—¿Cuántas personas habrá enterradas en esta cripta? —preguntó Catherine, a sabiendas de que intuía lo que Grieg haría tras escucharla.
—No lo sé, pero no resulta difícil comprobarlo.
Grieg le pidió la antorcha a Catherine. Se dirigió hacia uno de los cuatro sepulcros laterales. Empujó la pesada losa y después hizo palanca con la antorcha. La losa cedió al instante.
—Fíjate bien, sólo aquí dentro hay una docena de cráneos.
—¡Es horrible! —exclamó Catherine, que contemplaba el incontable número de huesos amontonados en el interior del sepulcro.
—¡A saber a quiénes pertenecían! —susurró Grieg, que centró su atención en el sepulcro central—. Ven, ayúdame a abrir el pudridero. Creo que aquí los muertos «están más a sus anchas».
Catherine y Grieg separaron con bastante dificultad la pesada losa hasta dejar el sepulcro entreabierto.
—Tenías razón. Sólo hay un muerto —murmuró Catherine.
El interior del pudridero de piedra estaba ocupado por un esqueleto envuelto en una mortaja negra o un tipo de vestidura muy sencilla, casi monástica, hecha jirones.
Por el tipo de calzado, Grieg dedujo que había sido enterrado a finales del siglo XIX. Había un libro de apuntes vuelto boca abajo y con algunas hojas dobladas, como si hubiese sido arrojado hacia el interior del sepulcro por alguien que temiese su contenido.
Grieg pensó en algo peor.
Conjeturó, por unos instantes, que la persona que arrojó el libro en el interior del pudridero quizá ni siquiera supiera si debía ocultarlo de una manera más concienzuda, o incluso destruirlo. El libro de apuntes tenía las hojas salpicadas de una sustancia negruzca: se trataba de sangre coagulada; además, estaba atravesado por lo que parecía ser la incisión producida por una afilada y estrecha cuchilla.
—¡Es el libro! El documento que se citaba en el testamento sacramental. ¡El que puede conducirnos a la Chartham! —exclamó Catherine mientras introducía la mano en el interior del sepulcro.
—¡No toques nada! —Grieg extendió la mano, impidiendo que ella cogiese el libro.
—Te escucho. —Las dos palabras pronunciadas por Catherine no expresaban, en absoluto, su estado de ánimo; exigían una inmediata explicación por parte de Grieg.
—Una cosa está muy clara —respondió amablemente Grieg—, el hombre al que pertenecieron esos huesos no pudo cerrar la tapa del sarcófago. No dudes que sufrió heridas muy graves antes de morir. Observa ese jirón en su vestimenta. Muestra seis costillas completamente hundidas, pero no murió de eso. Creo que se suicidó.
—Prosiga, doctor forense —bromeó Catherine.
—Fíjate en la posición en que están los huesos de los brazos. Tiene las dos manos juntas. Es como si se hubiese atravesado el pecho, perforando primero el libro. Pero ¿por qué lo hizo? ¿Por qué no está el arma con la que se suicidó?
Grieg hablaba, intentando adivinar la poderosa razón por la cual aquel libro tan codiciado estaba tirado allí de aquella manera tan poco lógica.
Las palabras de Catherine aumentaron aún más su confusión y sus dudas.
—Tal vez el que cerró la losa del pudridero huyó despavorido.
Dos Cruces estaba exhausto y sediento. «Esta es la gran oportunidad que estaba esperando para largarme de aquí y ¡no la voy a desaprovechar!», se dijo mientras continuaba martilleando y veía saltar las chispas de la roca.
Una y otra vez.
Tras veinte minutos de respirar polvo y de no extraer más que guijarros y tierra, empezaba a dar muestras de desaliento. Empapado en sudor, se había despojado de su jersey de lana, y su camiseta roja lucía unas enormes manchas de sudor a la altura de las axilas y de la espalda.
«Debo tomarme un respiro», pensó.
Se dirigió hacia la urna de cristal con la imagen de san Francisco Javier, que tenía junto a él y volvió a leer el documento que le había entregado la mujer hacía unos minutos. «¡Qué extraño es todo esto! Aquí lo pone bien claro: capilla de San Lorenzo a los pies de San Francisco Javier.» El texto no dejaba lugar a dudas, sin embargo, el boquete que había abierto en el suelo de la iglesia ya tenía medio metro de profundidad, y no había hallado nada que no fuesen desalentadores cantos rodados, piedras, tierra reseca y polvo.
Ardía en deseos de poder demostrarle a su «mecenas» que haber depositado su confianza en él había sido la más acertada de las decisiones, y que el dinero que le había adelantado a cuenta no había caído en saco roto.
«¡Nunca ganaré tanto dinero por una noche de trabajo!», pensó mirando hacia el agujero que estaba en el rincón junto a un gran montón de tierra. Se secó el sudor de la cara con el dorso de la mano. Al rozar la piel áspera de la comisura de sus labios advirtió que los tenía resecos.
Tenía sed.
Una sed que no se saciaba con agua. Tenía sed de vino. Estaba en el interior de una basílica y sabía dónde se guardaba el mejor. Sin mover el grueso cirio que iluminaba la pequeña capilla, se encaminó hacia el altar. La cera podría caer al suelo y provocar en el párroco incómodas preguntas.
«Muy pronto ya no tendré que disimular», pensó.
El débil resplandor fue suficiente para guiarle hasta una vieja alacena situada tras el altar.
Dos Cruces llevaba tiempo buscando la cripta secreta. Aunque sus pesquisas no tuvieron el éxito que él esperaba, le habían permitido hacer pequeños y gratificantes hallazgos, como era el que tenía en ese momento delante de sus ojos.
Una secreta y vieja alacena de madera que hacía siglos llegó a utilizarse como sagrario. Dos Cruces iba guardando en ella el más añejo vino de misa, sin que lo detectase el rector de la parroquia, para ser consumido cuando la ocasión así lo requiriera.
Un momento especial como aquél.
Tres botellas del mejor vino de misa le estaban esperando en el interior de la alacena, junto a un viejo y abollado cáliz, para beber en él hasta quedar saciado y poder regresar con renovadas fuerzas para el ataque final.
La mortecina luz que le llegaba desde el fondo de la iglesia fue suficiente para localizar, primorosamente camuflada entre dorados adornos florales, la vieja alacena. Inmediatamente, pensó en el maravilloso sabor del vino que dionisiacamente manaría del gran cáliz y que en grandes tragos calmaría su sed. Con sumo cuidado, para que no se desprendiera el pan de oro que recubría la secreta despensa, Dos Cruces apretó la cabeza de un querubín que le servía de tirador y abrió el pequeño armario de madera.
La expresión que tenía su rostro cambió por completo.
—¡Santo Cielo! —exclamó Dos Cruces dudando de lo que estaban viendo sus ojos.
No podía dar fe de lo que estaba viendo.
«¡El cáliz!»
El viejo cáliz, aquel al que él esperaba sacarle partido vendiéndoselo a cualquier anticuario el día que por fin se fuera de aquella iglesia…, ¡estaba brillando! Refulgía con una luz que nunca había visto anteriormente, mediante unos destellos azules y blanquísimos que hacía que las botellas de vino situadas a su lado reluciesen como gemas, amatistas, zafiros y esmeraldas.
«Es una luz de diamante. Es la luz de Dios, y yo la estoy viendo.» Durante varios segundos notó cómo se le nublaba la razón.
Dos Cruces sabía, porque alguien se lo había contado vagamente una vez, que el libro que estaba buscando escondía en su interior el plano de un tesoro que pertenecía a la Iglesia. Que quien poseyera aquel libro sentiría el poder de Dios entre sus manos. «¡Y yo estoy cavando a centímetros de donde está enterrado! ¡Tiene que ser una señal! ¡Soy el elegido!», se convenció poniendo una expresión beatífica.
Dos Cruces, con preocupación, pensó que él nunca había sido un hombre demasiado religioso en ningún sentido. Ni siquiera se había tomado en serio las más elementales normas de
La guía del cristiano.
Se dijo que tenía que estar a la altura de las circunstancias. Acudieron en su rescate unas palabras que aprendió en su niñez y que su tío, el párroco, le enseñó cuando aún pensaba que tenía remedio y que podía llegar a ser un niño normal.
Se hincó de rodillas y rezó dando gracias a Dios por permitir que él fuese el elegido:
—
Magna opera Domini: exquisita in omnes voluntates ejus
—oró con la voz más ceremoniosa que fue capaz de permanecer.
Las obras del Señor son grandes: perfectísimas según su voluntad. Dos Cruces permaneció en silencio en esa sumisa postura hasta que le empezaron a doler las rodillas. La iglesia estaba en el más completo y absoluto de los silencios. «Nadie habla», se dijo decepcionado, pero guardando aún un resquicio de beatitud en su rostro.
Lentamente, se reincorporó avergonzado de su ataque de éxtasis místico. Con las rodillas doloridas se levantó. Se dirigió de nuevo hacia la pequeña alacena de madera y observó detenidamente el dorado y viejo cáliz. Angustiosamente intrigado, se preguntó de dónde demonios saldría esa luz.
Sus cejas volvieron a arquearse malévolamente tras varios minutos de tenerlas, como flotando, sobre sus ojos. La expresión de su rostro empezó a cambiar recuperando rápidamente su perfil más siniestro. Alzó lentamente el viejo cáliz y vio que de una pequeña grieta en la vieja madera aparecía un finísimo rayo de luz.
Con suma rapidez, extrajo un destornillador de grandes proporciones que llevaba colgado del cinturón y lo introdujo en la grieta de donde surgía aquel prodigio. La desgarró hasta el límite de astillar la corrompida madera. El haz de luz que resplandeció en ella aún se hizo más visible. «¡La luz viene del sótano! ¡Alguien está en el interior de la cripta que estoy buscando!»
Llevado por la cólera, quiso examinar mejor el fondo de madera de la vieja alacena. Se dirigió hacia la sacristía y regresó con una antigua linterna gris de petaca como las que usaban los acomodadores de los cines de los años sesenta. Movió varias veces el interruptor, pero las conexiones oxidadas impidieron su funcionamiento. La golpeó contra el fondo del pequeño armario, pero siguió sin funcionar. Indignado, la lanzó hacia el interior con intención de romperla.
—¡Joder! —masculló entre dientes Dos Cruces—. ¡Sea quien sea se va a enterar!
A toda prisa, se dirigió de nuevo hacia la sacristía y buscó en el interior de su armario personal algo que le sirviese de arma. Miró detenidamente la navaja que usaba para cortar el embutido cuando el rector de la parroquia se iba por la tarde. La desechó, era demasiado pequeña. Instintivamente, miró lo que aún sostenía en su mano izquierda y pensó que podría servirle. Rápidamente se dirigió hacia el altar asiendo con fuerza el gran destornillador. Cuando pasó junto a la mesa de la sacristía, vio el asiento vacío y pensó inmediatamente en la mujer que le había entregado el testamento. «¡Jodida cabrona! ¡Con la cara de conejita que tenía! Pagará hasta la última gota de sudor que me ha hecho derramar esta noche», juró Dos Cruces mientras maldecía. «Todo ha sido un truco. ¿Cómo se habrá colado?», se dijo, sabiendo que no tardaría mucho en averiguarlo. Debía darse prisa si no quería que se llevasen el libro. Notó cómo las arterias de su cuello se dilataban.
Arrastrado por una furia incontenible, tomó un juego de viejas cuerdas de esparto, de las que usaba para empaquetar la ropa que donaban los feligreses y que él revendía en vez de entregársela a los menesterosos.
Sacó de un cajón de la mesa del párroco una linterna comprada recientemente. La probó: las pilas estaban cargadas. Sin hacer el menor ruido, se dirigió hacia la parte trasera del altar mayor. Subió los pequeños escalones y todo le pareció normal, dentro del desorden que representaban todos aquellos sillares tirados por el suelo.
Sus pequeños y negros ojos se iluminaron.
Había visto, por fin, la entrada secreta que daba a la cripta y que tanto tiempo llevaba buscando.«¡Maldita coneja, ya he visto dónde escondes tu madriguera! ¡Muy pronto serás mía!», pensó sin poder contener su arrebato pasional y su ira.
Cuando observó con detenimiento la trampilla abierta en la pared trasera del altar, notó cómo se lo llevaban los diablos. «¡Debe de ser verdad eso que todo el mundo dice de mí! ¡Soy un auténtico idiota! ¡He buscado en todos los lugares de la iglesia menos aquí! ¡Ni siquiera se me había ocurrido! —maldijo mientras observaba las precauciones que había tomado para que no se cerrase la puerta—. La muy coneja. Eso quiere decir que no tiene la llave de salida. —Dos Cruces se percató de que existía una cerradura en el interior de la puerta—. No tiene la llave que abre desde el interior. ¡Pronto serás mía!»
Con gran sigilo, para no hacer ruido, se introdujo por la portezuela y empezó a descender silenciosamente los empinados escalones del tramo inicial de la escalera.
A tientas, fue bajando.
Poco a poco, una débil luz empezó a iluminar la estrecha escalera. La penumbra resultó suficiente para entrever las vacías cuencas del esqueleto que había en la sala. Tenía demasiado odio para pensar en muertos. Un chorro de luz salía de una potente linterna hacia el techo, donde había varias vigas de madera podrida. «¡Esta es la luz que vi! Debe de haber una grieta que comunica con la alacena.» Se estiró en el suelo para ver quién hablaba en la cripta secreta.
Alarmado, comprobó que la chica no estaba sola. Alguien la acompañaba. Escuchó con atención la voz de un hombre.
«¿De qué me suena esa voz?» Sintió cómo la furia le obligaba a abrir completamente los ojos.
«¡Conozco muy bien, pero que muy bien esa voz!»
Impresa en la tapa del libro de apuntes figuraba la palabra: «Códex». Con sumo cuidado, Gabriel Grieg lo extrajo del interior del sepulcro y lo examinó detenidamente. Sus duras tapas estaban frías, gélidas como la piedra sobre la que había estado posado durante más de cien años.
—Sin lugar a dudas, el antiguo propietario al que perteneció este códex se hubiese dejado arrancar la vida antes que verse privado de él —dijo Grieg mientras observaba las raídas tapas de piel—. Fíjate en el tamaño minúsculo de esas letras y en la minuciosidad con la que están realizados los dibujos y los planos de las ciudades.
Grieg intentó abrir por completo el libro de apuntes, pero el orificio de forma alargada que atravesaba la totalidad de las hojas por su parte superior dificultó la tarea, y trató de no forzarlo en exceso.
—La sangre coagulada y seca ha hecho que muchas de las páginas estén unidas, es preferible tratarlo con mucho cuidado.
Catherine permanecía a su lado sin apartar ni por un instante, como hipnotizada, la vista del códex.