El alienista (72 page)

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

BOOK: El alienista
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Los ojos de Laszlo se empequeñecieron.

— Limpio y rápido— dijo—. Éste no ha sido uno de sus rituales. Lo ha hecho por necesidad. Ha matado al muchacho para protegerse, y para enviar un mensaje.

— ¿A mí?

Kreizler asintió.

— Por muy desesperado que esté, no quiere entregarse fácilmente.

Empecé a sacudir la cabeza, con movimientos lentos.

— ¿Pero cómo…? ¿Cómo? Se lo dije a Joseph, le dije todo cuanto habíamos averiguado. El sabía cómo identificar a Beecham. Incluso me llamó por la tarde para que le confirmara los detalles.

La ceja derecha de Kreizler se arqueó.

— ¿De veras? ¿Por qué motivo?

— No sé…— repliqué con rabia, mientras sacaba otro cigarrillo—. Un amigo suyo le dijo que se le había acercado un hombre que pretendía llevárselo a un castillo desde el que se dominaba la ciudad…, o algo por el estilo. Parecía como si pudiera tratarse de Beecham, pero el hombre no padecía de espasmos faciales.

Laszlo miró hacia otro lado, y al hablar lo hizo con cautela.

— Ya. ¿Así que no te acuerdas?

— ¿De qué?

— De lo que dijo Adam Dury. De que cuando Japheth estaba cazando, sus espasmos desaparecían. Tengo la sospecha de que cuando sigue el rastro a esos muchachos…— Al ver el efecto que sus palabras tenían en mí, Kreizler interrumpió bruscamente su explicación—. Lo siento, John.

Lancé a la calle el cigarrillo aún sin encender y me estrujé la cabeza con las manos. Él tenía razón, naturalmente. Cazar, rastrear, colocar trampas, matar…, todo esto calmaba el espíritu de Beecham, y esta calma se reflejaba en su rostro. Quienquiera que fuera el muchacho que hacía la calle, al que Joseph se había referido, podía efectivamente haber sido abordado por nuestro hombre… De hecho, éste incluso se había acercado al mismo Joseph. ¡Y todo porque yo había olvidado un simple detalle!

Kreizler apoyó una mano en mi hombro mientras la calesa seguía su marcha, y cuando volví a alzar los ojos nos habíamos detenido frente a Delmonico’s. Sabía que aún faltaban un par de horas para que abriera el restaurante, pero también sabía que si existía un hombre capaz de concertar una comida fuera de horario, éste era Kreizler. Cyrus bajó del pescante y me ayudó a salir del carruaje.

— Ande, señor Moore— me dijo—. Coma usted algo.

Logré poner las piernas en funcionamiento y seguí a Laszlo hasta la puerta de entrada, que Charlie Delmonico nos abrió. Había algo en la mirada de sus grandes ojos que me informó de que ya estaba enterado de lo ocurrido.

— Buenos días, doctor— saludó con el único tono de voz que yo hubiera podido soportar en aquel momento—. Señor Moore…— añadió, y entramos al interior del local—. Espero que se encuentren cómodos, caballeros. Si hay algo que yo pueda hacer…

— Muchas gracias, Charles— dijo Kreizler.

Apoyé una mano en el codo de aquel hombre, y antes de entrar en el comedor musité:

— Gracias, Charlie.

Con infalible perspicacia psicológica, Kreizler había elegido para nuestro desayuno el único lugar de Nueva York donde yo podía serenarme o comer algo. A solas en el silencioso comedor principal de Delmonico’s, con la luz que penetraba suavemente a través de las ventanas, mis destrozados nervios empezaron a serenarse y conseguí ingerir unas pocas rodajas de pepino frito, huevos a la Creole y pichón asado. Pero, más importante aún, descubrí que era capaz de hablar.

— ¿Sabes en qué estuve pensando realmente?— murmuré poco después de que nos sentáramos— Creo que fue ayer… Pues pensé que aún era capaz de sentir cierta simpatía por ese hombre, pese a lo que ha hecho. Debido al contexto de su existencia… Pensaba que finalmente había llegado a conocerle.

Kreizler negó con un movimiento de cabeza.

— No es posible, John. No hasta ese punto. Quizá puedas aproximarte lo suficiente como para anticiparte a él, pero al final ni tú, ni yo ni nadie puede ver lo que él ve cuando mira a esos muchachos, o sentir exactamente la emoción que le obliga a desenvainar el cuchillo. La única forma de averiguar tales cosas sería…— Kreizler, con la mirada ausente, atisbó a través de la ventana—, sería preguntándoselo a él.

Asentí débilmente.

— Hemos encontrado su apartamento.

— Sara me lo explicó— dijo, estremeciéndose ligeramente—. Has hecho un brillante trabajo, John. Todos vosotros.

— Brillante…— me burlé ante el comentario—. Marcus no cree que Beecham vuelva allí… Y en estos momentos estoy de acuerdo con él. Este cabrón sediento de sangre siempre ha ido un paso por delante de nosotros.

Kreizler se encogió de hombros.

— Es posible.

— ¿Te habló Sara del plano?

— Sí— dijo Laszlo mientras un camarero nos servía dos vasos de zumo de tomate fresco—. Y Marcus lo ha identificado… Es un plano del sistema de distribución de agua de la ciudad. Parece ser que toda la red ha sido renovada en los últimos diez años. Lo más probable es que Beecham lo robara de la Oficina del Registro Civil.

Tomé un sorbo del zumo.

— ¿El sistema de distribución de agua? ¿Qué diablos significa eso?

— Sara y Marcus tienen algunas ideas.— Kreizler se sirvió unas patatas salteadas, corazones de alcachofa y trufas—. Seguro que te las comentarán.

Miré fijamente aquellos ojos negros.

— Entonces… ¿tú no vuelves?

Kreizler se apresuró a mirar hacia otro lado, evasivo.

— No es posible, John. Todavía no.— Intentó sonreír mientras llegaban los huevos a la Creole—. Habéis ideado vuestro plan para el domingo, festividad de San Juan Bautista…

— Sí.

— Será una noche importante para él.

— Supongo.

— El hecho de que haya abandonado sus… trofeos indica que está pasando por alguna crisis. Por cierto, en cuanto al corazón de la caja…, sospecho que se trata del de su madre.— Me limité a encogerme de hombros—. Supongo que te acordarás de que la noche del domingo es la función benéfica para Abbey y Grau en el Metropolitan, ¿verdad?

Me quedé con la boca abierta de incredulidad.

— ¿Qué?

— La función benéfica— repitió Kreizler, casi alegremente—. La quiebra ha destrozado la salud de Abbey, pobre muchacho… Aunque sólo sea por ese motivo, tenemos que asistir.

— ¿Nosotros?— chillé—. Por el amor de Dios, Kreizler, vamos a estar persiguiendo a un asesino…

— Ya sé, ya sé, pero eso será más tarde… Hasta ahora, Beecham nunca ha actuado antes de medianoche; no hay motivos para pensar que lo haga el domingo. ¿Así que por qué no hacemos la espera lo más placentera posible, a la vez que ayudamos a Abbey y a Grau?

— Ya sé…, seguro que estoy delirando— dije, soltando a un lado el tenedor—. Seguro que no hablas en serio. No puedes…

— Maurel cantará a Giovanni— me interrumpió Kreizler con acento seductor, acercándose a la boca un trozo de pichón con huevos—. Edouard de Reszke será Leoporello, y apenas me atrevo a decirte quién está programada para hacer de Zerlina…

Resoplé indignado, pero luego inquirí:

— ¿Frances Saville?

— La misma— asintió Kreizler—. Anton Seidl dirigirá la orquesta. Ah, y Nordica cantará el papel de Donna Anna.

No había ninguna duda al respecto: acababa de describirme una noche de ópera auténticamente memorable, y la perspectiva me distrajo por unos instantes. Sin embargo, cuando en mi mente se filtró la imagen de Joseph, noté una punzada en el estómago que borró todas mis fantasías sobre una agradable velada.

— Kreizler— dije fríamente—, no sé qué ha pasado para que te quedes ahí sentado, hablando despreocupadamente de ópera, como si gente a la que ambos conocíamos no hubiese…

— No hay ninguna despreocupación en lo que te estoy diciendo, Moore.— Los negros ojos siguieron sin vida, pero una especie de fría aunque feroz determinación le endureció la voz—. Voy a hacer un trato contigo… Ven conmigo a la representación de Don Glovanni, y yo me reincorporaré a la investigación. A ver si ponemos fin a este asunto.

— ¿Te vas a reincorporar?— pregunté sorprendido—. ¿Pero cuándo piensas hacerlo?

— No antes de la gala en la Opera— contestó Laszlo, y cuando me disponía a protestar, él alzó una mano con firmeza—. No puedo ser más explícito, John, así que no me hagas más preguntas… Dime tan sólo una cosa: ¿aceptas?

Por supuesto que acepté. ¿Qué otra cosa podía hacer? A pesar de todo lo que los Isaacson, Sara y yo habíamos conseguido en las últimas semanas, el asesinato de Joseph me había arrojado profundas dudas sobre nuestra capacidad para seguir adelante con la investigación. La idea de la reincorporación de Kreizler era un enorme incentivo para continuar, un incentivo que me permitiría comer un pichón entero antes de abandonar Delmonico’s y dirigirnos al centro. Sin duda se estaba comportando de manera misteriosa, pero Laszlo no era caprichoso en estas cosas, y mi intuición me decía que tendría algún motivo para ocultar sus intenciones Así que le prometí tener a punto mi traje de gala, y luego sellamos el pacto estrechándonos la mano. Pero cuando le dije lo ansioso que estaba por informar a los demás de su regreso al 808 de Broadway Kreizler me pidió que no lo hiciera. Pero sobre todo que no le dijera nada a Roosevelt.

— No te pido esto por resentimiento— explicó Laszlo cuando bajé de la calesa en el lado norte de Union Square—. Theodore ha sido muy honesto y considerado conmigo estos últimos días, y diligente en la búsqueda de Connor.

— Aun así todavía no hay señales de ese individuo— dije, pues lo sabía por el propio Roosevelt.

Con expresión extrañamente desinteresada, Laszlo se volvió a mirar a lo lejos.

— Ya aparecerá, imagino.— Cerró la portezuela del carruaje—. Mientras tanto, hay otras cosas a las que atender. Adelante, Cyrus.

Cuando la calesa se puso en marcha, yo seguí andando hasta el centro.

Al llegar a nuestro cuartel general encontré sobre mi escritorio una nota de Sara y los Isaacson diciéndome que habían marchado a casa para dormir unas horas, y que después pensaban reunirse con el grupo de detectives que Theodore había destinado a la vigilancia del piso de Beecham. Aproveché su ausencia para tumbarme en el diván e intentar disfrutar también del necesario descanso, aunque el estado en que caí apenas podría considerarse un sueño profundo. De todos modos, a mediodía me sentí lo bastante recuperado como para regresar a Washington Square y cambiarme de ropa. Luego telefoneé a Sara, quien me informó de que la cita en el 155 de Baxter Street se había concertado para el atardecer, y que el propio Roosevelt tenía intención de dedicar unas cuantas horas a la vigilancia de aquel lugar. Quedamos en que ella pasaría a recogerme con un carruaje, y decidimos seguir descansando un poco más.

Al final resultó que Marcus estaba en lo cierto respecto a Beecham a las tres de la madrugada del sábado, el hombre aún no había dado señales de vida, y todos empezamos a comprender que sin duda no regresaría al apartamento. Informé a los demás sobre el comentario de Kreizler respecto a los trofeos de Beecham— que el hecho de haberlos abandonado indicaba que su carrera de asesino se aproximaba velozmente a una especie de crisis—, y esta idea subrayó para todos nosotros la importancia de trazar un plan para la noche del domingo. Debido al acuerdo que habíamos tomado varias semanas atrás, incluimos a Roosevelt en estas deliberaciones, que se llevaron a cabo la tarde del sábado en el número 808 de Broadway.

En realidad Roosevelt nunca había estado en nuestro centro de operaciones con antelación, y verle inspeccionar todas las curiosidades tanto intelectuales como decorativas del lugar me recordó profundamente la mañana en que yo me había despertado allí por primera vez, después de que Biff Ellison me drogara. Como siempre ocurría con Roosevelt, la perplejidad pronto dio paso a la curiosidad, y empezó a formular tantas preguntas pormenorizadas sobre cada objeto— desde la enorme pizarra hasta el pequeño fogón de la cocina—, que no pudimos empezar a trabajar hasta una hora después de su llegada. La sesión fue muy parecida a las muchas que la habían precedido: todos expusimos nuestras ideas para sopesarlas (y por lo general desestimarlas), tratando todo el rato de obtener hipótesis sólidas de especulaciones etéreas. Sin embargo, esta vez me di cuenta de que contemplaba el proceso a través de los ojos inicialmente perplejos y luego fascinados de Roosevelt, viéndolo por tanto desde una perspectiva absolutamente nueva. Y cuando él empezó a golpear con sus puños sobre los brazos de un sillón de la marquesa Carcano y a soltar exclamaciones de aprobación cada vez que nos convencíamos de que algún razonamiento era correcto, aprecié todavía más la labor que nuestro equipo había estado haciendo.

Todos estuvimos de acuerdo en un punto esencial: que el plano de Beecham sobre el sistema de distribución de agua de la ciudad de Nueva York tenía algún tipo de importancia, no en relación a los pasados asesinatos sino respecto al que estaba a punto de cometer… Mientras esperaba a los detectives de Theodore la noche en que descubrimos el apartamento de Beecham, Marcus, con sólo realizar un análisis comparativo del estuco en los distintos lugares del apartamento, había confirmado su teoría inicial de que hacía poco que habían clavado el plano en la pared. Teniendo en cuenta elementos tales como el calor, la humedad y el hollín adherido al estuco, Marcus tenía la absoluta seguridad de que el plano no estaba clavado aún en la pared en una fecha tan reciente como la noche del asesinato de Ernst Lohmann.

— ¡Espléndido!— había juzgado Theodore, haciéndole el saludo militar a Marcus—. Precisamente por eso os incluí en el cuerpo, muchachos, por vuestros métodos modernos.

La conclusión de Marcus se vería corroborada posteriormente por diversos factores. En primer lugar, era difícil ver qué conexión podía haber entre Bedloe’s Island, la estatua de la Libertad de Bartholdi, o cualquier otro escenario de alguno de los crímenes cometidos hasta el momento, con el sistema de distribución de agua de la ciudad. Por otro lado era fácil que en la mente de Beecham se relacionara metafóricamente la idea global de ese sistema— uno de cuyos propósitos principales era facilitar la posibilidad de bañarse— a la figura de Juan el Bautista. Si a todo esto se añadía el hecho de que al dejar aquel plano Beecham parecía querer provocarnos y a la vez suplicarnos, podíamos tener la relativa certeza de que aquello estaba de algún modo relacionado conceptualmente con el próximo asesinato… A medida que iban apareciendo todos estos detalles, Lucius los iba anotando en la pizarra.

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