El amante de Lady Chatterley (23 page)

Read El amante de Lady Chatterley Online

Authors: D. H. Lawrence

Tags: #Erótico

BOOK: El amante de Lady Chatterley
4.85Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Estuve a punto de hacerlo, pero luego me acerqué a Marehay.

Los ojos de ambas mujeres se encontraron: los de la señora Bolton grises, brillantes e inquisitivos; los de Connie azules, velados y extrañamente hermosos. La señora Bolton estaba casi segura de que tenía un amante, pero ¿cómo podía ser y quién podía ser? ¿Dónde había allí un hombre?

—Oh, le hará mucho bien salir un poco y tener a veces algo de compañía —dijo la señora Bolton—. Ya le había dicho a Sir Clifford que lo que mejor le sentaría a su excelencia es salir y ver gente.

—Sí, me alegro de haber ido, y qué preciosidad de criaturita traviesa, Clifford —dijo Connie—. Tiene un pelito como las telas de araña, de un color naranja brillante, y los ojos más preciosos y descarados, de un color de china azul pálido. Desde luego es una niña, o no sería tan atrevida, más atrevida que cualquier Sir Francis Drake pequeñín.

—Tiene usted razón, excelencia, es una Flint en pequeño. Siempre fueron una familia de pelirrojos descarados —dijo la señora Bolton.

—¿No te gustaría verla, Clifford? Les he invitado a tomar el té para que los veas.

—¿A quién? —dijo Clifford, mirando a Connie muy molesto.

—A la señora Flint y al bebé, el lunes que viene.

—Puedes servirles el té en tu habitación —dijo.

—¿Por qué? ¿No quieres ver al bebé? —exclamó.

—Sí, claro que le veré, pero no quiero estar sentado con ellos todo el tiempo.

—¡Oh! —exclamó Connie, con los ojos abiertos y borrosos.

En realidad no le veía a él, se había transformado en otra persona.

—Puede estar muy bien el té en su habitación, excelencia, y la señora Flint se sentirá más a gusto que si Sir Clifford estuviera allí —dijo la señora Bolton.

Estaba segura de que Connie tenía un amante, y un sentimiento de triunfo se apoderó de su alma. Pero ¿quién era? ¿Quién era? Quizás la señora Flint pudiera proporcionar una pista.

Connie no quiso bañarse aquella tarde. La impresión del contacto de la piel del hombre sobre la suya, su pegajosidad misma sobre ella, le era algo muy querido y en cierto sentido sagrado.

Clifford se sentía muy a disgusto. No quiso dejarla irse después de la cena, y no había otra cosa que ella deseara más que estar sola. Le miró, pero se mostraba curiosamente obediente.

—¿Quieres que juguemos algún juego, prefieres que te lea algo, o qué te gustaría? —preguntó él incómodo.

—Léeme algo —dijo Connie.

—¿Qué quieres que te lea, verso o prosa? ¿O teatro?

—Léeme a Racine —dijo ella.

Había sido uno de sus trucos en el pasado, leer a Racine en el verdadero gran estilo francés, aunque ahora estaba apolillado y se sentía un tanto ridículo; en realidad prefería el altavoz de la radio. Pero Connie hacía costura; estaba haciendo una batita de seda amarilla, cortada de uno de sus vestidos, para el bebé de la señora Flint. Entre su llegada a casa y la cena la había cortado y ahora estaba sentada en un suave ensimismamiento, cosiendo, mientras, ajena, seguía el ruido de la lectura.

—En su interior podía oír el murmullo de la pasión, como el eco de campanas distantes.

Clifford le hizo algún comentario sobre Racine. Ella se dio cuenta del sentido un momento más tarde.

—¡Sí! ¡Sí! —dijo, levantando la mirada hacia él—. ¡Es espléndido!

De nuevo se sintió atemorizado por el encendido color azul de sus ojos y su callada tranquilidad sentada allí. Nunca había sido tan dulce y tan callada. Le fascinaba sin poderlo remediar, como si algún perfume que emanara de ella le hubiera intoxicado. Así continuó inútilmente su lectura, y para ella el sonido gutural del francés era como el viento azotando las chimeneas. De Racine no escuchó ni una sílaba.

Estaba ausente en su mesurado ensimismamiento, como un bosque suspirando con el susurro apagado y feliz de la primavera que presiente los nuevos brotes. Y podía presentir al hombre compartiendo su mundo, el hombre innominado, caminando sobre hermosos pies, con la belleza del misterio fálico. Y en ella misma, en todas sus venas, le sentía a él y a su niño. Su niño se expandía por todos sus vasos como la luz del crepúsculo.

«Sin manos ella, ni ojos, ni pies, ni el dorado tesoro del cabello…»

Era ella como un bosque, como la oscura red de las ramas del roble, con un susurro inaudible de miles de yemas brotando. Y mientras tanto los pájaros del deseo dormían en la vasta maraña del laberinto de su cuerpo.

Pero la voz de Clifford continuaba chasqueando y paladeando extraños sonidos. ¡Tan fuera de lo corriente! ¡Y algo tan fuera de lo corriente parecía también él mismo, inclinado sobre el libro, raro, rapaz y civilizado, ancho de hombros y falto de piernas! ¡Qué criatura tan extraña, con la voluntad cortante, fría e inflexible de un ave, pero sin calor, falto de calor en absoluto! Una de esas criaturas del futuro, sin alma, pero con una voluntad fría y extraordinariamente alerta. Se estremeció ligeramente, asustada de él. Pero luego la llama cálida y suave de la vida fue más fuerte que él y le ocultaba las cosas reales.

Terminó la lectura. Ella se estremeció. Levantó la mirada y se asustó aún más al ver a Clifford mirándola con unos ojos fríos, siniestros, como de odio.

—¡Muchas gracias! ¡Lees tan maravillosamente a Racine! —dijo en voz baja.

—Casi tan maravillosamente como tú lo escuchas —dijo él con crueldad.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó él.

—Un vestido para el bebé de la señora Flint.

Él se volvió. ¡Un niño! ¡Un niño! Era una verdadera obsesión para su mujer.

—Después de todo —dijo con voz declamatoria—, en Racine se puede encontrar lo que se quiera. Las emociones contenidas y a las que se ha dado forma son más importantes que las emociones desenfrenadas.

Ella le miró con sus ojos grandes, vagos y difusos.

—Sí, desde luego que sí —dijo ella.

—El mundo moderno no ha hecho más que vulgarizar las emociones al dejarlas en libertad. Lo que nos haría falta es el control clásico.

—Sí —dijo ella con lentitud, imaginándoselo escuchando con expresión vacía las idioteces sentimentales de la radio—. La gente finge tener emociones cuando en realidad no siente nada. Supongo que en eso consiste el ser romántico.

—¡Exactamente! —dijo él.

En realidad estaba cansado. Aquella velada había llegado a fatigarle. Hubiera preferido estar entre sus libros técnicos, o con el director de la mina, o escuchando la radio.

La señora Bolton entró con dos vasos de leche malteada: a Clifford le servía para dormir y a Connie para ganar algo de peso. Era una costumbre nocturna que ella había llevado a Wragby.

Connie se alegró de poder desaparecer tras haber bebido el vaso, y daba gracias de no tener que meter a Clifford en la cama. Cogió su vaso, lo dejó en la bandeja y luego se la llevó para dejarla fuera.

—¡Buenas noches, Clifford! ¡Que duermas bien! Racine entra dentro de uno como un sueño. ¡Buenas noches!

Se había acercado a la puerta. Se iba sin darle un beso de despedida. La miró con ojos fríos y penetrantes. ¡Conque sí! Ni siquiera le daba las buenas noches con un beso, después de haberse pasado la tarde leyéndole. ¡A dónde podía llegar la ingratitud! Aunque el beso fuera un simple formulismo, es de esos formulismos de los que depende la vida. En realidad era una bolchevique. ¡Tenía instintos de bolchevique! Miró frío y enfurecido hacia la puerta por donde había salido ella. ¡Cólera!

Y de nuevo se apoderó de él el temor a la noche. Era un manojo de nervios, y cuando no estaba embebido en su trabajo con toda su energía, o no escuchaba la radio con aquella neutralidad absoluta, se sentía acosado por la ansiedad y el sentimiento de un vacío peligrosamente amenazador. Estaba asustado. Y Connie podía espantar su miedo si quería. Pero era evidente que no quería, no quería. Era insensible, fría e insensible a todo lo que él hiciera por ella. Él había sacrificado su vida por ella y su reacción era aquella insensibilidad. Iba exclusivamente a lo suyo. «La dama su agrado busca.»

Ahora era un niño lo que la obsesionaba. ¡Sólo para que fuera suyo, sólo suyo y no de él!

Clifford se encontraba muy bien de salud, teniendo en cuenta las circunstancias. Tenía tan buen aspecto, tan buen color de cara, sus hombros eran anchos y fuertes, el pecho potente, había engordado. Pero al mismo tiempo le asustaba la muerte. Un terrible vacío parecía amenazarle de alguna forma, en algún lugar, un agujero sin fondo, y en aquel vacío se agotaría su energía. Sin fuerzas, a veces se sentía muerto, realmente muerto.

Y así sus ojos pálidos, un tanto prominentes, tenían una expresión extraña, furtiva, cruel en parte, fría: y al mismo tiempo casi desvergonzada. Era algo muy raro aquella mirada carente de vergüenza: como si estuviera triunfando sobre la vida a pesar de la vida. «Quién sabe de los misterios de la voluntad, capaz de vencer a los mismos ángeles.»

Pero su gran temor eran las noches en que no podía dormir. Aquello era lo más horrible, era entonces cuando la nada le asaltaba por todos los lados. Era entonces horroroso existir desprovisto de vida: sin vida, en la noche, existir.

Pero ahora podía llamar a la señora Bolton. Y ella venía siempre. Aquello significaba un gran alivio. Aparecía en bata, con el pelo recogido atrás en una trenza, curiosamente infantil aunque la trenza estuviera moteada de pelo gris. Y le preparaba un café o una manzanilla y jugaba con él al ajedrez o a las cartas. Tenía una extraña habilidad femenina para jugar bien incluso al ajedrez estando a medias dormida, o por lo menos lo bastante bien para que valiera la pena ganarle. Así, en la silenciosa intimidad de la noche, estaban sentados, o ella sentada y él tendido en la cama, la luz de la mesilla cubriéndoles con su luz solitaria, ella casi ausente en su sueño y él casi ausente en una especie de temor, y jugaban, jugaban juntos; luego tomaban una taza de café y una galleta juntos, sin apenas dirigirse la palabra, en el silencio de la noche, pero sirviéndose de refugio el uno al otro.

Y aquella noche ella se preguntaba quién sería el amante de Lady Chatterley. Pensaba en su propio Ted, muerto hacía tanto tiempo, pero no muerto del todo para ella. Y al pensar en él volvió a despertar su antiguo, muy antiguo, resentimiento contra el mundo y especialmente contra los amos que le habían matado. No le habían matado en realidad, pero para ella sentimentalmente eran responsables. Y a causa de ello, en lo más profundo de sí misma, era nihilista, realmente anarquista.

En su duermevela, la idea de Ted y la del desconocido amante de Lady Chatterley se entremezclaban, y entonces pensaba compartir con la otra mujer un gran resentimiento contra Sir Clifford y todo lo que él representaba. Al mismo tiempo jugaba con él partidas de cartas con una apuesta de seis peniques. Y era una fuente de satisfacción jugar a las cartas con un aristócrata e incluso llegar a perder los seis peniques.

Cuando jugaban a las cartas era siempre por dinero. A él aquello le hacía olvidarse de sí mismo. Y normalmente ganaba. Aquella noche iba ganando también. Eso significaba que no se iría a dormir hasta las primeras luces del alba. Afortunadamente empezó a amanecer hacia las cuatro y media o algo así.

Connie estaba en la cama profundamente dormida durante todo aquel tiempo. Pero el guardabosque tampoco podía dormir. Había cerrado las jaulas, hecho su ronda del bosque y luego había ido a casa y cenado. Pero no se acostó. En lugar de ello se sentó pensativo junto al fuego.

Pensó en su juventud en Tevershall y en sus cinco o seis años de vida de matrimonio. Pensaba en su mujer y siempre con amargura. Le había parecido excesivamente brutal. Pero llevaba sin verla desde 1915, en primavera, cuando se alistó. Y sin embargo seguía allí, a menos de tres millas de distancia y más brutal que nunca. Esperaba no volver a verla en lo que le quedaba de vida.

Pensó en su vida de soldado en el extranjero. La India, Egipto y de nuevo la India; la vida ciega e irreflexiva entre caballos; el coronel que le había apreciado y a quien él había apreciado también; los varios años en que había sido oficial, teniente con buenas posibilidades de ascender a capitán. Luego la muerte del coronel, de pulmonía, y su haberse librado por poco de la muerte; su salud quebrantada; su profundo desasosiego; su salida del ejército, y su vuelta a Inglaterra para convertirse de nuevo en un obrero.

Había contemporizado con la vida. Había creído estar a salvo, por lo menos durante algún tiempo, en aquel bosque. Todavía no se cazaba allí: sólo tenía que criar los faisanes. No tendría que estar al servicio de ninguna escopeta. Estaría solo y al margen de la vida, que era todo lo que quería. Tenía que sentirse ligado a algo y allí era donde había nacido. Allí vivía incluso su madre, aunque nunca había significado mucho para él. Y podía ir tirando, existiendo día a día, sin ataduras y sin esperanzas. Porque no sabía qué hacer de sí mismo.

No sabía qué hacer de sí mismo. Desde que había sido oficial durante algunos años y había vivido entre los demás oficiales y funcionarios, con sus mujeres y familias, había perdido cualquier tipo de ambición de «llegar». Había una insensibilidad, una dureza curiosa, implacable y falta de vida entre las clases medias y altas, tal como él las había conocido, que a él le dejaba frío y le hacía sentirse diferente.

Y así había vuelto a su propia clase. Para encontrarse en ella con algo que había olvidado durante su ausencia de años, una ramplonería y una vulgaridad de costumbres absolutamente desagradable. Ahora, por fin, reconocía lo importantes que eran los modales. Reconocía también lo importante que era fingir incluso que a uno no le importaba la perra gorda y las cosas pequeñas de la vida. Pero entre la gente baja no había fingimiento. Una perra más o menos en el puchero era peor que un cambio en los Evangelios. No podía soportarlo.

Existía además el lío salarial. Habiendo vivido entre las clases posesoras, conocía la absoluta inutilidad de esperar ninguna solución al lío salarial. No tenía solución, excepto la muerte. El único remedio era no preocuparse, olvidarse de los salarios.

Y, sin embargo, si se era pobre y miserable, había que preocuparse. En todo caso se estaba convirtiendo en la única cosa que les preocupaba. La preocupación por el dinero era como un gran cáncer que iba devorando a los individuos de todas las clases. Él se negaba a preocuparse por el dinero.

¿Entonces qué? ¿Qué ofrecía la vida aparte de la preocupación por el dinero? Nada.

Other books

Secrets by Raven St. Pierre
Riveted by SJD Peterson
Blood Games by Hunter, Macaulay C.
Scarlet Angel by C. A. Wilke
Godless by James Dobson
Adios Muchachos by Daniel Chavarria
Light by Michael Grant
Two Blackbirds by Garry Ryan