Read El Ángel caído: El Gremio de los Cazadores 1 Online
Authors: Nalini Singh
Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico
—¿Un accidente? —Su mente se llenó de los horribles detalles de lo que acababa de leer sobre el «accidente»—. ¿Estás seguro de que no ha sido cosa tuya?
El arcángel la miró con expresión divertida.
—Si lo deseara, podría obligarte a hacer todo lo que me viniera en gana. ¿Por qué iba a tomarme la molestia de organizar algo semejante?
Aquella descarada manera de establecer lo enorme que era su poder (y lo diminuto que era el de ella), hizo que Elena deseara coger una de sus dagas.
—No deberías mirarme así, Elena.
—¿Por qué? —inquirió ella, invadida por un impulso suicida que hasta ese momento desconocía—. ¿Te asusta?
Él se inclinó un poco más hacia delante.
—Mis amantes siempre han sido mujeres guerreras. La fuerza me intriga.
Elena no podía permitir que jugara con ella de aquella forma, aunque su cuerpo se opusiera. Con vehemencia.
—¿También te intrigan los cuchillos? Porque si me tocas, te haré pedazos. Me importa un bledo que después me arrojes desde el balcón más cercano.
Aquello pareció detenerlo, como si se lo estuviera pensando.
—No elegiría ese castigo para ti. Sería demasiado rápido.
Fue entonces cuando ella recordó que no se enfrentaba a un macho humano. Aquel era Rafael, el arcángel que le había roto todos y cada uno de los huesos a un vampiro para demostrar su poder.
—No te dejaré entrar en mi casa, Rafael.
Su hogar era su guarida.
Se produjo un largo silencio cargado con la aplastante presión de una amenaza oculta. Elena se quedó muy quieta, a sabiendas de que ya lo había presionado suficiente aquella noche. Y aunque era consciente de su propia valía, también sabía que para un arcángel era, al fin y al cabo, prescindible.
Los ojos azules de Rafael estaban consumidos por las llamas, y su poder cargaba el aire de electricidad. Elena estaba a punto de arriesgarse a salir corriendo hacia los estrechos confines de la escalera cuando él habló por fin.
—En ese caso, iremos a tu Gremio.
Ella parpadeó, incrédula.
—Te seguiré en coche. —Tenía un vehículo del Gremio. Al igual que la mayoría de los cazadores, salía tanto del país que no le merecía la pena tener coche propio.
—No. —La mano de Rafael se cerró sobre su muñeca—. No deseo esperar. Iremos volando.
El corazón de Elena se detuvo de pronto. Cuando empezó a latir de nuevo, seguía sin ser capaz de hablar.
—¿Qué? —Más que una pregunta, fue un chillido indignado.
No obstante, el arcángel ya había abierto la puerta y tiraba de ella.
Elena clavó los talones en el suelo.
—¡Espera!
—Volaremos o iremos a tu casa. Elige.
La arrogancia de su voz era sobrecogedora. Al igual que su furia. Al arcángel de Nueva York no le gustaba que le dijeran que no.
—No elijo ninguna de las dos cosas.
—Inaceptable. —Volvió a tirar de ella.
Elena se resistió. Deseaba volar más que ninguna otra cosa en el mundo, pero no quería hacerlo en brazos de un arcángel que, en su actual estado de ánimo, podría dejarla caer sin problemas.
—¿A qué viene tanta prisa?
—No te dejaré caer... Esta noche no. —Su rostro era tan perfecto que podría haber pertenecido a algún dios de la antigüedad, pero carecía por completo de compasión. Aunque lo cierto era que no podía decirse que los dioses fueran compasivos—. Ya es suficiente.
Y de pronto Elena se encontró en la azotea, sin saber cómo se había alejado del descansillo. La furia la inundó como una abrupta onda expansiva semejante a un relámpago, pero él la rodeó con los brazos y se elevó con ella antes de que pudiera abrir la boca. Los instintos de supervivencia entraron en juego. Con fuerza. Le rodeó el cuello con los brazos y se agarró a él con firmeza mientras sus alas se batían con energía y el tejado se alejaba a una velocidad vertiginosa.
El cabello se sacudía con fuerza alrededor de su rostro, y el viento arrancaba lágrimas de sus ojos. Luego, cuando por fin alcanzó la altura que deseaba, Rafael cambió la posición de vuelo y la protegió del viento. Elena se preguntó si lo habría hecho a propósito, y luego se dio cuenta de que intentaba humanizarlo. Aquel ser no era humano. Ni de lejos.
No vio otra cosa que sus alas hasta que se atrevió a volver la cabeza para contemplar el paisaje. No había mucho que ver, ya que él se había elevado por encima de la capa de nubes. Le castañeteaban los dientes, pero tenía que hablar, soltar la furia que la invadía antes de que le hiciera un agujero en el alma.
—¿No te dije... —inquirió con los dientes apretados—... que no jugaras con mi mente?
Él bajó la mirada.
—¿Tienes frío?
—¡Premio para el caballero! —exclamó ella, y su aliento formó una nube de vapor—. No estoy hecha para volar.
El arcángel bajó en picado sin avisar. El estómago de Elena se encogió de pronto mientras una euforia salvaje inundaba su torrente sanguíneo. ¡Estaba volando! Tal vez no había sido elección suya, pero no iba a tirar piedras contra su propio tejado. Se agarró con fuerza y disfrutó de cada segundo de la experiencia, almacenando los recuerdos sensoriales para saborearlos más tarde. Fue entonces cuando comprendió que no tenía motivos para temer una caída accidental: los brazos de Rafael eran como cinturones de piedra a su alrededor; irrompibles, inamovibles. Se preguntó si él notaría su peso. Se suponía que los ángeles eran mucho más fuertes que los humanos o los vampiros.
—¿Mejor así? —preguntó él con los labios pegados a su oreja.
Sorprendida por el timbre cálido de su voz, Elena parpadeó y se dio cuenta de que en aquellos momentos volaban justo por encima de los rascacielos.
—Sí. —No pienso darle las gracias, se dijo con rebeldía. No le había pedido permiso para lanzarse con ella al vacío—. No me has respondido.
—En mi defensa —dijo él con tono divertido—, debo decir que no fue tanto una pregunta como una afirmación.
Ella entrecerró los párpados.
—¿Por qué sigues metiéndote en mi cabeza?
—Es más cómodo que desperdiciar el tiempo intentando convencerte de las cosas.
—Es una especie de violación.
Un gélido silencio. Se le puso la carne de gallina de nuevo.
—Cuidado con las acusaciones.
—Es la verdad —insistió ella, aunque se le había hecho un nudo en el estómago—. ¡Te dije que no lo hicieras! Y te ha dado igual. ¿Cómo coño llamarías tú a algo así?
—La humanidad no significa nada para nosotros —replicó—. Sois como hormigas que se aplastan sin problemas y se sustituyen con facilidad.
Elena se estremeció; aquella vez fue a causa del miedo.
—En ese caso, ¿por qué nos permitís seguir con vida?
—Porque de vez en cuando nos divertís. Resultáis de alguna utilidad.
—Como alimento para vuestros vampiros, por ejemplo —señaló ella, que se sintió asqueada por haber visto algo de humanidad en él—. Lo que... hacéis es mantener una prisión llena de «aperitivos» para vuestras mascotas, ¿no es cierto?
Rafael apretó los brazos y la dejó sin aliento.
—No es necesario. Los aperitivos se ofrecen a sí mismos en bandejas de plata. Pero tú ya lo sabes... Después de todo, tu hermana está casada con un vampiro.
La indirecta no podría haber sido más clara. Había llamado a su hermana, Beth, «zorra de vampiros». Aquel término despectivo se utilizaba para describir tanto a las mujeres como a los hombres que seguían a los vampiros a todas partes y les ofrecían sus cuerpos como alimento a cambio de cualquier efímero placer que los chupasangre se dignaran ofrecerles. Cada vampiro se alimentaba de forma diferente, hacía daño o daba placer de manera distinta. Y algunas de las zorras de vampiros parecían decididas a saborear, y a ser saboreadas, por todos y cada uno de ellos.
—Deja a mi hermana fuera de esto.
—¿Por qué?
—Ya estaba con Harrison antes de que él se convirtiera en vampiro. No es ninguna zorra.
El arcángel se rió entre dientes, pero fue el sonido más frío y peligroso que Elena hubiera oído jamás.
—Esperaba algo más de ti, Elena. ¿No es cierto que tu familia te considera una abominación? Creí que te compadecerías de aquellos que aman a los vampiros.
De haberse atrevido a apartar los brazos de su cuello, le habría clavado las uñas en la cara.
—No pienso hablar de mi familia contigo. —Ni con él, ni con nadie.
«Me das asco.» Esas habían sido prácticamente las últimas palabras que le había dicho su padre.
Jeffrey Deveraux nunca había sido capaz de entender cómo era posible que hubiera engendrado a una «criatura» como ella, una «abominación» que se negaba a seguir los dictados de su familia de sangre azul y a venderse en matrimonio a fin de extender el imperio Deveraux. Le había exigido que renunciara a la caza de vampiros, sin escucharla, sin entender que pedirle que renunciara a sus habilidades era pedirle que matara algo dentro de ella.
«Entonces lárgate, ve a revolcarte en el fango. Y no te molestes en volver.»
—Debió de producirse una situación de lo más... interesante cuando tu cuñado se decidió por el vampirismo —comentó Rafael, pasando por alto su advertencia—. Aunque tu padre no desheredó a Beth, y tampoco a Harrison.
Elena tragó saliva. Se negaba a recordar la patética esperanza que había sentido cuando Harrison volvió a ser aceptado en el seno de la familia. Había deseado creer que su padre había cambiado, que finalmente podría mirarla con el mismo amor que a Beth y a los otros dos hijos que había tenido con su segunda esposa, Gwendolyn. Su primera esposa, Marguerite, la madre de Elena y de Beth, jamás era mencionada. Era como si jamás hubiera existido.
—Mi padre no es asunto tuyo —dijo con una voz dura cargada de emociones contenidas.
Jeffrey Deveraux no había cambiado. Ni siquiera se había molestado en devolverle la llamada. Fue entonces cuando Elena comprendió que Harrison había sido aceptado de nuevo porque era el vástago de una corporación gigantesca que mantenía estrechos vínculos con la Deveraux Enterprises. A Jeffrey no le servía para nada una hija que había decidido satisfacer su «vergonzosa e inhumana» habilidad para rastrear vampiros.
—¿Y qué pasa con tu madre? —preguntó el arcángel en un siniestro susurro.
Algo se rompió en su interior. Se soltó de su cuello y lo empujó con las piernas al mismo tiempo que elevaba los brazos para destrozar aquella cara perfecta. Fue un acto suicida, pero si había un tema con el que Elena no se mostraba racional, era su madre. El hecho de que aquel arcángel, aquel inmortal al que le importaban una mierda los pormenores de la vida humana, se atreviera a utilizar la efímera existencia de Marguerite Deveraux contra ella le resultaba insoportable. Quería hacerle daño, aunque fuera inútil.
—No te atrevas jamás a...
La dejó caer.
E
lena gritó... y aterrizó con fuerza sobre su trasero y apoyó las manos sobre la superficie rugosa de unas baldosas muy caras.
—Pufff... —Tras maldecirse para sus adentros por haber proferido aquella amarga exclamación de sorpresa, se sentó en el suelo e intentó recuperar el aliento.
Rafael estaba de pie a su lado, como una visión sacada del cielo y el infierno. De ambos lugares. A la vez. En aquel momento comprendió por qué los ancestros de la humanidad habían considerado a los de su especie los guardianes de los dioses, aunque no tenía claro que ese no fuese un demonio.
—Esto no es el Gremio —consiguió decir después de un buen rato.
—Decidí que hablaríamos aquí. —Le tendió la mano.
Elena la ignoró y se puso en pie sin ayuda, aunque logró a duras penas resistir la tentación de frotarse la parte baja de la espalda, que le dolía muchísimo.
—¿Siempre sueltas a tus pasajeros de esa forma? —murmuró—. No es muy elegante.
—Eres la primera humana a la que he llevado en brazos en muchos siglos —replicó. Sus ojos azules parecían casi negros en la oscuridad—. Había olvidado lo frágiles que sois. Te sangra la cara.
—¿Qué? —Alzó la mano hasta un punto de la mejilla que le escocía. El corte era tan minúsculo que apenas lo notaba—. ¿Cómo me he cortado?
—El viento, tu cabello. —Se dio la vuelta y empezó a caminar hacia el recinto acristalado—. Límpiatela, a menos que quieras ofrecerles un tentempié a los vampiros de la Torre.
Se frotó la herida con la manga y luego apretó los puños con fuerza mientras clavaba una mirada asesina a la espalda que se alejaba.
—Si crees que voy a seguirte como un perrito...
Rafael echó un vistazo por encima del hombro.
—Podría hacer que te arrastraras, Elena. —No había ni el menor rastro de humanidad en su rostro, nada salvo el brillo de un poder tan enorme que Elena deseó poder protegerse los ojos. Le costó un verdadero esfuerzo no dar un paso atrás—. ¿De verdad quieres que te obligue a postrarte ante mí?
En aquel instante, supo que Rafael estaba dispuesto a hacer justo eso. Algo de lo que había dicho o hecho había llevado al arcángel más allá de sus límites. Si quería sobrevivir con el alma intacta, tendría que tragarse el orgullo... o él se lo destrozaría. La sola idea le abrasó la garganta antes de afirmarse con la solidez de una roca en su estómago.
—No —respondió, a sabiendas de que si alguna vez tenía la oportunidad, le clavaría un cuchillo en la garganta por haber pisado su orgullo de aquella manera.
Rafael la contempló durante varios minutos, una exploración fría que convirtió en hielo la sangre de Elena. A su alrededor brillaban millones de luces de la ciudad, pero sobre aquella azotea solo había oscuridad... a excepción del resplandor que emanaba de él. Había oído a la gente cuchichear sobre aquel fenómeno, pero jamás había llegado a presenciarlo... porque cuando un ángel brillaba, se convertía en un ser con poder absoluto, un poder que por lo general estaba destinado a matar o a destruir. Un ángel solo resplandecía cuando estaba a punto de hacerle pedazos a alguien.
Elena le devolvió la mirada, reacia a rendirse... o más bien incapaz de hacerlo. Había cedido tanto como podía. Si la cosa continuaba así, lo mismo daría arrodillarse.
Ponte de rodillas y suplica. Tal vez entonces reconsidere la idea.
No lo había hecho entonces. Y no lo haría ahora. Sin importar el precio que tuviera que pagar.
Justo en el momento en que creyó que todo había acabado, Rafael se dio la vuelta y continuó su camino hacia el ascensor. El resplandor se apagó en un abrir y cerrar de ojos. Ella lo siguió, muy consciente del sudor que corría por su espalda y del intenso sabor del miedo que le llenaba la boca. Sin embargo, por dentro hervía de furia.