El amante de Lady Chatterley (27 page)

Read El amante de Lady Chatterley Online

Authors: D. H. Lawrence

Tags: #Erótico

BOOK: El amante de Lady Chatterley
3.87Mb size Format: txt, pdf, ePub

¡La fealdad hecha carne y además viva! ¿Qué sería de todos ellos? Quizás con la decadencia del carbón también volverían a desaparecer ellos de la faz de la tierra. Habían surgido de la nada por miles respondiendo a la llamada del carbón. Quizás eran sólo una fauna siniestra de los filones carboníferos. Criaturas de otro mundo, partículas elementales de los elementos del carbón, como los metalúrgicos eran partículas elementales de los elementos del hierro. Hombres que no eran hombres, sino ánimas de carbón, hierro y arcilla. Fauna de los elementos carbono, hierro y silicio: partículas elementales. Tenían quizás algo de la belleza siniestra e inhumana de los minerales, el lustre del carbón, el peso, el color azul y la resistencia del hierro, la transparencia del cristal. Criaturas elementales, siniestras y deformes, del mundo mineral. Eran parte del carbón, el hierro y el barro, como los peces son parte del mar y los gusanos de la madera muerta. ¡El alma de la desintegración mineral!

Connie se alegró de volver a estar en casa, de ocultar la cabeza en la arena. Se alegraba incluso de poder charlar con Clifford, porque su miedo a los Midlands mineros y metalúrgicos la afectaba con un extraño sentimiento que la invadía por completo, como la gripe.

—Naturalmente tuve que tomar el té en la tienda de la señorita Bentley —dijo.

—¿Sí? Winter te habría invitado en su casa.

—Oh, sí, pero no me atrevía a decirle que no a la señorita Bentley.

La señorita Bentley era una soltera apergaminada con una nariz más bien grande y una personalidad romántica que servía el té con atenta intensidad, digna de un sacramento.

—¿Preguntó por mí? —dijo Clifford.

—¡Desde luego! —«¿Puedo preguntar a su excelencia cómo se encuentra Sir Clifford?»—. ¡Creo que te valora incluso por encima de la enfermera Cavell!

—Y supongo que le dirías que me va mejor que nunca.

—¡Sí! Y parecía tan extasiada como si le hubiera dicho que los cielos se habían abierto ante ti. Le dije que si venía alguna vez a Tevershall viniera a verte.

—¡A mí! ¿Para qué? ¡Verme a mí!

—Naturalmente, Clifford. No te pueden tener esa adoración sin que tú correspondas aunque sólo sea un poco. Para ella, San Jorge de Capadocia es poco comparado contigo.

—¿Y crees que vendrá?

—¡Oh, se ruborizó! ¡Y por un momento pareció hasta guapa, la pobre! ¿Por qué no se casarán los hombres con las mujeres que realmente les adorarían?

—Las mujeres empiezan a adorar demasiado tarde. ¿Pero dijo que vendría?

—¡Oh! —Connie imitaba a la jadeante señorita Bentley: «Su excelencia, no sé si me atreveré a tomarme esa libertad.»

—¡Tomarse la libertad! ¡Qué absurdo! Pero deseo por lo más sagrado que no aparezca por aquí. ¿Y qué tal su té?

—Oh, «Lipton's» y muy fuerte. Pero, Clifford, ¿te das cuenta de que eres el Roman de la Rose de la señorita Bentley y de muchas como ella?

—Pues no me siento nada halagado.

—Aprecian como un tesoro cada una de tus fotos en las revistas y probablemente rezan por ti todas las noches. A mí me parece maravilloso.

Subió a su habitación a cambiarse. Aquella noche él le dijo:

—¿No crees que hay algo de eterno en el matrimonio?

Ella le miró.

—Pero, Clifford, haces que la eternidad suene como una tapadera o como una cadena muy larga, muy larga, que hubiera que llevar a rastras siempre por lejos que uno vaya.

Él la miró desconcertado.

—Lo que quiero decir es que si vas a Venecia no irás con la esperanza de una aventura amorosa que puedas tomar
au grand sérieux
, ¿no?

—¿Una aventura amorosa en Venecia au grand sérieux? No. ¡Te lo aseguro! No, nunca me tomaría una aventura amorosa en Venecia más allá de
au très petit sérieux
.

Hablaba con una extraña especie de desprecio. Él arrugó las cejas al mirarla.

Al bajar por la mañana se encontró con Flossie, la perra del guardabosque, sentada en el pasillo ante la puerta de Clifford y gimiendo ligeramente.

—¡Pero Flossie! —dijo ella en voz baja—. ¿Qué haces aquí?

Y abrió en silencio la puerta de Clifford. Clifford estaba sentado en la cama, con la mesa de cama y la máquina de escribir a un lado; el guarda estaba en posición de firmes a los pies de la cama. Flossie entró corriendo. Con un ligero gesto de cabeza y ojos, Mellors le ordenó que volviera a salir y ella se retiró con las orejas bajas.

—¡Oh, buenos días, Clifford! —dijo Connie—. No sabía que estabas ocupado.

Luego miró al guarda, dándole los buenos días. Él pronunció su respuesta entre dientes, mirándola vagamente. Pero ella sintió una ráfaga de pasión provocada por su simple presencia.

—¿Te he interrumpido, Clifford? Lo siento.

—No, no es nada de importancia.

Se deslizó de nuevo fuera de la habitación y subió al peinador azul del primer piso. Se sentó a la ventana y le vio descender por el sendero con su curiosa manera de andar, en silencio, humilde. Tenía una especie natural de distinción callada, un orgullo altanero y un cierto aire de fragilidad al mismo tiempo. ¡Un asalariado! ¡Uno de los asalariados de Clifford!
La culpa, querido Bruto, no es de nuestras estrellas, sino de nosotros mismos, pobres sumisos.

¿Era él un ser sometido? ¿Lo era? ¿Qué pensaba él de ella?

Hacía un día de sol y Connie estaba trabajando en el jardín con ayuda de la señora Bolton. Por alguna razón las dos mujeres se compenetraban ahora en uno de esos inexplicables flujos y reflujos de simpatía que se producen entre la gente. Estaban poniendo tutores a los claveles e introduciendo en la tierra plantones de flores para el verano. Era un tipo de trabajo que les gustaba a las dos. Connie disfrutaba especialmente metiendo las delicadas raíces de las plantas jóvenes en el suave mantillo negro y apretando luego la tierra en torno. Aquella mañana de primavera sentía además un estremecimiento en su vientre, como si el sol lo hubiera inundado y lo hubiera llenado de felicidad.

—¿Hace muchos años que perdió a su esposo? —preguntó a la señora Bolton, mientras cogía otro de los plantones y lo introducía en el agujero.

—¡Veintitrés! —dijo la señora Bolton, mientras iba separando plantitas de los manojos de aquileias—. Veintitrés años desde que me lo trajeron un día a casa.

El corazón de Connie dio un vuelco ante la terrible fatalidad de aquel «¡me lo trajeron a casa!».

—¿Qué es lo que cree usted que le mató? —preguntó—. ¿Era feliz con usted?

Era una pregunta de mujer a mujer. La señora Bolton se retiró un mechón de pelo de la cara con el dorso de la mano.

—¡No lo sé, excelencia! Era una persona que no cedía ante nada: nunca estaba de acuerdo con los demás. Si algo le repugnaba era esconder la cabeza por la razón que fuera. Una especie de testarudez que lleva a la muerte. La verdad es que no le importaba nada. Yo le echo la culpa a la mina. No debiera haber trabajado nunca en las galerías. Pero su padre le hizo bajar de muy joven y luego, cuando se pasan los veinte años, ya no es fácil salir.

—¿Decía él que no le gustaba?

—¡Oh, no! ¡Eso nunca! ¡Nunca decía que no le gustara algo! Sólo ponía una cara rara. Era de los que hacen las cosas sin pensar: como algunos de los primeros chicos que se fueron tan contentos a la guerra y los mataron nada más llegar. Realmente no era un cabeza loca, pero no le importaba nada. Yo solía decirle: «No te preocupa nada ni nadie.» ¡Pero no era verdad! ¡De qué forma se quedó cuando nació mi primer hijo, sin moverse, sentado, y los ojos de fatalidad con que me miró cuando acabó todo! Yo lo pasé muy mal, pero fui yo quien le tuvo que dar ánimos a él. «¡Ya ha pasado, cariño, ya ha pasado!», le dije. Y me miró y sonrió con aquella extraña sonrisa. Nunca decía nada. Pero creo que después nunca volvió a disfrutar conmigo por la noche; nunca se entregaba del todo. Yo le decía: «¡Vamos, ven conmigo, cariño!» A veces le hablaba en dialecto. Y él no contestaba nada. Pero no se entregaba, o no podía. No quería que yo tuviera más hijos. Siempre le eché la culpa a su madre por haberle dejado en la habitación durante el parto. No tenía que haber estado allí. Los hombres le dan mucha más importancia a las cosas de la que tienen, una vez que se ponen a darle vueltas a la cabeza.

—¿Le parecía tan importante? —dijo Connie asombrada.

—Sí. De alguna manera todo aquel dolor no le parecía algo natural. Y aquello destruyó el placer de su corta vida de matrimonio. Yo le decía: «Si a mí no me importa, ¿por qué te importa a ti? ¡Eso es cosa mía!» Pero lo único que contestaba era: «¡No es justo!»

—Quizás era demasiado sensible —dijo Connie.

—¡Exactamente! Cuando se llega a conocer a los hombres, eso es lo que son: demasiado sensibles a lo que no deben serlo. Y yo creo que sin saberlo odiaba la mina, no la aguantaba. Parecía tan tranquilo cuando estaba muerto, como si fuera libre entonces. Era tan guapo… Me partía el corazón verle tan quieto, con aquel aspecto de pureza, como si hubiera deseado la muerte. Me partía el corazón, se lo aseguro. Fue la mina.

Derramó algunas lágrimas amargas y Connie lloró aún más que ella. Era un día caluroso de primavera, con un aroma de tierra y de flores amarillas, los capullos se henchían y el jardín mismo parecía pleno de la savia del sol.

—¡Tiene que haber sido horrible para usted! —dijo Connie.

—¡Oh, excelencia! Al principio no me daba bien cuenta. Sólo era capaz de decir: «¡Cariño!, ¿por qué has decidido abandonarme?» Era lo único que yo me sentía capaz de gritar. Pero de alguna forma estaba segura de que volvería.

—Pero él no quería abandonarla —dijo Connie.

—¡Oh no, excelencia! Era un desahogo estúpido. Y seguía esperándole. Especialmente por las noches. Me despertaba pensando: ¡Por qué no está conmigo en la cama! Era como si mis sentimientos no creyeran que se había ido. Estaba convencida de que tenía que volver y estar acostado a mi lado para que yo pudiera sentirle. Eso era todo lo que quería, sentirlo allí conmigo, con su calor. Y me costó mil disgustos hasta llegar a darme cuenta de que no volvería. Me costó años.

—Su contacto —dijo Connie.

—¡Eso es, excelencia, su contacto! Todavía no lo he superado hoy y no lo superaré nunca. Y si arriba hay un cielo, él estará allí y se acostará a mi lado para que yo pueda dormir.

Connie observó aquella cara hermosa, pensativa, asustada. ¡Otra alma apasionada que venía de Tevershall! ¡Su contacto! ¡Porque los lazos del amor son duros de desatar!

—¡Es horrible una vez que un hombre ha entrado en nuestra sangre! —dijo.

—¡Oh, excelencia! Y eso es lo que la llena a una de amargura. Se tiene la impresión de que la gente quería que muriera. Se cree que la mina quería matarle. Tengo la impresión de que si no hubiera sido por la mina y los que la manejan, no me habría abandonado. Pero todos ellos hacen lo posible por separar a un hombre y a una mujer cuando están juntos.

—Cuando están físicamente juntos —dijo Connie.

—¡Exactamente, excelencia! Hay una multitud de corazones de piedra en el mundo. Y todas las mañanas cuando se levantaba para ir a la mina yo estaba segura de que era un error, un error. ¿Pero qué otra cosa podía hacer? ¿Qué puede hacer un hombre?

En la mujer se avivaba un extraño odio.

—¿Pero puede durar un contacto tanto tiempo? —preguntó Connie de repente—. ¿Tanto como para sentirlo durante tanto tiempo?

—Oh, excelencia, ¿y qué otra cosa puede durar? Los hijos crecen y se van. Pero el hombre, ah… Pero hasta eso tratan de matar en nosotros, el recuerdo mismo de su contacto. ¡Hasta los propios hijos! ¡Claro! Podríamos haber llegado a separarnos. ¿Quién sabe? Pero el sentimiento es algo diferente. Quizás fuera mejor que no le importara a una. Pero cuando veo a las mujeres que nunca han sentido hasta dentro el calor de un hombre, me parecen pobres lechuzas desplumadas, por mucho que se vistan y presuman. No, yo seguiré pensando igual. No siento mucho respeto por la gente.

CAPITULO 12

Connie fue directamente al bosque después de comer. Hacía realmente un día magnífico, con los primeros dientes de león como soles y la blancura de las primeras margaritas. El matorral de avellanos era como un encaje de hojas a medio abrir y amentos perpendiculares cubiertos de polvo. Las celidonias amarillas eran ahora muy abundantes, abiertas por completo, vueltas del revés, como con prisa, y con el brillo del amarillo nuevo. Allí estaba el amarillo, el potente amarillo de principios del verano. Y las prímulas eran anchas, poseídas de un pálido abandono; prímulas apelotonadas que habían perdido la timidez. El verde lujuriante y oscuro de los jacintos era como un mar con los capullos elevándose como el trigo pálido, mientras en el camino de herradura los nomeolvides surgían por todas partes y las aquileias desplegaban sus golillas púrpura y se veían pedacitos de caparazón de huevos de azulejo bajo un matorral. ¡Por todas partes los capullos y el impulso de la vida!

El guarda no estaba en la choza. Había serenidad en todo. Los pollitos marrones correteaban alegres. Connie siguió andando hacia la casa porque quería verle.

La casa estaba al sol, justo al lado exterior del confín del bosque. En el pequeño jardín los narcisos dobles se elevaban en ramos junto a la puerta abierta de par en par, y las velloritas rojas dobles bordeaban el sendero. Se oyó el ladrido de un perro y Flossie llegó corriendo.

¡La puerta abierta de par en par! Así que estaba en casa. La luz del sol bañaba el suelo de ladrillo rojo. Al ascender por el sendero lo vio a través de la ventana, sentado a la mesa en mangas de camisa y comiendo. La perra gemía suavemente y movía leve la cola.

Él se levantó y llegó a la puerta limpiándose la boca con un pañuelo rojo, masticando todavía.

—¿Puedo entrar? —dijo ella.

—¡Adelante!

El sol iluminaba la desnuda habitación, que olía aún a chuletas de cordero cocidas en un pote al fuego; el pote estaba todavía sobre las trébedes, y al lado, sobre el fogón blanco, estaba la cacerola negra para las patatas, colocada sobre un pedazo de papel. El fuego estaba al rojo, algo bajo, la cadena suelta y el puchero del agua cantando.

Su plato estaba sobre la mesa con patatas y restos de chuleta; había también pan en una cesta, sal y una jarra azul con cerveza. El mantel era de hule blanco; él se mantenía a la sombra.

—Va muy retrasado —dijo ella—. Siga comiendo.

Ella se sentó al sol en una silla de madera junto a la puerta.

Other books

Flirting With Danger by Claire Baxter
Lazaretto by Diane McKinney-Whetstone
Prisoner of Night and Fog by Anne Blankman
Cecilian Vespers by Anne Emery
All Around Atlantis by Deborah Eisenberg
Along Came a Rogue by Anna Harrington
The Orion Assignment by Camacho, Austin S.
Perfect Lie by Teresa Mummert