas veces.
—No sabemos si es eso lo que está sucediendo.
—No, pero podemos hacer una suposición a partir de la información de que disponemos. ¿Sabes en qué no dejo de pensar, Ana? —Seguro que vas a contármelo.
—En un bobinado. Como en un motor eléctrico. Pero podría equivocarme, por supuesto. —Thorn le sonrió.
De pronto se movió. Ella no se lo esperaba y por un momento, pese a su entrenamiento como soldado, se quedó paralizada de la sorpresa. Él se levantó del asiento y se arrojó sobre ella a través de la cabina. Tenía algo de peso, ya que se desplazaban a una velocidad mucho menor de la orbital, pero pese a todo pudo llegar hasta ella con facilidad, con movimientos fluidos y planeados de antemano. Suavemente, la apartó del puesto del piloto. Ella se resistió, pero Thorn era mucho más fuerte y sabía lo bastante como para rechazar sus movimientos defensivos. Ana no había olvidado su adiestramiento, pero la técnica no daba tanta ventaja, en especial contra un oponente de idéntica habilidad.
—Tranquila, Ana, tranquila. No voy a hacerte ningún daño.
Antes de comprender lo que estaba sucediendo, Thorn ya la había empujado al asiento del pasajero. La obligó a apoyarse sobre las manos y entonces arrastró con fuerza la red anticolisión sobre su pecho. Le preguntó si podía respirar y luego la cerró con más fuerza. Ella se debatió, pero la red se contraía muy ceñida y la retenía contra la silla.
—Thorn... —dijo.
Pero él se colocó en el asiento del piloto.
—A ver, ¿cómo vamos a jugar a esto? ¿Me vas a contar todo lo que quiero saber, o tendré que aplicar alguna persuasión adicional?
Operó los controles. La nave dio bandazos y sonaron las alarmas. —Thorn...
—Lo siento. Parecía más fácil cuando te miraba hacerlo. Puede que sea más complicado de lo que se desprende a simple vista, ¿eh? —No puedes volar con esta cosa.
—Pues no se me está dando nada mal, ¿no crees? Ahora... ¿para qué sirve esto? Veamos... —Se produjo otra reacción violenta de la nave y resonaron nuevas alarmas. Pero, aunque con lentitud, la nave había comenzado a obedecer sus órdenes. Khouri vio que parpadeaba el indicador del horizonte artificial. Estaban ladeándose. Thorn ejecutaba un brusco viraje a estribor.
—Ochenta grados... —leyó—. Noventa... cien...
—Thorn, no. Nos estás llevando directos de vuelta a la onda de choque.
—Esa viene a ser la idea. ¿Crees que el casco aguantará? Me ha dado la impresión de que considerabas que ya estaba soportando bastante tensión. Bueno, supongo que estamos a punto de descubrirlo, ¿no?
—Thorn, sea lo que sea lo que planeas...
—No planeo nada, Ana. Solo trato de ponernos en una situación de peligro real e inminente. ¿Es que no estaba ya lo bastante claro?
Ana volvió a tratar de liberarse luchando, pero era inútil. Thorn había sido muy listo. No era de extrañar que el cabronazo hubiese esquivado durante tanto tiempo al Gobierno. Tenía que admirarlo por ello, aunque fuese a regañadientes.
—No lo lograremos —dijo.
—No, es posible que no. Y me temo que mi pericia de vuelo no ayudará gran cosa. Lo cual lo simplifica aún más. Respuestas, eso es lo que quiero. —Te lo he contado todo...
—En realidad no me has contado nada. Quiero saber quién eres. ¿Sabes cuándo empecé a albergar sospechas?
—No —dijo ella. Thorn no haría nada hasta que le respondiera.
—Fue la voz de Irina. Verás, estaba seguro de que ya la había oído antes. Bueno, pues al final lo recordé. En la alocución que hizo Ilia Volyova a Resurgam, poco antes de que comenzara a reventar colonias de la superficie. Fue hace mucho, pero las viejas heridas tardan mucho en cerrar. Ahí hay una similitud más que familiar, me parece a mí.
—Te equivocas de medio a medio, Thorn.
—¿De veras? En tal caso, ¿estás dispuesta a ilustrarme?
Sonaron nuevas alarmas. Thorn había bajado la velocidad, pero seguían avanzando a varios kilómetros por segundo hacia la onda de choque. Ana deseó que solo fuese su imaginación, pero creyó ver el filo de rojo cereza dirigiéndose hacia ellos en la oscuridad.
—¿Ana...? —volvió a preguntar él, con una voz alegre que era todo dulzura.
—Maldito seas, Thorn.
—Ah, eso me suena a progreso.
—Para, da media vuelta.
—En un instante. En cuanto oiga de ti las palabras mágicas. Una confesión, eso es todo lo que pido.
Ella inspiró profundamente. Así que en esas estaban, la ruina de todos sus lentos y acompasados planes. Habían apostado por Thorn y este había demostrado ser más listo que ellas. Deberían haberlo visto venir, y tanto que sí. Y Volyova, maldita fuera, tenía razón. Había sido un error dejar que Thorn se acercara siquiera a la Nostalgia por el Infinito. Tendrían que haber encontrado otro modo de convencerlo. Volyova debería haber ignorado las protestas de Khouri...
—Pronuncia las palabras, Ana.
—¡De acuerdo, de acuerdo, maldita sea! Ella es la triunviro. Te contamos toda una sarta de putas mentiras desde el primer momento. ¿Contento?
Thorn no respondió de inmediato. Para alivio de Ana, aprovechó ese tiempo para virar la nave. La aceleración la aplastó aún más contra el asiento, conforme Thorn aplicaba potencia para sacar distancia a la onda de choque. Y entre la negrura surgió a toda velocidad en su persecución una lívida línea roja, como el filo sanguinolento de la espada del verdugo. Ana la vio hincharse hasta que la panorámica posterior solo era un muro escarlata tan brillante como el metal fundido. Las alarmas de colisión chillaron como locas y las voces de advertencia multilingües convergieron en un único coro aterrado. Entonces un telón de cielo comenzó a cerrarse a cada lado de la línea roja, como dos cortinas de color gris hierro. El hilo comenzó a menguar en anchura y quedó por detrás de ellos.
—Creo que lo hemos conseguido —anunció Thorn.
—En realidad, me parece que no.
—¿Cómo?
Ella hizo un gesto en dirección a la pantalla del radar. No había rastro de la mancha que había estado detrás de ellos desde que entraron en la atmósfera de Roe, pero una multitud de señales de radar aparecían por todas partes. Había al menos doce nuevos objetos, y no tenían nada de la cualidad difusa del eco inicial. Se acercaban a varios kilómetros por segundo y estaba claro que convergían sobre la nave de Khouri.
—Creo que acabamos de provocar una respuesta —dijo, y su voz le sonó mucho más calmada de lo que ella misma se esperaba—. Parece que, después de todo, sí había un límite. Y acabamos de traspasarlo.
—Nos sacaré de aquí lo más rápidamente posible.
—¿Y crees que supondrá la más mínima diferencia? Estarán aquí en unos diez segundos. Tengo la impresión de que ya tienes la prueba que buscabas, Thorn. O estás a punto de tenerla. Disfruta del momento, porque puede que no dure mucho.
Él la miró con lo que ella interpretó como serena admiración.
—Ya has estado así antes, ¿verdad?
—¿Así cómo, Thorn?
—Al borde de la muerte. No significa mucho para ti.
—Preferiría estar en cualquier otra parte, no me malinterpretes.
Las formas que se cernían sobre ellos habían superado el último círculo concéntrico de la pantalla. Se encontraban ya a pocos kilómetros de la nave y frenaban al aproximarse. Khouri sabía que ya no causaría daño alguno dirigir los sensores activos contra las cosas que se acercaban. Ya habían delatado su posición y no iban a perder nada por ver más de cerca los objetos que convergían sobre ellos. Se aproximaban por todas partes y, aunque todavía quedaban enormes huecos entre ellos, hubiese sido por completo inútil tratar de escapar. Un minuto antes, las cosas no aparecían por ningún lado, así que obviamente eran capaces de deslizarse por la atmósfera como si esta no existiera. Thorn había situado a la nave en un empinado ascenso y, aunque ella hubiese hecho justo lo mismo, sabía que no iba a servir de nada. Se habían acercado demasiado al corazón de la amenaza y ahora iban a pagar cara su curiosidad, lo mismo que le había pasado a Sylveste tantos años atrás.
Los retornos del radar activo resultaban confusos por culpa de las formas cambiantes de las máquinas que se aproximaban. Los sensores de masa detectaban señales fantasma en el límite de sensibilidad, apenas discernibles del trasfondo provocado por el propio campo de Roe. Pero la evidencia visual era inequívoca. Unas formas oscuras y diferenciadas nadaban por la atmósfera hacia la nave. Y nadar era la palabra adecuada, comprendió Khouri, porque era exactamente lo que parecía: un movimiento complejo y fluido, una ondulación arrastrante, como los pulpos al desplazarse por el agua. Las máquinas eran tan veloces como su nave y estaban formadas por muchos millones de elementos de menor tamaño, una incansable danza deslizante de cubos negros a muchos niveles. Casi no se podía ver ningún detalle, aparte de la absoluta negrura cambiante de las siluetas, pero de vez en cuando una luz azul o malva titilaba dentro de las masas compactas, marcando el relieve de uno u otro apéndice. Nubes de formas negras más pequeñas asistían a cada ensamblaje principal y, cuando estos se acercaban entre sí, lanzaban prolongaciones de unos a otros, líneas umbilicales de máquinas hijas que fluían entre uno y otro extremo. Oleadas de masa latían entre los núcleos principales y, ocasionalmente, una de las primarias se fisionaba o se unía a su vecina. Los rayos púrpura continuaban oscilando entre las impenetrables siluetas y a veces formaban una concha geométrica alrededor de la nave de Khouri, antes de volver a reducirse a esquemas que parecían mucho más aleatorios. A pesar de todo, a pesar de la convicción de que iba a morir, la aproximación resultaba fascinante. Y también repulsiva. Simplemente contemplar a las máquinas inhibidoras provocaba una sensación de terribles náuseas, porque estaban viendo algo que demostraba de forma clara no haber sido nunca creado por una inteligencia humana. Era pasmoso y extraño el modo en que se movían las máquinas, y en su subconsciente supo que Volyova y ella habían subestimado terriblemente al enemigo, si tal cosa era posible. Todavía no habían visto nada.