Pero la señora Bolton estaba impresionada.
—¡Mire qué magníficos cepillos, tan caros, incluso las brochas de afeitar, tres brochas perfectas! ¡Oh! ¡Y estas tijeras! De lo mejor que se podía comprar. ¡Oh, son una monada!
—¿Le gusta? —dijo Connie—. Puede quedársela.
—¡Oh, no, excelencia!
—Claro que sí. Si no, estará aquí tirada hasta el Día del Juicio. Si usted no la quiere, se lo mandaré a la duquesa con los cuadros, y no se merece tanto. ¡Llévesela usted!
—Oh, excelencia, no sé cómo podré agradecérselo.
—Ni lo intente —rió Connie.
Y la señora Bolton descendió pomposamente con la caja grande y de un negro intenso entre los brazos, con la cara de un rubor intenso por la emoción.
El señor Betts la llevó en el calesín con la caja hasta su casa del pueblo. Y no pudo por menos de invitar a algunas amistades para que la vieran: la maestra, la mujer del boticario, la señora Weedon, esposa del ayudante del cajero. Les pareció maravillosa. Y luego comenzó el comadreo sobre el niño de Lady Chatterley.
—¡Nunca se acabarán los milagros! —dijo la señora Weedon.
Pero la señora Bolton estaba convencida de que si había niño sería hijo de Sir Clifford. ¡Así que…! Poco tiempo después el rector le dijo amablemente a Clifford:
—¿Podemos esperar realmente un heredero en Wragby? ¡Ah, eso sería una prueba de la misericordia divina, desde luego!
—¡Bien! Puede esperarse —dijo Clifford con una ligera ironía y al mismo tiempo un cierto convencimiento. Había empezado a creer que realmente era posible, incluso podría ser hijo suyo.
Luego, una tarde, llegó Leslie Winter, el caballero Winter, como le llamaba todo el mundo: delgado, inmaculado y con setenta años; un caballero de pies a cabeza, como decía la señora Bolton a la señora Betts. ¡Hasta el último milímetro, desde luego! Y con su forma de hablar anticuada y afectadamente vacilante parecía más pasado de moda que las pelucas con redecilla. El tiempo, en su fugacidad, derrama estas preciosas plumas antiguas.
Discutieron sobre las minas. La idea de Clifford era que su carbón, incluso el de peor calidad, podía transformarse en un combustible de alta concentración que ardería produciendo grandes temperaturas si se le proporcionaba un determinado aire acidulado y húmedo a altas presiones. Se había observado desde hacía mucho tiempo que cuando soplaba un viento fuerte y húmedo, la escombrera ardía con un fuego muy vivo, apenas producía humos y dejaba una ceniza de un fino polvillo en vez de la gravilla rosada.
—¿Pero dónde se encontrarían los motores adecuados para quemar ese combustible? —preguntó Winter.
—Los construiré yo mismo. Y yo mismo utilizaré mi combustible. Venderé energía eléctrica. Estoy seguro de que puede hacerse.
—Si puede hacerse sería espléndido, espléndido, muchacho. ¡Aah! ¡Espléndido! Si pudiera ayudar en algo estaría encantado. Me temo que estoy algo pasado de moda y que mis minas son como yo. Pero quién sabe, cuando yo desaparezca quizás las tomen hombres como tú. ¡Espléndido! Eso dará otra vez trabajo a todo el mundo y no te verás obligado a tener que vender el carbón o dejar de venderlo. Una idea espléndida y espero que tenga éxito. Si yo tuviera hijos, no me cabe duda de que se les ocurrirían ideas actuales para Shipley: ¡sin duda! Por cierto, muchacho, ¿tiene algún fundamento ese rumor de que hay ciertas esperanzas de que Wragby tenga un heredero?
—¿Existe ese rumor? —preguntó Clifford.
—Bueno, muchacho, Marshall, de Fillingwood, me lo preguntó, eso es todo lo que puedo decir sobre un rumor. Desde luego yo no lo repetiría por nada del mundo, a no ser que tenga alguna base.
—Pues, señor —dijo Clifford con cierta incomodidad pero con un extraño brillo en los ojos—, existe una esperanza. Existe una esperanza.
Winter cruzó la habitación y estrechó la mano de Clifford.
—¡Muchacho, muchacho, no puedes imaginarte lo que significa para mí oír eso! Y escuchar que estás dedicado al trabajo en la esperanza de tener un hijo, y que quizás puedas volver a dar trabajo a todo el mundo en Tevershall. ¡Ah, muchacho! ¡Mantener el nivel de la raza y tener un puesto disponible para todo el que quiera trabajar!
El anciano estaba realmente conmovido.
Al día siguiente, Connie estaba colocando un ramo de grandes tulipanes amarillos en un florero de cristal.
—Connie —dijo Clifford—, ¿sabías que corre por ahí el rumor de que vas a dar un hijo y heredero a Wragby?
Connie sintió un oscuro terror, pero permaneció en silencio, tocando las flores.
—¡No! —dijo—. ¿Es una broma? ¿O es mala intención?
Él hizo una pausa antes de contestar:
—Ninguna de las dos cosas, espero. Confío en que llegue a ser una profecía.
Connie siguió ocupándose de las flores.
—He recibido una carta de mi padre esta mañana —dijo ella—. Me pregunta si recuerdo que ha aceptado en mi nombre la invitación que me ha hecho Sir Alexander Cooper para pasar julio y agosto en Villa Esmeralda, en Venecia.
—¿Julio y agosto? —dijo Clifford.
—Oh, no me quedaría tanto tiempo. ¿Estás seguro de que tú no quieres venir?
—No quiero ir al extranjero —dijo Clifford sin pérdida de tiempo.
Ella llevó las flores a la ventana.
—¿Te importa que yo vaya? —dijo ella—. Ya sabes que era una promesa para este verano.
—¿Cuánto tiempo estarías?
—Tres semanas quizás.
Se produjo un silencio durante algún tiempo.
—Bien —dijo Clifford lentamente y un tanto lúgubre—. Supongo que podría resistirlo durante tres semanas: si estuviera absolutamente seguro de que ibas a tener ganas de volver.
—Claro que las tendría —dijo ella con una tranquila sencillez cargada de convencimiento. Estaba pensando en el otro hombre.
Clifford advirtió su seguridad y de alguna forma creyó en ella, creyó que era por él. Se sintió inmensamente aliviado y repentinamente alegre.
—En ese caso creo que no habrá problema, ¿no te parece?
—Eso creo —dijo ella.
—¿Te gustará el cambio?
Lo miró con unos extraños ojos azules.
—Me gustaría volver a ver Venecia —dijo—, y bañarme en una de las islas de grava de la laguna. ¡Ya sabes que no aguanto el Lido! Y me imagino que no van a gustarme Sir Alexander Cooper y Lady Cooper. Pero si está allí Hilda y tenemos una góndola para nosotras, creo que puede ser encantador. Me gustaría que vinieras.
Lo dijo sinceramente. Le gustaría muchísimo hacerle feliz de aquella manera.
—¡Sí, pero imagínate mi papel en la Gare du Nord o en el muelle de Caíais!
—¿Y por qué no? Se ve a otros heridos de guerra llevados en camillas. Además nosotros haríamos todo el viaje en coche.
—Tendríamos que llevar dos criados.
—¡Oh, no! Podemos arreglarnos con Field. Siempre habría otro allí.
Pero Clifford sacudió la cabeza.
—¡Este año no, querida! ¡Este año no! ¡Probablemente lo intentaré al año que viene!
Ella se alejó entristecida. ¡Al año siguiente! ¿Qué traería el año próximo? Ella misma no deseaba realmente ir a Venecia: no en aquel momento en que existía el otro hombre. Pero iba a ir como una especie de disciplina, y además porque, si tuviera un niño, Clifford podría pensar que había tenido un amante en Venecia.
Ya estaban en mayo, y era en junio cuando se pondrían en marcha. ¡Siempre aquellos arreglos! ¡Siempre alguien arreglándole la vida a uno! ¡Engranajes que le hacían ponerse a uno en marcha y seguir un camino y sobre los cuales no se tenía ningún control real!
Estaban en mayo, pero el tiempo era otra vez húmedo y frío. ¡Un mayo frío y húmedo, bueno para el trigo y el centeno! ¡Como si el trigo y el centeno tuvieran alguna importancia hoy día! Connie tenía que ir a Uthwaite, que era su pequeña ciudad, donde los Chatterley eran todavía los Chatterley. Fue sola, Field conducía.
A pesar de ser mayo y del nuevo verdor de los campos, el paisaje era triste. Hacía bastante frío, el humo se mezclaba a la lluvia y había un ambiente de gases residuales en el aire. Había que apoyarse en la resistencia propia para vivir. No era de extrañar que aquella gente fuera mala y desagradable.
El coche subía con dificultad por la hilera larga y escuálida de Tevershall, las casas de ladrillo ennegrecido, los techos de pizarra negra de rebordes brillantes, el barro negro del polvo de carbón, el pavimento negro y húmedo. Era como si la desgracia lo hubiera arrasado todo. La absoluta negación de la belleza natural, la absoluta negación de la alegría de la vida, la absoluta negación del instinto de aprecio de la belleza de formas que tiene cualquier ave, cualquier animal, la muerte absoluta de la facultad humana de intuición; en suma, era algo que causaba asombro. ¡Los montones de jabón en los ultramarinos, el ruibarbo y los limones en el frutero, los sombreros horrorosos en las modistas! ¡Todo iba pasando, feo, feo, feo, seguido por el horror en yeso y oro del edificio del cine con sus carteles húmedos anunciando «El amor de una mujer», y la nueva capilla de la secta de los metodistas primitivos, no poco primitiva a su vez con su ladrillo desnudo y las grandes cristaleras de las ventanas en verdín y frambuesa. La capilla wesleyana, más arriba, era de ladrillo ennegrecido y se ocultaba tras rejas de hierro y matorrales negros. La capilla congregacional, que se sentía superior, estaba construida en cantería rústica y tenía un campanario, aunque no muy alto. Justamente detrás de ella estaban las nuevas escuelas, de costoso ladrillo rosa y terreno de juego con gravilla, enmarcado por verjas de hierro, todo muy impresionante y produciendo el efecto de una mezcla de capilla y prisión. Las chicas de quinto estaban en clase de canto, terminando unos ejercicios de la-mi-do-la y empezando una «preciosa canción infantil». Hubiera sido imposible imaginar algo menos parecido a una canción, a un canto espontáneo: era un extraño chillido que seguía la directriz de una melodía. No era como los salvajes: los salvajes tienen ritmos sutiles. No era como los animales: los animales quieren decir algo cuando gritan. No se parecía a nada terrestre, y se llamaba canto. Connie estaba sentada, escuchando con el corazón en los pies, mientras Field echaba gasolina. ¿Qué podía llegar a ser gente así, una gente en que la facultad intuitiva de vivir estaba tan muerta como un ladrillo y sólo conservaban gritos extrañamente mecánicos y una siniestra fuerza de voluntad?
Un carro de carbón venía cuesta abajo, chirriando en la lluvia. Field se puso en marcha cuesta arriba, pasando las grandes pero desangeladas tiendas de tejidos y confecciones, la oficina de correos, para llegar a la pequeña plaza del mercado, de aspecto abandonado, donde Sam Black, desde la puerta del «Sol» —que se llamaba parador y no fonda, y donde se hospedaban los viajantes de comercio—, hizo una inclinación al paso del coche de Lady Chatterley.
La iglesia estaba apartada a la izquierda, entre unos árboles negruzcos. El coche siguió luego cuesta abajo, pasando el «Escudo de los Mineros». Ya había dejado atrás el «Nelson», el «Wellington», los «Tres Barriles» y el «Sol»; ahora pasaba por el «Escudo de los Mineros», luego el «Salón de los Mecánicos», y después el nuevo y casi alegre «Casino Minero», para, tras algunos «chalets» nuevos, salir a la ennegrecida carretera entre setos y campos verdes teñidos de oscuro que llevaba a Stacks Gate.
¡Tevershall! ¡Aquello era Tevershall! ¡La alegre Inglaterra! ¡La Inglaterra de Shakespeare! No, era la Inglaterra de hoy; Connie se había dado cuenta desde que había ido a vivir allí. Aquella Inglaterra estaba produciendo una nueva raza humana, supersensitiva al dinero, a lo social y a lo político, y muerta, totalmente muerta, para lo intuitivo y lo espontáneo. Semicadáveres todos ellos: pero con una consciencia terriblemente insistente en su otra mitad. Había algo tenebroso y siniestro en todo ello. Era un submundo. Imprevisible por otra parte. ¿Cómo vamos a entender las reacciones de semicadáveres? Cuando Connie veía los grandes camiones llenos de metalúrgicos de Sheffield, criaturas siniestras, deformes y diminutas con forma humana, dirigiéndose de excursión a Matlock, sentía un desvanecimiento interior y pensaba: «Dios, ¿qué ha hecho el hombre con el hombre? ¿Qué es lo que han estado haciendo los dirigentes de los hombres con sus semejantes? Les han reducido a un estado subhumano y la fraternidad se ha convertido en algo imposible. Es una pesadilla.»
Sintió de nuevo como una ola de terror la desesperanza gris y atenazante de todo aquello. Con criaturas semejantes formando las masas industriales y las clases altas tal como ella las conocía no quedaba esperanza de ninguna clase. ¡Y a pesar de todo ella quería tener un niño, un heredero para Wragby! ¡Un heredero para Wragby! Se estremeció de espanto.
¡Y sin embargo Mellors había salido de todo aquello! Sí, pero estaba tan al margen de todo como ella. Aunque no quedara en él ningún sentido de la fraternidad. Había muerto, la fraternidad había muerto. Sólo quedaba soledad y desesperanza en todo aquello. Eso era Inglaterra, la mayor parte de Inglaterra; ella lo sabía bien, habiendo partido en coche de su mismo centro.
El coche estaba subiendo hacia Stacks Gate. La lluvia aminoraba y el aire se llenó de una extraña claridad y resol de mayo. El paisaje discurría en amplias ondulaciones: al sur hacia el Pico, al este hacia Mansfield y Nottingham. Connie se dirigía hacia el sur.
Al llegar a lo alto de la meseta pudo ver a su izquierda, en una altura sobre la tierra en movimiento, la mole imponente y sombría del castillo de Warsop, de un gris oscuro, y por debajo las manchas rojizas de las casas de los mineros, nuevas aún, y más abajo todavía el penacho de humo oscuro y vapor blanco de la gran mina que suponía tantos miles de libras al año para los bolsos del duque y los demás accionistas. El viejo castillo imponente era una ruina, pero su masa seguía dominando el horizonte sobre el negro penacho de plumas y el blanco ondulante en el aire neblinoso de abajo.
Una curva y llegaron a la cota de Stacks Gate. Stacks Gate, visto desde la carretera, era sólo un enorme y maravilloso hotel de construcción reciente, «El Escudo de Coningsby», rojo, blanco y oro, en un salvaje aislamiento a un lado de la carretera. Pero mirando atentamente se veían a la izquierda hileras de hermosas casas «modernas», asentadas como un juego de dominó, con espacios abiertos y jardines. Un siniestro juego de dominó que algunos «amos» macabros jugaban sobre la desconcertada tierra. Y tras aquellos bloques de casas, en su parte trasera, se elevaban las asombrosas y temibles construcciones en altura de una mina realmente moderna, plantas químicas, galerías enormes y largas, de formas hasta entonces desconocidas para el hombre. El pozo principal y los depósitos mismos de la mina eran algo insignificante entre el gigantismo de las nuevas instalaciones. Frente a todo ello el juego de dominó parecía paralizado perennemente en una especie de atontamiento esperando que comenzara el juego.