—Está un poco más delgada —dijo él.
—¿Y no has pensado en hacer nada?
—¿Te parece necesario? —preguntó él con su más sibilina rigidez inglesa; ambas propiedades suelen ir juntas.
Hilda le miró fijamente sin responder; la ingeniosidad no era su fuerte, ni el de Connie; sólo le miró, y aquello le puso a él en una situación más violenta que si le hubiera dicho algo.
—La llevaré a ver a un médico —dijo Hilda tras una pausa—. ¿Sabes de alguno bueno por aquí?
—Me temo que no.
—Entonces la llevaré a Londres, donde tenemos un médico de nuestra confianza.
A pesar de estar ciego de rabia, Clifford no dijo nada. —Supongo que no importa que me quede esta noche —dijo Hilda quitándose los guantes—, y me la llevaré mañana.
Clifford estaba amarillo de furor y por la noche el blanco de los ojos se le había puesto amarillo también. Su hígado se resentía. Pero Hilda permaneció inquebrantablemente modesta y virginal.
—Deberías encontrar una enfermera o alguien que te cuide personalmente. En realidad deberías tener un ayuda de cámara —dijo Hilda mientras tomaban café tras la cena en un ambiente de aparente calma. Ella hablaba en su estilo suave y aparentemente cortés, pero para Clifford era como si le estuviera dando en la cabeza con un mazo.
—¿Tú crees? —dijo fríamente.
—¡Estoy segura! Es necesario. O eso, o papá y yo nos tendremos que llevar a Connie por unos meses. Esto no puede seguir.
—¿Qué es lo que no puede seguir?
—¿Pero no te has fijado en la criatura? —preguntó Hilda mirándole de lleno a los ojos. En aquel momento Clifford parecía un enorme langostino cocido; al menos eso pensaba ella.
—Connie y yo discutiremos el asunto —dijo él.
—Yo ya lo he discutido con ella —dijo Hilda.
Clifford había estado durante mucho tiempo en manos de enfermeras; las detestaba porque le privaban de cualquier tipo de intimidad. ¡Y un ayuda de cámara…! No podía soportar tener a un hombre alrededor. Casi mejor una mujer, la que fuera. ¿Pero por qué no Connie?
Las dos hermanas se pusieron en marcha por la mañana. Connie, acurrucada al lado de Hilda, que llevaba el volante, parecía un cordero de Pascua. Sir Malcolm estaba fuera, pero la casa de Kensington estaba abierta.
El doctor examinó cuidadosamente a Connie y le hizo todo tipo de preguntas sobre su vida.
—A veces veo su fotografía y la de Sir Clifford en las revistas ilustradas. Son casi dos celebridades, ¿no? Eso es lo que pasa con las buenas chicas cuando crecen, aunque usted sigue siendo una niña a pesar de las revistas ilustradas. ¡No, no! Orgánicamente está todo bien, pero no podemos seguir así. ¡No se puede!
Dígale a Sir Clifford que tiene que traerla a Londres, o llevarla al extranjero y distraerla. ¡Tiene usted que divertirse, es necesario! Su vitalidad está demasiado deprimida; no le quedan reservas ningunas. Los nervios del corazón están ya en un estado muy extraño: absolutamente. Nervios, eso es todo; un mes en Cannes o en Biarritz la dejaría nueva. Pero esto hay que acabarlo, hace falta un cambio, se lo aseguro, o no respondo de las consecuencias. Está usted malgastando su vida sin renovarla. Tiene que distraerse, divertirse bien y sanamente. Está usted gastando su vitalidad sin adquirir vitalidad ninguna. Esto no puede seguir así, ¿me entiende? ¡Depresión! ¡Evite la depresión!
Hilda apretó las mandíbulas, un gesto excesivo para ella.
Michaelis se enteró de que estaban en Londres y se presentó corriendo, con rosas.
—¿Pero qué es lo que pasa? —exclamó—. Eres una sombra de ti misma. ¡En mi vida he visto un cambio así! ¿Por qué no me has contado nada? ¡Vente conmigo a Niza! ¡Vamos a Sicilia! Decídete, ven conmigo a Sicilia. Ahora es una maravilla estar allí. ¡Te falta sol! ¡Te falta vida! ¡Te estás dejando estropear! ¡Vente conmigo! Iremos a África. ¡Al cuerno con Sir Clifford! Déjale plantado y vente conmigo. Me casaré contigo en cuanto él se divorcie. ¡Vente y tratemos de vivir! ¡Santo cielo! Ese sitio, Wragby, mataría a cualquiera. ¡Un sitio absurdo, podrido! ¡Acabaría con cualquiera! ¡Vente conmigo, vamos al sol! Sol es lo que te hace falta, desde luego, y un poco de vida normal.
Pero en la cabeza de Connie no entraba la idea de abandonar a Clifford en aquel momento. No podía hacerlo. ¡No… No podía de ninguna manera. Tenía que volver a Wragby.
Michaelis estaba enfadado. A Hilda no le gustaba Michaelis, pero casi lo prefería a Clifford. Las dos hermanas volvieron a los Midlands.
Hilda habló con Clifford, que todavía tenía las pupilas amarillas a su vuelta. También él, a su manera, estaba abrumado; pero tuvo que oír todo lo que Hilda tenía que decirle, lo que había dicho el médico, no lo que había dicho Michaelis, desde luego, y escuchó en silencio el ultimátum.
—Esta es la dirección de un buen ayuda de cámara que sirvió a un paciente inválido del médico hasta que murió el mes pasado. Es de confianza y aceptaría casi seguro.
—Pero yo no soy un inválido y no quiero tener un ayuda de cámara —dijo Clifford como un pobre diablo.
—Y aquí tienes las direcciones de dos mujeres; a una de ellas la he visto y serviría muy bien; es una mujer de unos cincuenta años, callada, fuerte, amable y culta a su manera…
Clifford sólo frunció el ceño y no contestó nada.
—Muy bien, Clifford, si de aquí a mañana no decidimos algo, telefonearé a papá y nos llevaremos a Connie.
—¿Ella está dispuesta a irse? —preguntó Clifford.
—No le gustaría, pero sabe que tiene que hacerlo. Mamá murió de un cáncer producido por las preocupaciones. No vamos a correr ningún riesgo.
Al día siguiente Clifford sugirió a la señora Bolton, la enfermera de la parroquia de Tevershall. La idea se le había ocurrido, al parecer, a la señora Betts. La señora Bolton iba a dejar su cargo en la parroquia para dedicarse a enfermera privada. Clifford tenía un raro miedo a ponerse en manos de un extraño, pero aquella señora Bolton le había cuidado durante una escarlatina y ya la conocía.
Las dos hermanas fueron a ver inmediatamente a la señora Bolton en una de una serie de casas adosadas no poco elegantes para Tevershall. Se encontraron con una mujer de bastante buen aspecto y de unos cuarenta años con uniforme de enfermera, cuello blanco y delantal; estaba preparándose el té en un pequeño salón demasiado lleno de muebles.
La señora Bolton era muy atenta y educada y parecía bastante agradable; hablaba con un pesado acento local, pero en un inglés muy correcto, y habiéndose hecho obedecer por los mineros enfermos durante muchos años, había adquirido muy buena opinión de sí misma y un gran aplomo. En resumen, y dentro de aquel pequeño mundo, pertenecía a la clase dirigente del pueblo y era muy respetada.
—¡Sí, Lady Chatterley no tiene buena cara! Ella que era todo salud, ¿no es cierto? ¡Pero ha ido de mal en peor durante el invierno! Duro, muy duro de aguantar. ¡Pobre Sir Clifford! Eh, esa guerra ha tenido la culpa de muchas cosas.
La señora Bolton estaba dispuesta a ir inmediatamente a Wragby si el doctor Shardlow podía prescindir de ella. Le quedaban quince días como enfermera parroquial, pero podrían encontrar quien la sustituyera, ¿no les parece?
Hilda fue a ver al doctor Shardlow enseguida y al domingo siguiente la señora Bolton llegó a Wragby con dos maletas en el coche de Leiver. Hilda habló con ella; la señora Bolton siempre estaba dispuesta a hablar. ¡Y parecía tan joven! Sus mejillas pálidas enrojecían fácilmente de pasión. Tenía cuarenta y siete años.
Su marido, Ted Bolton, había muerto en la mina veintidós años antes, hacía veintidós Navidades, en Navidad justamente, dejándola con dos niñas, una de ellas todavía un bebé. Oh, el bebé, Edith, estaba casada ahora con un joven de la farmacia de Boots Cash en Sheffield. La otra era maestra de escuela en Chesterfield; venía a casa los fines de semana, cuando no la invitaban a salir. La gente joven sabía divertirse ahora, no como cuando ella, Ivy Bolton, era joven.
Ted Bolton tenía veintiocho años cuando murió en una explosión en el pozo. El compañero que iba delante les gritó que se tiraran rápidamente a tierra; eran cuatro. Y todos lo hicieron, menos Ted; allí murió. Más tarde, en la investigación, la patronal mantuvo que Ted había tenido miedo y trató de huir sin obedecer las órdenes, así que en realidad había sido culpa suya. Conque la indemnización fue sólo de trescientas libras y la concedieron más como regalo que como indemnización legal, porque había sido realmente culpa del trabajador. Y se negaron a entregárselo de una vez; ella quería poner una pequeña tienda. ¡Pero ellos dijeron que lo malgastaría sin duda, quizás en bebida! Así que lo fue recibiendo en pagos de treinta chelines a la semana. Sí, tenía que ir todos los lunes por la mañana a la oficina y esperar allí un par de horas a que llegara su turno; sí, durante casi cuatro años tuvo que ir todos los lunes. ¿Y qué podía hacer con dos niñas pequeñas a su cargo? Pero la madre de Ted se portó muy bien con ella. Cuando la pequeña empezó a andar un poco, se quedaba con las dos niñas durante el día mientras ella, Ivy Bolton, iba a Sheffield a hacer un curso de auxiliar de ambulancia y al cuarto año pudo hacer incluso el curso de enfermera y recibir el título. Estaba dispuesta a independizarse y hacerse cargo de sus hijas. Así que durante algún tiempo fue ayudante en el Hospital Uthwaite, una pequeña institución. Pero cuando la Compañía de Minas de Tevershall, en realidad Sir Geoffrey, vio que podía abrirse camino por sí misma, se portaron muy bien con ella, la dieron la enfermería de la parroquia y la apoyaron, eso había que decirlo en su favor. Y eso es lo que había hecho desde entonces; sólo que ahora ya era demasiado trabajo para ella; necesitaba algo menos agobiante; era un trote excesivo el de una enfermera de distrito.
—Sí, la Compañía se ha portado muy bien conmigo, siempre lo digo. Pero nunca olvidaré lo que dijeron de Ted, porque era el hombre más decidido y más valiente que ha bajado nunca a la galería, y lo que dijeron era como llamarle cobarde. Claro que estaba muerto y no podía contestarles.
La mujer se expresaba con una extraña mezcla de sentimientos al hablar. Quería a los mineros, a quienes había cuidado durante tanto tiempo; pero se sentía muy superior a ellos. Se sentía casi de clase alta; pero al mismo tiempo había en ella un resentimiento contra la clase dominante. ¡Los amos! En una disputa entre los amos y los hombres, ella estaba siempre a favor de los hombres. Pero cuando no había confrontación alguna, deseaba ardientemente ser superior, pertenecer a la clase alta. Las clases altas la fascinaban, despertando en ella esa típica pasión inglesa por la distinción y la superioridad. La emocionaba ser recibida en Wragby; ¡la emocionaba hablar con Lady Chatterley, tan diferente, lo aseguro, a las vulgares mujeres de los mineros! Lo decía así, llanamente. Y sin embargo podía advertirse en ella un resentimiento contra los Chatterley; el resentimiento contra los amos.
—¡Claro, naturalmente, era demasiado para Lady Chatterley! Qué suerte haber tenido una hermana dispuesta a ayudarla. Los hombres no piensan, ni los de arriba ni los de abajo; creen que una mujer está obligada a servirles porque sí. Se lo he dicho bien claramente a los mineros muchas veces. Pero es muy duro para Sir Clifford, sabe, estando paralítico como está. Siempre fueron una familia orgullosa, un poco por encima de los demás, y tienen derecho a serlo. ¡Claro que encontrarse ahora en esa situación…! Y eso es duro para Lady Chatterley, quizás peor que para él. ¡Todo lo que echará de menos! Yo sólo tuve a Ted tres años, pero le aseguro que mientras le tuve fue un marido del que no podré olvidarme nunca. De los que entran pocos en una docena y más alegre que nadie. ¿Quién iba a pensar que moriría? Incluso hoy me cuesta trabajo creerlo; no me lo creía ni cuando tuve que lavarle con mis propias manos. Para mí no había muerto nunca. No me ha cabido nunca en la cabeza.
Aquélla era una voz nueva en Wragby, desacostumbrada para Connie, y hasta despertó en ella una nueva forma de escuchar.
Sin embargo, durante la primera semana o así, la señora Bolton estaba muy callada; perdió su seguridad y su costumbre de dar órdenes, estaba nerviosa. Con Clifford era tímida y silenciosa, casi asustadiza. A él le gustaba aquello y pronto recuperó la seguridad en sí mismo, dejando que le sirviera sin siquiera darse cuenta de su existencia.
—Es como un mueble útil —dijo.
Connie abrió los ojos asombrada, pero no le llevó la contraria. ¡Tan diferentes son las impresiones de dos personas distintas!
Y pronto llegó a adoptar una actitud de soberbia, un tanto de señor feudal, ante la enfermera. Ella casi lo había esperado y él representaba el papel sin saberlo. ¡Tan grande es nuestra tendencia a hacer lo que se espera de nosotros! Y así los mineros habían sido como niños al hablar con ella y contarle lo que les dolía, mientras ella les vendaba o les cuidaba. Siempre la habían hecho sentirse grandiosa, casi sobrehumana, al darles la medicina. Ahora Clifford la hacía sentirse mínima y como una sirvienta y ella lo aceptaba sin decir una palabra, amoldándose a las clases superiores. Se acercaba en perfecto silencio, con su cara alargada y hermosa, los ojos bajos, a llevarle los medicamentos. Y decía con una gran humildad: «¿Puedo hacer esto, Sir Clifford? ¿Puedo hacer lo otro?»
—No, déjelo de momento, ya le diré cuándo hay que hacerlo.
—Muy bien, Sir Clifford.
—Y llévese esos papelajos, por favor.
—Muy bien, Sir Clifford.
Salía sin hacer ruido y a la media hora volvía en el mismo silencio. La humillaban, pero no le importaba. Estaba conociendo a la aristocracia. Ni tenía rencor a Sir Clifford ni le desagradaba; era simplemente parte de un fenómeno natural, el fenómeno de las gentes de clase alta a las que hasta entonces no había conocido, pero que ahora había que conocer. Se sentía más a gusto con Lady Chatterley, y, después de todo, es la señora de la casa quien realmente importa.
La señora Bolton ayudaba a Clifford a acostarse por la noche y dormía al otro lado del pasillo frente a su habitación; si la llamaba por la noche, se levantaba a atenderle. Le ayudaba también por la mañana y pronto llegó a servirle por completo, llegando incluso a afeitarle a su manera delicada e indecisamente femenina. Trabajaba bien y eficazmente y pronto aprendió a tenerle en su poder. Después de todo no era tan diferente a los mineros en el momento de enjabonarle la barbilla y pasar la brocha sobre el jabón. La distancia y la falta de comunicación no le importaban; estaba pasando por una nueva experiencia.