El alienista (59 page)

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

BOOK: El alienista
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Cuando la estación Back Bay apareció ante nosotros ya eran casi las cinco y media, y el sol de la tarde empezaba a adquirir una tonalidad ámbar. Le pedí al carretero que nos dejara cerca de un pequeño grupo de tortuosos pinos, a unos doscientos metros de la estación, y después de bajar y de darle las gracias por su ayuda y por el hielo, que casi había contenido por completo el flujo de sangre del brazo de Kreizler, empujé a éste hacia la sombras oscuras de las verdes y frondosas ramas.

— Soy un amante de la naturaleza como el que más, Moore– dijo Kreizler, confuso—, pero ahora no me parece el mejor momento. ¿Por que no vamos a la estación?

— Si el que había allí era uno de los hombres de Comstock y de Byrnes— le contesté, eligiendo un lugar entre las hojas de pino que ofrecía una buena vista de la estación—, probablemente imaginará que éste va a ser el próximo destino que elijamos. Puede estarnos esperando.

— Oh— exclamó Laszlo—, ya comprendo tu intención.— Se agachó sobre el lecho de hojas de pino y se dispuso a recomponer el vendaje—. Así que esperaremos aquí y abordaremos el tren cuando llegue sin ser vistos.

— Exacto.

Kreizler sacó su reloj de plata.

— Aún falta casi media hora.

Le miré de reojo con sarcasmo y sonreí brevemente.

— Tiempo más que suficiente para que me expliques tu gesto de colegial con el reloj, allí abajo.

Kreizler se apresuró a mirar hacia otro lado, y no me sorprendió ver hasta qué punto parecía turbarle mi comentario.

— ¿Hay alguna posibilidad de que olvides el incidente?— preguntó devolviéndome con desgana la sonrisa.

— Ninguna.

— Ya me lo imaginaba— dijo incómodo.

Me senté a su lado.

— ¿Y bien?— inquirí—. ¿Piensas casarte con la chica o no?

Laszlo se encogió ligeramente de hombros.

— Lo he… lo he estado considerando.

Incliné la cabeza y no pude contener una sonrisa.

— Dios mío, el matrimonio… ¿Se lo has pedido?— Laszlo negó con un movimiento de cabeza—. Tal vez debieras esperar a que acabe la investigación. Sin duda ella te lo agradecería.

Kreizler me miró desconcertado.

— ¿Por qué?

— Bueno, ella ya habrá demostrado lo que quería, no sé si me entiendes… Le será más fácil aceptar las ataduras.

— ¿Demostrar lo que quería?— preguntó Kreizler—. ¿Demostrar qué?

— Laszlo…— le reconvine suavemente—. Por si no te has dado cuenta, todo este asunto significa mucho para Sara.

— ¿Sara?— repitió mi amigo, desconcertado, y por el tono de su pregunta me di cuenta perfectamente de hasta qué punto había estado equivocado desde el primer momento.

— ¡Oh!— gemí—. ¿No es Sara?

Kreizler me miró unos instantes, luego se inclinó hacia atrás, abrió la boca y dejó escapar una risa profunda, como nunca le había oído en mi vida, una risa profunda e irritantemente prolongada.

— Kreizler— le dije con pesar—. Por favor, confío en que tú…— Pero él siguió con la risa, de modo que la irritación empezó a delatarse en mi voz—. ¡Kreizler! ¡Kreizler! Está bien, me he comportado como un imbécil. ¿Quieres hacer el favor de dejar de reír?

Pero no lo hizo. Al cabo de un buen rato de risas, finalmente empezó a tranquilizarse, pero sólo porque la risa le estaba produciendo algo de dolor en el brazo. Se lo sostuvo con la otra mano y siguió riendo ahogadamente, las lágrimas asomando a sus ojos.

— Lo siento, Moore– dijo por fin—, pero lo que debes de haber estado pensando…— Y a continuación le asaltó otro ataque de risa dolorosa.

— Bueno, ¿y qué diablos iba a pensar? Has pasado mucho tiempo a solas con ella. Tú mismo dijiste…

— ¡Pero Sara no está interesada en el matrimonio!— replicó Kreizler, recuperando el control—. No siente ningún interés por los hombres… Se ha construido una vida en torno a la idea de que una mujer puede vivir una existencia independiente y satisfactoria. Deberías saberlo.

— Bueno, ya se me había pasado por la cabeza— mentí, tratando de salvar algún vestigio de dignidad—. Pero por la forma en que te estabas comportando me pareció que… En fin, no sé qué me pareció.

— En una de las primeras conversaciones que mantuvimos— explicó Kreizler—, Sara me dijo que no quería complicaciones, que todo tenía que limitarse a lo estrictamente profesional.— Laszlo me escrutó, frunciendo los labios—. Debe de haber sido muy difícil para ti– añadió con una risita.

— Lo ha sido— repliqué altanero.

— Bastaba con que lo hubieras preguntado.

— ¡Sara no era la única que trataba de ser profesional!— protesté, dando una patada en el suelo— Aunque ahora veo que no debía haberme preocupado sin ningún…— De pronto me interrumpí, bajando nuevamente el volumen de mi voz—. Aguarda un segundo… Sólo un segundo. Si no se trata de Sara, ¿entonces quién diablos…?— Me volví lentamente hacia Laszlo, quien a su vez se volvió lentamente hacia el suelo: la explicación era inconfundible en su rostro—. ¡Oh, Dios mío!— exclamé—. ¿Es Mary, verdad?

Kreizler miró hacia la estación, y luego hacia donde aparecería el tren, como si buscara algo que le salvara de aquel interrogatorio.

— Se trata de una situación bastante complicada, John— dijo finalmente—. Te pido que hagas un esfuerzo por entenderlo y que lo respetes.

Me limité a permanecer sentado en silencio, demasiado aturdido para hacer ningún comentario, mientras Laszlo procedía a explicarme aquella complicada situación. Era indudable que había aspectos del asunto que le turbaban profundamente. Al fin y al cabo, al principio Mary había sido paciente suya, y siempre existía el peligro de que lo que ella creía que era afecto hacia él en realidad fuera gratitud; o peor aún, respeto. Por este motivo— me explicó Laszlo, midiendo sus palabras—, había tratado con todas sus fuerzas de no alentarla, ni permitirse emociones recíprocas al advertir por vez primera y con claridad— de eso hacía casi un año— lo que ella sentía. Al mismo tiempo se mostraba ansioso para que yo comprendiera que en muchos aspectos era natural lo mucho que había aumentado la atracción que desde el principio había existido entre él y Mary.

Cuando Kreizler había empezado a trabajar con Mary, analfabeta y al parecer incapaz de comprender, pronto se dio cuenta de que no podría comunicarse con ella hasta que no fuera capaz de establecer un vínculo de confianza. Y edificó este vínculo revelándole a ella lo que ahora denominaba ambiguamente su propia historia personal. Ignorante de que en realidad yo sabía más cosas sobre su historia personal que las que él me había contado, Kreizler no se dio cuenta de hasta qué punto entendía sus palabras. Supuse que muy probablemente Mary había sido la primera persona que había oído de labios de Laszlo la historia de la relación aparentemente violenta entre éste y su padre, y esta difícil revelación sin duda había engendrado la confianza entre ambos, pero también algo más: aunque Laszlo sólo pretendía estimular a Mary para que le contara su historia explicándole la suya propia, en realidad plantaba la semilla de una especie de intimidad nada usual; intimidad que había sobrevivido durante el tiempo en que Mary había trabajado para él, haciendo la existencia en la calle Diecisiete más interesante, por no decir turbadora, de lo que lo había sido hasta entonces. Cuando por fin Kreizler ya no pudo negar que el sentimiento de Mary hacia él iba más allá de la simple gratitud y que él experimentaba una atracción similar hacia ella, entró en un largo período de autoanálisis, intentando determinar si lo que sentía no era en el fondo una especie de sentimiento de compasión por aquella criatura desdichada y solitaria a la que había dado cobijo bajo su propio techo. De lo único que se alegraba era de que no hubiese ocurrido varios días antes de que la investigación estallara en nuestras vidas. El caso le había obligado a aplazar la resolución de su difícil situación personal, pero también le había ayudado a clarificar la forma que tal resolución debía tomar. Cuando quedó claro que no sólo éramos los miembros del equipo los que estábamos en peligro sino también sus sirvientes, Kreizler experimentó un deseo de proteger a Mary que iba mucho más allá de las habituales obligaciones de un benefactor. En ese punto decidió que a ella se la debía informar lo menos posible sobre el caso, y que no debía tomar parte en su seguimiento. Convencido de que sus enemigos podrían llegar a él a través de la gente a la que quería, Laszlo confió en salvaguardar a Mary asegurándose de que, ante la posibilidad de que algún extraño hallara el modo de comunicarse con ella, Mary no dispusiera de ningún tipo de información que pudiera transmitir. Hasta la mañana de nuestra partida a Washington Kreizler no decidió que había llegado la hora de que la relación entre él y Mary evolucionara, la curiosa expresión que utilizó. Kreizler la informó de su decisión, y ella le vio partir con lágrimas en los ojos, temerosa de que algo pudiera ocurrirle mientras se encontraba fuera, pues esto les impediría convertirse en algo más que simple amo y criada.

Cuando Kreizler finalizaba su historia, oí a lo lejos, en dirección este, el primer pitido del tren que se dirigía hacia Nueva York. Aunque todavía anonadado, empecé a repasar mentalmente los acontecimientos de las últimas semanas, en un intento por determinar en qué momento me había equivocado en la interpretación de los hechos.

— Ha sido por Sara— dije finalmente—. Desde el primer momento ella se ha comportado como si… En fin, no sé cómo se ha comportado pero ha sido de un modo bastante extraño… ¿Lo sabe ella?

— Estoy seguro de que sí— contestó Kreizler—, aunque nunca se lo he dicho. Sara parece contemplar todo lo que la rodea como si fuera un caso en el que probar sus habilidades como detective. Pienso que este pequeño acertijo ha debido de resultarle bastante entretenido.

— Entretenido— repetí, refunfuñando—. Y yo pensaba que era amor… Seguro que sabía que yo iba por un camino equivocado… Es el tipo de cosa que ella es capaz de hacer, dejarme ir por ahí pensando… En fin, espera a que volvamos. Le enseñaré lo que ocurre cuando se juega de este modo con John Schuyler…

Me interrumpí cuando el tren que iba a Nueva York apareció a un par de kilómetros a nuestra izquierda, avanzando aún a gran velocidad hacia la estación.

— Continuaremos con esta charla a bordo— dije, ayudando a Kreizler a levantarse—. ¡Puedes estar seguro de que la reanudaremos!

Después de aguardar a que el tren se detuviera jadeante frente a la estación, Kreizler y yo iniciamos un rápido trote a través de un campo lleno de piedras y de surcos ondulantes, hacia el último vagón del tren. Subimos a la plataforma y luego nos deslizamos subrepticiamente al interior, donde acomodé a Laszlo en uno de los últimos asientos del vagón. Aún no había indicios del revisor, y utilizamos los pocos minutos que faltaban para la salida para arreglar el vendaje de Kreizler y nuestro aspecto en general. Yo me volvía constantemente a mirar al andén, tratando de descubrir a alguien cuyo comportamiento lo delatara como un asesino, pero las únicas personas que vi fueron una mujer ya mayor, de aspecto acaudalado, que se apoyaba en un bastón, y su enfermera, una mujer robusta y de expresión contrariada.

— Parece que vamos a tener un respiro— dije, poniéndome de pie en medio del pasillo—. Voy a echar un vistazo a…

La voz se me quedó helada cuando dirigí los ojos hacia la puerta de atrás. En la plataforma del vagón habían aparecido como por arte de magia dos tipos corpulentos, y aunque centraban su atención en algún lugar fuera del tren— al parecer discutían con un oficial de la estación—, pude ver lo suficiente de ellos para reconocer a los dos matones que nos habían perseguido a Sara y a mí fuera del apartamento de los Santorelli.

— ¿Qué sucede, Moore?— inquirió Kreizler al ver mi expresión—. ¿Ocurre algo?

Consciente de que Laszlo no iba a ser de gran ayuda en cualquier posible confrontación, dado el estado en que se encontraba, intenté sonreír y luego negué con la cabeza.

— Nada— me apresuré a contestar—. Nada en absoluto. No seas aprensivo, Kreizler.

Los dos nos volvimos al oír que la anciana y su enfermera entraban por la puerta delantera del vagón. Aunque el estómago se me había revuelto con un miedo repentino, mi mente funcionaba bastante bien.

— No pasa nada— le contesté a Laszlo, y me acerqué a las recién llegadas.

— Ustedes disculpen— dije, sonriendo y haciendo todo lo posible para resultar encantador—. ¿Me permite que la ayude a instalarse, señora?

— Por supuesto— contestó la anciana en el tono de quien está familiarizado con que le sirvan en todo—. ¡Mi maldita enfermera es una completa inútil!

— Oh, seguro que no— contesté, echándole el ojo al bastón en que se apoyaba la mujer, el cual tenía un afilado pomo de plata en forma de cisne. Sujeté del brazo a la mujer y la guié hasta su asiento—. Pero siempre hay límites— dije, sorprendido ante el peso y la torpeza de la anciana—, incluso para la capacidad de una enfermera.— Ésta me dedicó una sonrisa, momento que aproveché para cogerle el bastón a la anciana—. Si usted me permite sostenerle esto, señora, creo que podremos… ¡Ahí!— Con un fuerte gemido, el asiento recibió a su ocupante, la cual dejó escapar un sonoro suspiro.

— ¡Oh!— exclamó la anciana—. Oh, sí, esto está mejor. Muchas gracias, señor. Es usted un auténtico caballero.

Volví a sonreírle.

— Ha sido un placer— contesté, alejándome.

Al pasar junto a Kreizler, éste me dirigió una mirada atónita.

— Moore, ¿qué diablos…?

Le indiqué que guardara silencio, y acto seguido me aproximé a la puerta trasera del vagón, manteniendo la cara a un lado para que no se me pudiera ver desde el exterior. Lo dos hombres aún seguían discutiendo con el oficial de la estación, aunque no podía asegurar por qué motivo. Sin embargo, cuando bajé la vista vi que uno de los dos matones sostenía la funda de un rifle.

Éste tendrá que ser el primero, me dije.

Pero antes de hacer ningún movimiento, aguardé a que el tren empezara a alejarse de la estación.

Cuando por fin llegó ese momento, oí que los dos hombres lanzaban unos insultos finales, bastante vulgares, al empleado de la compañía ferroviaria: en cuestión de segundos entrarían en el vagón. Respiré hondo y seguidamente abrí la puerta, con rapidez y sin hacer ruido.

Fue una suerte que hubiera pasado muchas temporadas siguiendo las duras pruebas y tribulaciones de los Giants, el equipo de béisbol de Nueva York. Por las tardes, en Central Park, había llegado a desarrollar un aceptable dominio con el bate, que en aquellos momentos puse en práctica con el bastón de la anciana, golpeando la nuca y la espalda del matón que sostenía el rifle. El tipo soltó un grito, pero antes de que pudiera llevarse la mano a la nuca, lo empujé por encima de la barandilla de la plataforma. Aunque el tren aún avanzaba con bastante lentitud, había muy pocas probabilidades de que el hombre pudiera volver a subir. Pero aún tenía que enfrentarme al segundo matón, quien al girar hacia mí exclamó:

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