El alienista (63 page)

Read El alienista Online

Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

BOOK: El alienista
12.63Mb size Format: txt, pdf, ePub

Esto era casi todo respecto a las hipótesis que pudimos hacer mientras esperábamos el retorno de los Isaacson. Sin embargo llegó la tarde del miércoles sin que tuviéramos noticia alguna de los sargentos detectives, de modo que Sara y yo decidimos emprender otra ingrata tarea: convencer a Theodore para que nos permitiera seguir con la investigación a pesar del abandono de Kreizler. Ambos sospechábamos que esto no iba a ser fácil. Sólo el gran respeto que Roosevelt sentía por Kreizler le había permitido considerar la idea en un primer momento (esto y su propensión a las soluciones heterodoxas). Los primeros días de la semana se había dedicado a la búsqueda de Connor y a seguir la batalla que tenía lugar en la Jefatura de Policía entre las fuerzas reformistas y las corruptas, de modo que la tarde del miércoles seguía ignorando los cambios que se habían producido en nuestra investigación. Sin embargo conscientes de que al final se enteraría de lo ocurrido, ya fuera por Kreizler o por los Isaacson, decidimos informarle nosotros mismos.

Deseosos de evitar entre los periodistas y detectives de la jefatura una nueva oleada de especulaciones potencialmente peligrosa, decidimos visitar a Roosevelt en su propia casa. Hacía poco que él y su esposa Edith habían alquilado una casa en el 689 de la avenida Madison, propiedad de Bamie, la hermana de Theodore. Era una vivienda cómoda y bien amueblada, aunque inadecuada para contener las travesuras de los cinco hijos de Roosevelt. (En justicia, debo recordar que la misma Casa Blanca no tardaría en dar pruebas de que también era inadecuada.) Sara y yo sabíamos que Theodore solía hacer todo lo posible para cenar en casa con su prole, así que abordamos un coche para ir a la avenida Madison con la calle Sesenta y tres y, al ponerse el sol, subíamos los peldaños de la entrada al número 689.

Antes de que nos diera tiempo de llamar a la puerta, llegó hasta nosotros desde el interior una gran algarabía infantil. Finalmente nos abrió la puerta Kermit, el segundo hijo de Theodore, que en aquel entonces tendría unos seis años. Lucía la tradicional camisa blanca, pantalones bombachos y el característico cabello largo de un muchacho de su edad en aquella época, pero con la mano derecha empuñaba amenazador lo que imaginé debía de ser el cuerno de un rinoceronte africano, montado sobre una sólida base. La expresión de su cara era de absoluto desafío.

— Hola, Kermit— le saludé, sonriendo—. ¿Está tu padre en casa?

— ¡Nadie pasará!— vociferó el chiquillo, amenazador, mirándome a los ojos.

Perdí la sonrisa.

— ¿Cómo dices?

— ¡Nadie pasará!— repitió—. ¡Yo, Horacio, guardaré este puente!

Sara soltó una risita, y yo asentí en señal de haber comprendido.

— Ah, sí, Horacio en el puente. Bien, Horacio, si no te importa…

Di un par de pasos al interior de la casa. Kermit levantó el cuerno de rinoceronte y lo lanzó con sorprendente fuerza sobre los dedos de mi pie derecho. Dejé escapar un agudo grito de dolor, que hizo reír a Sara con más fuerza, mientras Kermit vociferaba:

— ¡Nadie pasará!

Justo en ese momento, desde algún lugar de la casa, llegó la voz amable pero firme de Edith Roosevelt:

— ¡Kermit! ¿Qué sucede?

De pronto los ojos de Kermit se agrandaron temerosos. Dio media vuelta y echó a correr hacia la escalera, al tiempo que gritaba:

— ¡Retirada! ¡Retirada!

Cuando el dolor del pie empezó a decrecer, observé a una chiquilla de cuatro años, de aspecto bastante serio, que se aproximaba. Era Ethel, la hija pequeña de Theodore. Acarreaba un libro enorme, repleto de coloridas ilustraciones de animales, y caminaba con un evidente propósito. Sin embargo, cuando nos vio a Sara y a mí, y a Kermit desapareciendo escaleras arriba, se detuvo y señaló con un dedo hacia su hermano:

— Horacio en el puente— murmuró, poniendo los ojos en blanco y sacudiendo la cabeza. Luego volvió a inclinarla sobre el libro y prosiguió su avance por el vestíbulo.

De repente se abrió una puerta a muestra derecha y apareció una doncella regordeta y con uniforme, claramente aterrorizada… (Había pocos sirvientes en casa de los Roosevelt: el padre de éste, un gran filántropo, había regalado la mayor parte de la fortuna familiar, y Theodore sostenía a los suyos principalmente con sus escritos y su escaso sueldo.) La doncella pareció no advertir nuestra presencia cuando se abalanzó detrás de la puerta en busca de refugio.

— ¡No!— le chilló a alguien a quien yo no conseguía ver——. ¡No, señorito Ed! ¡No pienso hacerlo!

La puerta del vestíbulo por la que había aparecido la doncella se abrió de nuevo, dando paso a un muchacho vestido con un serio traje gris y con unas gafas muy parecidas a las de Theodore. Era Ted, el hijo mayor, cuya pertenencia a la familia quedaba ampliamente demostrada no sólo por su apariencia sino por el intimidatorio búho listado que se posaba en su hombro, así como por la rata muerta que con la mano enguantada sostenía por la cola.

— Patsy, cómo puedes ser tan ridícula— le dijo Ted a la doncella—. Si no le enseñamos cuáles son sus verdaderas presas, nunca podremos devolverlo al bosque. Lo único que tienes que hacer es sostener la rata sobre su pico…— Ted se interrumpió al darse cuenta de que había dos visitas en la puerta—. Oh— exclamó, los ojos centelleantes detrás de las gafas—. Buenas tardes, señor Moore.

— Buenas tardes, Ted— le contesté, rehuyendo al búho.

El muchacho se volvió a Sara.

— Y usted es la señorita Howard, ¿verdad? La he visto en el despacho de mi padre.

— Le felicito, señorito Roosevelt— dijo Sara—. Parece que tiene usted buena memoria para los detalles. Imprescindible para un científico.

Ted sonrió tímidamente ante el comentario, pero de pronto recordó la rata que sostenía en la mano.

— Señor Moore— se apresuró a decirme con renovado entusiasmo—, ¿podría sostener esta rata así, por la cola, a sólo unos centímetros del pico de Pompey? No está acostumbrado a ver la presa y a veces se asusta. Hasta ahora ha vivido a base de tiras de carne cruda… Es que necesito una mano libre para asegurarme de que no sale volando.

Alguien menos acostumbrado a la vida en el hogar de los Roosevelt se hubiera podido negar a tal petición, pero como yo había asistido a muchas de estas escenas me limité a suspirar, cogí la rata por la cola y la coloqué tal como Ted me había indicado. De modo bastante pintoresco el búho giró un par de veces la cabeza, luego levantó sus grandes alas y las agitó como si se sintiera confuso. Ted sin embargo, lo tenía firmemente sujeto de las garras con su mano enguantada, y empezó a ulular y a chillar para calmar al pájaro. Al final Pompey giró su cuello extraordinariamente flexible hasta que el pico apuntó hacia el techo, agarró la rata por la cabeza y se la tragó, con cola y todo, en sólo media docena de horribles engullidas.

Ted sonrió abiertamente.

— ¡Buen muchacho, Pompey! Esto es mejor que un aburrido filete ¿verdad? Ahora lo que tienes que hacer es aprender a cazarlas tú solito y luego podrás regresar con tus amiguetes.— Ted se volvió hacia mí— Lo encontramos en el tronco hueco de un árbol en Central Park. A su madre la habían matado de un tiro, y todas las crías estaban muertas menos ésta.

— ¡Atención abajo!— se oyó un grito repentino en lo alto de las escaleras, ante lo cual Ted hizo una mueca de impaciencia y se apresuró a salir del vestíbulo con su búho. La doncella intentó seguirle, pero se quedó paralizada al ver la enorme masa blanca que bajaba disparada sobre la barandilla de la escalera. Incapaz de decidir por qué camino escapar, la doncella se acuclilló finalmente en el suelo, cubriéndose la cabeza al tiempo que soltaba un chillido, evitando por un estrecho margen lo que pudo haber sido una desagradable colisión con la señorita Alice Roosevelt, de doce años de edad. Después de saltar de la barandilla sobre la alfombra, con una habilidad que sólo se obtenía con la práctica, Alice se levantó riendo, se acomodó el vestido blanco con bastantes adornos, y apuntó con su dedo acusador a la doncella.

— ¡Patsy, eres una boba!— se burló—. Te he dicho muchas veces que no debes quedarte quieta. ¡Tienes que escoger una dirección y correr!— Alice giró aquel rostro delicado y bonito, que en unos pocos años causaría tantos estragos entre los solteros de Washington como una guadaña en un campo de trigo, nos sonrió a Sara y a mí y nos hizo una ligera reverencia—. Hola, señor Moore— me saludó con el aplomo de una niña consciente, incluso a sus doce años, del poder de sus encantos—. ¿Y ésta es realmente la señorita Howard?— inquirió, más excitada y candorosa—. ¿Es la mujer que trabaja en jefatura?

— En efecto— contesté—. Sara, te presento a Alice Lee Roosevelt.

— ¿Qué tal, Alice?— la saludó Sara, tendiéndole la mano.

Alice era la personificación de la seguridad cuando estrechó la mano de Sara y contestó:

— Sé que hay un montón de gente que piensa que es escandaloso que las mujeres trabajen en jefatura, señorita Howard, pero yo considero que es magnífico.— Le tendió un pequeño saquito, cuyas cintas llevaba atadas a la muñeca—. ¿Le gustaría ver mi serpiente?— inquirió, y antes de que la sorprendida Sara pudiera responder, Alice ya había sacado una culebra no venenosa, de casi medio metro de longitud, que no dejaba de retorcerse.

— ¡Alice!— se oyó de nuevo la voz de Edith, y esta vez al volverme vi que avanzaba cimbreante por el vestíbulo, hacia nosotros—. Alice— repitió, con el tono amable pero autoritario que solía utilizar con ella, la única niña de la casa que no era suya—. Querida, ¿no te parece que debemos permitir a los recién llegados que se quiten los abrigos y tomen asiento antes de presentarles a los reptiles? Hola, señorita Howard. John.— Edith posó una mano en la frente de Alice—. Sabes que dependo de ti por lo que se refiere a un comportamiento civilizado en esta casa.

Alice sonrió a Edith y luego se volvió a Sara, introduciendo de nuevo la culebra en el saquito.

— Lo siento, señorita Howard. ¿Quiere entrar en la salita y sentarse? Tengo tantas preguntas que quisiera hacerle…

— Y a mí me encantará responderlas, pero en otro momento— contestó Sara, amigablemente—. Necesitamos hablar con tu padre unos minutos.

— Ya imagino para qué, Sara— contestó Roosevelt, saliendo de su estudio—. Ya has visto que los niños son la auténtica autoridad en esta casa. Sería mejor que hablaras con ellos.

Al oír la voz de su padre, los chiquillos que ya habíamos visto reaparecieron y le rodearon, cada uno gritándole las novedades del día, en un intento por obtener su consejo o aprobación. Sara y yo observamos la escena junto a Edith, quien simplemente balanceó la cabeza y suspiró, incapaz de comprender muy bien (como le ocurría a cualquier conocido de la familia) el milagro de la relación de su marido con los hijos.

— Bueno— nos dijo Edith finalmente, sin dejar de contemplar a su familia—, será mejor que tengáis asuntos realmente apremiantes, si queréis vencer el poder de este vestíbulo.— Luego se volvió hacia nosotros, y la comprensión era evidente en sus ojos brillantes, bastante exóticos—. Aunque tengo entendido que últimamente todos vuestros asuntos son apremiantes.— Yo asentí. Y a continuación Edith dio unas fuertes palmadas—. ¡Muy bien, mi terrible tribu! Ahora que sin duda habéis despertado a Archie de su siesta, ¿qué os parece si os laváis para cenar?

Archie, de sólo dos años, era el más pequeño de la familia. El joven Quentin, cuya muerte en 1918 tendría efectos tan desastrosos en la salud emocional y física de Theodore, aún no había nacido en 1896.

— Y no quiero ningún invitado que no sea humano esta noche— añadió Edith—. Esto va por ti, Ted. Pompey estará muy feliz en la cocina.

Ted sonrió pícaramente.

— En cambio estoy seguro de que Palsy no.

Los chiquillos se dispersaron de mala gana aunque sin protestar, mientras Sara y yo, seguíamos a Theodore a su estudio repleto de libros. Varias obras en proceso aparecían sobre distintos escritorios y mesas en aquella amplia habitación junto a numerosos libros de consulta abiertos y grandes mapas. Theodore despejo dos sillas cerca de un escritorio grande y desordenado que había junto a la ventana, y tomamos asiento. Lejos de la presencia de los chiquillos, Theodore pareció adoptar un aire alicaído, lo cual me resulto extraño, dados los acontecimientos que tenían lugar en jefatura aquellos dias: el alcalde Strong había pedido a uno de los principales enemigos de Theodore en la Junta de Comisarios que dimitiera, y aunque el hombre se había negado a marcharse sin ofrecer batalla, la impresión general era que Roosevelt estaba ganando por puntos. Le felicité por ello, pero él se limita a quitarle importancia, y apoyó un puño en la cadera.

— No estoy muy seguro de hasta donde conducirá esto, John– dijo con tristeza—. Hay momentos en que pienso que la misión que nos hemos propuesto no se puede llevar a cabo solo a nivel metropolitano. La corrupción en esta ciudad es como la bestia mítica, sólo que en vez de siete cabezas le nacen mil por cada una que le cortan. No sé si esta administración tiene la fuerza necesaria para realizar un cambio auténticamente significativo…— Pero éste no era un estado de animo que Roosevelt tolerara durante mucho rato, asi que cogió un libro, lo soltó con estrépito encima del escritorio, y luego nos miró cómicamente a través de sus quevedos—. De todos modos, esto no es asunto vuestro… Bueno, ¿que hay de nuevo?

No resultó fácil informarle de nuestras noticias. En cuanto hubimos finalizado, Theodore se hundió lentamente en su sillón y se reclinó en el respaldo, como si acabáramos de confirmar la razón de su melancolía.

— Me preocupaba cuál pudiera ser la reacción de Kreizler ante semejante atrocidad— dijo con voz queda— Pero confieso que no pensé que abandonara el empeño.

En este punto decidí contarle a Theodore toda la historia de la relación entre Kreizler y Mary Palmer, en un intento por hacerle entender el efecto descorazonador que la muerte de Mary había tenido en Laszlo. Me acordé de que Theodore también había padecido la trágica y temprana muerte de un ser muy querido— su primera esposa—, y confié en que reaccionaría con simpatía, como así fue. Sin embargo, en su frente se veía una sombra de duda.

— ¿Y decís que deseáis seguir sin él?— preguntó—. ¿Os parece que podréis salir adelante?

— Ya sabemos lo suficiente— se apresuró a responder Sara—. Es decir, sabremos lo suficiente cuando el asesino vuelva a actuar.

Theodore la miró desconcertado.

Other books

No Stone Unturned by James W. Ziskin
Xenofreak Nation by Melissa Conway
Catch of the Year by Brenda Hammond
Spelled by Betsy Schow
No One Needs to Know by Kevin O'Brien
The Immortal Game (book 1) by Miley, Joannah
America's Great Depression by Murray Rothbard