Read El Ángel caído: El Gremio de los Cazadores 1 Online
Authors: Nalini Singh
Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico
—No. En tu actual estado, me obligarías a hacerte daño.
Elena sintió un vuelco en el corazón. Se preocupaba por ella...
Gritó de nuevo.
—¡Sal de mi cabeza!
—No estoy en tu cabeza, cazadora del Gremio.
Que utilizara aquel título fue como una bofetada verbal, una que le hizo recuperar la compostura. En lugar de responder con la furia que hervía en su interior, respiró hondo unas cuantas veces e intentó retirarse a aquel lugar pacífico de su mente, el lugar al que siempre acudía cuando los recuerdos de Ariel... No, no podía volver allí. ¿Por qué ese día no podía dejar de recordar el pasado?
Respiró hondo una vez más.
El aroma del mar: fresco, tranquilo, poderoso.
Rafael.
Abrió los ojos.
—Estoy bien.
El arcángel esperó unos cuantos segundos antes de soltarla.
—Vete. Hablaremos de esto más tarde.
La mano de Elena deseaba buscar un arma, pero ella se limitó a darse la vuelta para salir de la sala. No quería morir... no hasta después de haberle sacado los ojos a Rafael y haberlos arrojado al pozo más profundo y sucio que pudiera encontrar.
Tan pronto como oyó cerrarse las puertas del ascensor, Rafael llamó a seguridad.
—No la pierdas de vista. Asegúrate de que está a salvo.
—Sí, sire —fue la respuesta de Dmitri, aunque Rafael pudo detectar un matiz de incredulidad.
Colgó sin responder la pregunta no formulada. ¿Por qué había permitido que la cazadora siguiera con vida después de atacarlo?
«¿Es que te ponen las violaciones o qué?»
Sus labios se tensaron y sus nudillos se pusieron blancos cuando apretó las manos. A lo largo de los años, había hecho muchas cosas y lo habían acusado de otras muchas. Aun así, jamás había tomado a una mujer contra su voluntad. Jamás. Y tampoco lo había hecho aquel día.
Sin embargo, había ocurrido algo.
Por esa razón había permitido que lo atacara: Elena necesitaba descargar la furia y él se sentía tan asqueado por lo que había hecho que había recibido los golpes de buen grado. Había algunas reglas que jamás debían romperse. El hecho de haberse saltado una norma que él mismo se había impuesto siglos atrás le hizo preguntarse por su propio estado mental. Sabía que su sangre estaba limpia (se había hecho un análisis el día anterior), así que aquello no era el resultado de una toxina que le enturbiaba la mente y descontrolaba sus poderes.
Y aquello lo dejaba en terreno desconocido.
Soltó un juramento en una lengua antigua y largo tiempo olvidada. No podía preguntarle a Neha, la Reina de los Venenos. Ella lo vería como un punto débil y atacaría de inmediato. No podía confiar en ninguno de los miembros del Grupo que conocían la respuesta; en ninguno salvo en Lijuan y en Elijah. A Lijuan no le interesaban los poderes insignificantes. Había llegado demasiado lejos, se había convertido en algo que ya no pertenecía a este mundo. Rafael no las tenía todas consigo en lo referente a Elijah, pero él era el erudito entre los suyos.
El problema era que Lijuan evitaba las comodidades modernas como el teléfono. Vivía en una fortaleza montañosa escondida en las profundidades de China. Tendría que ir a verla volando o... Apretó los puños con más fuerza aún. No podía abandonar la ciudad mientras Uram merodeara por allí. Y eso solo le dejaba una opción.
Cuando se dio la vuelta para salir, se fijó en el tubo de mensajería que Elena había dejado atrás. La Rosa del Destino era un tesoro antiguo, un tesoro que había conseguido cuando era un joven ángel al servicio de un arcángel, siglos atrás. Según la leyenda, se había creado gracias a la combinación de los poderes de los miembros del primer Grupo. Rafael no sabía si aquello era cierto, pero estaba claro que era una obra inigualable. Se lo había regalado a Elena por razones que ni él mismo entendía. Pero ella debería habérselo quedado. Ahora llevaba su nombre grabado.
Cogió el tubo antes de dirigirse al ático, a la estancia completamente negra que había en la parte central. Las brujas humanas habrían considerado maligna aquella estancia. Veían la oscuridad como algo malo. Sin embargo, en ocasiones la oscuridad no era otra cosa que una herramienta, ni buena ni mala.
Era el alma del hombre que utilizaba aquella herramienta la que cambiaba las cosas. La mano de Rafael se cerró sobre el tubo de mensajería. Por primera vez en muchos siglos, no sabía muy bien quién era. Y aquello no estaba bien. Nunca había sentido algo así.
Pero lo cierto era que nunca había sido malvado... hasta ese día.
E
ran estúpidos, todos ellos. Creían que iba a morir.
Se echó a reír a pesar del dolor que laceraba sus ojos y su cuerpo, a pesar de la agonía que amenazaba con convertir sus entrañas en agua y hacer papilla sus huesos. Rió hasta que la risa fue el único sonido en el universo, la única verdad.
No, no iba a morir. Sobreviviría a ese calvario que ellos llamaban veneno. Una mentira. Un esfuerzo por consolidar sus propios poderes. Y no solo iba a sobrevivir: resurgiría convertido en un dios. Y cuando todo acabara, el Grupo de los Diez se echaría a temblar y la tierra se cubriría de ríos de sangre.
Sangre... rica, nutritiva y sensual.
E
lena atravesó la puerta de la Torre y siguió andando, sin hacer caso del taxi que la aguardaba. Una ira incandescente, más profunda y letal que cualquiera que hubiera sentido antes, ardía en sus terminaciones nerviosas; le causaba dolor, pero también la mantenía con vida, le permitía seguir adelante.
¡Ese cabrón...! ¡Ese maldito cabrón de mierda!
Se le llenaron los ojos de lágrimas, pero se negó a derramarlas. Eso sería como admitir que había esperado algo más de Rafael, algo humano.
Percibió una esencia familiar y se dio la vuelta con la daga en la mano.
—Lárgate, vampiro. —Su voz destilaba furia.
Dmitri se inclinó en una reverencia.
—Me encantaría cumplir los deseos de mi dama, pero por desgracia... —Se enderezó y sus gafas de sol reflejaron el rostro encolerizado de Elena—... tengo otras órdenes.
—¿Siempre haces lo que te ordena tu amo?
Sus labios se apretaron.
—Permanezco junto a Rafael por lealtad.
—Sí, claro... Como un perrito faldero. —Sacó las garras. Tenía ganas de hacer sangrar a alguien—. ¿También te sientas y suplicas cuando él te lo pide?
De repente, Dmitri se encontraba frente a ella. Se había movido tan rápido que había logrado sujetar su daga antes de que ella pudiera coger aire.
—No me presiones, cazadora. Estoy al mando de las fuerzas de seguridad de Rafael. Si por mí fuera, estarías atada con cadenas, gritando mientras alguien te arranca la carne de los huesos.
El aroma sensual del vampiro hizo que la imagen resultara aún más brutal.
—¿No te dijo Rafael que dejaras a un lado el jueguecito de los aromas? —Dejó caer la daga que guardaba en la funda del brazo y la situó en la palma de su mano menos habilidosa. Pero que fuera menos habilidosa no quería decir que no lo fuera. Todos los cazadores sabían utilizar las dos manos.
—Eso fue anoche. —Se inclinó hacia delante. Los rasgos de su rostro eran exquisitos, aunque la curva de sus labios tenía un leve matiz de crueldad—. Hoy, lo más probable es que esté cabreado contigo. No le importará que te dé un discreto mordisco. —Le mostró a propósito los colmillos por un instante.
—¿Aquí mismo, en la calle? —preguntó Elena con la mirada fija en su cuello y muy consciente de la erección que se apretaba contra ella.
Él no se molestó en mirar a su alrededor.
—Estamos junto a la Torre del Arcángel. Estas calles nos pertenecen.
—Pero... —Elena esbozó una sonrisa—... ¡yo no, joder! —Movió la daga y dibujó una línea en su garganta.
La sangre empezó a manar con la fuerza de los latidos arteriales, pero Elena ya se había quitado de en medio. Dmitri se aferró el cuello y cayó de rodillas. Sus gafas de sol resbalaron y dejaron expuestos unos ojos que despedían fuego. Pudo ver la muerte en aquellos ojos.
—No seas crío —murmuró mientras limpiaba la daga en la hierba antes de volver a guardarla en su funda—. Ambos sabemos que un vampiro de tu edad se recuperará en menos de diez minutos. —Una violenta ráfaga de esencia de vampiro asaltó sus sentidos—. Y aquí vienen tus lacayos a ayudarte. Ha sido un placer charlar contigo, Dmitri, cielito.
—Zorra... —Su voz sonó como un gorgoteo líquido.
—Gracias.
El vampiro tuvo el valor de sonreír; y fue una sonrisa dura, letal, totalmente aterradora.
—Me gustan las zorras. —Las palabras ya sonaban más claras. Era evidente que el proceso de curación era mucho más rápido de lo que ella había pensado.
Sin embargo, fue el tono siniestro y hambriento de su voz lo que la impactó. A aquel maldito y calenturiento vampiro le había gustado de verdad que lo acuchillara... Mierda. Le dio la espalda y echó a correr. En cuanto acabara de curarse, saldría tras ella. Y en aquellos momentos le preocupaba menos ser asesinada que perder la cabeza y acabar seducida.
Rafael la había hechizado en un abrir y cerrar de ojos. Creía que había aprendido a detectarlo, a captar la extraña sensación de desconexión entre la mente y la personalidad que había acompañado sus anteriores intentos. Sin embargo, esa vez no había sentido nada. En un momento dado estaba preocupada por los vampiros que cometían asesinatos en serie, y al siguiente estaba aferrada a él, intentando tragarse su lengua. Si no lo hubiera golpeado, se habría tragado otras cosas también, de eso estaba segura.
Se ruborizó.
Y no a causa de la furia, aunque también estaba allí. Sino por el deseo. Por la pasión. Tal vez no deseara a Dmitri cuando estaba fuera de su alcance, pero seguía deseando al arcángel. Aquello la convertía en una posible candidata al manicomio, pero no excusaba en modo alguno lo que él había hecho.
Un instante después salió de la zona restringida de la Torre y se adentró en las atestadas calles de la ciudad, pero en lugar de aminorar el paso lo aceleró aún más. Mientras corría, buscó en su bolsillo, sacó el teléfono móvil y marcó el código de emergencia.
—Necesito un rescate —jadeó tan pronto como alguien contestó—. Enviando localización. —Presionó el botón que activaba el localizador GPS y que transmitiría su posición a los ordenadores del Gremio hasta que lo desactivara. Porque no podía detenerse en un lugar. En el momento en que lo hiciera, se acabaría el juego.
Buscó un taxi con la mirada, pero, como era de esperar, no había ninguno a la vista.
Dos minutos más tarde, unos filamentos hambrientos serpentearon a su alrededor, buscando, acariciando. Una calidez voluptuosa se asentó en la boca de su estómago. Tras golpearse con fuerza en aquella parte de su cuerpo, respiró hondo una vez más y giró de manera brusca a la izquierda. Unos grandes almacenes de lujo aparecieron ante sus ojos, y al lado, la Guarida del Zombi, el club donde los vampiros se reunían con sus zorras.
Las imágenes de las escenas eróticas que había presenciado la noche anterior llenaron su mente.
Decadentes.
Sensuales.
Seductoras.
No eran zorras, sino personas adictas. Y lo peor era que no podía culparlas. Si Rafael conseguía meterse en su cama (algo que no ocurriría jamás, ya que pensaba cortarle las pelotas en cuanto tuviera oportunidad), lo más probable era que acabara deseándolo hasta el final de sus días. Furiosa, movió con fuerza los brazos y esquivó a un chico que iba con un monopatín.
—¡¿Dónde está el vampiro?! —gritó el chico, que saltó de su tabla, emocionado—. Colega...
¡Joder! Echó un vistazo por encima del hombro y vio que Dmitri la estaba alcanzando. La sangre de su camisa destacaba como una flor escarlata, pero tenía el cuello intacto y su apuesto rostro estaba impoluto. Volvió a girar la cabeza y se adentró entre el tráfico. Cruzó la carretera entre el bramido de las bocinas, las maldiciones y varios gritos frenéticos. Un turista empezó a hacer fotos. Genial. Seguro que conseguiría una imagen de ella siendo mordida por un vampiro justo antes de que Dmitri la convirtiera en una imbécil suplicante a quien solo le importaba el sexo.
De repente, sintió el arma en la mano. Las dagas eran su arma favorita, pero si quería detener a aquel hijo de puta antes de que la alcanzara, tendría que dispararle en el corazón. Había una pequeña posibilidad de que lo matara si lo hacía, y si aquello ocurría, presentarían cargos contra ella. A menos, por supuesto, que pudiera demostrar que el vampiro tenía malas intenciones. Casi podía imaginárselo.
«Se lo juro, Señoría, él pretendía follarme hasta volverme loca, quería hacer que me gustara.»
Sí, eso serviría. Con la suerte que tenía, acabaría frente algún juez carroza que pensaba como su padre: que las mujeres no eran más que peones y que abrirse de piernas era su único talento. La furia burbujeó en su interior con una nueva y violenta sacudida. Estaba a punto de volverse, con el dedo del gatillo preparado, cuando una motocicleta frenó con un chirrido delante de ella. Era completamente negra, al igual que el casco y las ropas del que la conducía. Sin embargo, había una pequeña «G» dorada sobre el depósito de la gasolina.
Cambió de dirección y saltó sobre la parte trasera del asiento antes de aferrarse al conductor como si su vida dependiera de ello.
La mano de Dmitri le rozó el hombro cuando la moto se alejó a toda prisa. Elena se dio la vuelta y descubrió que el vampiro se encontraba junto a la acera, siguiéndola con la mirada. Y el tío tuvo el valor de lanzarle un beso.
Rafael cerró la puerta de la habitación negra. Por un segundo, permaneció en medio de aquella absoluta falta de luz y consideró lo que estaba a punto de hacer.
Lijuan se había alejado por completo de la humanidad.
Lo que había ocurrido entre Elena y él era muy humano, muy real.
Apretó la mandíbula, a sabiendas de que no tenía otra opción; no tenía una madre como Caliane. Si aquello era el comienzo de algún tipo de degeneración...
Caminó por instinto hacia el centro de la estancia y concentró sus habilidades angelicales para convertirlas en un rayo brillante situado dentro de su cuerpo. Al igual que el glamour, aquello era algo que solo un arcángel podía hacer. Sin embargo, a diferencia del glamour, exigía un alto precio. Durante las doce horas siguientes, se encontraría en estado Silente, gobernado por una parte de su cerebro que jamás había conocido la compasión y que nunca lo haría.