Antoinette salía por ella.
Xavier se agachó y dejó casco y guantes sobre el suelo. Comenzó a recorrer el tubo, al principio lentamente y después con creciente ímpetu. La puerta de la cámara estanca se abría como un iris, con gloriosa lentitud, y la condensación caía por ella en densas nubéculas blancas. El pasillo se alargaba ante él, el tiempo se arrastraba como solía hacer cuando dos amantes corrían el uno hacia el otro en los holorromances de mala calidad.
La puerta se abrió. Allí estaba Antoinette. Llevaba el traje puesto salvo por el casco, que sostenía bajo un brazo. Tenía el pelo, rubio y corto, despeinado y aplastado contra la frente por culpa de la grasa y la suciedad. Su piel estaba amarillenta y tenía bolsas oscuras bajo los ojos. Mostraba ojos cansados, venillas inyectadas en sangre. Incluso desde donde estaba Xavier, olía como si no se hubiera acercado a una ducha en semanas.
Pero a él le daba igual. Pensó que seguía estando guapísima. La apretó contra su cuerpo y los tabardos de sus trajes chocaron entre sí. De algún modo, logró besarla.
—Me alegro de que hayas vuelto a casa —dijo Xavier.
—Me alegro de estar en casa —respondió Antoinette.
—¿Pudiste...?
—Sí —dijo ella—. Lo conseguí.
Durante unos instantes, él no añadió nada. Lo último que deseaba era minusvalorar su logro, pues era muy consciente de lo importante que había sido para ella y de que nada debía arruinar ese éxito. Ya había sufrido suficiente, bajo ningún concepto quería hacerle pasar por más dolor.
—Me siento orgulloso de ti.
—Diablos, yo me siento orgullosa de mí misma, bien puedes estarlo tú también.
—Cuenta con ello. Pero deduzco que han surgido algunas dificultades, ¿verdad?
—Digamos simplemente que tuve que meterme en la atmósfera de Mandarina un poco más rápido de lo planeado. —¿Zombis?
—Zombis y también arañas.
—Guau, dos por el precio de uno. Aunque ya me imagino que no lo viste de esa manera. ¿Y cómo demonios has logrado regresar, si había arañas ahí fuera? Ella suspiró.
—Es una larga historia, Xave. Pasó una cosa realmente rara cerca de ese gigante gaseoso y todavía no estoy muy segura de qué conclusiones sacar. —Entonces cuéntamelo. —Lo haré. Pero cuando hayamos comido. —¿Comer?
—Claro. —Antoinette Bax sonrió, revelando sus sucios dientes—. Estoy hambrienta, Xave. Y sedienta, muy sedienta. ¿Alguna vez alguien te ha devorado debajo de una mesa?
Xavier Liu analizó la pregunta.
—No, me parece que no.
—Pues esta es tu gran oportunidad.
Se desvistieron, hicieron el amor, yacieron juntos durante una hora, se ducharon, se vistieron (Antoinette se puso su mejor chaqueta de color ciruela), salieron, comieron bien y después se emborracharon a fondo. Antoinette disfrutó casi de cada minuto. Gozó de cada instante que hicieron el amor, ese no era el problema. También resultaba agradable estar limpia (realmente limpia, y no esa especie de roñosa limpieza que era lo mejor que se podía conseguir a bordo de la nave), y fue bueno regresar a una especie de gravedad, aunque solo fuese media gravedad y encima centrífuga. No, el problema era que, allá donde miraba, cada vez que ocurría algo a su alrededor, no podía dejar de pensar que nada de aquello podía durar.
Las arañas iban a ganar la guerra. Ocuparían todo el sistema, Cinturón Oxidado incluido. Puede que no convirtieran a todo el mundo en reclutas de su mente de colmena (más o menos habían prometido que eso era lo último que pretendían), pero estaba garantizado que las cosas cambiarían. Yellowstone no había sido lo que se llama una juerga durante la última y breve ocupación arácnida. Era difícil ver dónde podía encajar ahí la hija de un piloto espacial con una sola nave a su nombre, y encima dañada y anticuada.
Pero demonios, pensó, obligándose a adoptar un estado de forzada alegría, eso no va a suceder esta misma noche, ¿verdad?
Viajaron en el tren del borde. Ella quería comer en el bar que había debajo del Cráter de Lyle, donde la cerveza era de calidad, pero Xavier le dijo que estaría a reventar a esas horas y que lo pasarían mucho mejor si iban a otra parte. Ella se encogió de hombros, aceptó su opinión y se quedó un tanto extrañada cuando llegaron al local que había escogido Xavier (un bar a mitad de distancia del otro extremo borde, llamado Robotnik's) y lo hallaron medio vacío. Cuando Antoinette sincronizó su reloj con la hora local de Yellowstone comprendió el motivo: habían pasado dos horas de las trece, media tarde. Era el turno de noche en Carrusel Nueva Copenhague, en donde las fiestas de verdad tenían lugar durante la «noche» de Ciudad Abismo.
—No habríamos tenido ningún problema de haber ido a Lyle's —le dijo.
—En realidad no me gusta ese sitio.
—Ah.
—Demasiados animales de mierda. Cuando trabajas todo el día con monos..., o no trabajas con ellos, como es el caso, que te atiendan unas máquinas empieza a parecer una idea buena de verdad.
Ella le hizo un gesto de asentimiento por encima de la carta.
—De acuerdo.
La gracia de Robotnik's era que todo el personal estaba compuesto por servidores. Era uno de los pocos sitios del carrusel, aparte de las tiendas de reparación fuertemente automatizadas, donde se podía ver a una máquina, del tipo que fuera, realizando trabajos manuales. E incluso así, las máquinas eran antiquísimas y desvencijadas, de esa clase de servidores baratos y raídos que siempre habían sido inmunes a la plaga y que todavía se podían seguir fabricando, pese a la reducida capacidad industrial del sistema tras la plaga y la guerra. Antoinette supuso que poseían parte del encanto de lo antiguo, pero cuando ya había visto a una máquina renqueante tirar sus cervezas cuatro veces entre la barra y su mesa, el encanto comenzó a desvanecerse.
—Sé sincero, en realidad este lugar no te gusta —le dijo luego—. Es solo que Lyle's te gusta aún menos.
—Ya que me lo preguntas, te diré que hay algo un tanto enfermizo en ese sitio, eso de convertir una enorme catástrofe civil en una sangrienta atracción para turistas.
—Seguramente papá habría estado de acuerdo contigo. Xavier masculló algo ininteligible.
—Entonces dime, ¿qué es lo que ocurrió con las arañas? —preguntó.
Antoinette comenzó a arrancar la etiqueta de su botella de cerveza, igual que hizo tantos años atrás, cuando su padre mencionó por primera vez su modo preferido de enterramiento.
—En realidad no lo sé.
Xavier se restregó la espuma de los labios.
—Pues lanza una suposición a ciegas.
—Me metí en problemas. Todo estaba yendo muy bien, estaba realizando una lenta aproximación controlada a Sueño Mandarina, y entonces... ¡zas! —Cogió un posavasos para la cerveza y le clavó un dedo como explicación—. Tenía una nave zombi justo delante de mí, a punto de tocar la propia atmósfera. La iluminé por error con mi radar y la piloto zombi se me puso borde.
—¿Y no te lanzó un misil como muestra de agradecimiento?
—No. Se le debían de haber terminado, o no quería complicarse aún más las cosas al revelar su posición mediante un lanzamiento de torpedos. Veras, la razón por la que se estaba zambullendo igual que yo era porque tenía una nave araña persiguiéndola.
—Eso no tiene buena pinta —dijo Xavier.
—No, nada buena. Por eso me vi obligada a meterme tan rápido en la atmósfera. A la mierda las medidas de seguridad, vamos allá abajo. Bestia me obedeció, pero en el descenso se produjeron un montón de daños.
—Si se trataba de elegir entre eso y ser capturada por las arañas, yo diría que hiciste lo correcto. Me imagino que esperaste allí abajo hasta que se fueron las arañas.
—No, no exactamente.
—Antoinette... —la reprendió Xavier.
—Espera, escucha. Después de enterrar a mi padre, ese era el último sitio donde quería quedarme. Y Bestia tampoco disfrutaba lo más mínimo. La nave deseaba salir de allí tanto como yo. El problema es que sufrimos un fallo del tokamak al abandonar la órbita.
—Erais hombres muertos.
—Deberíamos haberlo sido —reconoció Antoinette, mientras asentía—. Sobre todo, porque las arañas seguían próximas.
Xavier se recostó en su silla y tragó un par de centímetros de cerveza. Ahora que tenía a Antoinette a salvo, ahora que sabía que las cosas habían salido bien, estaba disfrutando de su historia.
—Entonces, ¿qué sucedió? ¿Lograste que el tokamak volviera a arrancar?
—Más tarde sí, cuando ya estábamos en espacio abierto. Aguantó lo bastante para traerme de regreso a Yellowstone, pero necesitaba los remolcadores para frenar.
—¿Así que conseguiste alcanzar la velocidad de escape, o al menos fuiste capaz de insertarte en una órbita?
—Ni una cosa ni la otra, Xave. Estábamos cayendo de vuelta al planeta. Así que hice lo único que podía hacer, que era pedir ayuda. —Se terminó la cerveza mientras observaba su reacción.
—¿Ayuda?
—A las arañas.
—¿En serio? ¿Tuviste el valor... las pelotas... de hacer eso?
—No estoy segura respecto a las pelotas, Xave. Pero sí, supongo que tuve el valor. —Sonrió—. Diablos, ¿qué otra cosa iba a hacer? ¿Quedarme allí sentada y morir? Desde mi punto de vista, con esa jodida y enorme nube acercándose a toda pastilla, ser reclutada en una mente de colmena no parecía de pronto lo peor del mundo.
—Todavía no puedo creerme... ¿incluso después de ese sueño que habías estado experimentando?
—Me imaginé que debía de ser propaganda. La verdad no puede ser tan mala. —Pero quizá casi lo sea.
—Cuando estás a punto de morir, Xave, aceptas lo que venga. Ella señaló con el cuello abierto de su botella de cerveza. —Pero...
Ella le leyó el pensamiento:
—Sí, todavía sigo aquí. Me alegro de que te hayas dado cuenta. —¿Qué pasó?
—Que me salvaron. —Lo repitió, casi para asegurarse a sí misma que eso era lo que realmente había ocurrido—: las arañas me salvaron. Enviaron una especie de misil zángano, o de remolcador o lo que fuera. Esa cosa se pegó a mi casco y me dio un empujón, un fuerte empujón para salir del pozo gravitatorio de Sueño Mandarina. Lo siguiente que supe era que caía de vuelta a Yellowstone. Tuve que arreglar el tokamak como pude, pero al menos contaba con unos cuantos minutos para lograrlo.
—¿Y las arañas... se marcharon?
Ella asintió enfáticamente.
—Su jefe, un viejales, habló conmigo justo antes de que enviaran el zángano. Reconozco que me lanzó una advertencia muy seria. Dijo que si alguna vez volvíamos a cruzarnos, fuese cuando fuese, me mataría. Y creo que lo decía en serio.
—Me parece que puedes considerarte afortunada. Es decir, no todo el mundo se va de rositas con solo una advertencia, cuando hay arañas de por medio.
—Supongo que tienes razón, Xave.
—Ese viejo, la araña, ¿es alguien de quien hayamos oído hablar? Ella sacudió la cabeza.
—Me dijo que se llamaba Clavain, nada más. Para mí eso no significa nada.
—No será el Clavain famoso, claro.
Ella dejó de juguetear con el posavasos y lo miró.
—¿Y quién es el Clavain famoso, Xave?
Él la miró como si fuera medio boba, o al menos preocupantemente olvidadiza.
—Historia, Antoinette, esa cosa aburrida sobre el pasado. Ya sabes, antes de la plaga de fusión y todo ese rollo.
—En aquellos días yo todavía no había nacido, Xave. Ni siquiera tiene para mí un interés académico. —Sostuvo en alto su botella, bajo la luz—. Necesito otra. ¿Cuáles crees que son las posibilidades de conseguirla en menos de una hora?
Xavier chasqueó un dedo en dirección al servidor más próximo. La máquina giró sobre sí misma, se enderezó, dio un paso en su dirección... y cayó al suelo.
Cuando regresó a su casa, Antoinette comenzó a pensar. Por la noche, cuando ya se había deshecho de los peores efectos de la cerveza (que había dejado su mente despejada pero frágil ante cualquier estruendo), se escurrió hasta el despacho de Xavier, encendió el terminal, una auténtica pieza de museo, y se dispuso a solicitar al centro de datos del carrusel información sobre Clavain. Había de admitir que se le había despertado la curiosidad, pero lo cierto era que, aunque la hubiese sentido también durante el viaje de regreso desde el gigante gaseoso, habría tenido que esperar hasta ese momento para acceder a un sistema exhaustivo y amplio de archivos. Hubiese sido demasiado arriesgado enviar una petición desde el Ave de Tormenta, y los registros de la propia nave no eran demasiado profundos.
Antoinette no había conocido otra cosa que el mundo posterior a la plaga, así que no albergaba muchas esperanzas de hallar realmente algo de información útil, aunque los datos que estaba buscando hubiesen existido alguna vez. Las redes de datos del sistema habían sido reconstruidas casi desde cero durante los años posteriores a la plaga, y gran parte de lo que había estado almacenado antes se había corrompido o borrado durante la crisis.
Pero para su sorpresa, había allí un montón de cosas sobre Clavain, o al menos sobre un Clavain. El famoso Clavain, del que Xavier había oído hablar, había nacido en la Tierra tiempo atrás, allá en el siglo XXII en uno de los últimos veranos perfectos antes de que los glaciares avanzaran y el lugar se convirtiera en una inmaculada bola de nieve. Había marchado a Marte y luchado contra los combinados en su versión más primitiva. Antoinette releyó aquello y frunció el ceño. ¿Contra los combinados? Pero siguió leyendo.
Clavain había adquirido mala fama durante su época en Marte. Lo llamaban el Asesino de Tarsis, el hombre que había cambiado el rumbo de la Batalla de la Elevación. Había autorizado el uso de armas nucleares, de mercurio rojo y de fase de espuma contra las fuerzas arácnidas, abriendo cráteres vítreos de kilómetros de diámetro en la superficie marciana. Según ciertos registros, eso lo convertía automáticamente en un criminal de guerra. Pero de acuerdo con algunos de los informes menos partidistas, las acciones de Clavain se podían interpretar como la salvación para muchos millones de vidas, tanto arácnidas como aliadas, que de lo contrario se habrían perdido en una prolongada campaña en tierra. De igual modo, había noticias de su heroísmo, en las que aparecía salvando las vidas de soldados y civiles atrapados, o sufriendo numerosas heridas, recuperándose y regresando directamente a primera línea. Estuvo presente cuando las arañas derribaron la torre de amarre aéreo de Crisa, y quedó atrapado entre los escombros durante dieciocho días, sin comida ni agua, salvo por las reservas de su mono. Cuando lo sacaron de allí, descubrieron que sostenía un gato que también se había visto atrapado en las ruinas, con la columna partida por la mampostería, pero aún vivo, al que había alimentado con trocitos de sus propias raciones. El gato murió una semana después. A Clavain le costó tres meses recuperarse.