—El lugar donde me espera Catherine, y el motivo por el cual debería trasladarme hasta allí.
—El enclave ya se lo he dicho. En cuanto a la motivación, sin duda la obtendrá cuando observe un objeto que hay en el interior de la maleta. Cójalo y obsérvelo bien. Le hará pensar en la persona que amenazaba a Catherine la última vez que usted lo utilizó.
La «monja» había esperado el momento adecuado para marcharse. Gabriel Grieg vio cómo una grúa de gran tamaño del Ayuntamiento remolcaba un autobús averiado hacia las cocheras.
En un cartel del enorme camión, bajo una luz intermitente de color naranja, se podía leer: «vehículo auxiliar». Debajo figuraba una señal de prohibido circular a más de 30 kilómetros por hora, que el conductor no respetaba.
Grieg, en décimas de segundo, tenía que tomar la decisión de si se hacía cargo de la maleta o no.
El vacío que producirían los vehículos haría caer la cartera a la calzada, sin remisión posible, y sería aplastada por varios juegos dobles de enormes ruedas.
Los focos del camión remolcador iluminaron los setos de la Gran Via junto a los que Grieg se encontraba.
En un acto entre reflejo y responsable, Grieg optó por recoger la maleta un segundo antes de que el camión llegase a su altura. Cuando lo hizo, durante un momento, creyó que la cabeza le iba a estallar al oír el ensordecedor claxon del camión, que pulsó el alarmado conductor del vehículo, que temió que un suicida se le arrojaba bajo las ruedas.
Grieg volvió a sentarse en el banco y comprobó que la enigmática mujer había desaparecido.
Cuando abrió la maleta, Gabriel Grieg encontró en su interior una ajada fotografía situada en el mismo centro de una considerable madeja formada de viejas cuerdas de pita. Eran los mismos cordeles con los que Dos Cruces les había inmovilizado en el interior de la cripta de Just i Pastor.
En los diferentes departamentos de la cartera, Grieg rebuscó, sin dejar de mirar la turbadora fotografía, el objeto que la religiosa había citado hacía escasamente un minuto. Se trataba del encendedor que tenía grabada la imagen de un velero Clipper. A Grieg le resultó imposible refrenar un intenso sentimiento de venganza cuando recordó las palabras que acababa de pronunciar la religiosa. Acudió a su mente, como un torrente de tinieblas y angustia, la imagen de Dos Cruces amenazando con el destornillador a Catherine.
«¡Quizá sea verdad lo que Catherine me dijo: si no acudo a la cita, es muy posible que no volvamos a vernos nunca más! ¡Debo ayudarla inmediatamente!»
El cardenal Fedor Münch llevaba cinco minutos aguardando impacientemente con el teléfono móvil apoyado en la sien, sin que se oyera ningún sonido en el auricular.
Esperaba a que alguien le atendiera.
Su alargada figura resaltaba por encima de los numerosos curiales que conversaban reservadamente, en grupos de dos y de tres, en tanto aguardaban el momento de asistir al
congressus
que se celebraría, de inmediato, en una de la salas regias del Palau de Pedralbes.
Münch continuaba confiando que atendiera su llamada la única persona que podía impedir la conferencia que estaba a punto de celebrarse.
El funcionario que había descolgado el teléfono, en principio, se opuso del todo a transferir aquella comunicación cuando Münch efectuó la llamada, pero finalmente había accedido tras consultar con uno de sus superiores, y éste, con otro aún por encima en el escalafón jerárquico.
Finalmente había procedido a cursar la petición.
Aquella «prerrogativa» en el protocolo estaba prevista para casos absolutamente excepcionales, y únicamente reservada a las altas prelaturas, como era el caso del que procedía la llamada.
—Comprenda que esto es muy irregular, eminencia —había enunciado en un perfecto italiano el funcionario.
—Insisto en ello, es de trascendental importancia —reiteró Münch, sabedor de que aquella comunicación telefónica era una llamada primordial.
Un primoroso pavimento y un techo artesonado envolvían cálidamente a la persona con la que el cardenal Fedor Münch pretendía conversar urgentemente.
En esos precisos instantes, se encontraba plácidamente sentado en su butaca favorita de la admirable biblioteca que poseía en su aposento privado, el más protegido y respetado de un inmenso «paraíso terrenal» formado por más de 1.400 habitaciones.
Reflexionaba muy seriamente.
Observó el piloto rojo encendido de un teléfono de color blanco que reposaba sobre la mesa auxiliar que tenía a su derecha, mientras sonaba, en un tono casi inaudible, el movimiento tercero del
Concierto de Brandemburgo,
de Johann Sebastian Bach. Otro piloto instalado en el mismo teléfono emitía insistentemente, a intervalos de dos segundos, una señal lumínica indicadora de que el aparato estaba en posición de «silencio» y que si deseaba atender la llamada únicamente debía pulsar esa tecla.
Durante dos minutos, recapacitó concienzudamente con la vista puesta en un precioso patio ajardinado interior, que contemplaba desde la segunda planta de un edificio situado junto a una plaza de dimensiones ciclópeas.
Finalmente presionó el botón del teléfono.
El cardenal Münch sintió un estremecimiento cuando, tras oír un crujido en el auricular, se dio cuenta de que estaba oyendo un sonido inconfundible.
Una sibilante y pesada respiración que reconoció al instante.
Fueron unos intensos segundos donde los dos hombres no cruzaron palabra alguna.
Ninguna.
Sólo se oía una respiración.
Era una respiración diafragmática que Münch conocía muy bien: apenas una leve vibración que saturaba momentáneamente el sonido del auricular, para percibirse claramente un estertor provocado por la fricción del aire que hacía vibrar unas cuerdas vocales.
Aquel silencio le confirmaba a Münch que la persona estaba al corriente de la celebración del
congressus
y, sobre todo, que no tenía intención alguna de impedir que se llevase a cabo.
Cuando treinta y cinco segundos después de haberse iniciado la comunicación, ésta se interrumpió definitivamente, Fedor Münch supo que tenía que poner en práctica, inmediatamente, su propio designio.
Tras estudiar concienzudamente durante varios minutos los movimientos de un vigilante uniformado, Gabriel Grieg aprovechó el momento adecuado, tras saltar una verja junto a un
fogaril,
para acceder a un terreno envuelto en las sombras. Durante unos segundos, caminó con rapidez y medio encorvado, pisando un suelo de tierra batida donde la vegetación crecía raquítica, enraizada, entre el cemento y el polvo de roca.
Tras vadear seis enormes cilindros de piedra que estaban volcados en el suelo y que simulaban ser bolos caídos en un juego llevado a cabo por titanes, se encaramó rápidamente sobre un bastidor de madera y se introdujo por un hueco varios metros por debajo del nivel del suelo.
Con el propósito de permanecer fuera del alcance de las miradas de los vigilantes, caminó dificultosamente por lo que parecía ser el foso seco de una gigantesca fortificación que tuviese cerrada a cal y canto, tras el puente levadizo, su pesada reja de rastrillo que protegía las grandes puertas que daban acceso a un enorme castillo. Grieg levantó la cabeza tratando de imaginar el largo espacio que le quedaba por recorrer, hasta conseguir lo que había venido a buscar en lo más alto de la «torre del Homenaje».
Aunque lo conocía sobradamente, su visión volvió a sobrecogerle.
Vio, colgados de aquellos colosales muros, tres enormes camaleones de piedra de varias toneladas cada uno, que le disputaban el espacio a dos descomunales serpientes con las fauces abiertas, mucho más largas que las anacondas y que permanecían enrolladas sobre sí, desafiando las leyes de la gravedad, mientras parecían guardar un precario equilibrio.
En aquel prodigioso lugar, moraban pétreas conchas marinas de tamaño antediluviano junto a grandiosos sapos, que parecían alimentarse vorazmente de insectos de cerámica, posados sobre rejas de hierro con la apariencia de la vegetación del triásico. Las columnas, sustentadas por tortugas marinas de las Galápagos, se elevaban hacia las alturas, en un tipo de construcción orgánica que intentaba ascender al cielo, del mismo modo que lo haría un gigantesco incendio de piedra.
Por el lugar por donde Grieg transitaba, moraban extraños pelícanos capaces de volar majestuosamente, aunque fuesen de piedra, y los agigantados camaleones parecían cazar al vuelo, con su larga lengua, policromas mariposas de cerámica.
Sobre las desproporcionadas medusas, los calamares y los cangrejos gigantes, volaban las palomas, y sobre ellas había constelaciones crecientes, huevos de simbolismo cósmico, lunas y estrellas fugaces que fecundaban la tierra en forma de flores abstractas.
En aquel extraño lugar, las salamandras minerales, los lagartos de piedra y los dragones ígneos parecían ocultarse en un gigantesco laberinto de granito, donde moraban a sus anchas los gallos fractalizados en el vitral, los signos del Zodiaco, los camellos y los perros de piedra, coronados por el musgo sagrado de los druidas.
Grieg pasó sin separarse de los amplios muros de aquella fabulosa construcción y penetró en una estancia, situada bajo un pórtico, donde estaba representado el árbol de la Vida, junto a unos ánades descendientes de las ocas capitolinas de los romanos.
Se detuvo delante de un grueso portalón de madera con estrechos y alargados cristales.
El portón estaba abierto.
Entró en un pequeño y maravilloso lugar donde la piedra, primorosamente trabajada, había sido convertida en estatuas, en ménsulas y en elegantes columnas que formaban un elaborado templete.
Grieg encendió la linterna, aunque sabía de antemano con lo que se iba a encontrar.
Vio un horrible pez con rostro humano que portaba una bolsa llena de monedas de oro. Junto a él, estaba situada una niña que lloraba desconsoladamente.
Grieg se giró en redondo.
Allí, surgido de la piedra, moraba un ser horripilante con forma de monstruo marino, con cabeza de tiburón y delfín y cuerpo de congrio, que le entregaba a un hombre de facciones atormentadas una bomba Orsini, exactamente igual a las que fueron lanzadas la noche del 7 de noviembre de 1893 en el Gran Teatro del Liceo durante la representación del segundo acto de la ópera
Guillermo Tell,
del compositor italiano Gioacchino Rossini.
«Debo apresurarme», pensó Grieg en tanto miraba su reloj: 00.27.34.
Volvió a salir del pequeño cubículo y se dirigió hacia una puerta, que no tenía detalle ornamental alguno, y empezó a subir por una escalera.
No se trataba de una escalera de tramos convencionales.
No ascendía en línea recta.
Grieg, aunque no era propenso a ello, no pudo evitar cierta sensación de angustiosa claustrofobia al comprobar que su cuerpo se encontraba en el interior de una espiral, con la forma de un monumental sacacorchos, que tenía la extraña particularidad de «irse formando» a medida que él ascendía en el sentido contrario a las agujas del reloj y, uno a uno, por sus peldaños.
El espacio existente en el interior de la escalera únicamente permitía el paso de una persona. La pared circular y los escalones estaban formados enteramente de piedra, y al carecer de ventanas laterales resultaba muy difícil ubicarse en el espacio.
Se ascendía en círculo.
Escalón a escalón.
Grieg encendió la linterna. Se sintió completamente enclaustrado en tanto continuaba dando vueltas y vueltas alrededor de un eje sobre el que se iba superponiendo «el mismo tramo de seis escalones» y que, por carecer de cualquier referencia visual, le daba la impresión de encontrarse «anclado a aquel claustrofobia) tramo de escalera».
Iluminó con la linterna un ventanuco de un metro y medio de alto por treinta centímetros de ancho y miró a través de él. Únicamente vio diez grandes bloques de piedra, perfectamente esculpidos y de formas caprichosas, listos para ser colocados en. alguna parte de una obra.
De una obra colosal.
Tras ascender dos docenas de escalones de aquella inacabable escalera espiral, se topó con otra abertura en la piedra, de igual tamaño y forma que la anterior. En esta ocasión, al mirar por ella, lo que vio le hizo creer que se encontraba en el interior de un gigantesco bosque de piedra, donde los troncos de los árboles, semejantes a enormes secuoyas, se hubiesen fosilizado y ramificado en las alturas hasta ir a perderse entre un firmamento de pequeños puntos cristalinos capaces de filtrar la escasa luz que provenía del exterior, hasta pigmentarse de un modo sobrecogedor.
Eran estrellas sobre un abovedado bosque de piedra.
Grieg continuó ascendiendo hasta que aquella ultraterrena escalera de caracol le condujo hasta un ensanchamiento, desde donde partía una bifurcación que iba a formar un nuevo tramo de escalera espiral, que continuaba ascendiendo, pero en esta ocasión en el sentido de las agujas del reloj.
Se encontraba en el lugar que la religiosa crípticamente le había comunicado. Tenía en la mano, desde hacía unos segundos, la fotografía en blanco y negro que halló en el interior de la cartera que ella misma arrojó al parterre de la Gran Vía. La dobló y a continuación la rompió por la mitad.
Se asomó a un fabuloso balcón de piedra con forma de trifolio desde el que tenía a su alcance visual, a vista de pájaro, gran parte de aquella alucinante construcción, mientras que, a escasos metros de él, los ojos de un gigantesco camaleón de piedra parecían observarlo con recelo.
«Voy a averiguar de una vez por todas quién es Catherine.»
Natsumi Oshiro se encontraba en una de las salas regias del Palau de Pedralbes, envuelto en una luz nebulosa procedente de una gran pantalla de plasma situada entre dos ventanales, que mostraban, al completo, una vista panorámica de Barcelona.
Sobre los cristales de sus gafas, se reflejaba una inmensa gárgola de piedra con forma de camaleón, situada en la parte superior de uno de los muros del ábside de la Sagrada Familia.
La gárgola de piedra dio paso a unas interminables escaleras de caracol de forma helicoidal que habían surgido de la maravillosa imaginación de un geómetra, que para llevar a cabo su arquitectura orgánica utilizaba con increíble maestría: conoides, hiperboloides, paraboloides helicoidales…
Para ello se inspiraba en las formas de la naturaleza; en el modo cómo crecían las semillas en un girasol, en la conformación de las piñas, en las conchas de los animales marinos que perpetúan siempre las espirales surgidas del número áureo «
fi
», bautizado en el siglo XX por el matemático estadounidense Mark Barr en honor al escultor Fidias, que lo aplicaba en todas sus obras; un monje del siglo XV llamado Luca Pacioli lo denominó la «divina proporción»: «Un codo y medio de alto por dos codos y medio de largo…» fueron las medidas que, según la Biblia, Dios le proporcionó a Noé para que construyese el Arca, y cuya traslación matemática en sucesión inacabable de números termina en el infinito.