Ella se incorporó y le besó entre los ojos, que le parecían tan oscuros y tan indeciblemente tiernos, tan irresistiblemente bellos.
—¿Es verdad eso? —dijo ella—. ¿De verdad te importo?
Él la besó sin contestar.
—Tienes que irte; déjame que te limpie —dijo él. Su mano recorrió las curvas de su cuerpo, con firmeza, sin deseo, con un conocimiento suave e íntimo. Mientras corría hacia casa, con la última luz, el mundo parecía un sueño; los árboles del parque parecían henchirse con el ancla echada en la marea alta, y la inclinación de la cuesta que subía a la casa parecía haber cobrado vida.
El domingo, Clifford quería ir al bosque. Hacía una mañana hermosa. Las flores de los perales y los ciruelos se habían abierto repentinamente al mundo en un esparcido milagro de blancos.
Era cruel que Clifford, mientras florecía el mundo, necesitara ayuda para pasar de la silla de ruedas a la silla de motor. Pero él había olvidado su situación y hasta parecía enorgullecerse un tanto de su parálisis. Connie seguía sufriendo al tener que colocar en su sitio sus piernas inertes. Ahora lo hacían la señora Bolton o Field.
Le esperó en la parte alta del camino, junto al cortavientos que formaban las hayas. Su silla llegó entre ronquidos del tubo de escape, con una especie de lenta importancia senil. Al llegar junto a su mujer dijo:
—¡Sir Clifford en su alazán piafante!
—¡Rebuznante por lo menos! —rió ella.
Él se detuvo y se volvió a mirar la fachada de la larga mansión baja y parda.
—¡Y Wragby no mueve ni una pestaña! —dijo—. ¡Pero por qué habría de hacerlo! Yo cabalgo sobre los logros de la mente humana, y eso está por encima de cualquier caballo.
—Supongo que sí. Y el espíritu de Platón subiendo al cielo en un carruaje de dos caballos iría hoy en un «Ford» —dijo ella.
—¡O en un «Rolls-Royce»: Platón era un aristócrata!
—¡Desde luego! Nada de caballo negro que apalear y latigar. Platón no pudo llegar a imaginarse que llegaríamos a tener algo mejor que su corcel blanco y su corcel negro: nada de corceles, sólo un motor.
—¡Sólo un motor y gasolina! —dijo Clifford—. Espero que podamos hacer algunos arreglos en la vieja cabaña al año que viene. Creo que puedo ahorrar unas mil libras para eso: ¡aunque tal como se ha puesto la mano de obra! —añadió.
—¡Bueno! —dijo Connie— …si no hay más huelgas.
—¿Y de qué les serviría ir otra vez a la huelga? Para arruinar a la industria, o lo que queda de ella: ¡seguro que esos cuervos han empezado a darse cuenta!
—Quizás no les importe arruinar a la industria —dijo Connie.
—¡Deja de hablar como una mujer! La industria les llena el estómago, aunque no mantenga sus bolsillos tan en forma —dijo, utilizando expresiones que tenían un extraño sabor a señora Bolton.
—¿Pero no decías el otro día que tú eras un anarquista conservador? —preguntó ella inocentemente.
—¿Y tú entendiste lo que quería decir? —reaccionó él—. Lo único que quería decir es que la gente puede ser lo que les dé la gana, sentir lo que les dé la gana y hacer lo que les dé la gana en su vida privada, siempre que no toquen las formas de vida ni el aparato.
Connie avanzó algunos pasos en silencio. Luego dijo obstinada:
—Parece como decir que un huevo puede estar todo lo podrido que quiera siempre que mantenga entera la cáscara. Pero los huevos podridos se rompen solos.
—No creo que la gente sean huevos —dijo él—. Ni siquiera huevos de ángel, mi querida y pequeña predicadora.
Estaba un tanto rebosante aquella mañana de sol. Las alondras retozaban en el parque; en la hondonada, la mina lejana derramaba su humo en silencio. Era como en los viejos tiempos, antes de la guerra. Connie no tenía muchas ganas de discutir. Pero tampoco tenía muchas ganas de ir con Clifford al bosque. Y así siguió caminando junto a su silla con una cierta obstinación.
—No —dijo él—, no habrá más huelgas si se saben llevar las cosas.
—¿Por qué no?
—Porque se hará que las huelgas sean casi imposibles.
—¿Pero lo permitirá la gente?
—No vamos a preguntarles. Lo haremos cuando no se den cuenta, por su propio bien, para salvar la industria.
—Por tu propio bien también —dijo ella.
—¡Naturalmente! Por el bien de todo el mundo. Pero por el suyo más que por el mío. Yo puedo vivir sin las minas. Ellos no. Se morirán de hambre si no hay minas. Yo tengo otros recursos.
Miraron por encima del valle hacia la mina y, más allá, hacia las casas de techos negros de Tevershall, reptando como una serpiente colina arriba… Las campanas de la vieja iglesia grisácea anunciaban: ¡Domingo, domingo, domingo!
—¿Es que la gente te va a dejar que dictes las condiciones? —dijo ella.
—Cariño, tendrán que hacerlo: si se hace cortésmente.
—¿Y no sería posible llegar a un acuerdo mutuo?
—Por supuesto: cuando se den cuenta de que la industria es más importante que el individuo.
—¿Y es inevitable que tú seas el dueño de la industria? —dijo ella.
—Y no lo soy. Pero de lo que me pertenece sí, sin ningún género de duda. El mantenimiento de la propiedad se ha convertido actualmente en una cuestión religiosa: tal como ha sido desde Jesús y San Francisco. Lo importante no es: toma todo lo que tengas y dáselo a los pobres, sino: utiliza todo lo que tengas para levantar la industria y dar trabajo a los pobres. Es la única forma de alimentar todas las bocas y vestir todos los cuerpos. Dar a los pobres todo lo que tenemos significaría el hambre para los pobres tanto como para nosotros. Y el hambre universal no es una meta elevada. Incluso la pobreza general no sería nada apetecible. La pobreza es desagradable.
—¿Y la desigualdad?
—Es el destino. ¿Por qué es el planeta Júpiter más grande que Neptuno? ¡No se puede andar alterando el equilibrio de las cosas!
—Pero una vez que hayan empezado la envidia, los celos y el descontento… —comenzó ella.
—Hay que hacer lo posible por acabar con ello. Alguien tiene que dirigir la función.
—¿Quién dirige la función? —preguntó ella.
—Los hombres que tienen y manejan las industrias.
Se produjo un largo silencio.
—A mí no me parecen buenos directores —dijo ella.
—Entonces aconseja tú lo que deben hacer.
—No toman su tarea directiva muy en serio —dijo ella.
—La toman más en serio de lo que tú tomas ser la esposa de un lord —dijo él.
—Pero eso es algo que se me ha echado encima. No soy yo quien lo desea —dijo ella abruptamente.
Él detuvo la silla y se quedó mirándola.
—¿Quién elude ahora su responsabilidad? —dijo él— ¿Quién está tratando de escapar ahora a la responsabilidad de su tarea directiva, como tú la llamas?
—Pero yo no quiero ninguna tarea directiva —protestó ella.
—¡Ah! Pero eso no es más que cobardía. Estás en ella: condenada por el destino. Y tienes que amoldarte. ¿Quién ha dado a los mineros todo lo que tienen que valga la pena: toda su libertad política, su formación buena o mala, la higiene y los hospitales, sus libros, su música, todo? ¿Quién se lo ha dado? Todos los Wragbys y los Shipleys de Inglaterra han arrimado el hombro y lo seguirán haciendo. Esa es tu responsabilidad.
Connie escuchaba y se ruborizó intensamente.
—Yo querría aportar algo —dijo—, pero no me dejan. Hoy todo, todo se vende y hay que pagarlo; y todas esas cosas de las que has hablado no las regalan Wragby y Shipley, las venden y con un buen margen de beneficio. Todo se vende. No se regala ni un latido del corazón por fraternidad real. Además, ¿quién ha arrebatado a la gente su vida natural, su virilidad, para darles a cambio ese horror industrial? ¿Quién lo ha hecho?
—¿Y yo qué tengo que hacer? —preguntó él poniéndose verde—. ¿Decirles que vengan a saquearme?
—¿Por qué es Tevershall tan feo, tan horroroso? ¿Por qué son tan desesperadas sus vidas?
—Ellos construyeron su Tevershall, eso es parte de su ostentación de libertad. Ellos han construido ese Tevershall encantador y viven su encantadora vida. Yo no puedo vivir su vida por ellos. Hasta el último escarabajo debe vivir su propia vida.
—Pero tú haces que trabajen para ti. Y ellos viven la vida de la mina y del carbón, que son tuyos.
—En absoluto. Cada mochuelo busca la comida donde quiere. Nadie está obligado a trabajar para mí.
—Sus vidas están industrializadas y no tienen salida, y lo mismo pasa con las nuestras —dijo ella.
—Yo no lo creo así. Eso no es más que una frase hecha y romántica, una reliquia del romanticismo lánguido y decadente. Si te miro no me pareces un personaje desesperado, querida Connie.
Aquello era verdad. Porque sus ojos de un azul oscuro despedían chispas, sus mejillas tenían los colores encendidos, parecía plena de una pasión rebelde, muy lejos del abatimiento de la desesperanza. Advirtió, en los lugares en que la hierba era más espesa, las prímulas nuevas de aspecto algodonoso, erguidas y húmedas aún en su envoltura. Y se preguntó con rabia por qué estaba tan segura de que Clifford no tenía razón, y sin embargo no sabía explicárselo, no podía decir exactamente en qué estaba equivocado.
—No me extraña que los hombres te odien —dijo.
—¡No es verdad! —replicó él—. Y no te equivoques: en tu concepto del mundo no son hombres. Son animales y no los entiendes ni los entenderás nunca. No te fíes de tus ilusiones sobre los demás. Las masas siempre han sido igual y siempre lo serán. Los esclavos de Nerón no se diferenciaban en casi nada de nuestros mineros o de los obreros de las fábricas de coches de Ford. Me refiero a los esclavos de las minas y los campos de Nerón. Son masa: imposible de cambiar. Puede que surja un individuo de las masas. Pero ese surgimiento no altera a la masa. Las masas son inalterables. Ese es uno de los puntos más importantes de la ciencia social. ¡Panem et circenses! Sólo que la educación es hoy uno de los malos sucedáneos del circo. El error es que hoy hemos suprimido grandes trozos de la parte circense del programa y hemos envenenado a las masas con algo de educación.
Cuando Clifford se excitaba realmente en sus opiniones sobre el pueblo bajo, Connie sentía miedo. Había algo demoledoramente cierto en lo que decía. Pero era una verdad que mataba.
Al verla pálida y silenciosa, Clifford puso de nuevo la silla de ruedas en marcha. No volvieron a decir nada hasta detenerse ante la cancela frente al bosque para que ella abriera.
—Lo único que tenemos que hacer ahora —dijo él— es utilizar el látigo en vez de la espada. Las masas han sido dominadas desde el principio de los tiempos y hasta que los tiempos se acaben tendrán que seguir siendo dominadas. Es una pura hipocresía y una farsa decir que se pueden gobernar por sí mismas.
—¿Y tú, puedes dominarlas? —preguntó ella.
—¿Yo? ¡Claro que sí! Ni mi cabeza ni mi voluntad están paralizadas y yo no mando con las piernas. Yo puedo desempeñar la parte que me corresponde en el mando: absolutamente la parte que me corresponde, y dame un hijo y él sabrá cargar con su parte después de mí.
—Pero no sería tu propio hijo, no pertenecería a tu clase dirigente, o quizás sí —titubeó ella.
—No me importa quién sea su padre, siempre que sea un hombre sano y con una inteligencia normal. Dame un hijo de cualquier hombre sano de inteligencia normal y yo le convertiré en un Chatterley perfecto. Lo importante no es quién nos haga, sino el lugar donde nos coloque el destino. Coloca cualquier niño entre las clases dominantes y crecerá para convertirse, dentro de su capacidad, en un dominador. Sitúa a los hijos de reyes y duques entre las masas y serán pequeños plebeyos, productos de la masa. Es la presión irresistible del medio.
—Entonces la plebe no es una raza y los aristócratas no son una sangre —dijo ella.
—¡No, hija mía! Todo eso es una ilusión romántica. La aristocracia es una función, una parte del destino. El individuo apenas tiene importancia. Es cuestión de a qué función nos dedican y para qué función nos adaptan. No son los individuos los que forman una aristocracia: es el funcionamiento del todo aristocrático. Y es el funcionamiento de la masa toda lo que convierte al plebeyo en lo que es.
—¡Entonces no formamos todos una comunidad humana!
—Como prefieras. Todos tenemos necesidad de llenar el estómago. Pero cuando se trata del funcionamiento expresivo o ejecutivo creo que hay un abismo, un abismo absoluto, entre las clases dominantes y las serviles. Ambas funciones son opuestas. Y la función determina al individuo.
Connie le miraba estupefacta.
—¿Te vas a quedar ahí? —dijo.
Y él puso en marcha la silla. Había dicho lo que tenía que decir y volvió a caer en su apatía peculiar y un tanto ausente que a Connie le parecía tan molesta. En todo caso estaba dispuesta a no discutir en el bosque.
Frente a ellos se abría el tajo del camino de herradura entre la espesura de los avellanos y los alegres árboles grises. La silla avanzaba renqueante, apareciendo lentamente entre los nomeolvides que se elevaban en el camino como una espuma de leche más allá de la sombra de los avellanos. Clifford conducía por el centro, donde el paso de pies humanos había mantenido un canal entre las flores. Pero Connie, detrás de él, había observado cómo las ruedas iban aplastando las aspérulas y la hierbabuena y destrozando las pequeñas flores amarillas entre la hierba. Ahora dejaban una estela entre los nomeolvides.
Todas las flores estaban allí; las primeras campanillas formaban remansos azules como de agua estancada.
—¡Tienes toda la razón al decir que es hermoso! —dijo Clifford—. Impresionantemente hermoso. ¿Qué cosa hay que tenga una hermosura comparable a la primavera inglesa?
Connie pensó que parecía como si hasta la primavera floreciera por una ley del Parlamento. ¡Una primavera inglesa! ¿Por qué no irlandesa o judía? La silla avanzaba lentamente, entre macizos de vigorosas campanillas azules enhiestas como el trigo y sobre las hojas grises de la bardana. Cuando llegaron al claro donde se habían talado los árboles, cayó sobre ellos una luz intensa. Y las campanillas formaban sábanas de un azul brillante aquí y allá que pasaba a veces al lila y al púrpura. Y entre ellas levantaban los helechos sus cabezas marrones y rizadas como legiones de crías de serpiente con un nuevo secreto que susurrarle a Eva.
Clifford siguió su marcha en la silla hasta el pico de la colina; Connie le seguía lentamente. Las yemas de los robles se abrían suaves y marrones. Todo despertaba tiernamente del viejo letargo. Incluso los robles, retorcidos y rugosos, dejaban brotar sus tiernas hojas nuevas, abriendo sus alas finas y marrones a la luz como crías de murciélago. ¿Por qué los hombres nunca presentaban al exterior nada nuevo, ninguna frescura que les rejuveneciera? ¡Hombres caducos!