—¿Y qué hubiera pasado si se hubiera resistido usted?
—Oh, no lo sé, no lo hice nunca. Incluso cuando él no tenía razón, si le veía encabezonado, yo decía que sí. Mire, no quería arriesgarme a romper lo que había entre nosotros. Y si una quiere tener siempre razón frente a un hombre, se acabó. Si nos importa un hombre tenemos que aceptar lo que sea cuando le vemos que está decidido a algo; tengamos razón o no, hay que agachar la cabeza. Si no, mala cosa. Pero tengo que decir que Ted se plegaba a mí a veces cuando yo estaba empeñada en algo y equivocada. Así que supongo que vale para las dos partes.
—Ah, ¿y eso es lo que hace con todos sus pacientes? —preguntó Connie.
—Oh, eso es diferente. No me preocupo de la misma forma. Sé lo que es bueno para ellos, o intento saberlo, y me las arreglo para que lo hagan por su propio bien. No es como alguien a quien de verdad se quiere. Es muy diferente. Una vez que se ha querido de verdad a un hombre, se puede ser cariñosa casi con cualquier hombre si de verdad la necesita a una. Pero no es lo mismo. No es algo que la preocupe a una de verdad. Creo que si una ha querido de verdad alguna vez, ya no es capaz de volverlo a hacer de nuevo. Aquellas palabras asustaban a Connie.
—¿Cree que sólo se puede querer una vez? —preguntó.
—O nunca. La mayor parte de las mujeres no llegan a querer nunca, no empiezan nunca a querer. No saben lo que significa. Ni los hombres tampoco. Pero cuando veo una mujer que quiere, mi corazón se vuelca hacia ella.
—¿Y cree que los hombres se ofenden fácilmente?
—¡Sí! Si se hiere su orgullo. ¿Pero es que las mujeres no son lo mismo? Sólo que nuestros orgullos son un poco diferentes.
Connie pensaba en aquello. Empezó a tener dudas de nuevo sobre su marcha. ¿No estaba, después de todo, dando el esquinazo a su hombre, aunque fuera por poco tiempo? Y él lo sabía. Por eso se comportaba de forma tan rara y sarcástica.
¡Y aun así…! La existencia humana está en gran parte controlada por la maquinaria de las circunstancias externas. Ella estaba en manos de esa máquina. No podía desembarazarse por completo en cinco minutos. Ni siquiera quería hacerlo.
Hilda llegó a la hora acordada el jueves por la mañana, en un ligero dos plazas, con la maleta fuertemente sujeta detrás. Parecía tan reservada y virginal como siempre, pero seguía siendo igual de obstinada. Era de una obstinación suprema, como había descubierto su marido. Pero el marido estaba ahora divorciándose de ella. Sí, y ella incluso le facilitaba la cosa, aunque no tenía ningún amante. De momento se mantenía al margen de los hombres. Estaba feliz de disponer de sí misma sin cortapisas: y de disponer de sus dos hijos, a los que iba a educar «como debe ser», signifique lo que signifique.
Así que Connie estaba reducida también a una sola maleta. Pero le había enviado un baúl a su padre, que haría el viaje en tren. No valía la pena llevar un coche a Venecia. Y en Italia hacía demasiado calor para andar conduciendo en julio. Iría cómodamente en tren. Acababa de llegar de Escocia.
Y así, como un mariscal de campo serio y bucólico, Hilda organizaba la parte material del viaje. Ella y Connie estaban sentadas en la habitación de arriba, charlando.
—¡Pero Hilda —dijo Connie un tanto asustada—, quiero pasar esta noche cerca de aquí! ¡No aquí: cerca de aquí!
Hilda miró fijamente a su hermana con sus ojos grises e inescrutables. Parecía tan tranquila: y se enfurecía tan a menudo.
—¿Dónde cerca de aquí? —preguntó suavemente.
—Bueno, ya sabes que quiero a alguien, ¿no?
—Ya me imaginaba yo algo.
—Vive cerca de aquí y quiero pasar con él la última noche. ¡Tengo que hacerlo! Lo he prometido. —Connie insistía.
Hilda inclinó en silencio su cabeza de Minerva. Luego levantó los ojos.
—¿No quieres contarme quién es? —dijo.
—Es nuestro guardabosque —musitó Connie, y se ruborizó vivamente, como una niña avergonzada.
—¡Connie! —dijo Hilda, disgustada y levantando ligeramente la nariz: un movimiento que había heredado de su madre.
—Lo sé: pero es realmente maravilloso. Sabe ser realmente tierno —dijo Connie, tratando de disculparle.
Hilda, como una Atenea rubicunda y llena de color, inclinó la cabeza y se quedó pensando. Estaba violentamente enfurecida. Pero no se atrevía a mostrarlo, porque Connie, buena hija de su padre, se volvería desafiante e incontrolable de forma inmediata.
Era cierto, a Hilda no le gustaba Clifford con su fría seguridad de creerse alguien. Pensaba que hacía uso de Connie de forma inaceptable y desvergonzada. Había esperado que su hermana le abandonara. Pero perteneciendo a la sólida burguesía escocesa, no podía aceptar ningún tipo de «rebajamiento» de uno mismo o de la familia. Por fin levantó la mirada.
—Acabarás lamentándolo —dijo.
—Claro que no —gritó Connie, enrojeciendo—. Él es la excepción. Le quiero de verdad. Es maravilloso como amante.
Hilda siguió cavilando.
—Te cansarás de él pronto —dijo—. Y vivirás para avergonzarte de ti misma por él.
—¡No lo haré! Espero tener un hijo suyo.
—¡Connie! —dijo Hilda, dura como un martillo y pálida de ira.
—Lo tendré si puedo. Me sentiría enormemente orgullosa si tuviera un hijo suyo.
Era inútil hablar con ella. Hilda pensaba.
—¿Y Clifford no sospecha nada? —dijo.
—¡Oh, no! ¿Cómo iba a sospechar?
—Estoy segura de que le has dado motivos suficientes para sospechar —dijo Hilda.
—En absoluto.
—Y ese asunto de esta noche parece una locura gratuita. ¿Dónde vive ese hombre?
—En la casa que hay al otro lado del bosque.
—¿Está soltero?
—¡No! Su mujer le abandonó.
—¿Cuántos años tiene?
—No lo sé. Es mayor que yo.
Hilda se iba enfadando más con cada respuesta, con el mismo tipo de enfado en que solía caer su madre, en una especie de paroxismo. Pero seguía ocultándolo.
—Si yo fuera tú, me olvidaría de la aventura de esta noche —aconsejó con calma.
—¡No puedo! Tengo que pasar esta noche con él o no podré ir a Venecia en absoluto. De ninguna manera.
Para Hilda, aquélla era de nuevo la voz de su padre y cedió por pura diplomacia. Y consintió en que irían las dos a Mansfield a cenar; una vez oscurecido, llevaría a Connie al final del camino y la recogería de allí mismo a la mañana siguiente. Ella dormiría en Mansfield, que estaba sólo a media hora de allí si se conducía deprisa. Pero estaba furiosa. Aquel cambio en sus planes era algo que guardaría dentro contra su hermana.
Connie colgó de la ventana un chal verde esmeralda.
Con el enfado contra su hermana, Hilda se reconcilió un tanto con Clifford. Después de todo, él tenía un cerebro. Y si funcionalmente carecía de sexo, tanto mejor: ¡una cosa menos por la que enfadarse! Hilda estaba harta de aquel asunto del sexo que volvía a los hombres desagradables, monstruitos egoístas. Connie tenía que soportar menos cosas que la mayoría de las mujeres, pero no se daba cuenta.
Y Clifford decidió que, después de todo, Hilda era una mujer decididamente inteligente y sería una compañera y una ayuda de primera clase para un hombre si ese hombre se dedicaba a la política, por ejemplo. Sí, estaba libre de las tonterías de Connie; Connie era más niña: había que disculparse en su nombre, porque no era de fiar del todo.
Tomaron anticipadamente el té en el hall, donde las puertas estaban abiertas para dejar entrar el sol. Todo el mundo parecía un tanto jadeante.
—¡Adiós, Connie, querida! Vuelve a mí sana y salva.
—¡Adiós, Clifford! Sí, no estaré mucho tiempo fuera.
Había casi ternura en Connie.
—¡Adiós, Hilda! Me la cuidarás, ¿no? Échale un ojo.
—¡Le echaré dos! —dijo Hilda—. No se descarriará muy lejos.
—¡Prometido!
—¡Adiós, señora Bolton! Sé que cuidará bien de Clifford.
—Haré lo que pueda, excelencia.
—Escríbame si hay novedades y hábleme de Sir Clifford, de cómo se encuentra.
—Muy bien, excelencia, lo haré. Páselo bien. Nos dará una alegría cuando vuelva.
Todo el mundo agitó la mano. El coche se puso en marcha. Connie se volvió a mirar hacia atrás y vio a Clifford sentado en la silla de ruedas en lo alto de la escalinata. Después de todo era su marido, Wragby era su casa: eran las circunstancias las que lo habían hecho así.
La señora Chambers sujetaba la verja y deseó unas felices vacaciones a su excelencia. El coche dejó atrás los oscuros arbustos que ocultaban el parque y llegó a la carretera principal, donde los mineros volvían a casa. Hilda dobló hacia la carretera de Crosshill; no era una carretera principal, pero iba a Mansfield. Connie se puso las gafas oscuras. Avanzaban paralelas a la vía del tren, que estaba en un repecho a nivel inferior. La atravesaron más tarde por un puente.
—¡Ese es el camino a la casa! —dijo Connie. Hilda lo miró impaciente.
—¡Es una verdadera pena que no podamos seguir directamente —dijo—. Podríamos haber estado en Pall Mall a las nueve.
—Lo siento por ti —dijo Connie desde detrás de sus gafas.
Pronto estuvieron en Mansfield, aquel pueblo minero que había sido romántico en tiempos y ahora era deprimente. Hilda paró ante el hotel que venía en la guía automovilística y pidió habitación. Todo era muy aburrido y el enfado de Hilda casi le impedía hablar. Sin embargo, Connie se moría de ganas de contarle algo de la historia del hombre.
—¡El! ¡El! ¿Cómo le llamas? No dices más que él —dijo Hilda.
—Nunca le he llamado por ningún nombre, ni él a mí. Cosa curiosa si se piensa bien. O nos llamamos Lady Jane y John Thomas. Pero se llama Oliver Mellors.
—¿Y qué te parecería ser la señora de Oliver Mellors en lugar de Lady Chatterley?
—Me encantaría.
No había nada que hacer con Connie. De todas formas, si aquel hombre había sido teniente del ejército en la India durante cuatro o cinco años, debía ser más o menos presentable. Aparentemente tenía personalidad. Hilda empezó a ablandarse un poco.
—Pero te cansarás de él pronto —dijo—, y entonces te avergonzarás de haber tenido algo que ver con él. Una no puede andarse mezclando con los obreros.
—¡Y tú eres tan socialista! Siempre al lado de la clase obrera.
—Puedo estar a su lado en una crisis política, pero por estar a su lado me doy cuenta de la imposibilidad de mezclar nuestras vidas con las suyas. Y no por esnobismo, sino porque es un ritmo totalmente diferente.
Hilda había vivido entre los verdaderos intelectuales políticos, así que no había manera de contradecirla. La monótona velada en el hotel avanzaba lentamente y al final pasaron una cena igualmente monótona. Luego Connie echó algunas cosas en una pequeña bolsa de seda y volvió a peinarse otra vez.
—Después de todo, Hilda —dijo ella—, el amor puede ser maravilloso; cuando se siente se vive, se está en el centro mismo de la creación.
Era una bravata por su parte.
—Me imagino que todos los mosquitos piensan lo mismo —dijo Hilda.
—¿Sí, lo crees? Pues qué suerte tienen.
Era un atardecer maravillosamente claro y largo, incluso dentro del pueblo. Habría algo de luz durante toda la noche. Con la cara como una máscara, por el resentimiento, Hilda volvió a poner el coche en marcha y deshicieron lo andado tomando la otra carretera, por Bolsover.
Connie llevaba las gafas y una gorra para enmascararse. Iba en silencio. La oposición de Hilda le había hecho tomar ferozmente la defensa del hombre, se mantendría a su lado contra viento y marea.
Habían encendido los faros cuando pasaron por Crosshill, y el pequeño tren iluminado que se abría camino por el repecho daba la impresión de noche cerrada. Hilda había calculado la curva para entrar en el camino al final del puente. Frenó un tanto bruscamente y dobló, dejando la carretera mientras los faros bañaban de luz blanca la hierba y los matorrales del sendero. Connie miraba al exterior. Vio una figura en la penumbra y abrió la puerta.
—¡Ya estamos! —dijo en voz baja.
Pero Hilda había apagado las luces y estaba absorta dando marcha atrás para volverse.
—¿No hay nada en el puente? —preguntó cortante.
—Va bien —dijo la voz del hombre.
Retrocedió hasta el puente, metió la primera, dejó que el coche entrara un poco en la carretera y luego volvió al camino marcha atrás hasta llegar bajo un olmo péndula, aplastando la hierba y los matorrales. Entonces se apagaron todas las luces. Connie bajó del coche. El hombre estaba bajo los árboles.
—¿Has esperado mucho? —preguntó Connie.
—No mucho —contestó él.
Esperaron ambos a que bajara Hilda. Pero Hilda cerró la puerta del coche y se quedó inmóvil.
—Esta es mi hermana Hilda. ¿Quieres venir a saludarla? ¡Hilda! Este es el señor Mellors.
El guarda se descubrió, pero no avanzó ni un paso.
—Ven con nosotros hasta la casa, Hilda —suplicó Connie—. No está lejos.
—¿Y el coche?
—La gente los deja en los caminos. Llévate la llave.
Hilda estaba en silencio. Pensando. Luego miró hacia atrás, camino abajo.
—¿Puedo retroceder hasta detrás del matorral?
—¡Desde luego! —dijo el guarda.
Reculó lentamente hasta dejar de ver la carretera, pasada la curva. Bajó y cerró con llave. Era de noche, pero hacía una oscuridad luminosa. Los setos se elevaban altos, salvajes y sombríos en el sendero intransitado. Había un aroma fresco y dulce en el aire. El guarda iba delante, luego Connie y detrás Hilda, todos en silencio. En los sitios difíciles se paraba a alumbrar con la linterna. Continuaron, mientras una lechuza ululaba suavemente sobre los robles y Flossie daba vueltas silenciosamente en torno a ellos. Nadie decía nada. No había nada que decir.
Connie vio por fin la luz amarilla de la casa y su corazón comenzó a latir. Estaba un poco asustada. Siguieron avanzando, aún en fila india.
Él abrió la puerta y las precedió a la habitacioncita caliente pero desnuda. Había un fuego bajo y rojo en la chimenea. La mesa estaba puesta con dos platos, dos vasos y, excepcionalmente, un mantel blanco, como Dios manda. Hilda se sacudió el pelo y miró la habitación desnuda y desolada. Luego se armó de valor y miró al hombre.
Era relativamente alto y delgado y le pareció guapo. Mantenía una distancia silenciosa y parecía absolutamente reacio a hablar.
—Siéntate, Hilda —dijo Connie.