En Resurgam nunca había alcanzado ese estado.
Las luces de los coches eléctricos gubernamentales dibujaban ríos de plata entre los edificios. Se apartó de la ventana y atravesó la sala hasta llegar a su cámara privada. Cerró la puerta tras de sí.
Motivos de seguridad obligaban a que la cámara careciera de ventanas. Se acomodó en una silla acolchada situada detrás de un enorme escritorio con forma de herradura. Era un viejo buró cuyas inertes entrañas cibernéticas habían sido extraídas y reemplazadas por sistemas mucho más bastos. Una taza con café pasado y tibio descansaba sobre una bobina recalentada en un extremo de la mesa, y un ronroneante ventilador eléctrico soltaba el penetrante olor del ozono.
Tres paredes (incluida, en su mayor parte, por la que había entrado) estaban ocupadas por estanterías repletas de informes encuadernados que detallaban quince años de trabajo. Hubiese sido absurdo que todo un departamento del Gobierno se dedicara a la captura de una sola persona, una mujer de la que no se podía asegurar que siguiera con vida y mucho menos que se encontrara en Resurgam. Por lo tanto, las atribuciones de la oficina de la inquisidora se extendían a la recopilación de información confidencial sobre una amplia gama de amenazas externas a la colonia. Pero no se podía negar que la triunviro se había convertido en el caso más famoso de los que seguían abiertos, del mismo modo que la detención de Thorn y el desmantelamiento del movimiento que este encabezaba marcaban los esfuerzos del departamento vecino, Amenazas internas. Aunque habían pasado más de sesenta años desde que cometió sus crímenes, los funcionarios de alto rango seguían reclamando el arresto y juicio de la triunviro, y la usaban para focalizar unos sentimientos públicos que, de lo contrario, se dirigirían contra el Gobierno. Era uno de los trucos más viejos de la manipulación de masas: darles una figura a la que odiar. Había muchísimas cosas que la inquisidora preferiría estar haciendo en vez de perseguir a esa criminal de guerra. Pero si su departamento no lograba mostrar el necesario entusiasmo por la tarea, sin duda otro ocuparía su lugar, y eso no se podía consentir. Existía la remota posibilidad de que un nuevo departamento tuviera éxito.
Así que la inquisidora mantenía la fachada. El caso de la triunviro permanecía abierto, y de forma legítima, puesto que era una ultra y, por lo tanto, podía presumirse que siguiera viva a pesar del tiempo transcurrido desde sus actividades criminales. Su procedimiento incluía por sí solo listas con decenas de miles de sospechosos potenciales y transcripciones de miles de entrevistas. Había cientos de biografías y de sumarios del caso. Algunos individuos, alrededor de una docena, ocupaban cada uno buena parte de su estantería. Y eso únicamente era una mínima fracción de los archivos del departamento, solo los papeles que tenían que estar a mano en todo momento. Abajo en el sótano, y en otros lugares distribuidos por la ciudad, había muchísima más documentación. Una maravillosa red de tubos neumáticos, prácticamente secreta, permitía mandar los archivos de un despacho a otro en cuestión de segundos.
Sobre su escritorio tenía algunos expedientes abiertos donde aparecían rodeados diversos nombres, subrayados y conectados por finas líneas. Había fotografías grapadas a las carpetas del sumario, instantáneas borrosas tomadas a larga distancia de rostros que se movían entre la multitud. Las hojeó, consciente de que su deber era dar una imagen convincente de seguir esas supuestas pistas. Tenía que escuchar a sus agentes de campo y asimilar los fragmentos de información que le pasaban los soplones. Había de dar la impresión de que realmente le importaba encontrar a la triunviro.
Algo captó su atención. Algo de la cuarta pared.
Allí se encontraba una proyección de Mercator de Resurgam. El mapa se había mantenido actualizado al programa de terraformación, y así mostraba pequeñas manchas azules o verdes además de los implacables tonos grises, marrones y blancos que lo dominaban todo un siglo atrás. Cuvier seguía siendo el principal asentamiento, pero ahora había más de una decena de puestos avanzados lo bastante grandes como para ser considerados pequeñas ciudades por derecho propio. Líneas de slev conectaban la mayoría de ellos, y el resto estaba comunicado mediante canales, carreteras o conductos de cargamento. Había muchas de pistas de aterrizaje, pero no los aviones suficientes para permitir viajes rutinarios, salvo para quienes fueran importantes funcionarios del Gobierno. A los asentamientos de menor tamaño (estaciones meteorológicas y las pocas excavaciones arqueológicas que quedaban) se podía llegar en dirigible o con una oruga todoterreno, pero normalmente eso requería semanas de viaje.
En esos momentos había una luz roja que parpadeaba en la esquina superior derecha del mapa, a cientos de kilómetros de cualquier lugar del que hubiera oído hablar la gente. Un operativo de campo estaba llamando. Se identificaba a los agentes mediante su código numérico, que parpadeaba junto al punto de luz que indicaba su posición.
El agente cuatro.
La inquisidora notó que se le erizaba el oscuro vello de la nuca. Había pasado mucho, mucho tiempo desde la última vez que había tenido noticias del operativo número cuatro.
Introdujo una consulta en el escritorio, para lo cual tuvo que buscar inquieta las rígidas teclas negras. Le pidió que verificara si podían contactar con el agente cuatro en aquel momento, y la respuesta del buró confirmó que la luz roja había aparecido hacía menos de dos horas. El agente aún estaba en el aire, a la espera de la respuesta de la inquisidora.
Esta cogió el auricular del teléfono del escritorio. Apretó su forma negra como una babosa contra el lateral de su rostro.
—Comunicaciones —dijo.
—Aquí coms.
—Póngame con el agente de campo número cuatro. Repito, agente de campo número cuatro. Solo audio. Protocolo tres.
—Manténgase al teléfono, por favor. Estableciendo..., conectada. —Pase a segura.
Oyó que el tono de la línea experimentaba una ligera modulación cuando el funcionario de comunicaciones se descolgó del lazo. Prestó atención, pero no oyó otra cosa que un siseo.
—¿Cuatro...?—musitó.
Hubo un retraso agónico hasta que llegó la respuesta.
—Al habla. —La voz era débil, aflautada y llena de energía estática.
—Ha pasado mucho tiempo, Cuatro.
—Lo sé. —Era una voz de mujer, una voz que la inquisidora conocía muy bien—. ¿Cómo le va, inquisidora Vuilleumier?
—El trabajo tiene sus momentos buenos y sus momentos malos.
—Sé cómo es eso. Tenemos que reunimos, urgentemente y en persona. ¿Su departamento aún cuenta con sus pequeños privilegios?
—Dentro de ciertos límites.
—Entonces le sugiero que abuse al máximo de ellos. Ya conoce mi posición actual. Hay un pequeño asentamiento a setenta y cinco kilómetros de aquí, que se llama Solnhofen. Puedo llegar hasta allí en un día, en el siguiente... —y procedió a dar a la inquisidora detalles de una posada que ya tenía localizada.
La inquisidora hizo los habituales cálculos mentales. Con slev y carretera, le llevaría entre dos y tres días llegar a Solnhofen. Slev y dirigible sería más rápido, pero también más llamativo: Solnhofen no se encontraba en ninguna de las rutas habituales de los zepelines. Un avión sería todavía más rápido, por supuesto, y podría llegar sin problemas al punto de reunión en día y medio, aunque tuviera que dar un largo rodeo para evitar los frentes climáticos. Normalmente, ante la petición urgente de un agente de campo, no hubiera dudado en volar. Pero era la agente Cuatro. No podía permitirse atraer atención indebida sobre su encuentro. Aunque, reflexionó, si no vuelo conseguiré precisamente eso. No era fácil.
—¿De verdad es tan urgente? —preguntó la inquisidora, aunque ya sabía cuál iba a ser la respuesta.
—Por supuesto. —La mujer emitió un extraño cloqueo como el de una gallina—. De lo contrario no habría llamado, ¿verdad?
—¿Y es concerniente a... la triunviro? —Quizá eran imaginaciones suyas, pero creyó oír una sonrisa en la respuesta de la agente de campo.
—¿A quién si no?
El cometa no tenía nombre. Puede que antiguamente estuviera clasificado y catalogado, pero no en tiempos recientes y, desde luego, no iba a aparecer ninguna información relativa a él en las bases de datos públicas. Nunca habían anclado ningún transmisor a su superficie, ni ningún skyjack se había aferrado a él para extraer una muestra del núcleo. En todos los aspectos era por completo anodino, solo un miembro más de un enorme enjambre de objetos fríos a la deriva. Había miles de millones, y cada uno seguía una órbita lenta y majestuosa alrededor de Épsilon Eridani. En su mayoría, no habían sufrido alteración alguna desde la formación del sistema. Muy de vez en cuando, una perturbación en resonancia de los planetas más grandes del sistema podía provocar que se soltaran unos cuantos miembros del enjambre y cayeran a órbitas en las que pasarían rozando el sol; pero para casi todos los cometas, el futuro solo consistiría en dar más vueltas alrededor de Eridani, hasta que el propio sol se hinchara. Hasta entonces, seguirían adormilados, terriblemente fríos y quietos.
El cometa era grande para lo habitual en el enjambre, pero tampoco demasiado: al menos había un millón mayores. De extremo a extremo eran veinte kilómetros embarrados de hielo casi negro, un merengue no demasiado compacto de metano, monóxido de carbono, nitrógeno y oxígeno, salpicado de silicatos, hidrocarburos tiznados y algunas vetas brillantes de macromoléculas orgánicas de color púrpura o esmeralda, que habían cristalizado para formar preciosos filones traslúcidos varios miles de millones de años atrás, cuando la galaxia era un lugar más joven y tranquilo. Pero casi todo el cometa era oscuro como un pozo de brea. A aquella distancia, Épsilon Eridani no era más que un puntito brillante a trece horas luz de distancia. Apenas parecía más cercano que las estrellas más brillantes del firmamento.
Entonces llegaron los humanos.
Vinieron en un escuadrón de oscuras naves espaciales, y sus bodegas iban repletas de máquinas transformadoras. Recubrieron el cometa con un píleo de plástico transparente y lo envolvieron como la espuma de los jugos digestivos. El plástico había proporcionado al cometa una rigidez estructural de la que hubiese carecido en caso contrario, pero desde cierta distancia resultaba casi indetectable. La retrodispersión de los radares o de los escáneres espectroscópicos apenas se vio modificada, y entraba de sobra en el margen de error admitido en las mediciones de los demarquistas.
Como el cometa se mantenía rígido gracias a su cubierta plástica, los humanos se habían dedicado a frenar su rotación. Unos cohetes de iones, distribuidos estratégicamente sobre su superficie, habían erosionado poco a poco su momento angular. Cuando solo quedó un pequeño giro residual, suficiente para evitar toda sospecha, los cohetes de iones frenaron y se desmantelaron todas las instalaciones de la superficie.
Pero para entonces, los humanos ya habían estado muy ocupados debajo. Habían extraído el núcleo del cometa y convertido el ochenta por ciento de su volumen interior en una delgada pero resistente corteza que servía para contener la masa externa. La cámara resultante tenía quince kilómetros de ancho y era perfectamente esférica. Unos pozos ocultos permitían entrar en la cámara desde el espacio exterior, y eran lo bastante amplios como para permitir el acceso de una nave no demasiado grande, siempre que esta se moviera con agilidad. Había repartidos muelles de atraque y reparación por toda la superficie interior de la cámara, como la densa telaraña de calles de una ciudad, interrumpida aquí y allá por los motores crioaritméticos, rechonchas cúpulas negras que tachonaban la telaraña como tapones de ceniza volcánica. Esos enormes motores eran enfriadores cuánticos, que sacaban calor del universo local mediante refrigeración computacional.
Clavain ya había hecho la transición de entrada las veces suficientes como para no alarmarse por los repentinos y bruscos ajustes de rumbo, necesarios para evitar la colisión contra el casco en rotación del cometa. Al menos eso era lo que se decía a sí mismo. Pero lo cierto es que nunca soltaba el aliento hasta que se encontraba a salvo, a un lado o al otro. Era demasiado similar a colarse por el espacio cada vez menor de un rastrillo que cae. Y con una nave tan grande como la Sombra Nocturna, los ajustes eran aún más brutales.
Confió la operación a los ordenadores de la Sombra Nocturna. Sabían exactamente lo que había que hacer, y la inserción pertenecía justo a esa clase de problemas bien definidos que las máquinas realizaban mejor que las personas, incluso si esas personas eran combinados.
Todo acabó; ya se encontraban dentro. No era la primera ocasión en que Clavain experimentaba una mareante sensación de vértigo cuando el espacio interior del cometa asomaba a su vista. El casco no permaneció vacío durante mucho tiempo. El volumen que antes ocupaba el núcleo quedó lleno de maquinaria en movimiento: un enorme mecanismo de relojería de círculos veloces, bastante parecido a una esfera armilar increíblemente compleja.
Clavain contemplaba la fortaleza militar de los suyos: el Nido Madre.
El Nido Madre estaba compuesto de cinco capas. Las cuatro exteriores estaban diseñadas para simular gravedad, en incrementos de media gravedad. Cada capa comprendía tres anillos de diámetro casi idéntico, y el plano de cada uno estaba inclinado sesenta grados respecto a sus vecinos. Existían dos nodos en los puntos donde cada anillo pasaba cerca de los otros dos, y en cada uno de esos nodos los aros desaparecían dentro de una estructura hexagonal. Estos armazones nodales actuaban tanto como intercambiadores entre los anillos como de sistema de guía: cada aro se deslizaba entre unas fundas de las estructuras nodales, retenidos mediante campos magnéticos sin rozamiento. Los anillos en sí eran bandas oscuras salpicadas por miles de pequeñas ventanitas y, de vez en cuando, una zona iluminada más amplia.
El trío externo de anillos tenía diez kilómetros de diámetro y simulaba una gravedad de dos gravedades. Un kilómetro de espacio vacío hacia el interior y aparecía un trío más pequeño de anillos, que giraba dentro de la concha más externa y que simulaba una gravedad de G y media. Un kilómetro más abajo estaba el trío de anillos a una gravedad, que constituía con diferencia la zona más gruesa y densamente poblada, donde la mayor parte de los combinados pasaban casi todo su tiempo. Anidado en su interior se encontraba el trío de media gravedad, que a su vez englobaba una esfera central transparente que no rotaba. Era el núcleo ingrávido, una burbuja presurizada de tres kilómetros de ancho, llena de vegetación, lámparas de rayos ultravioletas y diversos nichos de microhábitat. Era donde jugaban los niños y donde los combinados ancianos iban a morir. También donde Felka pasaba casi todo su tiempo.